Desde los ángeles del Libro de Enoch y del Antiguo Testamento, pasando por los “mensajeros” del enigmático Yavé, hasta los misteriosos Akpalus, que surgen en la raíz de la civilización sumerio-babilónica, que quizá cabe identificar con el dios-astronauta Nomo de los Dogones, procedente de un planeta de Sirio B, tenemos toda una serie de seres mitológicos que han influido en el devenir de la Humanidad. ¿Y qué cabría decir del panteón de los dioses helenos, esos dioses tan humanos, con nuestras mismas flaquezas y deseos, pero que cuentan entre ellos a un Triptolemo, semidiós y héroe griego, que aprendió de la diosa Deméter las artes de la agricultura, y que entregó el trigo a los hombres, como hizo Osiris en Egipto? El célebre astrónomo norteamericano Carl Sagan, junto con los autores franceses Louis Pauwells y Jacques Bergier, concordaron en afirmar que, posiblemente, “la civilización nació en Sumeria, gracias a la venida de misteriosos hombres-peces, llegados del espacio y que se instalaron en las profundidades del Golfo Pérsico. Estos visitantes extraterrestres serían llamados Akpalus y conocemos su existencia gracias a Beroso, sacerdote babilonio del siglo ÍV antes de Cristo”.
Incluso en las publicaciones dirigidas en principio a un vasto público, la crítica de las ideas y de los libros es como una conversación entre mandarines que se desarrollase a ojos cerrados. Por eso pasó inadvertida la asombrosa y rica obra de Shklovski, miembro director del Instituto de Astronomía de la Universidad de Moscú, publicada en francés en 1967. Sin embargo, por su cantidad de información, por su rigor científico, por la audacia de las hipótesis y la inmensidad de la visión sugerida, era la obra más ilustradora que podía escribirse sobre la vida en el Universo. Este libro impresionaba la mente por su enorme libertad. Shklovski ignoró las limitaciones del especialista, los prejuicios doctrinales y políticos. Colocó sus razonamientos de ciencia estricta bajo el patrocinio de los poetas y de los visionarios. Podía verse el despliegue de una inteligencia en esa cultura de mañana, aumentada y unificada por la conquista del espacio, que hacía decir a Clarke: «No nos llevaremos nuestras fronteras al cielo»
Iósif Samuílovich Shklovski (1916 – 1985) fue un astrónomo y astrofísico soviético/ruso. Shklovski nació en Glujov, una ciudad en la parte ucraniana de la Rusia Imperial. Después de graduarse de los siete años de escula secundaria, trabajó como capataz en la construcción de la línea de ferrocarril Baikal-Amur. En 1933 Shklovski entró en la Facultad Físico-Matemática de la Universidad Estatal de Moscú. Allí estudió hasta 1938, cuando hizo un curso de posgrado en el Departamento de Astrofísica del Instituto Astronómico Sternberg y siguió trabajando en el Instituto hasta el final de su vida. Se especializó en astrofísica teórica y radioastronomía, así como la corona solar, las supernovas, y los rayos cósmicos y sus orígenes. Demostró, en 1946, que la radiación de ondas de radio del Sol emana de las capas ionizadas de su corona, y desarrolló un método matemático para discriminar entre ondas de radio térmicas y no térmicas en la Vía Láctea.
Es célebre especialmente por sus sugerencias de que la radiación de la Nebulosa del Cangrejo se debe a la radiación sincrotrón, en donde excepcionalmente electrones energéticos giran a través de campos magnéticos a velocidades cercanas a la de la luz. Shklovski propuso que los rayos cósmicos de explosiones de supernova dentro de los 300 años de luz del Sol podrían haber sido responsables de algunas de las extinciones masivas de vida en la Tierra. En 1959 Shklovski examinó el movimiento orbital del satélite interior de Marte, Fobos. Concluyó que su órbita estaba decayendo y apuntó que, si esto se le atribuía a la fricción con la atmósfera marciana, entonces el satélite debía tener una densidad excepcionalmente baja. En este contexto manifestó un indicio de que podía ser hueco y posiblemente de origen artificial. El indicio aparente de implicación extraterrestre capturó a la imaginación pública, aunque hay algún desacuerdo sobre cuanto en serio pretendió Shklovski que la idea fuera tomada. Ganó el Premio Lenin en 1960 y la Medalla Bruce en 1972. El asteroide 2849 Shklovskij está nombrado en su honor. Fue un miembro de la Academia Soviética de las Ciencias.
Cuando recibió la obra en ruso, Carl Sagan, profesor de Astronomía en Harvard y director del Observatorio de Astrofísica de Cambridge, Massachusetts, se apresuró a hacerla traducir por Paula Fern. Su lectura le sugirió una gran cantidad de reflexiones incidentales o complementarias. Escribió a Shklovski, proponiéndole una edición americana en colaboración. «Desgraciadamente -le respondió el soviético-, tenemos menos probabilidades de reunirnos para trabajar juntos, que de recibir un día la visita de seres extraterrestres». Sagan publicó la obra, alternando el texto de su colega ruso con sus propias notas. Tal fue la primera y hasta hoy única obra escrita por dos grandes sabios del Este y de Occidente sobre el proyecto más maravilloso de nuestro tiempo:establecer contacto con otras inteligencias en el cosmos. Esta edición americana fue dedicada a la memoria de J. B. S. Haldane, biólogo y ciudadano del mundo, miembro de la Academia de Ciencias de los Estados Unidos y de la Academia de la Unión Soviética, y miembro de la Orden del Delfín, muerto en la India.
Se inicia con estos versos de una oda de Píndaro: “Hay una raza de hombres, hay una raza de dioses. Cada una de ellas saca su aliento vital de la misma madre, pero sus poderes son diversos, de suerte que unos no son nada y los otros son los dueños del cielo luminoso que es su ciudadela para siempre. Sin embargo, todos nosotros participamos de la gran inteligencia; tenemos un poco de la fuerza de los inmortales, aunque no sepamos lo que el día nos tiene reservado, lo que el destino nos tiene preparado para antes de que cierre la noche”. He aquí la introducción de Shklovski: «La idea de que la existencia de seres dotados de razón no se limita a la Tierra, sino que es un fenómeno ampliamente extendido en una multitud de otros mundos, apareció en un pasado muy remoto, cuando la Astronomía estaba aún en sus comienzos. Es muy verosímil que sus raíces arranquen de los cultos primitivos, que “vitalizan” cosas y fenómenos. La religión budista contiene nociones bastante vagas sobre la pluralidad de mundos habitados, en el marco de la teoría idealista de la transmigración de las almas. Según esta concepción, el Sol, la Luna y las estrellas son los lugares a los que emigran las almas de los muertos antes de alcanzar la beatitud del nirvana”.
Los progresos de la Astronomía dieron una base más concreta y más científica a la idea de la pluralidad de mundos habitados. La mayoría de los filósofos griegos, idealistas o materialistas, no consideraban la Tierra como el único hogar de la inteligencia. Sólo podemos inclinarnos ante su intuición genial, si consideramos el nivel en que se encontraba entonces la Ciencia. Así, Tales, fundador de la escuela jónica, enseñó que las estrellas estaban hechas de la misma materia que la Tierra. Anaximandro afirmó que los mundos nacen y se destruyen. En opinión de Anaxágoras, uno de los primeros defensores del heliocentrismo, la Luna estaba habitada. Veía en los “gérmenes de vida“, dispersos por todas partes, el origen de todo lo viviente. En el curso de los siglos siguientes, y hasta nuestra época, diversos sabios y filósofos han adoptado la idea de la “panspermia”, según la cual la vida ha existido siempre. La religión cristiana aceptó con bastante rapidez el concepto de los “gérmenes de vida“.
La escuela materialista de Epicuro defendió la pluralidad de mundos habitados, que imaginaba, por lo demás, semejantes a nuestra Tierra. Mitrodoro, por ejemplo, pensaba que “considerar la Tierra como el único mundo poblado en el espacio sin límites era una tontería tan imperdonable como afirmar que, en un inmenso campo sembrado, puede frotar una sola espiga”. Es interesante observar que los partidarios de esta doctrina entendían por “mundos” no sólo los planetas, sino también toda clase de cuerpos celestes desparramados en la extensión infinita del Universo. Lucrecio defendió con ardor la idea de que el número de los mundos habitados es inconmensurable. En su “De Rerum Natura” escribió: “Es preciso confesar que hay otras regiones del espacio, otras tierras distintas de la nuestra, y razas de hombres diferentes, y otras especies salvajes“. Observemos, de paso, que Lucrecio estaba absolutamente equivocado sobre la naturaleza de las estrellas, que tomaba por emanaciones brillantes de la Tierra. Por esto situaba sus mundos poblados de seres inteligentes más allá de las fronteras del universo visible.
Después, y esto había de durar un milenio y medio, la victoriosa religión cristiana haría de la Tierra el centro del Universo, siguiendo a Tolomeo e impidiendo profundizar en las teorías de la multiplicidad de mundos habitados. Fue el gran astrónomo polaco, Copérnico, quien, después de rebatir el sistema de Tolomeo, mostró por vez primera a la Humanidad el lugar que realmente le correspondía. Y al “volver la Tierra al sitio que le tocaba“, la posibilidad de vida en otros planetas recibió un fundamento científico. Las primeras observaciones a través del telescopio, gracias a las cuales abrió Galileo una nueva era en la Astronomía, acuciaron la imaginación de sus contemporáneos. Se puso en claro que los planetas eran cuerpos celestes muy parecidos a la Tierra. Y esto condujo, naturalmente, a formular esta pregunta: Si había en la Luna montañas y valles, ¿por qué no podía haber ciudades, con habitantes dotados de razón? ¿Por qué había de ser nuestro Sol el único astro acompañado de una cohorte de planetas? El gran pensador italiano Giordano Bruno expresó estas atrevidas ideas en forma clara e inequívoca: “Existe una infinidad de soles, de tierras que giran alrededor de sus soles como giran nuestros siete planetas alrededor de nuestro Sol… Seres vivos habitan esos mundos“.
La Iglesia católica se vengó cruelmente de Bruno: declarado hereje por el Santo Oficio, fue quemado en Roma, en el Campo del Fiori, el 17 de febrero de 1600. Este crimen del clero contra la Ciencia no había de ser el último. Hasta el final del siglo XVII, la Iglesia católica (lo mismo que las Iglesias protestantes) no dejó de oponer una enconada resistencia a la teoría heliocéntrica. Pero, poco a poco, incluso los teólogos comprendieron la inutilidad de aquella lucha y empezaron a revisar sus posiciones. En la hora actual, no ven en la existencia de seres en otros planetas ninguna contradicción con los dogmas de su religión. En la segunda mitad del siglo XVII y durante todo el XVIII, sabios, filósofos y escritores dedicaron gran cantidad de libros al problema de la vida en el Universo. Citemos a Cyrano de Bergerac, Fontenelle, Huygens, Voltaire. Sus obras, puramente especulativas, unían a la profundidad de pensamiento (cosa particularmente cierta en Voltaire) la elegancia de la forma.
Tomemos al sabio ruso Lomonosov, tomemos a Kant, a Laplace, a Herschel, y veremos que la idea de la pluralidad de mundos habitados se había extendido absolutamente por todas partes, sin que nadie, o casi nadie, en los medios científicos y filosóficos, se atreviera a levantarse contra ella. Sólo voces aisladas se oponían al concepto que hacía de los planetas otros tantos focos de vida, y de vida consciente. Así, William Whewell, en un libro publicado en 1853, opina, con cierta audacia para la época, que los planetas están muy lejos de poder ofrecer albergue a la vida, ya que los mayores están compuestos “de agua, de gas y de vapores“, y los más próximos al Sol “reciben una enorme cantidad de calor, y el agua no puede conservarse en su superficie“. Demuestra que no puede haber vida en la Luna, idea que tardó mucho en penetrar en las mentes. En efecto, a fines del siglo XIX, William Pickering afirmaba aún, con absoluta convicción, que las alteraciones del paisaje lunar se explicaban por los desplazamientos de grandes masas de insectos… Observemos, de paso, que posteriormente se resucitó esta hipótesis para aplicarla a Marte…
El siguiente ejemplo nos mostrará hasta qué punto se había extendido, en el siglo XVIII y comienzos del XIX, la idea de la extensión universal de la vida consciente. El célebre astrónomo inglés Herschel consideraba que el Sol estaba habitado: las manchas solares eran, para él, como desgarrones en las cegadoras nubes que envolvían enteramente la superficie oscura del astro; a través de aquellos, los habitantes del Sol podían admirar la bóveda estrellada… Y también Newton pensaba que el Sol estaba habitado. En la segunda mitad del siglo XIX, Camille Flammarion, astrónomo francés conocido por sus obras de popularización de la astronomía, con su obra “La pluralidad de los mundos habitados” alcanzó extraordinaria popularidad. Sólo en Francia hubo treinta ediciones en veinte años y fue traducido a muchos idiomas. Partiendo de posiciones idealistas, Flammarion consideraba que la vida era el objetivo final de la formación de los planetas. Escritos con mucha imaginación, en un estilo vivo aunque un poco rebuscado, sus libros causaron gran impresión a sus contemporáneos. Lo que choca más al lector actual es la desproporción entre la irrisoria cantidad de conocimientos precisos sobre la naturaleza de los cuerpos celestes (la Astrofísica acababa de nacer) y el tono rotundo con que el autor afirmaba la pluralidad de los mundos habitados… Flammarion apelaba más a la sensibilidad que al razonamiento.
A fines del siglo XIX y en el XX, la antigua hipótesis de la “panspermia” reapareció, bajo formas nuevas, y alcanzó una amplia difusión. Según este concepto metafísico, la vida existe en el Universo desde toda la eternidad. La sustancia viva sólo se engendra partiendo de la materia inerte, según leyes exactas, y se transmite de un planeta a otro. Así, según Svante Arrhenius, finos granos de polvo, impulsados por la presión de la luz, transportan a otros planetas partículas de materia viva, esporas o bacterias, sin que éstas pierdan su vitalidad. Cuando encuentran en uno de aquellos condiciones favorables, las esporas germinan y dan origen a toda la evolución ulterior de la vida. Si, en principio, no se puede negar la posibilidad de esta transferencia de un planeta a otro, resulta difícil, de momento, aceptar un mecanismo semejante cuando se trata de sistemas estelares. Arrhenius pensaba que la presión de la luz puede imprimir velocidades considerables a los granos de polvo. Pero lo que ahora sabemos sobre la naturaleza del espacio interestelar, excluye aquella posibilidad. En fin, la tesis de la eternidad de la vida es incompatible con la idea que, a base de muchísimas observaciones, nos hemos formado de la evolución de las estrellas y de las galaxias.
Según esta idea, el Universo se componía, en el pasado, solamente de hidrógeno, o bien de hidrógeno y helio; los elementos pesados, sin los cuales es inconcebible cualquier forma de vida, sólo aparecieron más tarde. Además, el desplazamiento hacia el rojo del espectro de las galaxias hace pensar que, diez o quince mil millones de años atrás, el estado del Universo hacía poco probable la existencia de vida. Ésta pudo, pues, surgir únicamente en ciertas regiones privilegiadas y en una etapa determinada de la evolución. Por esto, la tesis principal de la teoríapanspérmica nos parece equivocada. El ruso Constantin Tsiolkovski, padre de la Astronáutica, fue ardiente defensor de la pluralidad de mundos habitados. Citaremos solamente algunas de sus frases: “¿Se puede concebir que Europa esté poblada, y no lo estén las otras partes del mundo?” Y después: “Los diversos planetas presentan las diversas fases de la evolución de los seres vivos. Lo que fue la Humanidad hace algunos años, podemos saberlo interrogando a los planetas...“. Si la primera cita no hace más que repetir lo que dijeron filósofos antiguos, la segunda contiene un pensamiento muy importante que ha sido desarrollado después.
Los pensadores y escritores de los siglos pasados se imaginaban las civilizaciones de los otros planetas, desde el punto de vista social, científico y técnico, parecidas a lo que veían sobre la Tierra en su época. En cuanto a Tsiolkovski, llamó acertadamente la atención sobre las considerables diferencias de nivel entre las civilizaciones de los diversos mundos. Sin embargo, en su época, estas hipótesis no podían ser aún confirmadas por la Ciencia. La historia de las ideas de la pluralidad de mundos habitados está íntimamente ligada con la de las concepciones cosmogónicas. Así, en el primer tercio del siglo XX, cuando circuló la hipótesis cosmogónica de Jeans, según la cual el Sol debe su cortejo de planetas a una catástrofe cósmica sumamente rara (el “medio choque” de dos estrellas), la mayoría de los sabios consideraron la vida como un fenómeno excepcional en el Universo. Parecía sumamente improbable que en nuestra galaxia, compuesta de más de cien mil millones de estrellas, hubiese una sola, además del Sol, que tuviese un sistema planetario. El hundimiento de la teoría de Jeans, después de 1930, y el florecimiento de la Astrofísica, casi nos llevan a la conclusión de que en nuestra galaxia hay una considerable cantidad de sistemas planetarios, y de que el sistema solar es una regla, más que una excepción, en el mundo de las estrellas. A pesar de todo, esta suposición, sumamente probable, no ha sido aún estrictamente demostrada.
Los progresos de la cosmografía estelar contribuyeron y contribuyen de modo decisivo a la solución del problema de la aparición y la evolución de la vida en el Universo. En la actualidad, sabemos distinguir las estrellas jóvenes de las viejas, y sabemos durante cuánto tiempo irradian una energía lo bastante constante para conservar la vida en los planetas que se mueven a su alrededor. En fin, la cosmogonía estelar permite predecir, para un período bastante largo, los destinos del Sol, cosa que, evidentemente, tiene una importancia capital para el futuro de la vida sobre la Tierra. Vemos, pues, que los diez o quince últimos años de investigación astrofísica han hecho posible que el problema de la pluralidad de los mundos habitados sea considerado científicamente. Una ofensiva semejante se ha llevado a cabo en los frentes de la Biología y de la Bioquímica. El problema de la vida parece que es, en gran parte, químico. ¿De qué manera, y gracias a qué condiciones externas, pudo producirse la síntesis de las moléculas orgánicas complejas que condujo a la aparición de las primeras partículas de materia viva? Durante los últimos decenios, los bioquímicos avanzaron considerablemente en este terreno,- apoyándose, sobre todo, en experimentos de laboratorio. Sin embargo, tenemos la impresión de que sólo muy recientemente apareció la posibilidad de abordar el problema del origen de la vida en la Tierra, y, por ende, en los otros planetas. Empezamos gracias a la genética a levantar una punta del velo que envuelve el sancta-sanctórum de la sustancia viva.
Los notables éxitos de la Genética y, sobre todo, el descubrimiento de la “significación cibernética” de los ácidos desoxirribonucleico y ribonucleico, vuelve a poner sobre el tapete la definición de la vida (ver el artículo “Creacionismo o evolucionismo, ¿dónde está la verdad?”).. Se hace cada vez más claro que el problema del origen de la vida es, en gran parte, un problema genético. Su solución podrá obtenerse en un futuro bastante próximo, si continúan los progresos de una ciencia tan joven como es la Biología molecular. La puesta en órbita del primer satélite artificial de fa Tierra por la Unión Soviética, el 4 de octubre de 1957, abrió una etapa radicalmente nueva en la historia de la idea de la pluralidad de mundos habitados. A partir de entonces, el estudio y el dominio del espacio que rodea la Tierra avanzaron con enorme rapidez, para culminar en los vuelos de los cosmonautas soviéticos y, después, de los americanos. Los hombres comprendieron, de pronto, que moraban en un diminuto planeta sumergido en la inmensidad del espacio cósmico. Naturalmente, todo el mundo había estudiado un poco de Astronomía en el colegio (bastante mal enseñada, por cierto) y sabía, “teóricamente“, el lugar que ocupaba la Tierra en el cosmos.
Sin embargo, la actividad práctica continuaba regida por un geocentrismo espontáneo. Por esto no nos cansaremos de insistir en la conmoción producida en la conciencia de los hombres en este principio de una nueva era de la historia humana: la era del estudio directo y, más adelante, de la conquista del cosmos. Así, pues, la cuestión de la existencia de vida en otros mundos salió del campo de la abstracción para adquirir una significación concreta. Dentro de unos años, se resolverá experimentalmente en lo que concierne a los planetas del sistema solar. Se enviarán “detectores de vida” a la superficie de los planetas, y aquellos nos informarán, sin error posible, de lo que encuentren en ella. No está lejos el día en que los astronautas desembarcarán, además de en la Luna, en Marte y, quizás, incluso en el enigmático y poco hospitalario Venus, y empezarán a estudiar la vida, si es que existe, según los mismos métodos empleados por los biólogos en la Tierra. El enorme interés manifestado por el hombre de la calle en lo que atañe al problema de la vida en el Universo explica la fecundidad de los trabajos que físicos y astrónomos famosos dedican, con gran rigor científico, al establecimiento de contactos con los habitantes inteligentes de los otros sistemas planetarios.
Ahora bien, para tratar este tema es imposible mantenerse aferrado a una especialidad. Hay que elaborar hipótesis sobre las perspectivas de evolución de la civilización en muchos miles e incluso millones de años. Y esto es una tarea delicada y, además, mal definida… Sin embargo, hay que llevarla a cabo, es muy concreta, y la solución que se le dé puede ser, en principio, prácticamente comprobada. Nuestras ideas sobre la pluralidad de mundos habitados evoluciona, en este momento, muy de prisa. Además, y a diferencia de otras obras sobre el mismo tema (como “La vida en el Universo”, de Oparín y Fesenkov, y “La vida en los otros mundos”, de Spencer Jones), que estudian, sobre todo, los planetas del sistema solar y, en especial, Marte y Venus, pero también dedican un espacio bastante considerable a los otros sistemas planetarios. Es la primera vez que se emprende un análisis de la existencia eventual en el Universo de formas conscientes de vida, y de posibles contactos entre las civilizaciones separadas por el espacio intersideral.
El libro de Shklovski se divide en tres partes. La primera proporciona las bases astronómicas indispensables para comprender los conceptos actuales sobre la evolución de las galaxias, de las estrellas y de los sistemas planetarios. La segunda estudia las condiciones generales de aparición de la vida en los planetas. Se plantea, también, la cuestión de la habitabilidad de Marte, de Venus y de los demás planetas del sistema solar. El final de esta parte contiene una crítica de las últimas variantes de la teoría de la panspermia. Por último, la tercera parte analiza la posibilidad de existencia de vida consciente en ciertas regiones del Universo. Se centra principalmente la atención sobre el problema del establecimiento de contactos entre las civilizaciones de sistemas planetarios diferentes. Esta tercera parte se distingue de las dos primeras en que éstas exponen los descubrimientos concretos de la ciencia en cierto número de campos, mientras que en aquélla predomina, necesariamente, el elemento hipotético: no tenemos aún ningún contacto con las civilizaciones de los otros planetas, y no sabemos cuándo lo estableceremos, ni si llegaremos a establecerlo jamás… Lo cual no quiere decir que esta parte esté desprovista de todo contenido científico y sea pura ficción. Por el contrario, es en este lugar del libro donde se exponen, con todo el rigor posible, los recentísimos logros de la Ciencia y de la Técnica, susceptibles de llegar un día al éxito. Esta parte da, al mismo tiempo, una idea del poder de la mente humana. A partir de hoy, la Humanidad, por su actividad concreta, se ha convertido en un factor de importancia cósmica. ¿Qué no podemos esperar de los siglos venideros?
Mientras tanto, Shklovski reanuda, por cuenta de una imaginación científica legítima, los sueños a que se entregaba, a principios de siglo, un maestrillo provinciano, Constantin Tsiolkovski, que veía al hombre conquistar el espacio, reorganizando el sistema solar, domeñando el color y la luz del Sol, abarcando los astros y «dirigiendo los pequeños planetas como gobernamos nosotros nuestros caballos». Imagina también, lo mismo que Sagan, la actividad, en galaxias remotas, de civilizaciones distintas de la nuestra. «¿Por qué no presumir que la actividad de seres inteligentes y perfectamente organizados puede modificar las propiedades de sistemas estelares enteros? Los fenómenos extraños que observamos en el núcleo de las galaxias, empezando por la nuestra, ¿no podrían atribuirse a la iniciativa de ciertas civilizaciones? Y, en fin, y aunque uno vacile en pensarlo, y más aún en escribirlo, ¿no podría buscarse la causa de la excepcionalmente poderosa irradiación radioeléctrica de ciertas galaxias (las radiogalaxias) en la actividad de formas de materia altamente organizada y a las que incluso resulta difícil llamar inteligentes?» Cierto que considera argumentos que nos conducirían «a la triste corroboración de nuestra casi soledad en el Universo». Pero los rechaza. «Sí -dice-, esperemos que no sea así, y que los “prodigios cósmicos” que observamos sean prodigios de la inteligencia a través de los mundos y prueba de la existencia de amos del luminoso cielo, que es su fortaleza perdurable“».
Ahora bien, si en la actualidad podemos considerar unas perspectivas tan fabulosas, se plantea una cuestión: ¿Habrá recibido nuestro planeta, en un pasado relativamente próximo, la visita de astronautas venidos de otros sistemas planetarios? Shklovski considera válida la hipótesis. Sagan le apoya, aporta nuevos elementos y desarrolla particularmente este punto. Cuando, en 1960, en “El retorno de los brujos”, y después, en 1961, en “Planète”, los franceses Louis Pauwells y Jacques Bergier se hicieron eco de los estudios del investigador soviético Agrest sobre este tema, tanto los buenos intelectuales racionalistas franceses como los cristianos se echaron a reír. Recordamos que Louis Aragon aseguró que el tal señor Agrest era un simpático farsante, y que sólo por benevolencia toleraba la Unión de Escritores Soviéticos los vaticinios de los locos inofensivos. El R. P. Dubarle dijo, despectivamente: “¡ahora nos vienen con teología-ficción!” Los trabajos de Agrest datan de 1959. En 1967, Carl Sagan y Shklovski declararon conjuntamente: «La manera en que el señor Agrest plantea el problema nos parece absolutamente sensata y merece un análisis minucioso».
La idea esencial de Agrest es la siguiente. Supongamos que unos astronautas llegaron a nuestra Tierra y encontraron hombres en ella. Un acontecimiento tan fuera de lo corriente tenía forzosamente que dejar huellas en las leyendas y en los mitos. Estos seres, dotados a sus ojos de un poder sobrenatural, serían considerados por los primitivos como de naturaleza divina, y los mitos otorgarían un papel especial al cielo del que habían venido y al que habían vuelto aquellos visitantes enigmáticos. Los «visitantes celestes» pudieron enseñar a los terrícolas ciertas técnicas y ciertos rudimentos científicos. Sabemos que los mitos y las leyendas nacidos antes de la aparición de la escritura poseen un gran valor histórico. Así, podemos actualmente reconstruir una gran parte de la historia precolonial de los pueblos del África Negra, que no tenían escritura, valiéndonos del folklore, de las leyendas y de los mitos. Carl Sagan añade este ejemplo: en 1875, los indios del noroeste de América vieron desembarcar a La Pérouse. Un siglo más tarde, el análisis de las leyendas inspiradas por aquel acontecimiento permiten reconstruir la llegada del navegante e incluso el aspecto de sus barcos.
Agrest interpreta pasajes de la Biblia: ve, en la destrucción de Sodoma y Gomorra, los efectos de una explosión nuclear; en la ascensión de Enoch, un secuestro de los visitantes; etcétera. Desde “El retorno de los brujos”, ha proliferado toda una literatura sobre este tema. «Que nosotros sepamos -declara Shklovski -, no existe un solo monumento material de la pasada cultura en que podamos ver, fundamentalmente, una alusión a seres pensantes venidos del cosmos». Es posible, por ejemplo, que el famoso fresco sahariano del Tassili, que representa un «marciano» con escafandra, haya sido abusivamente utilizado como demostración. Sin embargo, pensamos, como Sagan y su colega ruso, «que las investigaciones encaminadas en este sentido no son absurdas ni anticientíficas. Sólo es preciso no perder la sangre fría». ¿Seremos visitados? ¿Lo hemos sido ya? Lo cierto es que Sagan pretende establecer la frecuencia probable. Calcula que el número de civilizaciones técnicamente desarrolladas, existentes simultáneamente en la galaxia, podría ser del orden del 106. La duración de tales civilizaciones sería de diez a la séptima potencia años. «Lo cual -observa Shklovski – me parece optimista.»
Sagan conjetura que estas civilizaciones estudian el cosmos siguiendo un plan que excluye la repetición de una visita. Si cada civilización envía, cada año terrestre, una nave interestelar de investigación, el intervalo medio entre dos visitas de la región de una sola y misma estrella será igual a 105 años. En cuanto al intervalo medio entre dos visitas de un solo y mismo sistema planetario (por ejemplo, el nuestro), que albergue formas razonables de vida, podemos adoptar, en el cuadro de las hipótesis de Sagan, la cifra de algunos miles de años. La frecuencia es, aquí, de unos 5.500 años. Si «la Historia empieza en Sumer» y si esta historia nació de una visita, debemos esperar un próximo desembarco. Pero, si, como escribe el astrónomo americano, «parece probable que la Tierra haya recibido, en muchas ocasiones, visitas de civilizaciones galácticas, y probablemente 104 durante la era geológica», ¿por qué no encontramos ninguna huella formal?
Hay tres respuestas a esto. Primera: la arqueología científica no ha hecho más que empezar y nos reserva, sin duda, muchas sorpresas. La idea de una cosmohistoria puede abrir nuevos caminos de investigación. Segunda: encontramos huellas en la memoria de los hombres, en las leyendas y los mitos, pero aún no hemos estudiado éstos con amplia curiosidad. Sagan aporta una demostración de esto al referirse a la leyenda de los Akpalus, sobre la que volveremos dentro de poco. Tercera: el contacto con seres tan primitivos como los terrícolas de los antiguos milenios no justificaba la instalación de una base. Esta base podría estar en la cara oculta de la Luna, y nosotros sólo encontraremos la tarjeta de visita de los galácticos cuando hayamos alcanzado el suficiente nivel tecnológico. Drake y Clarke llegaron a sugerir la posibilidad de que una civilización extraterrestre hubiese depositado un avisador automático, un sistema de alarma que iluminaría el espacio interestelar cuando el nivel técnico local alcanzase determinado grado. Función de semejante avisador podría ser, por ejemplo, el análisis del contenido de elementos radiactivos de la atmósfera terrestre. Un aumento de los radioisótopos atmosféricos, provocado por repetidos experimentos nucleares, podría, en este caso, hacer funcionar la alarma.
Y, en esta Tierra, cada día más pletórica de radiaciones nuevas, tal vez se ha producido ya la señal. Sagan escribe: «A cuarenta años luz de la Tierra, las noticias referentes a una civilización técnica reciente vuelan ya entre las estrellas. Si hay, allá, seres que escrutan los cielos, en espera de que aparezca una civilización técnica avanzada en nuestra región del espacio, conocerán nuestro saber, para bien o para mal. Y tal vez dentro de algunos .siglos recibiremos algún emisario. Deseo que, cuando lleguen los visitantes de la remota estrella, hayamos progresado aún más y no lo hayamos destruido todo». Shklovski, más escéptico o menos lírico, considerando el abismo del tiempo pasado, reconoce que “hay una posibilidad diferente de cero de que la Tierra haya recibido visitantes del espacio».Y añade: «Lo mismo que Agrest, Sagan dirige su atención a las leyendas y a los mitos. Hace particular hincapié en la epopeya sumeria, que relata las apariciones regulares, en las aguas del Golfo Pérsico, de seres extraños que enseñaban a los hombres oficios y ciencias. Es posible que estos sucesos tuviesen lugar no lejos de la ciudad sumeria de Eridu, aproximadamente en la primera mitad del cuarto milenio antes de nuestra Era».
Esto nos hace pensar en las etapas históricas de “Un mundo feliz”, de Huxléy; antes de Ford y después de Ford… Pero volvamos a lo nuestro. Carl Sagan comprueba, apoyándose en sus investigaciones, una ruptura muy clara en la historia de la cultura sumeria, que pasó bruscamente de una estancada barbarie a un brillante florecimiento de sus ciudades, a la construcción de complejos canales de irrigación, al desarrollo de la Astronomía y de las Matemáticas (ver el artículo “Sumer – una civilización repentina”). En realidad, poco sabemos de los orígenes de la civilización sumeria. René Alleau, erudito francés, formula una hipótesis sorprendente: los sumerios no vinieron de la tierra, sino del mar. Habían vivido mucho tiempo en el océano, en aglomeraciones de pueblos-almadías, y sólo después de un encuentro, en las aguas, con seres superiores venidos del espacio, pasaron a la tierra, construyeron sus ciudades y desarrollaron la civilización que aquellos les habían enseñado. Esta idea se funda en la leyenda de los Akpalus, estudiada por Carl Sagan. «En mi opinión -declara Shklovski -, las hipótesis de Agrest y de Sagan no se contradicen”. Agrest presenta una interpretación de los textos bíblicos. Pero estos textos tienen profundas raíces babilónicas. Los babilonios, los asirios y los persas fueron sucesores de las civilizaciones sumeria y acadia. No se puede, pues, excluir que estos textos bíblicos y los mitos anteriores a Babilonia reflejen unos mismos acontecimientos. Desde luego, no podríamos aportar pruebas científicas bastantes acerca de esto. Pero no por ello tales hipótesis dejan de ser merecedoras de atención.
La hipótesis de Sagan es ésta: unos visitantes extraterrestres, provistos de escafandras y a bordo de una nave espacial que se posó en el mar, vinieron a traer a los hombres los rudimentos del conocimiento. Estos hombres fundaron Surner. La Humanidad había de conservar, durante largo tiempo, el recuerdo de unos seres medio hombres, medio peces (el casco; la armadura, que recuerda el brillo de las escamas, y el aparato respiratorio, como una cola que prolongase el cuerpo), que había llegado de un exterior desconocido, para comunicar el saber. El signo de pez, que había de distinguir más tarde a los iniciados del Próximo Oriente, está tal vez relacionado con este recuerdo fabuloso. Existen tres versiones relativas a los Akpalus, que datan de las épocas clásicas; pero todas ellas tienen su origen en Beroso, que fue sacerdote de Baal-Marduk en Babilonia, en tiempos de Alejandro Magno. Beroso pudo tener acceso a testimonios cuneiformes y pictográficos de varios miles de años de antigüedad. Recuerdos de la enseñanza de Beroso nutren los textos clásicos, y Sagan se refiere principalmente a los escritos griegos y latinos recogidos en los “Antiguos fragmentos” de Cory, citando la edición revisada y corregida de 1870. Encontramos en ella tres relatos.
Relato de Alejandro Polilihistor: En el primer libro referente a la historia de Babilonia, Beroso declara haber vivido en tiempos de Alejandro, hijo de Filipo. Menciona escritos conservados en Babilonia y relativos a un ciclo de quince decenas de milenios. Estos escritos referían la historia de los cielos y del mar, el nacimiento de la Humanidad, así como la historia de los que detentaban los poderes soberanos. Beroso describe Babilonia como un país que se extendía desde el Tigris hasta el Éufrates y en el que abundaban el trigo, la cebada y el sésamo. En los lagos, se encontraban las raíces llamadas gongae, comestibles y equivalentes a la cebada en cuanto a valor nutritivo. También había palmeras, manzanos y la mayor parte de frutos, peces y aves que nos son conocidos. La parte de Babilonia que lindara con Arabia era árida; en la que se extendía al otro lado, había fértiles valles. En aquella época, Babilonia atraía a los heterogéneos pueblos de Caldea, qué vivían sin ley ni orden, como las bestias de los campos.
En el transcurso del «primer año«, apareció un animal dotado de inteligencia llamado Oanes, procedente del Golfo Pérsico (referencia al relato de Apolodoro). El cuerpo del animal era parecido al de un pez. Poseía bajo su cabeza de pez una segunda cabeza. Tenía pies humanos, pero cola de pez. Su voz y su lenguaje eran articulados. Esta criatura hablaba con los hombres durante el día, pero no comía. Les inició en la escritura, en las ciencias y en las distintas artes. Les enseñó a construir casas, a levantar templos, a practicar el derecho y a utilizar los principios del conocimiento geométrico. Les enseñó también a distinguir los granos de la tierra y a recolectar los frutos. En una palabra, les inculcó todo lo que podía contribuir a suavizar sus costumbres y a humanizarlos. En aquel momento, su enseñanza era hasta tal punto universal, que no pudo ser perfeccionada de manera sensible. Al ponerse el sol, aquella criatura se sumergía en el mar, para pasar la noche «en las profundidades». Porque era «una criatura anfibia».Después, hubo otros animales parecidos a Oanes. Beroso promete hablar de ellos cuando refiera la historia de los reyes.
Relato de Abideno: Se refiere a la sabiduría de los caldeos. Se dice que el primer rey del país fue Alorus, que afirmaba haber sido designado por Dios para ser pastor de su pueblo; reinó diezsaris. Actualmente se calcula que un sari equivale a tres mil seiscientos años terrestres; un neros, a seiscientos años, y un sosos, a sesenta años. Después de él, reinó Alaparus, durante tres saris. Le sucedió Amilarus, de Pantibiblon, y reinó por espacio de treinta saris. En su tiempo, una criatura parecida a Oanes, pero mitad demonio, llamado Annedotus, volvió a surgir del mar. Después, Ammenon, de Pantibiblon, que reinó durante doce saris. Le sucedió Megalarus, también de Pantibiblon, cuyo reinado fue de dieciocho saris. A continuación, Daos, el pastor oriundo de Pantibiblon, gobernó durante diez saris; en su época, cuatro personajes de doble cara surgieron del mar; se llamaban Euedocus, Eneugamus, Eneubulos y Anementus. Vino después Anodaphus, del tiempo de Euedoreschus. Y le siguieron otros reyes, el último de los cuales fue Sisithrus (Xisuthrus). Hubo en total, diez reyes, y la duración de su reinado fue de ciento veinte saris (¡la increíble cifra de 432000 años terrestres!).
Relato de Apolodoro: He aquí -dice Apolodoro- la historia tal como nos la transmitió Beroso. Éste nos dice que el primer rey fue el caldeo Alorus, de Babilonia: reinó durante diez saris; después, vinieron Alaparus y Amelon, oriundos de Pantibiblon; después Animenon de Caldea, en tiempos del cual apareció el Annedotus Musarus Oanes, procedente del Golfo Pérsico (Alejandro Polihistor, anticipando el acontecimiento, afirma que tuvo lugar durante el primer año. En cambio, según el relato de Apolodoro, se trata de cuarenta saris, aunque Abideno no sitúa la aparición del segundo Annedotus hasta después de veintiséis saris). Le sucedió Magalarus de Pantibiblon, quien reinó durante dieciocho saris; después, vino el pastor Daonus, de Pantibiblon, que reinó por espacio de diez saris; en su tiempo (afirma) apareció, procedente del Golfo Pérsico, el cuarto Ànnedotus, que tenía la misma forma que los anteriores, o sea un aspecto que era en parte de pez y en parte de hombre. Después, Euedoreschus, de Pantibiblon, reinó durante dieciocho saris. Durante su reinado, apareció otro personaje, llamado Odacon. Venía, como el anterior, del Golfo Pérsico, y tenía la misma forma complicada, mezcla de pez y de hombre. (Todos -dice Apolodoro- refirieron con detalle, según las circunstancias, lo que les enseñó Oanes. Pero Abideno no menciona estas apariciones.) Después, reinó Amempsinus de Laranchae, y, como era el octavo en el orden sucesorio, gobernó durante diez saris. Después, vino Otiartes, caldeo nacido en Laranchae, que reinó durante ocho saris. Después de la muerte de Otiartes, su hijo Xisuthrus reinó durante dieciocho saris. Fue entonces cuando se produjo el Gran Diluvio…
Relato ulterior de Alejandro Polihistor. Después de la muerte de Ardates, su hijo Xisuthrus le sucedió, reinando durante dieciocho saris. En esta época tuvo lugar el Gran Diluvio, cuya historia es relatada en la forma siguiente: El dios Cronos se apareció en sueños a Xisuthrus y le hizo saber que habría un diluvio el día decimoquinto del mes de Daesia, y que la Humanidad sería destruida. Le ordenó, pues, que escribiese una historia de los orígenes, los progresos y el fin último de todas las cosas, hasta nuestros días; que enterrase estas notas en Sippara, en la Ciudad del Sol; que construyese un barco y se llevase a sus amigos y parientes. Por último, le mandó que embarcase todo lo necesario para el mantenimiento de la vida, que recogiese todas las especies animales, tanto las que volaban como las que corrían por la tierra, y que se confiase a las profundas aguas… Al preguntarle al dios hasta donde debía ir, éste le respondió: «Hasta donde están los dioses»
En estos fragmentos se afirma claramente el origen no humano de la civilización sumeria. Una serie de criaturas extrañas se manifiesta en el curso de varias generaciones. Oanes y los otros Akpalus aparecen como «animales dotados de razón>, o, mejor dicho, como seres inteligentes, de forma humanoide, provistos de casco y caparazón, con un «cuerpo doble». Tal vez se trataba de visitantes venidos de un planeta enteramente cubierto por las aguas. En un cilindro asirio, vemos al Akpalu llevando unos aparatos sobre la espalda y acompañado de un delfín. Alejandro Polihistor da fe de un repentino florecimiento de la civilización después del paso de Oanes, cosa que concuerda con las observaciones de la arqueología sumeria. El sumerólogo Thorkild Jacobsen, de la Universidad de Harvard, escribe: “Súbitamente, cambia el panorama. La civilización mesopotámica, que estaba sumida en la oscuridad, se cristaliza. La trama fundamental, el armazón en el interior del cual tenía Mesopotamia que vivir, que formular las más profundas preguntas, que valorarse y valorar el Universo para siglos Venideros, estallaron de vida y cumplieron su fin”. Cierto que, después de los trabajos de Jacobsen, se han descubierto en Mesopotamia restos de ciudades aún más antiguas, lo cual hace presumir una evolución más lenta. Sin embargo, persiste el misterio de los visitantes, reforzado por el estudio de los sellos cilíndricos asirios, en los que Sagan cree descifrar el Sol rodeado de nueve planetas, con dos planetas más pequeños en uno de los lados, así como otras representaciones de sistemas que muestran un número variado de planetas para cada estrella.
La idea de los planetas girando alrededor del Sol y las estrellas no aparecen hasta Copérnico, aunque encontremos algunas especulaciones precoces de este orden entre los griegos. La particular densidad de acontecimientos inexplicables, referidos por las leyendas del Próximo Oriente, plantea un problema. La Arqueología ha puesto al descubierto vestigios de tecnología, como el horno de reverbero de Ezeón Gober, en Israel, o el bloque de vidrio de tres toneladas enterrado cerca de Haifa. La aparición, en esta región del mundo de técnicas, de ideas nuevas, de religiones, como si se tratase del crisol de la historia humana, suscita la siguiente pregunta: ¿Fueron escogidos estos lugares por los Maestros venidos de las estrellas? ¿Cómo, y por qué? Sagan imagina cinco orígenes posibles de los visitantes: Alfa del Centauro, Epsilon del Eridano, 61 del cisne, Epsilón del Indio y Tau de la ballena, a quince años luz de nosotros. Y concluye: <Historias como la leyenda de Oanes, y las figuras y textos más antiguos concernientes a la aparición de las primeras civilizaciones terrestres (interpretados, hasta hoy, exclusivamente como mitos o desvaríos da la imaginación primitiva), merecerían estudios críticos más amplios que los realizados hasta la actualidad. Estos estudios no deberían rechazar una rama de investigación relativa a contactos directos con una civilización extraterrestre».
Hemos llegado, sin duda, a una fase de riqueza y de poder que empieza a permitirnos la más amplia investigación de nuestro pasado remoto. Y Platón parece dirigirse a nosotros, cuando escribe en Critias: «Sin duda los nombres de estos autóctonos fueron salvados del olvido, mientras se oscurecía el recuerdo de su obra, como consecuencia tanto de la desaparición de los que habían recibido su tradición como de la longitud del tiempo transcurrido. En efecto, siempre, después de los hundimientos y los diluvios, lo que quedaba de la especie humana sobrevivía en estado inculto, teniendo conocimiento únicamente de los nombres de los príncipes que habían reinado en el país, y muy poco sobre su obra. Por esto les gustaba dar estos nombres a sus hijos, aunque ignoraban los méritos de estos hombres del pasado y las leyes que habían promulgado, a excepción de algunas tradiciones oscuras y relativas a cada uno de ellos. Desprovistos como estaban, ellos y sus hijos, durante muchas generaciones, de las cosas necesarias para, la existencia, absorta la mente en estas cosas que les faltaban, y tomándolas como único tema de sus conversaciones, no se preocupaban con lo que había ocurrido con anterioridad, ni de los acontecimientos de un pasado remoto. En realidad, el estudio de las leyendas, las investigaciones relativas a la Antigüedad, fueron dos cosas que, con el ocio, entraron simultáneamente en las ciudades, desde el momento en que éstas vieron aseguradas, por algunos años, las necesidades de la existencia; pero no antes».
Estas dos cosas que entran en nuestras ciudades, tal vez nos harán sensibles a una circulación entre los tiempos sumergidos y los tiempos aún por venir; tal vez nos enseñarán que nuestro enorme esfuerzo por surcar el cielo corresponde a un afán antiquísimo y heroico de continuar la conversación. Tal vez veremos nuestros orígenes y nuestros fines como los dos momentos de una relación con la vida y la inteligencia del Universo. Naturalmente, cuando pensamos en estas cosas, cuando buscamos las posibilidades del futuro, debemos tener muy presente el proverbio chino: «El que espera a un jinete debe cuidar muy bien de no confundir el ruido de las pezuñas con los latidos de su corazón». Pero es preciso que la esperanza haga latir con fuerza el corazón.
Fuente
https://oldcivilizations.wordpress.com
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