En mayo de 2007 la empresa cazatesoros estadounidense Odyssey Marine Exploration anunció el descubrimiento de un gran tesoro con el nombre codificado de “cisne negro” (Black Swan Project). El denominado “cisne negro” resultó ser el pecio del buque Nuestra Señora de las Mercedes, con un cargamento de 595.000 monedas, compuestas por escudos y reales españoles y otros objetos, como 17 toneladas de oro y de plata, acuñadas en Potosí, Lima, Popayán y Santiago de Chile a finales del siglo XVIII. El buque Nuestra Señora de las Mercedes (1786), acompañado en ese momento por tres fragatas (La Clara, La Medea y La Fama), fue hundido por los ingleses en su viaje de Montevideo a Cádiz, el 5 de octubre de 1804, en la batalla del Cabo de Santa María. El litigio por la propiedad del cargamento se inició el 29 de mayo de 2007. El juez de Tampa, Florida (Estados Unidos), Mark Pizzo, que instruyó la demanda interpuesta por el gobierno español contra la empresa cazatesoros Odyssey, obligó a la empresa estadounidense a devolver a España el tesoro que transportaba la fragata Nuestra Señora de las Mercedes. Ordenó el martes 20 de marzo de 2012 la entrega inmediata a España de los objetos que aún permanecían en Gibraltar. En junio de 2012 Odyssey hizo entrega a España de parte del tesoro que mantenía en Gibraltar. En el curso de los siglos, millones de personas han escondido sus fortunas, grande o pequeña. Pero muchos de ellos murieron sin haber podido recuperar sus bienes o divulgar el lugar de su escondite. Esos tesoros de naufragios cubren literalmente los fondos oceánicos. El Ministerio de Marina francés afirma que trescientos cincuenta a quinientos barcos se hunden anualmente solo en las costas de Francia. Y a casi cada naufragio corresponde un tesoro. Sin que se necesite citar los pesados galeones españoles de las flotas del oro y los grandes vapores de las líneas comerciales, es evidente la realidad de tesoros innumerables y ocultos. Cada año, la prensa habla de un centenar de descubrimientos fortuitos. En la historia de los tesoros, el triunfo más espectacular y sensacional lo constituye el de William Phips, patrón de todos los buscadores de tesoros. Phips, un americano de Boston, descubrió en 1686, en el Banco de Plata, en el mar Caribe, los restos de un galeón que se cree era el Nuestra Señora de la Concepción. Recuperó un tesoro de 200.000 libras esterlinas. Fue nombrado caballero por el rey de Inglaterra tras este éxito, y murió en la opulencia, legando su fortuna a una obra benéfica.
En julio de 1641, la Flota de Nueva España partió de Veracruz en su viaje de vuelta a la Península. El convoy estaba formado por treinta naves. A la cabeza iba, como capitana, el galeón San Pedro y San Pablo; en la cola, la nave del almirante Juan de Villavicencio, el Nuestra Señora de la Concepción, un galeón de 600 toneladas que había sido construido en La Habana en 1620. El Concepción llevaba una carga de incalculable valor: nada menos que 25 toneladas de oro y plata, así como miles de monedas de Felipe IV, correspondientes a la mayor parte de la producción de oro y plata de las minas de México y de Potosí, en Bolivia, de los últimos dos años. Además, en las bodegas iba un cargamento de porcelana china de la dinastía Ming, joyas, las pertenencias de la viuda de Hernán Cortés y el inevitable contrabando de oro y plata, que representaba, al menos, un tercio de la carga oficial. Tras hacer escala en La Habana para reparar averías, la flota reanudó el viaje. Salvó con éxito el canal de Bahamas, pero a la altura de Florida los sorprendió un huracán que dio a pique con la mayoría de los barcos. El Concepción consiguió salvarse en primera instancia, pero quedó desarbolado y el fuerte oleaje lo arrastró. Finalmente, a las ocho de la tarde del 30 de octubre, el navío chocó violentamente con unos arrecifes sumergidos a 75 millas náuticas al norte de La Española, la actual República Dominicana. Por si esto fuera poco, las corrientes lo arrastraron de madrugada hasta que impactó contra otro arrecife. La tripulación, aterrada, intentó ponerse a salvo, y el almirante ordenó fabricar balsas con la madera del buque. Pero se produjo un motín entre sus oficiales, que intentaron reflotar la nave a la desesperada. Las cabezas de coral abrieron varios boquetes en el casco y tras varios días a la deriva, el 11 de noviembre el Concepción se partió por la popa y se hundió entre dos aristas de coral, a 15 metros de profundidad. Finalmente, de 500 tripulantes tan sólo 200 lograron salvar la vida. La extraordinaria carga de oro y plata del Concepción hizo que de inmediato surgiera el proyecto de rescatar el tesoro hundido. El propio Villavicencio trató de organizar varias expediciones al efecto, pero la burocracia, los temporales y los piratas franceses se lo impidieron. Unas décadas después del naufragio, en 1687, William Phips, un capitán de barco de Nueva Inglaterra, conoció casualmente a un superviviente del Concepción, quien le reveló la posición del pecio a cambio de una parte del botín.
Sin perder tiempo, Phips fletó dos barcos, el James and Mary, capitaneado por él, y el Henry, al mando de su amigo el capitán Francis Rogers. Con ellos se dirigió a La Española. Para engañar a las autoridades españolas permaneció en puerto con el James and Mary como si se dedicara al comercio, mientras Rogers iba en busca del pecio en el otro navío, en el que llevaba asimismo a unos indios caribes capaces de sumergirse a más de 15 metros de profundidad. La tarea no era fácil, porque al cabo de cuarenta años la madera había desaparecido y sólo gracias a los cañones pudieron localizar los restos, que se hallaban «entre tres grandes masas de coral que sobresalían con la marea baja, en el centro del arrecife». Con las riquezas que extrajo, Phips, que empezó como pastor y carpintero antes de meterse a capitán de barco, volvió a Inglaterra inmensamente rico. Tras repartir sus ganancias con la Corona, recibió el título de sir y terminó convirtiéndose en gobernador de la colonia americana de Massachusetts. A partir de entonces, el Concepción cayó en el olvido durante casi tres siglos. Fue sólo en la década de 1960 cuando renació el interés por el malogrado navío y, más particularmente, por la carga que Phips no había rescatado. El célebre explorador oceanográfico Jacques Cousteau intentó localizarlo en 1968, pero finalmente sería un cazatesoros norteamericano, Burt Webber, quien encontrase la pista del galeón español. Webber había fracasado en la búsqueda de otros galeones españoles y estaba a punto de abandonar cuando, durante una investigación en el Archivo de Indias de Sevilla, conoció a Jack Haskins, un estudioso del Concepción que había localizado el diario de Phips. El problema era que este documento no indicaba la posición del pecio. Tal información debía figurar lógicamente en el diario de Rogers, el marino que dirigió el rescate a bordo del Henry, pero su rastro se había perdido. Hasta que, en abril de 1978,Webber recibe una sorprendente carta de Peter Earle, profesor de Economía y aficionado a la historia naval. En ella, Earle le proponía escribir un libro sobre el tema y al final dejaba caer esta frase: «Dicho sea de paso, tengo el cuaderno de bitácora de Francis Rogers». La suerte volvía a sonreír a los cazatesoros. Cuando Webber leyó el diario de Rogers, su imaginación se inflamó. El capitán describía la posición del pecio con todo lujo de detalles y no dudaba en calificarlo como «el barco más rico que jamás zarpó de las Indias». Por si fuera poco, la relación de lo recuperado en 1687 dejaba claro que, sin contar con la carga no declarada, aún permanecía en el fondo más de la mitad de las riquezas transportadas por el galeón. El galeón Nuestra Señora de la Concepción yace aún a 163 millas marinas francesas, al nordeste de Puerto Plata (República de Santo Domingo) y a 98 millas al nordeste de las islas Turcas, o sea, aproximadamente, en 21° 3 0’ latitud norte y 70° 28’ longitud oeste, en un banco de arena y coral, y a una profundidad de 10 a 20 brazas.
En razón de los tesoros ahí hundidos, ese sitio en que abundan los arrecifes sumergidos es denominado el Banco de Plata. El Banco de la Plata y la Navidad es un santuario marino de protección de animales mamíferos en el Océano Atlántico, perteneciente a la República Dominicana. Ubicada a 140 Km de la provincia de Puerto Plata, tiene una profundidad promedio de 20 metros, aunque puede alcanzar los 1800 metros de profundidad. Los límites del Santuario de Mamíferos Marinos de la República Dominicana incluyen las áreas correspondientes al Banco del Pañuelo y su área circundante, la Bahía del Rincón y el entorno de Cayo Levantado, así como el área utilizada para la observación de ballenas jorobadas. Se estima que un promedio de 2000 a 3000 Ballenas Jorobadas visitan esta área entre Noviembre y Abril. Las Ballenas Jorobadas llegan a esta área para reproducirse y cuidar de sus crías durante la época invernal que afecta el Atlántico Norte. Porfirio Rubirosa, playboy dominicano de la jet set internacional, que murió en un accidente automovilístico en París, contrató en una ocasión buzos franceses para extraer el tesoro de los galeones españoles que se asegura naufragaron en el Banco de la Plata. Pero Rubirosa fracasó en esa aventura. Otras expediciones han tenido mejor suerte y en algunos museos se exhiben piezas obtenidas de esos rescates arqueológicos. El paraíso de los tesoros submarinos es, sin duda, el mar Caribe, con sus miles de naves, galeones, fragatas, buques hundidos desde el descubrimiento de América. Por lo demás, hay que citar: la bahía de la Mesa, en el cabo de Buena Esperanza, donde yacen centenares de goletas, holandesas en su mayoría; el mar Amarillo; el terrible estrecho de Bass; las costas de Chile, Perú, Venezuela y Brasil, repletas de treasure ships; las costas de España, de Inglaterra y del sur de los Estados Unidos. En cuanto a tesoros terrestres, Francia posee una situación privilegiada, a causa de sus templarios, sus guerras de religión y, especialmente, de la revolución de 1789. Muchos son ignorados por el gran público, que no conoce sino los más célebres, como Rennes-le-Cháteau, Argeles, Arginy, el tesoro de los cátaros, en Montségur, o los setenta y cinco tesoros de la abadía de Charroux, en Vienne.
Otros centros mundiales, con respecto a tesoros terrestres, los encontramos en primer lugar en el Perú, con su auténtico tesoro de los Incas; Inglaterra, Bolivia, Argentina y sus tesoros de la guerra de la Independencia; México con sus tesoros de los mayas y los aztecas; Africa del Norte, repleta de joyas de leyenda, en escondites que guardan las maldiciones, los perros negros o los gigantes. España, Italia, Alemania, con sus fabulosos tesoros de guerra; la India, los Estados Unidos, en todo el trayecto de la Vieja Pista española, que lleva de Nueva Orleáns a Frisco. Y más todavía: los tesoros de las islas, donde yacen barriles de joyas, doblones y monedas de los piratas, los filibusteros y los Hermanos de la Costa. Desde tiempos remotos los seres humanos tuvieron la idea de disimular en un escondrijo los tesoros que deseaban librar de la avidez de sus contemporáneos. Se han descubierto numerosos escondrijos prehistóricos, como los de Ayez, en Barou (Indre-et-Loire), que entregaron maravillosas herramientas de sílex, que pueden admirarse en el museo de Grand-Pressigny. Tal vez hubo también escondrijos de conchas, huesos, grabados, dientes de animales, etc., pues está probado hoy, sobre todo por esa maravilla que es la gruta de Montignac-Lascaux, en Dordoña, el Louvre de la prehistoria, que quince a treinta mil años antes de nuestra era los habitantes de Francia tenían las artes en grande estima y gozaban de una civilización cuya amplitud aún no conocemos. Pero vamos a ocuparnos de tesoros que no datan de los tiempos prehistóricos. Dando a la palabra tesoro el sentido restringido de cosas y objetos de valor, como monedas, alhajas y piedras preciosas, no remontaremos nuestra cronología más allá de la era cristiana. Por lo demás, las monedas, que constituían la base de los tesoros, no aparecieron tal vez, en cantidad notable, sino muy recientemente, con los hebreos, los griegos y los chinos. Según André Fourgeaud, la primera moneda conocida, el “chat” egipcio, de tiempos de Ramsés II, unos mil trescientos años antes de Cristo, correspondía a un peso convencional de oro, plata o cobre. Pero esta moneda arbitraria, ideal, nunca fue materialmente creada. Las primeras monedas circulantes fueron acuñadas hacia el siglo VII antes de Cristo. Eran principalmente de hierro, pero quinientos años antes de Cristo se empleó el bronce. En el año 200 a.C. se utilizó la plata, y por fin el oro, bajo Sila, en el 86 a.C. Entretanto, se habían utilizado las más diversas materias, tales como cuero, porcelana, tierra cocida, vidrio y madera. Entre los primitivos, las monedas fueron, y son casi hasta hoy, más extravagantes, pero no menos lógicas. Tenemos conchas, finas cortezas, dientes de tigre, calabazas de mijo, etc.
Es interesante notar que en todos los países del mundo las primeras monedas recurrieron siempre a símbolos mágicos. Las de los hebreos llevaban signos religiosos y ocultos; las de los griegos, una lechuza, una tortuga, un pentagrama; las monedas chinas tenían forma de campana y de efigies cubiertas por ideogramas mágicos. Para los primitivos, tanto como para los primeros pueblos civilizados, las monedas tenían en sí algo de la persona que las poseía. De aquí, sin duda, la creencia en una defensa oculta que custodiaba los tesoros enterrados, donde el propietario habría encerrado también una parte de su alma y de sus fuerzas vitales. En el Perú precolombino, el oro y la plata, abundantes, no figuraban al parecer en las monedas, que eran hechas de granos de una rara materia, aislados o reunidos en collares, y de conchas con virtudes mágicas. En cambio, los toltecas y los aztecas empleaban las monedas de oro. Los tesoros están tratados ampliamente en la literatura, como en los documentos encontrados en Quoum’ran, cerca del mar Muerto. En el verano de 1947 un pastor beduino, de la tribu de los taamiras,descubrió en una caverna de Palestina unos extraños objetos, algunas jarras y paquetes envueltos. El jeque a quien contó su hallazgo deshizo las telas impregnadas de betún y de cera y se encontró con once rollos de cuero llenos de inscripciones. Los monjes del convento ortodoxo de San Marcos compraron cinco rollos, los mejor conservados, por unas 20 libras esterlinas. Los seis restantes fueron adquiridos por el Museo de Antigüedades Judías, adjunto a la Universidad hebraica de Jerusalén. El profesor Sukenik, arqueólogo de esa Universidad, comenzó a descifrar los rollos y obtuvo la autorización para copiar los documentos comprados por los monjes. Pronto se expandió la noticia por el mundo entero, interesado por el descubrimiento. Los documentos hallados en el desierto de Judea son manuscritos hebraicos que datan probablemente de la época macabea, o sea unos dos siglos antes de nuestra era. El texto está redactado en caracteres arcaicos. El beduino que hizo el descubrimiento desapareció, pero se encontró la caverna a 12 kilómetros al sur de Jericó, en la pared rocosa que domina el litoral del mar Muerto, a 2 kilómetros al oeste de la ribera y en la región de Quóum’ran. Se encontraron nuevos rollos; pero ya no se vendían a 20 libras, ya que se les estima un valor de varios millones de dólares.
Sorprendentemente los traductores encuentran en esos manuscritos indicaciones concernientes a unos sesenta escondrijos en que estarían enterrados fabulosos tesoros. Se cree que la gruta deQuoum’ran fue el escondrijo en que los monjes de un convento esenio , tal vez durante el sitio de Jerusalén por Tito, pusieron en lugar seguro su biblioteca y sus tesoros religiosos, siendo estos últimos robados, sin duda, en el curso de los siglos. Los esenios eran miembros de una secta judía ascética del siglo 1 a.C. y el siglo 1 d.C. La mayoría de ellos vivían en la orilla occidental del Mar Muerto. Se han identificado por muchos estudiosos con la comunidad de Quoum’ran que escribió los documentos llamados popularmente Rollos del Mar Muerto. Eran cerca de 4000 miembros. La admisión requería dos o tres años de preparación, y los nuevos candidatos tomaron un juramento de piedad, la justicia y veracidad. Según Filón de Alejandría y otros escritores del siglo 1 d.C., los Esenios compartían sus posesiones, vivían de la agricultura y la artesanía, rechazaban la esclavitud, y creían en la inmortalidad del alma. Sus comidas eran eventos solemnes de la comunidad. El principal grupo de los esenios se oponía al matrimonio. Se dedicaban a la oración y a sesiones de estudio, especialmente en el día de reposo. Los infractores eran excluidos de la secta. La similitud entre las prácticas de los esenios y los conceptos y prácticas cristianas , tales como el reino de Dios, el bautismo, las comidas sagradas, la posición de un maestro central, los títulos de funcionarios, y la organización de la comunidad, han llevado a algunos a suponer que había un parentesco cercano entre los esenios y los grupos en torno a Juan el Bautista y Jesucristo. Es posible que después de la disolución de la comunidad esenia algunos miembros siguieran a Juan el Bautista o se uniesen a una de las primeras comunidades cristianas. Pero cualquier otra conexión directa parece poco probable. Se cree que los sesenta escondrijos esenios encerrarían hasta unas 200 toneladas de oro y plata, metidos en cofres y enterrados. Los puntos de tales escondrijos se hallarían entre Naplusa, antigua Siquem, El-Khalil, antigua Hebrón, y el monte Gerzim. Varios gobiernos y comunidades religiosas reivindican estos tesoros. Se trata de los judíos, árabes, ortodoxos, católicos, norteamericanos, israelitas. Asimismo Inglaterra, que en la fecha del descubrimiento ejercía aún su mandato en Palestina. La legislación sobre tesoros fue tratada hace veintitrés siglos por Platón en Las Leyes y por Aristóteles en su Tratado de Política. Aristóteles escribió que un tesoro debe pertenecer a su descubridor. Y cuenta la historia de dos hermanos griegos que encontraron un cofrecillo enterrado ante el temor de una invasión de los persas. Para Aristóteles, cuya lógica y sabiduría son admirables, un tesoro es un don de la fortuna, una gracia, un regalo de Dios, y, en consecuencia, le corresponde por entero al que lo descubre.
Los tesoros escondidos que existen en toda la Tierra tienen muy diversos orígenes. A menudo, son antiguos botines de piratas o de bandidos, de manera que más allá de los siglos puede establecerse una especie de complicidad involuntaria entre los ladrones y los descubridores, beneficiándose éstos, de manera legal, con los despojos realizados en tiempos pretéritos. En algunos países el robo tiene su prescripción legal tras algunos años. Los más antiguos buscadores de tesoros que entran en la historia son, los ladrones de tumbas, sobre todo en Egipto. En otros tiempos, un príncipe o un faraón, para dejar este mundo con dignidad y llevar en el más allá una segunda vida digna de su rango, debía ser enterrado con sus trajes de gala, sus armas, sus alhajas familiares y parte de sus riquezas. La tumba se convertía entonces en una verdadera cámara de tesoros en que abundaban los objetos preciosos. De ahí el hecho de tratar de hacerla inaccesible a los ladrones de tumbas. Así nacieron los diversos monumentos funerarios del mundo antiguo. Más modestamente, la gente menos pudiente tuvo derecho a criptas, o, simplemente, a sarcófagos que no dejaban de encerrar verdaderos tesoros dispuestos junto a los despojos de los difuntos. Era lo suficiente para tentar durante siglos a hordas de ladrones y después a un ejército aún más denso de arqueólogos e historiadores. Sabido es que los ladrones de tumbas arruinaron más los monumentos antiguos que miles de años de erosión natural y de guerras. La mayoría de los hipogeos de Egipto, de Grecia y de Italia, los de los etruscos, y las criptas de los romanos fueron violados durante siglos. Lo mismo ocurrió en África del Norte, y, por ejemplo, la célebre Tumba de la Cristiana, cerca de Argel, recibió numerosas visitas dañinas. Pero los sacrilegios más lamentables se cometieron en las Indias Occidentales durante la conquista española. En el Perú, todas las tumbas de los altos dignatarios incas pagaron su tributo de oro, que fue importante, si nos atenemos a las crónicas. Por su parte, los arqueólogos, en nombre de la ciencia, continuaron la obra de los ladrones. Podemos recordar los descubrimientos efectuados en 1873 por Heinrich Schliemann entre los restos de la antigua Troya, en la tumba de un soberano no identificado, y en 1876, en la presunta tumba de Agamenón en Micenas. El descubrimiento del tesoro y de las cuarenta tumbas de la necrópolis de Deir el Bahari, en Egipto, tuvo resonancia mundial.
El egiptólogo Mariette descubrió numerosos tesoros en sepulturas egipcias y en 1922 el norteamericano Howart Cárter encontró inmensas riquezas junto a la momia del faraón Tutankamón. Pero los arqueólogos, si fueron descubridores de tesoros y profanadores de tumbas, lo fueron por curiosidad científica y supuestamente sin afán mercantil. En realidad, salvaron, particularmente en Egipto, tesoros artísticos y arqueológicos que enriquecieron los museos, evitando que cayeran en manos de ladrones que, muy a menudo, fundían sus hallazgos para asegurar su circulación. Porque en todo tiempo, en tierra árabe, los buscadores de tesoros y los ladrones de tumbas formaron legiones. De tal manera que hacia 1090 antes de Jesucristo, o sea, bajo la XX dinastía de faraones, los egipcios debieron establecer puestos de guardia en torno a las necrópolis reales. Otros buscadores, como los buzos, se especializaron desde la antigüedad en la recuperación de tesoros hundidos en el Mediterráneo. Scyllis de Scioné y su hija, la hermosa Cyana, eran célebres en tiempos de Herodoto, que cuenta que padre e hija salvaron grandes riquezas sumergidas en los barcos persas cerca del monte Pelión. A partir del siglo XV, los buzos españoles fueron especialmente entrenados para recuperar los lingotes de oro y plata, las piastras y los doblones sepultados en los galeones hundidos a escasa profundidad. Por lo demás, los capitanes de barcos transportadores de oro tenían orden de barrenarse en fondos de 10 a 20 metros, cuando era posible, antes que caer en manos del enemigo. Esta consigna fue a menudo respetada, particularmente por el general d’Eygues y Beaumont, en Santa Cruz de Tenerife, en 1567. El almirante inglés Blake y su escuadra, muy superior en número, iba a adueñarse de la Flota de la Plata cuando el general español dio orden de incendiar siete galeones que se hundieron a unos 15 metros de profundidad. Blake, que tenía un equipo de buzos especializados, no osó sin embargo arriesgarse a recuperar el oro de los restos de la flota, hallándose próximo al puerto y bajo el fuego de las baterías de costa. Al año siguiente, los españoles pudieron retirar tranquilamente 7.500.000 piastras de oro, de los 10.000.000 de que constaba el cargamento. En su Tratado de la Arquitectura Militar del Siglo XVI, el capitán Francesco de Marchi, de Bolonia, cuenta la tentativa del maestro Gulielmo, que buscó el tesoro del lago Nami con una escafandra. Pero Gulielmo no extrajo sino escasos objetos de valor. En 1640, Jean Barrié, conocido como Pradine, obtuvo del rey de Francia “el privilegio, durante doce años, de retirar y pescar en el fondo de los mares, con su nave o patache que surque el agua, todas y cada una de las mercaderías y otras cosas que allí se hallen”. Pradine no se enriqueció considerablemente, pero pudo, sin embargo, encontrar algunos tesoros.
El médico lionés Panthot, en el siglo XVII, vio funcionar con éxito una campana submarina en el puerto de Cadaqués, en Catalunya: “Vi — escribe — sacar en el puerto de Cadaqués, en 1694, dos buques cargados de piastras que zozobraran cerca de un escollo, en un lugar de difícil acceso. Los españoles, que eran amos de Cadaqués, comenzaron años antes la pesca de las piastras con la campana; y siendo Cadaqués tomada por los franceses, continuamos muy agradable y muy útilmente el empleo de esa máquina con la que se sacaron muchos millones de monedas, que se habían tornado negras como hierro. Esta campana de buzo era de madera circuida de hierro y lastrada por gruesas balas“. Este relato muy instructivo permite suponer que la mayor parte del oro, sumergido a pequeñas profundidades, fue recuperada de la misma manera y acaso con la misma campana. Es inconcebible, en efecto, que los buzos españoles, desde el siglo XV, hayan salvado tantos cargamentos preciosos, en Catalunya, Madeira, Tarifa, etc., y no hayan utilizado su talento y material de recuperadores en los prodigiosos restos de naufragios en Vigo, en que yacían miles de millones en oro y plata. Esta hipótesis se ve afianzada por el hecho de que todos los galeones retirados del limo de Vigo, tras el desastre de 1702, se encontraron vacíos, para gran desesperación de los buscadores. Que una fortuna considerable quede aún bajo el limo, es probable. Pero puede suponerse que todos los galeones sumergidos en profundidades no superiores a veinticinco o treinta metros fueron visitados y saqueados desde comienzos del siglo XVIII. En tiempos más recientes, los más grandes buscadores de tesoros, fuera de los miembros del Club Internacional de París, han sido el mayor Malcolm Campbell, los norteamericanos John S. Potter y Harry Rieseberg, habiendo efectuado éste último varias inmersiones fructuosas. En la carrera hacia las riquezas sumergidas o enterradas, las mujeres no han estado ausentes, y desde la hermosa Cyana hasta la moderna baronesa de Wagner, heroína de las Galápagos, varias han inscrito su nombre en el cuadro de la aventura. En primer lugar la baronesa Martine de Beausoleil, que descubrió en Francia minas de metales preciosos y piedras finas. En 1692, otro aficionado a la varilla adivinatoria adquirió celebridad descubriendo fuentes y tesoros en Francia. Se trataba de Jacques Aymar Vernay. Tras haber sido buen auxiliar de la policía en Lyon, Vernay fue enviado a París, por el príncipe de Borbón-Condé, en cuya casa se había cometido un robo importante.
Pero el príncipe de Borbón-Condé, que entretanto había vislumbrado la superchería lionesa, tuvo la razonable idea de poner a prueba al radiestesista con algunos tesoros controlados. Hizo enterrar en cinco lugares de su jardín, oro, plata, cobre, piedras y madera. Pero la varilla adivinatoria de Aymar Vernay cometió error tras error y el mago fue devuelto a su provincia, donde siguió haciendo milagros, como asegura la crónica local. En África y en América del Sur, brujos dopados por plantas mágicas tienen el don de una visión psíquica excepcional y descubren tesoros. Pero el advenimiento del buceo submarino debía dar un nuevo impulso a la busca de los tesoros sumergidos e, indirectamente, de los tesoros terrestres, reemplazando los métodos empíricos por los más racionales de la detección con aparatos magnéticos y electrónicos, y también con el empleo de las escafandras autónomas. Antes del descubrimiento del Nuevo Mundo, el oro era extremadamente raro en Europa, en Asia y en África. Pero, no obstante, según la Biblia el profeta Zacarías afirma que en Tiro, Fenicia, “ la plata se amontona como el polvo, y el oro como el barro de las calles”. Esto enlazaría con lña vieja leyenda de el oro obtenido en las minas de la misteriosa Ofir. Se dice que Salomón, para construir el templo de Jerusalén, tuvo que intercambiar a Hiram, rey de Tiro, veinticinco ciudades de su reino por dos mil kilos de oro. Hiram no dejaría en adelante de enviar, asociado con Salomón, varias expediciones a las minas de Ofir, para renovar sus tesoros. Esas expediciones partían del golfo de Akaba, en el mar Rojo; pero sólo hay conjeturas acerca de su misterioso destino. Según algunos historiadores, la fabulosa Ofir se situaba en las Indias o en Malaca. Según otros, en África del Sur. Pero algunos se atreven a sostener que estaba en América del Sur, identificando el Parvaim de la Biblia con el Perú. Parvaim sería una variación de Paruim. Y en la cuenca del Amazonas, en Perú, corren dos ríos auríferos, el Paru y el Apu Paru. Allí estaría la fabulosa Ofir, cuyo puerto de desembarque habría sido el cabo Biru, frente a Santo Domingo. No obstante hay una versión que identifica Ofir con las ruinas ciclópeas de Zimbabwé, a 400 kilómetros al oeste de Sofala, en la actual Rhodesia. Se cree saber que una de esas expediciones trajo 420 talentos de oro fino. Algunas crónica hablan de que el metal precioso acuñado en Europa en el siglo XV podo ser de 3.200 toneladas de plata y 90 toneladas de oro. El aporte americano, de 1493 a 1600, debió agregar 754 toneladas de oro fino y 22.835 toneladas de plata. Ello explica el trastorno económico que produjo en Europa el descubrimiento de América.
El acontecimiento americano fue saludado en la Europa del siglo XV como una de las mayores revoluciones de todos los tiempos, y suscitó una epopeya en que los protagonistas, en muchos casos lamentablemente, fueron los conquistadores, como también los filibusteros, corsarios y otros piratas. El oro del Perú, del Brasil, de Colombia y de México enriqueció considerablemente a España, así como a Francia, Inglaterra y Holanda. Pero este oro, en muchos casos, no estaba destinado al tesoro real español, sino que pertenecía a empresas privadas que organizaban las expediciones hacia las Indias Occidentales. Pero los armadores tenían la obligación de dar a la corona el “quinto” del rey y otros porcentajes a los señores o eclesiásticos que participaran en la conquista. Los barcos españoles que iban a las Indias Occidentales tenían tres principales puertos de embarque: Sevilla, Cádiz y Sanlúcar. Cruzaban el Atlántico en unos treinta días y realizaban sus cargamentos de oro, plata, piedras preciosas, especias, maderas raras, o telas, en todas las tierras desde los 30° paralelo norte hasta los 30° paralelo sur. Luego, bordeando las costas de las Indias Occidentales, los galeones efectuaban se reunían en Veracruz, México, o en La Habana, para cruzar en grupo el gran océano Atlántico. Los productos del imperio de los incas, en Chile, Perú, Ecuador, Bolivia y Colombia, bañado por el océano Pacífico, eran embarcados en naves que efectuaban el cabotaje hasta el istmo de Darién, en Panamá, donde eran transbordados hasta las riberas del mar de las Antillas. Los cargamentos, sobre todo el oro, no llegaban siempre a su destino. Las tempestades y los piratas cobraban un pesado tributo, y puede decirse que en los primeros años del siglo XVI, del 30 al 40% de los galeones zozobraron a causa de las tempestades del mar o fueron destruidos o hundidos por los piratas. Por otra parte, los comandantes de los barcos, por cuenta propia o con aprobación de los armadores, se entregaban a un verdadero mercado negro, vendiendo en particular al rey de Francia una parte del oro, a precio más ventajoso que en el mercado oficial español. De manera que el rey de España quedaba a menudo frustrado en cuanto a su porcentaje, pues se disimulaba el volumen del cargamento real. Fue así cómo después del naufragio de la nave del almirante Rodrigo Farfán, ante Tarifa, en 1555, se recuperaron 350.0000 piastras, mientras que la contabilidad de a bordo mencionaba sólo 150.000. En el siglo XVI el balance de ganancias y pérdidas de las expediciones al Nuevo Mundo se establece así, en lo que concierne a los metales preciosos: Llegado a España: 700 toneladas de oro y 23.000 toneladas de plata; hundido por tempestades: 200 toneladas de oro y 7.000 toneladas de plata; tomado por los piratas: 100 toneladas de oro y 3.000 toneladas de plata. A estas cifras hay que añadir una cantidad no determinada, pero considerable, de piedras preciosas, alhajas y objetos de gran valor.
Así, pues, a partir del siglo XVI, los galeones cruzaban el Atlántico con las más fabulosas fortunas. Los ingleses los llamaban los treasure ships; los españoles, la Flota de la Plata, y los franceses, las flottes de l’or. Esas fabulosas riquezas debían forzosamente suscitar la avidez de los piratas y de las naciones vecinas. Fernando V, Carlos V y Felipe II tuvieron la imprudencia de querer monopolizar el comercio con el Nuevo Mundo, matando a los colonos extranjeros, principalmente franceses, que se instalaban en los territorios vecinos, donde los españoles no habían tenido tiempo para clavar su bandera. Cristóbal Colón seguramente fue hasta el nuevo continente por la fiebre del oro, ya que parece tenía antigua información del nuevo continente. Su protector, Luis de Santángel, decidió el financiamiento de la expedición. Colón habla de oro en su libro de a bordo y es oro lo que busca en cuanto llega a las islas americanas. Más tarde, Cristóbal Colón escribirá estas frases que denotan, por lo menos, una curiosa obsesión por el oro: “El oro es una cosa excelente. Poseerlo es tener lo más deseable que hay en el mundo. El oro puede conducir hasta el Paraíso si se lo emplea en hacer que digan misas”. Esta profesión de fe la repite aún con más cinismo Hernán Cortés al dirigirse al embajador de! rey de México, Moctezuma II: “Di a tu señor que nos envíe oro, mucho oro, pues mis compañeros y yo sufrimos de una enfermedad del corazón que no puede curarse sino con ayuda del oro”. Sea como fuere, se adivina cierta rapacidad por parte de Colón o de Cortés, similar a la que debieron sentir los piratas de las rutas marinas. La conquista española fue la era de los tesoros robados, perdidos, ocultos, y, sobre todo, de los tesoros sumergidos. Salidos de la rapiña de la conquista, el oro, la plata, las perlas, las esmeraldas y los rubíes yacen en los galeones hundidos en combate o náufragos de la tempestad. Nada menos que más de 500.000 kilos de oro y más de 1.000.000 de kilos de plata en piastras, doblones, lingotes y monedas diversas. En España, se calcula que en el fondo de la bahía de Vigo hay toneladas de oro que yacen mezcladas con la arena y los restos de naufragios. También toneladas de plata en capas más espesas y algunos cofres con esmeraldas, amatistas, perlas, y ámbar negro y gris. Los siglos, las tempestades y las corrientes han sumergido poco a poco esas riquezas colosales bajo metros de limo y arena, y ahora los fondos marinos no ofrecen saliente alguno que pueda revelar la existencia de los tesoros.
Se conoce el lugar con un margen de error de una milla. Precisión insuficiente, pues el tesoro de Vigo está a 30 ó 50 metros de profundidad bajo el mar. Sin embargo, los cazatesoros se han dedicado, desde hace tres siglos, a la búsqueda del prodigioso yacimiento. Algunos han traído a la superficie galeones vacíos de su contenido original; otros han rebuscado algunas cajas de piastras; otros excavan aún, armados con todos los instrumentos de la técnica moderna. Pero el mar defiende sus tesoros. Porque también se ha deslizado la leyenda en la historia de la bahía de Vigo, sobre su oro y sus cargamentos de piedras preciosas, de modo que ya no se sabe en cuántos centenares de miles de millones se llega al cifrar el tesoro. En 1702, por miedo a los robos por parte de Inglaterra y de Holanda, los soberanos españoles no recurrieron a las Casas de la Moneda de las colonias de América, donde el oro y la plata se acumulaban desde hacía cuatro años. Pero como el tesoro real español disminuyera, Felipe V dio orden de llevar a Sevilla el tributo debido a la metrópoli. Era asumir un enorme riesgo, pues los millones que iban a cruzar el océano Atlántico no dejarían indiferentes a otros países, tanto más cuanto que España e Inglaterra se hallaban en guerra. No obstante, el 2 de junio de 1702, diecinueve grandes galeones salieron de La Habana con sus riquezas rumbo hacia la madre patria española. Felipe V era nieto de Luis XIV, el poderoso rey de Francia, en guerra, por cierto, con su eterno enemigo inglés. Para escoltar la flota del oro Luis XIV proveyó una escuadra de veintitrés fragatas bajo las órdenes del marqués de Cháteaurenault, que siempre había derrotado a los ingleses, además de a los almirantes holandeses Ruyter y Evertzen. La Flota de la Plata estaba bajo el mando de don Manuel Velasco. Los galeones iban a iniciar la última etapa del trayecto, la más peligrosa, cuando en la escala de las Azores se anunció que una poderosa flota anglo-holandesa les cortaba el paso. En seguida hubo una reunión para tratar la amenaza en la nave española La Capitana. — ¿Cuántos barcos enemigos? — preguntó Cháteaurenault. — Ciento cincuenta — respondió la estafeta enviada por el rey. — La lucha es imposible. Propongo que esta noche nos dirijamos hacia el norte para encontrar un refugio en un puerto francés bien defendido: La Rochela o Brest. Pero don Manuel Velasco no estaba dispuesto a hacerlo, ya que la Flota de la Platarepresentaba lo mejor del tesoro español, y aunque los franceses fueran aliados, don Manuel Velasco no se fiaba. — Vamos a tratar de forzar el bloqueo — dijo Velasco. — Es insensato — protestó Cháteaurenault — . Parece no darse usted cuenta de lo que es todo el poderío anglo-holandés, diez escuadras que se lanzarán sobre nosotros. Con esas fuerzas se puede invadir un país, y ni aun un puerto como La Rochela, es absolutamente seguro. ¿No comprende que semejante concentración significa invasión o guerra?
Algunos oficiales españoles estaban de acuerdo con Cháteaurenault, pero la mayoría se plegó al parecer de Velasco, y finalmente se decidió que la Flota de la Plata buscaría refugio en la bahía de Vigo. La bahía de Vigo, de 25 kilómetros de profundidad, con una anchura de 3 ó 4 Km., posee una rada cerrada por una angosta entrada de apenas 700 metros, y estaba defendida por el norte y el sur por baterías de costa. Así, pues, los diecinueve galeones y las veintitrés naves de escolta toman rumbo hacia Vigo, donde entran sin dificultad el 22 de septiembre. Cháteaurenault ha cumplido bien su misión y el almirante Velasco cree que su convoy está seguro. Para mayor seguridad, sin embargo, se duplica el número de piezas de artillería que defienden la rada; se refuerzan las guarniciones norte y sur y se construye un dique de cadenas y estacas a la entrada. Cinco navíos de la escolta parten a Francia, ya que los españoles creen estar seguros. Pero no es así. Bastaría con desembarcar el tesoro de la Flota de la Plata para que todo hubiese terminado. Pero con la burocracia hemos topado, como todavía pasa en la actualidad. Las normas decían que la totalidad del comercio con destino o venido de América fuese controlado por la Casa de Contratación de Sevilla, donde se daban las licencias reales y se realizaban los inventarios. Así, pues, era imposible desembarcar el tesoro. O bien, habría que transportarlo por tierra hasta Sevilla, y ya podemos imaginar el problema del acarreo de miles y miles de toneladas de mineral, la escolta que debía protegerlo, y los riesgos de pérdidas y deterioros.
No obstante, por orden expresa de María Luisa de Saboya, que administraba el reino en ausencia de su marido, que guerreaba en Italia, el quinto del rey y la parte del tesoro real en lingotes y monedas fueron desembarcados y conducidos a Madrid. María Luisa Gabriela de Saboya (1688 – 1714), primera esposa de Felipe V, fue, como tal, reina consorte de España de 1701 a 1714 y, en ocasiones, regente. María Luisa era hija de Víctor Amadeo II, duque de Saboya y rey de Cerdeña, a su vez bisnieto de Enrique IV de Francia, primer rey francés de la dinastía de Borbón, y de Ana María de Orléans, hija de Felipe I de Orleans, hermano del rey Luis XIV de Francia. Su hermana mayor, María Adelaida de Saboya, fue duquesa de Borgoña y delfina de Francia, siendo además la madre del rey Luis XV de Francia. Contrajo matrimonio con su primo, el rey Felipe V, primer rey español de la dinastía borbónica, nieto de María Teresa de Austria, infanta de España, y de Luis XIV de Francia, el 2 de noviembre de 1701 en Figueras, con sólo 13 años. Sometida a la influencia de la princesa de los Ursinos y el cardenal Portocarrero, fue nombradaGobernadora y Administradora General cuando su esposo debió trasladarse a los escenarios bélicos en 1702. Fue madre de Luis I y de Fernando VI. Falleció a los 25 años en 1714, a causa de una tuberculosis ganglionar. Sus restos descansan en la Cripta Real del Monasterio de El Escorial. Cabe destacar que María Luisa fue reina regente y una gobernadora dedicada a defender los intereses españoles. Tuvo cuatro hijos de su matrimonio con el rey Felipe V, dos de los cuales reinaron en España. Fue apodada La Saboyana por sus súbditos. Después de su muerte, dos de sus hijos, su hijo menor y mayor, se convertirían en reyes de España. Parecía razonable dejar la Flota de la Plata intacta con su tesoro en la bahía de Vigo y esperar que los anglo-holandeses, cansados de montar guardia, se decidieran a retirarse. Entonces los galeones podrían hacerse otra vez al mar y llegar al puerto de Sevilla, o, en su defecto, de Sanlúcar o Cádiz. Después de todo, este punto de vista era aceptable, y nada parecía equivocado en este asunto, salvo que, como se verá, el enemigo había tomado sus disposiciones y la defensa terrestre de la bahía, que se creía suficiente, era en realidad irrisoria. Los diecinueve grandes galeones estaban, pues, anclados en la bahía, en el puerto de Redondela, protegidos por la estacada, las baterías costeras y dieciocho fragatas de Cháteaurenault dispuestas en abanico. En las panzas de madera de cedro duermen las riquezas recogidas en Perú y en México. El sueño de la Flota de la Plata dura exactamente un mes, y de súbito, el 21 de octubre, los ciento cincuenta navíos de la flota anglo-holandesa, comandados por el almirante Rooke, caen brutalmente sobre Vigo. Rooke desembarca ocho mil hombres que barren las guarniciones de los fuertes costeros, lanza algunos buques como granadas sobre la estacada que cede, y libera la entrada a la bahía.
Pero las dieciocho fragatas de Cháteaurenault están agrupadas a la entrada del callejón sin salida. No obstante, el enemigo es ocho veces superior en número y sus treinta mil hombres de tropa están incentivados por el cebo de la ganancia. El tesoro está ahí, ante ellos, al alcance de la mano. Los treinta mil soldados se convierten en treinta mil piratas con deseos exacerbados que ya ven ante ellos las piastras, los doblones, las piedras preciosas y las alhajas cinceladas. Treinta mil bestias feroces se lanzan, pues, al asalto de las fragatas y los galeones, apoyadas por el fuego infernal de tres mil ciento quince cañones. Terrible batalla naval, sin duda sin precedentes, pues cerca de doscientos barcos se enredan entre sí, sin posibilidad de maniobrar, amarrados por garfios, cordajes entremezclados y mástiles destruidos. Bajo el diluvio de hombres y metralla, los franco-españoles resisten largas horas. Luego, agotados y casi aniquilados, dejan al enemigo dueño del campo. Entonces se toman resoluciones desesperadas: Velasco da orden de incendiar los galeones. Más vale ver la Flota de la Plata hundida con sus riquezas que en manos de los agresores. Y el día de pesadilla termina con una noche dantesca. En la bahía, una veintena de galeones y fragatas arden, iluminando los montes circundantes y la rada hasta las islas Ciés. Cascos de barcos calcinados, el oro fundido corre por las aguas, el mineral de plata forma un magma incandescente de un blancor insoportable; el aire caliente huele a todos los aromas y especias preciosas de las islas, y se vio, según dicen, a marinos españoles lanzar por la borda, al océano, cofres repletos de perlas, rubíes y diamantes. Los franceses perdieron once naves y cerca de diez mil hombres. Los anglo-holandeses vencedores se entregan a extinguir los incendios. Logran salvar algunos galeones, que se llevan a remolque, pero grande es su rabia al saber que la mayor parte de las riquezas yace en el mar, a 10 ó 20 metros de profundidad. En la mañana del 24, buzos ingleses se arriesgan hasta los restos y retiran algún botín; pero cogidos bajo el fuego de guerrilla de las tropas terrestres deben abandonar pronto la recuperación. Toda la flota de Rooke empieza a navegar, llevando a la rastra cinco galeones con cargamentos casi intactos.
Según la tradición, España perdió la mitad del tesoro de la Flota de la Plata saqueada. Nada menos que el equivalente a 200 millones de libras esterlinas, que yacen todavía en las arenas limosas de la bahía. Un francés, Florent Ramaugé, buscó el tesoro de Vigo de 1945 a 1962 y su esfuerzo se limitó en especial alrededor de las islas Cies, donde se tiene la certeza histórica de que un galeón cargado de botín y llevado a remolque por los ingleses se hundió el 24 de octubre de 1702. Ese galeón está metido en la arena, invisible, a una profundidad de 35 a 50 metros. Florent Ramaugé esperaba caer un día sobre esos restos, y entonces se sentiría pagado de todos sus afanes. Puede muy bien conjeturarse que el galeón de las islas Cies debe representar a lo menos la mitad del tesoro todavía existente. Y, sin duda alguna, la única porción prácticamente recuperable. Su valor puede aproximarse a los 20.000 millones de los antiguos francos franceses (6,56 francos = 1 euro). La crónica dice que, por órdenes de María Luisa de Saboya, “el general Velasco hizo evacuar hasta Lugo 1.500 carretas de oro, según algunos; 3.000, según otros”. Una parte del convoy habría sido saqueada por los bandidos y ocultada en una montaña alrededor de Pontevedra. El almirante Chacón, hecho prisionero por los ingleses, estimaba que “cuatro a cinco mil carretas habrían sido hundidas”. Lo que resta hasta nuestros días puede satisfacer la sed de oro más desmedida, aún la de un Pizarro moderno. El espíritu de curiosidad y aventura guió a Sir Walter Raleigh hacia el prodigioso El Dorado americano. Walter Raleigh (1552 – 1618) fue un marino, pirata, corsario, escritor, cortesano y político inglés, que popularizó el tabaco en Europa. En la literatura clásica española era conocido como Guantarral. Aliado desde el principio en el bando de la reina virgen Isabel I, luchó tenazmente contra los rebeldes irlandeses de Desmond (1583), concibió el proyecto de colonizar América del Norte, fundando en 1584 en la isla de Roanoke, actual Carolina del Norte, la colonia Virginia en honor a la reina Isabel. También contribuyó a la derrota de la Armada Invencible española (1588) y luchó por devolverle el trono al rey de Portugal (1589). Fue elegido miembro del Parlamento inglés varias veces y gozó de gran influencia en la corte isabelina. Cayó en desgracia durante un breve periodo tras seducir y desposar secretamente a lady Elizabeth Throckmorton, una de las damas de honor de la reina (1592), aunque pronto se recuperó tras ser encarcelado en la Torre de Londres. Disputó a Robert Devereux, II conde de Essex, y a Robert Dudley, conde de Leicester, el amor de la reina Isabel. En 1595 organizó la primera expedición al territorio de Trinidad y a la actual Guayana venezolana en busca del mítico reino de El Dorado, desafiando la soberanía española y portuguesa.
El 22 de marzo de 1595, sir Walter Raleigh, Amyas Preston y el capitán Lawrence Keymis, luego de haber zarpado su expedición del puerto de Plymouth el 6 de febrero, desembarcaron en la isla de Trinidad, atacaron a las fuerzas españolas del lugar e hicieron preso al gobernador, Antonio de Berrio, fundador de San José de Oruña. Soldados y habitantes quedaron bajo su poder y Berrío, a cambio de respeto para su vida, lo proveyó de todo cuanto Raleigh inquirió sobre aquellas nuevas e inmensas tierras que se extendían como un paraíso ante sus ojos y siguió la recomendación de explorarlas utilizando las lanchas de sus cuatro navíos. En carta del Gobernador de Santo Domingo al rey Felipe II se informa que Raleigh remontó el Orinoco hasta las confluencia con el Caroní, y luego exploró este último río hasta los saltos y raudales donde se hallaba asentada la comunidad del cacique Morequito, con el que pudo entenderse e intercambiar cosas. Explorando la zona que llamaban Guayana, un territorio que teóricamente pertenecía a España, pero que en la práctica estaba siendo disputado entre Francia, Gran Bretaña y Holanda, Raleigh descubrió algunas minas de estaño y emprendió la vuelta cuando ya no pudo seguir avanzando con sus barcos por aquellos ríos. Mientras tanto el capitán Keymis exploraba el estuario del rio Esequibo en búsqueda del lago Parima, sin resultados positivos. Raleigh, después de varios días en tierras de Morequito indagando a través de intérpretes sobre la grandeza, posibilidad y riquezas de la comarca, decidió retornar a Trinidad donde estaban anclados sus navíos, pero no sin antes convenir que allí se quedaran dos de sus hombres, mientras él se llevaba dos indígenas pemones (guayanos) para que cuando volviese las cosas se le facilitaran. Ya de vuelta, en Trinidad decidió borrar todo vestigio adverso a la pretensión imperial inglesa, de manera que San José de Oruña se transformó en ceniza y sus habitantes fueron decapitados, siendo sepultados bajo las ruinas. Raleigh levó anclas y luego trató inútilmente hacer lo mismo con Cumaná, donde una resistencia feroz lo obligó a cesar la hostilidad y entregar al prisionero Antonio de Berrío a cambio de marinos suyos capturados en medio del fragor del combate.
Incursionó con mala fortuna hasta el río Hacha, en la actual Colombia. Sin embargo, su lugarteniente Amyas Preston logra saquear Caracas por primera y única vez en su historia. Al regresar a Inglaterra fue recibido con gran pompa por Isabel I, su protectora, pero con la airada protesta del embajador de Felipe II por los desmanes cometidos en el Nuevo Mundo. En 1596, durante la guerra contra España, participó en la toma y saqueo de Cádiz, efectuado por la flota inglesa bajo el mando de Charles Howard y Robert Devereux, suceso que el propio Raleigh relató por escrito. En el desembarco que hicieron las tropas inglesas, Raleigh resultó herido en una pierna. Ya de regreso en Londres, Raleigh escribió un libro titulado El Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de las Guayanas, con un relato de la poderosa y dorada ciudad de Manoa, que los españoles llamaban El Dorado, con el fin de concienciar a los británicos sobre las riquezas que podrían encontrar en esas tierras inexploradas. Allí habla de un lago interior de agua salada al que compara con el mar Caspio y afirma que durante el verano sus aguas descienden quedando a la vista pepitas de oro de considerable tamaño. En 1601 Isabel I le nombra gobernador de Jersey y se responsabilizó de modernizar las defensas de la isla. Llamó a la nueva fortaleza en St. Helier Fort, Isabella Bellissima, conocida más tarde como Elizabeth Castle. Se le acusa de haber forzado la muerte del conde de Essex, llevado al cadalso por orden de Isabel I en 1601. Tras la llegada al trono de Jacobo I en 1603, fue acusado de participar en una conspiración contra el rey y encarcelado durante 12 años (1604-1616). Durante su cautiverio en la Torre de Londres escribió su Historia del mundo (1614). Sir Walter Raleigh obtuvo finalmente la libertad provisional e inició en 1617, junto a Keymes, la segunda expedición a la Guayana Española, que pretendía como Guayana Británica, y tomó posesión de parte de esa región en nombre de Inglaterra. Pero al destruir Santo Tomé de Guayana muere su hijo mayor Walter, y Keymes se suicida en el intento de explicar los hechos. Raleigh decide regresar a Inglaterra y en Londres es detenido de nuevo, a solicitud de España. Aunque intentó huir y luego pedir protección al rey de Inglaterra, Diego Sarmiento de Acuña, conde de Gondomar y embajador español en Londres, había iniciado desde su liberación un proceso diplomático y de espionaje para poder dar fin a sus ataques a los intereses coloniales españoles. A su regreso, se recuperó la antigua acusación de traición de la que no había sido exonerado totalmente. El Conde de Gondomar añadió además el saqueo de las Canarias y los actos violentos ocurridos en Guayana. Fue encerrado de nuevo en la Torre de Londres junto a su familia y condenado a muerte por un tribunal inglés. Sufrió suplicio y fue posteriormente decapitado en Whitehall en 1618. El conde de Gondomar, en representación de España, había solicitado que se le extraditase a España para ser ahorcado en Madrid, pero dio por aceptada la condena que se le hizo en Inglaterra.
Durante su largo arresto, sir Walter Raleigh redactó diversos escritos, entre otros su Historia del Mundo. Fue amigo de Edmund Spenser, conocido como el Príncipe de los Poetas en el período isabelino y logró publicar varios libros de versos. Se le atribuye la introducción del tabaco de Virginia en Jersey, así como el de la patata en Inglaterra. También dejó una serie de Obras diversas, que se publicaron en Londres en 1751, y entre la que destaca la Descripción de la Guayana, ilustrada por Jodocus Hondius. Walter Raleigh, junto a John Hawkins y Francis Drake harán el trío isabelino de la primera generación de piratas ingleses que llegaron al Nuevo Mundo, siendo el territorio de Venezuela el único donde los tres actuaron en distintas épocas. Walter Raleigh había amado a una reina y el misterioso reino de El Dorado le llamaba con sus montañas de oro y sus ríos de perlas. Walter Raleigh era una especie de caballero andante y un verdadero buscador de oro. ¿Y qué tesoro mejor que El Dorado podía soñarse en el siglo XVI? Todo el mundo hablaba de El Dorado y algunos aseguraban haberlo visto. Pero ubicarlo con exactitud en las cartas de la época hubiera cohibido a los geógrafos más audaces. Aproximadamente, se lo situaba en la cuenca comprendida entre el Amazonas y el Orinoco, en la Guayana venezolana actual, o sea, entre el Ecuador, a 0° de latitud, y 68° de longitud oeste. La capital de ese reino imaginario era Manoa, y su soberano, indiferentemente, se llamaba Gran Paititi,Gran Moxo, Gran Paru o el Rey Dorado (El Dorado). Un teniente de Pizarro, llamado Francisco de Orellana, fue el descubridor de esa región paradisíaca donde abundan las más preciosas riquezas codiciables. Francisco de Orellana (1511 – 1546) fue un explorador, conquistador y adelantado español en la época de la colonización española de América. Participó en la conquista del Imperio Inca y fue nombrado gobernador de diversas poblaciones. Se le consideró como uno de los conquistadores más ricos de la época. En 1535 participó en la pacificación y fundación de Puerto Viejo, donde desempeñó los cargos de regidor y alcalde ordinario, además de Teniente de Gobernador y uno de los primeros vecinos. En 1537 fundó la ciudad de Guayaquil, que había sido destruida por los indígenas nativos en varias ocasiones y reubicada por diferentes colonizadores españoles. Al año siguiente recibió el título de Teniente Gobernador de Guayaquil. Después de terminar la reconstrucción de la ciudad partió hacia Quito y, junto con Gonzalo Pizarro, organizó una expedición que terminaría con el descubrimiento del río Amazonas.
Tras sobrevivir a la travesía del viaje por la Amazonia, Orellana partió de regreso a España, donde fue acusado de traición por cargos presentados por Pizarro. Tras ser absuelto, organizó otra expedición, pero no contó con el capital ni con la aprobación necesarias. Por esta razón, se dedicó a la piratería y se dirigió nuevamente al Amazonas, donde junto a la mayor parte de su tripulación perdieron la vida, sin que se tenga su ubicación específica a lo largo del río. Nacido en Trujillo en 1511, Orellana era un amigo de la familia de Francisco Pizarro. Viajó al Nuevo Mundo muy joven (1527), sirviendo en Nicaragua. Reforzó el ejército de Pizarro en el Perú (1535) y le sirvió en múltiples campañas, en una de las cuales perdió un ojo. Durante la guerra civil entre los propios conquistadores en el Perú, se alineó con los Pizarro y fue enviado por Francisco Pizarro al mando de una columna desde Lima en ayuda de Hernando Pizarro. En 1538 fue nombrado gobernador de la provincia de la Culata, en la costa del actual Ecuador, donde reconstruyó y repobló Santiago de Guayaquil, que había sido recientemente destruida por los indios. En 1540, Gonzalo Pizarro llegó a Quito como gobernador y le fue encargado por Francisco Pizarro organizar una expedición hacia el este, en busca del País de la Canela. Orellana supo de la expedición que organizaba Pizarro y se unió a ella. En Quito, Pizarro juntó una fuerza de 220 españoles y 4.000 indios, mientras que Orellana, segundo al mando, fue mandado a Guayaquil para alistar más tropas y conseguir caballos. Pizarro partió de Quito en febrero de 1541, justo antes de que Orellana, con 23 hombres y caballos, se uniera a él. Orellana se apresuró para unirse a la expedición principal, contactándola finalmente en el valle de Zumaco, próximo a Quito en marzo de 1541. Fue el tercer Teniente de Gobernador de Puerto Viejo después de haber asistido a su pacificación y fundación, donde perdió un ojo, en las inmediaciones de la actual costa ecuatoriana, además de haber sido uno de los primeros célebres vecinos de Puerto Viejo. Por ello existen documentos que prueben la estancia de Francisco de Orellana en los primeros cabildos coloniales de las ciudades ecuatorianas. Cruzaron los Andes. Al cabo de un año, ante la falta de resultados de la búsqueda, Gonzalo Pizarro y Orellana construyeron un bergantín, el San Pedro, para transportar a los heridos y los suministros, y siguieron los cursos de los ríos Coca y Napo hasta la confluencia de éste con el Aguarico y el Curaray, donde se encontraron faltos de provisiones. Habían perdido 140 de los 220 españoles y 3.000 de los 4.000 indios que componían la expedición. Acordaron entonces, el 22 de febrero de 1542, que Orellana prosiguiera en el barco en busca de alimentos río abajo. Le acompañaban unos cincuenta hombres.
Incapaz de remontar el río, Orellana esperó a Pizarro. Finalmente envió a tres hombres con un mensaje y comenzó la construcción de un nuevo bergantín, el Victoria. Mientras tanto, Pizarro había vuelto hacia Quito por una ruta más hacia el norte, con sólo 80 hombres, los que habían sobrevivido. Orellana siguió río abajo. Al cabo de siete meses y un viaje de 4800 kilómetros, en los que navegó río abajo por el río Napo, el río Trinidad, el río Negro y el Amazonas, llegó a su desembocadura el 26 de agosto de 1542. Y desde allí se dirigió, costeando, a Nueva Cádiz en la isla de Cubagua, actual Venezuela. El bergantín Victoria, llevando a Orellana y Carvajal, bordeó la isla de Trinidad por el sur y quedó varada en el golfo de Paria durante siete días, llegando finalmente a Cubagua el 11 de septiembre de 1542. Fue en este viaje en el que el Amazonas adquirió su nombre. Se cuenta que la expedición fue atacada por feroces mujeres guerreras, similares a las amazonas de la mitología griega. Pero es posible que simplemente luchara contra guerreros indígenas de pelo largo. Sin embargo, las crónicas del Padre Gaspar de Carvajal, cronista de Orellana, deja muy claro que los indígenas que les combatieron estaban liderados por mujeres. Desde Cubagua, Orellana embarcó hacia España. Sin embargo, tras una travesía difícil, llegó primero a Portugal, donde el rey le ofreció hospitalidad e incluso recibió ofertas para volver al Amazonas con una expedición abundantemente provista, pero bajo bandera portuguesa. El Tratado de Tordesillas había puesto toda la longitud del Amazonas bajo soberanía española, mientras que los portugueses consideraban la costa brasileña como de su entera propiedad. Sin embargo, Orellana continuó a Valladolid, en mayo de 1543, con la esperanza de conseguir las reclamaciones españolas sobre toda la cuenca del Amazonas. Una vez en la corte, y tras nueve meses de negociaciones, el 18 de febrero de 1544 Carlos I le nombra gobernador de las tierras que había descubierto, bautizadas como Nueva Andalucía. Las capitulaciones le permitían explorar y colonizar Nueva Andalucía con no menos de 200 soldados de infantería, 100 de caballería y el material para construir dos barcos fluviales. A su llegada al Amazonas debía construir dos ciudades, una de ellas justo en la boca del río. Sin embargo, los preparativos se alargaron debido a la falta de fondos. Finalmente gracias a la financiación de Cosmo de Chaves, padrastro de Orellana, la expedición pudo partir. Poco antes se casa con Ana de Ayala, una joven de origen humilde que le acompañaría en su nueva travesía.
Orellana zarpó de Cádiz, pero fue detenido en Sanlúcar de Barrameda, debido a que gran parte de su expedición estaba compuesta por no castellanos. Finalmente, el 11 de mayo de 1545, y escondido en uno de sus barcos, zarpa subrepticiamente de Sanlúcar con cuatro barcos. Uno se pierde antes de llegar a las islas de Cabo Verde, otro en el curso de la travesía y un tercero es abandonado al llegar a la desembocadura del Amazonas. El desembarco se produce poco antes de las Navidades de 1545 y Orellana se interna unos quinientos kilómetros en el delta del Amazonas tras construir un barco fluvial. 57 hombres mueren de hambre y el resto acampan en una isla del delta entre indios amistosos. Orellana parte en un bote para encontrar comida y la rama principal del Amazonas. A su regreso, encuentra el campamento desierto, pues los hombres habían construido un segundo bote y partido en busca de Orellana. Finalmente abandonaron y partieron costeando hacia la isla Margarita en el mar Caribe. Orellana y su grupo siguieron tratando de localizar el canal principal, pero fueron atacados por los indios caribes. Diecisiete murieron a causa de las flechas venenosas y el mismo Orellana murió poco después, en noviembre de 1546. Cuando los supervivientes del segundo bote llegaron a la isla Margarita, se encontraron con 25 compañeros, incluyendo a Diego Garcia de Paredes y Ana de Ayala, que habían llegado en el cuarto barco de la flota original. Un total de 44 supervivientes, de los 300 que habían partido, fueron finalmente rescatados por un barco español. Muchos de ellos se asentaron en Centroamérica, Perú y Chile, mientras que Ana de Ayala se casó con otro superviviente, Juan de Peñalosa, con el que vivió hasta su muerte en Panamá. En la actualidad, una provincia de Ecuador recibe el nombre de Orellana. Igualmente, en el distrito “Las Amazonas“, en el río Napo, provincia de Maynas, del departamento de Loreto, en Perú, existe una localidad llamada “Francisco de Orellana“. Un español llamado Martínez afirmó que él residió allí siete meses y en apoyo de su aserto trazó una carta geográfica donde dibujó las tres montañas que rodean el reino de El Dorado, una montaña de oro, una segunda de plata y la tercera de sal. Walter Raleigh, por su parte, después de una expedición por América del Sur, no temió publicar un relato de sus aventuras, titulado “Descubrimiento del vasto, rico y hermoso imperio de la Guayana y de Manoa, la gran ciudad de oro”, donde describió, complaciente, los palacios de pórfido y alabastro, las montañas de oro y de perlas, los hombres sin cabeza que habitaban en la parte posterior del país y también las tribus de amazonas de seno cortado. Cierto es que explicaba lo que le habían contado.
Además de sus riquezas naturales, se decía que El Dorado ocultaba el tesoro de los incas. A El Dorado, decían los españoles, se retiró un hermano de Atahualpa, el Inca asesinado por Pizarro, con los tesoros del imperio del Perú. Probablemente El Dorado solo fue una leyenda. Pero si El Dorado tal vez fue solo un mito, en cambio el tesoro de los incas, que soñaron tantas generaciones, no es un tesoro mítico. Es el más colosal de los tesoros, de un valor acaso igual al de todos los tesoros del mundo. Es difícil avanzar una cifra, pero puede admitirse que el oro escondido por los incas en 1533, que representaba la fortuna de un milenio de civilización, era de un valor igual al oro extraído de las minas del Perú desde el siglo XVI a 1803. En tal lapso y en tal hipótesis, remitiéndonos a lo expuesto por el historiador Bertrand de Jouvenel, ese oro importado a Europa representaba 1.232.445.500 piastras, que equivaldría a un billón quinientos mil millones de francos franceses del siglo XX. La génesis de los tesoros incas necesita la exposición de la historia del imperio inca hasta su conquista por Francisco Pizarro en 1532. El imperio Inca se extendía de Chile a Colombia, junto a la cordillera de los Andes. Manco Cápac fue su fundador hacia el siglo XI y catorce monarcas, llamados Incas, le sucedieron. En 1524, Huayna Cápac, duodécimo Inca, compartió su reino entre sus dos hijos mayores, Huáscar, Inca legítimo, que reinó en el Cuzco, y Atahualpa, hijo natural, que reinó en Quito. De ahí que se produjese una guerra fratricida. Atahualpa destronó a su hermano y se proclamó Inca soberano en 1532, precisamente el año escogido por Pizarro para conquistar la América del Sur. Se realizó una entrevista el 16 de noviembre de 1532 entre Atahualpa y el conquistador en Cajamarca, al norte del país, y muy pérfidamente Pizarro hizo prisionero al Inca. De ahí proviene la célebre historia del rescate. Atahualpa, que entretanto había hecho asesinar a Huáscar, ofreció para recobrar su libertad el contenido en oro de su prisión, hasta 9 pies del suelo, y, además, dos veces el contenido en plata de una sala contigua. El plazo de la entrega del rescate era de dos meses. Pizarro aceptó la proposición, y mensajeros indios partieron por el país a reunir los metales preciosos. Para tener una idea del valor del rescate tenemos que saber que la celda de Atahualpa, según Jerez, secretario de Pizarro, tenía las siguientes dimensiones: 17 pies por 22, o sea, 5,50 metros por 7. Según Francisco Pizarro: 35 pies de largo por 17 ó 18 de ancho. Siendo la altura convenida de 9 pies, el volumen del rescate en oro se elevaba a 105 metros cúbicos, más o menos. El volumen de oro estimado habría sido, por lo menos, de 20 metros cúbicos, que representarían 400.000 kilos de oro.
Pero Atahualpa no dejó de aventurarse al ofrecer ese rescate; no era sino un Inca bastardo, no reconocido por los sacerdotes y muy poco estimado por los grandes del reino; su autoridad ya dudosa era más o menos nula después de su captura por Pizarro, de modo que el metal precioso no llegó sino con gotario. Atahualpa había anunciado 400.000 kilos de oro, pero solo llegaron alrededor de 5.000 kilos. Los españoles se repartieron ese botín en Cajamarca el 18 de junio de 1533, después de hacer fundir la masa total, que consistía en 1.326.539 pesos de oro (alrededor de 4.500 kilos), 51.610 marcos de plata (alrededor de 12.900 kilos). Este tesoro se lo repartieron entre Pizarro, sus sesenta y dos caballeros y ciento dos infantes, después de dar algunos kilos a Almagro y su pequeña tropa. Se dice que Francisco Pizarro recibió 57.220 escudos y 1.175 libras de plata. Para cada caballero hubo 8.880 escudos y 180 libras de plata. Para cada infante 4.400 escudos v 90 libras de plata. Una barbaridad de peso per cápita, no menos de 60 kilos, para tenerlo que arrastrar por las montañas de las Indias Occidentales. Asesinado el Inca Atahualpa por los españoles, cesó de llegar el rescate y se asegura que convoyes de oro, preparados para el rescate, fueron escondidos en las montañas. Solo visto desde el punto de vista económico, el asesinato de Atahualpa fue un mal negocio para los españoles. Pero está demostrado que la aventura de Cajamarca y el rescate de Atahualpa nada tienen que ver con el tesoro de los incas, tesoro que comprende oro labrado en todas sus formas, las riquezas del culto, del palacio real, de los grandes del imperio, excluidas las monedas, que los indios no conocían o que desdeñaban acuñar. Aunque la civilización protoperuana sea mucho más antigua, puede admitirse que los antepasados de los incas amontonaron ese oro a partir del siglo XI. O sea, siete siglos de acumulación, en un país donde el metal precioso abundaba y cuyo valor podía, por lo tanto, alcanzar a un billón quinientos mil millones de francos franceses. Pero, a pesar de su intensa búsqueda, los españoles no encontraron ese oro. Pedro Pizarro fue testigo de los hechos y he aquí lo que escribió en su crónica: “Voy ahora a describir lo que encontramos a nuestra entrada en el Cuzco… Asombrados, contemplamos los vasos de madera, de oro y de plata, aunque los más bellos hayan sido llevados por los indios. Entre otras cosas, descubrimos una efigie de oro y los indios nos dijeron, no sin pesar, que era la del fundador de la dinastía Inca. Encontramos igualmente cangrejos de oro, vasos decorados con motivos de pájaros, serpientes, arañas, lagartos y otros reptiles. Todas esas cosas preciosas fueron descubiertas en una gruta de los alrededores del Cuzco. Un indio nos dijo que en una caverna próxima a Villaconga se hallaban escondidas grandes cantidades de placas de oro, que Huáscar había hecho fundir para decorar su palacio. Pero días después de habernos hecho tal revelación, nuestro informante desapareció sin dejar huellas. En general, todos esos tesoros están ocultos, y de tal manera que es imposible encontrarlos. Los orejones los hicieron portar por servidores hasta proximidad del escondrijo; ahí, otros indios reemplazaron a los portadores, enterraron los objetos. Luego, por orden de sus amos, se ahorcaron o precipitáronse a un barranco, sin protestar. Innumerables tesoros se hallan en este país; pero sólo un milagro podría hacer que los descubriéramos… “.
Esta crónica de Pedro Pizarro nos explica que los tesoros fueron escondidos de modo que sólo algunos iniciados, posiblemente sacerdotes, tuvieron conocimiento de los escondrijos. Esos iniciados fueron, sin duda, muertos, o se suicidaron, y lo cierto es que nunca tuvieron interés ni pretexto para divulgar su secreto, ya que su culto fue irremediablemente reemplazado por la religión cristiana. Lo que los galeones de la Flota de la Plata llevaron del Perú a Europa estuvo compuesto, en su mayor parte, por minerales de explotación. Minerales a menudo tratados ahí mismo y acuñados en las Casas de Monedas de la Ciudad de los Reyes, Lima, o de México. No existe duda de que el tesoro está aún en sus escondrijos. Provenía en su mayor parte del palacio real y de los templos, sobre todo del Templo del Sol de Cuzco y del lago Titicaca, junto a Tiahuanaco. En cuanto al tesoro del Titicaca, hay una pintoresca leyenda sobre el sol de oro. Cuando los españoles se repartieron el considerable botín de Cajamarca y del Cuzco, estaban tan repletos de oro y plata, que ya no sabían qué hacer con sus riquezas. Entonces se divirtieron jugándolas a los dados. Se cuenta que uno de ellos, el caballero Leguisano, según el escritor Prescott o el soldado Mancio Serra, según el historiador Huber, tuvo en su parte de botín un disco de oro con la efigie del sol. A la noche siguiente, perdió el disco a los dados, de donde nació el proverbio español: “Jugarse el sol antes de que aparezca”. El disco solar llegó después a un caballero perdidamente enamorado de una hermosa muchacha inca, que logró convertirle a la religión del dios Sol y persuadirle de que el disco solar de oro debía ser devuelto a los sacerdotes y llevado al templo aún inviolado de Titicaca. Se dirigieron, pues, al sur. Pero, tras ellos, iba un destacamento español comandado por un teniente de Pizarro. A poco de caminar, los fugitivos llegaron al lago sagrado, donde se embarcaron en una balsa con la preciosa efigie. Rodeados por los españoles y sabiendo que ninguna merced les sería concedida, los amantes lanzaron el sol de oro a las aguas, en las que se hundió lanzando un postrer brillo de maravilloso esplendor. Luego, abrazados, se arrojaron al lago y también desaparecieron.
Una muy hermosa leyenda, conocida por Florent Ramaugé, habla de dos tesoros incas: “Es una historia fascinante que quiero contar de memoria — dice Florent Ramaugé — ; pero por desgracia he olvidado ciertos detalles y también el nombre de los héroes; se me asegura que los hechos son auténticos, y acaso sea verdad. Así, pues, un viejo inca de noble cuna, heredero de las tradiciones y los grandes secretos de sus antepasados, sintióse morir muy perplejo, pues lo que sabía era de considerable importancia y no debía perecer con él. Se trataba de dos grandes tesoros incas ocultos en la cordillera de los Andes por los sacerdotes del Sol, en dos escondrijos llamados: el Pez Grande y el Pez Chico. El anciano tenía un amigo español de alta calidad moral, seguro admirador de las costumbres de los aborígenes — al menos, así lo creía — y que desde hacía años le prodigaba muestras de la mayor amistad. Ese español era, con toda evidencia, su mejor amigo, y tras maduras reflexiones el Inca decidió hacerle su supremo confidente, aquel que, a su muerte, poseería el prodigioso secreto del Pez Grande y del Pez Chico. Le hizo llamar a su cabecera y le dijo: — Escucha, amigo mío, siempre me has demostrado amistad y creo en tu grandeza de alma y en las cualidades de tu corazón. Mis días están contados; tengo que transmitir a la posteridad, el secreto que mis abuelos me confiaron. A ti, mi amigo, voy a decir dónde se sitúa el tesoro del Pez Chico; es en los Andes de Carahaya, en el flanco del valle por donde corre el río. Encontrarás una gruta que ilumina el sol naciente, justamente en su primer rayo. Grandes bloques de piedra cierran el fondo de la gruta y tendrás que esforzarte para encontrar una fisura lo suficientemente ancha para dar paso a un hombre. Detrás, un subterráneo se hunde en la montaña, y hay que abrir sucesivamente tres puertas para llegar al santuario secreto. La primera puerta es de cobre y se abre con una llave de oro. La segunda es de plata y se abre con una llave de cobre. La tercera es de oro y se abre con una llave de plata. “ En el santuario encontrarás grandes riquezas: estatuas de metal precioso y un disco de oro puro que cogerás y me traerás, porque quiero contemplarlo antes de morir. Luego lo dejarás en el santuario, y buen cuidado tendrás de no tomar nunca la menor porción de las riquezas que pertenecen al dios. El español prometió cuanto quiso el anciano y partió a los Andes de Carahaya. Pero a medida que avanzaba por la montaña, la fiebre del oro le exaltaba y enloquecía. Se introdujo en la gruta, las cerraduras funcionaban mal e hizo saltar las puertas; luego despejó el santuario de lo más preciado que tenía. Pero tal botín no hizo sino agravar su locura de oro, y le vino el deseo imperioso, irresistible de apropiarse del tesoro del Pez Grande, que era más maravilloso todavía. Volvió a casa del viejo inca y con amenazas y súplicas trató de hacerle decir el secreto del gran tesoro. — No — dijo el inca — . Me has engañado, has traicionado la confianza que puse en ti, y nunca llegarás a conocer el secreto del Pez Grande, nunca, nunca… Antes de morir bajo las torturas, el anciano murmuró, sin embargo, unas palabras que excitaron la esperanza del español: — La entrada del Pez Grande está bajo la estatua del dios Sol, pero no la encontrarás. El español, recordando tal estatua en el santuario del Pez Chico, comprendió o sospechó que debía buscar en la gruta, y regresó con un pico y una pala. A la luz de un fanal, se afanó durante horas contra la estatua del dios, que logró, por fin, derribar. Pero, en ese mismo instante, las paredes de la gruta se derrumbaron sepultándole. Así se perdió para siempre el secreto del Pez Chico y del Pez Grande, cuya historia nos ha llegado por no se sabe cuáles vías misteriosas”.
La historia del lago Titicaca es verosímil. El lago es una especie de mar interior, de más de 200 kilómetros de largo y que se halla a caballo sobre las fronteras de Perú y de Bolivia, a 3919 metros de altura. Fue en la isla Titicaca, hacia el año 1100, donde Manco Cápac, primer rey inca, tuvo la revelación de la suerte que le destinaba el dios Sol. Titicaca se convirtió entonces en el centro de peregrinación de los indios, como actualmente lo sería La Meca para los musulmanes. Los incas edificaron en la isla, situada actualmente en territorio boliviano, un templo magnífico cuyos muros estaban cubiertos de oro. En la historia o la mitología inca, los muros de los templos están siempre revestidos de láminas de oro. Cada indio, siquiera una vez en la vida, debía hacer una peregrinación a ese templo y aportar una ofrenda en metal precioso. Gómez Suárez de Figueroa, apodado Inca Garcilaso de la Vega (1539 – 1616), escritor e historiador peruano de ascendencia española e inca, ha escrito al respecto: “Los incas edificaron allí un templo resplandeciente, de muros cubiertos de placas de oro. Cada año, las provincias del imperio enviaban ofrendas de un valor considerable, en forma de oro y de plata, para agradecer al dios Sol”. El padre Blas Valera dijo que, según las afirmaciones de los mitimaes, guardias nobles de la isla sagrada, o ayllus, las cantidades de oro almacenadas en la isla Titicaca habrían bastado para construir un nuevo templo, sin que fuese necesario recurrir a la piedra o al mortero. Había allí, incuestionablemente, oro amontonado, en placas, enlosado, cincelado y esculpido. El término mitimaes es un derivado de la palabra quechua mitmay, idioma en el que significa desterrar. Fueron grupos de familias separadas de sus comunidades por el Imperio inca y trasladadas de pueblos leales a conquistados, o viceversa, para cumplir funciones económicas, sociales, culturales, políticas y militares. Ninguna otra política afectó tanto la demografía y conjuntos étnicos andinos como ésta de los mitimaes. Se llega a afirmar que hasta una cuarta parte de la población del imperio fue desarraigada por esa práctica. La función política y estratégica más común de estos desplazamientos fue la necesidad del imperio incaico de dividir a las poblaciones que suponían una amenaza a las élites quechuas incaicas. De esa manera estas erradicaciones servían para debilitar el peso de una población nativa en sus ancestrales territorios para la resistencia contra los incas. Otra finalidad era que el inca confirmaba que los pueblos conquistados hicieran los trabajos forzados. Los quechuas imponían trabajos forzados llamados mita a las poblaciones originarias sometidas. Si lo eran a la fuerza, las poblaciones originarias eran esclavizadas por la casta quechua de los incas con el eufemismo de yanaconazgo para servir a la casta quechua llamada “inca“.
Esta política se llevó a cabo especialmente en el altiplano boliviano austral, donde las funciones de estos colonos fueron de producción. En cuanto al oro, la plata y las piedras preciosas, una vez sometidas las poblaciones al subnivel de mitimaes, los recursos más valiosos o apreciados de la minería eran también llevados a las arcas del tesoro incaico. Por otra parte, los mitimaeseran forzados a defender a los quechuas, y especialmente a los quechuas de casta inca. Fueron dedicados a la defensa -para los incas- de los territorios sometidos por los quechuas-incas, ya que muchos de ellos estaban obligados a defender la frontera con los chiriguanos, nombre peyorativo aplicado a los guaraníes. Todo el arco suroriental del Altiplano estuvo salpicado de guarniciones que se prolongaron por el sur hasta el Pucará de Aconquija. En el siglo XV, la población colla de la actual Bolivia es invadida por el inca Viracocha, también llamado el dios de los báculos o de las varas, que anexó sus territorios al Tahuantinsuyo. Los incas introdujeron en las tierras conquistadas grupos de mitimaes, algunos de los cuales hablaban el quechua. Debido a esta situación, a la llegada de los conquistadores españoles el territorio colla tenía una heterogénea población que hablaba las lenguas aimara, puquina y quechua. Para el caso del Noroeste argentino, los incas utilizaron a las tribus de los chichas, que habitaban en lo que es el actual territorio boliviano. Algo parecido ocurrió en el norte de Chile. Las poblaciones del sur del valle Calchaquí, Santa María (Catamarca), Andalgalá y el centro de la provincia de Catamarca, se resistieron a la ocupación incaica y se negaron a realizar trabajos para los incas, por lo que éstos llevaron a esos territorios algunos contingentes de mitimaes para ser utilizados como mano de obra en reemplazo de los indígenas locales. Blas Ponce, uno de los fundadores de la ciudad de Londres, en Catamarca, dijo que en la provincia de Quire-Quire el inca tenía “más de veinte mil mitimaes” y que, vencidos por los españoles, decidieron abandonar el valle. También en la Quebrada de Humahuaca había mitimaes de los chichas de Bolivia, de los churumatas, paypayas y otros, cuya principal función fue servir como barrera de contención contra los chiriguanos, además de difundir el idioma quechua. El templo de Titicaca fulgía de riquezas comparables a las del templo del Cuzco. Pero, ¿qué se han hecho de esas riquezas? Los cronistas aseguran que cuando los ayllus supieron la llegada de los conquistadores, cuando advirtieron que lo que codiciaban era el oro, echaron al lago todos los tesoros del templo de Titicaca, de manera que los españoles no encontraron sino ruinas sin contenido. Hoy, en el emplazamiento del antiguo santuario se encuentra la iglesia de Nuestra Señora de Cápac Arana. El tesoro está sumergido, sin duda, en las mayores profundidades, que en ciertos sitios alcanzan los 185 metros.
El agua del lago Titicaca es fría y revuelta: Además, el lago está a una altura de cerca de 4000 metros, lo que imposibilita maniobrar con escafandra autónoma más allá de una veintena de metros, pues la presión bajo el agua es inversamente proporcional a la presión atmosférica. La opción de secar el lago sería una tarea gigantesca e irrealizable, pues el lago Titicaca es un verdadero mar interior. Pero probablemente el tesoro del Titicaca duerme en el limo del lago sagrado. Pero el verdadero tesoro de los incas sería el del Templo del Sol en el Cuzco, el cual se convirtió en el más grande monumento sagrado del imperio en el siglo XVI. El Templo del Sol de Cuzco se erguía en la zona sur de la ciudad, al borde del río Guatanay. Contiguo estaba el jardín sagrado, el conocido como Coricancha. El Coricancha (en quechua: Quri Kancha, ‘templo dorado’), originalmente Inti Kancha («Templo del sol») es el templo inca sobre el cual fue construido el Convento de Santo Domingo. Fue uno de los más famosos, venerados y respetados templos de la ciudad del Cuzco, en el Perú. El recinto de oro, como era conocido, era un lugar sagrado donde se rendía adoración al máximo dios inca, el Inti (Sol), por lo que sólo podían entrar en ayunas, descalzos y con una carga en la espalda en señal de humildad, según lo indicaba el sacerdote mayor Willaq Umu. El frontis era un hermoso muro proveniente de la más fina cantería, decorado únicamente por una fina lámina de oro puro de una palma de alto, a tres metros del suelo, y un techo de paja fina y delicadamente cortada. En uno de los bloques de la segunda hilada se observan tres agujeros que pudieron ser utilizados para evacuar las aguas de las lluvias del patio interior, o como salida de la chicha que se ofrecía como ofrenda. Según los experimentos de Augusto León Barandiarán, si se golpea dentro de los agujeros se pueden escuchar las notas musicales “re”, “la” y “mi”. Las piedras que componen el templo tienen un leve almohadillado en los lados, que expresan la sobria estética de la construcción en el Imperio inca. Antiguamente no existía el atrio triangular que sirve de entrada al templo colonial y el muro giraba en ángulo recto hacia la calle Ahuacpinta, la cual aún conserva un tramo del muro original de casi sesenta metros de largo. En el lado opuesto a esta calle, el muro se hace curvo al girar más de 90 grados, y continúa con una curva suave que fue cortada durante la construcción del templo. El muro del Coricancha coronaba un sistema de andenes que bajaban hasta el río. Muchos libros e historiadores señalan que este lugar fue más santificado o venerado, porque al construir un templo o convento de parte de los españoles, a este lugar lo pusieron como privilegiado para las ofrendas.
Dentro de los tres templos que aún existen se puede observar una parte de la pared que aún sigue con yeso y pintada. Los españoles, en su afán de que no se descubriesen las construcciones incas, cubrieron las paredes con yeso, pintaron e instalaron imágenes de santos y otras cosas para tapar todo rastro inca. Pero por causas naturales, como el terremoto que azoto el Cuzco, las paredes se llegaron a cuartear y es así como se produjeron los hallazgos de las construcciones incas que hoy se exhiben dentro de la iglesia. En su Historia del Nuevo Mundo, el padre Bernabé Cobo, jesuita e historiador español que en el siglo XVII vivió en Perú y en México, cuenta que el Coricancha de Cuzco encerraba prodigiosas cantidades de oro y plata. Los muros de la capilla donde se alzaba la estatua del dios Sol estaban cubiertos de láminas de oro y todos los objetos utilizados en el templo eran de oro macizo. Cieza de León, otro cronista español, contemporáneo de Pizarro, que estaba en el Cuzco hacia el 1540, escribió: “Una grande porción de los muros del santuario está cubierta de delgadas láminas de oro batido; el techo de aguilón, construido de fina paja, está soportado por una armazón cuyas piezas se ven ornadas de placas de oro. Los ídolos, los vasos y todos los objetos son de oro“. He aquí para el templo; veamos ahora algo sobre el Coricancha, bajo la firma de Garcilaso Inca de la Vega: “Pero por encima de todas esas maravillas, aparecían campos de maíz hechos al natural, con sus raíces, sus flores y sus espigas cuyas puntas eran de oro y el resto de plata, todo ello bien soldado; cuanto observaban en materia de todas las otras plantas dábanse maña en representarlo naturalmente por la aleación y soldadura de esos metales. Asimismo, veíanse animales grandes y pequeños hechos de oro y de plata, y representados al natural, como conejos, ratas, lagartos, culebras, mariposas, zorros y gatos salvajes, pues domésticos no los había. Veíanse, además, pájaros de toda suerte, algunos de los cuales parecían cantar, trepados en los árboles, y otros extendían sus alas como para volar. En suma, se admiraban gamos, leones, tigres y toda suerte de animales, cada uno hecho al natural y colocado en su sitio. Todas las casas tenían baños con grandes tinas de oro y plata, donde los incas se lavaban, y los tubos de donde el agua se sacaba eran de los mismos metales. Con esto, enriquecíanse de muchas obras de oro extremadamente hermosas en los lugares en que había fuentes, cuyas aguas eran naturalmente cálidas, y también de ellas se servían para hacer baños. Pero, entre otras grandezas, tenían bosquecillos de oro y plata, cuyos leños estaban hechos al natural para emplearse, llegado el caso, al servicio de las Casas Reales. Los indios escondieron la mayoría de esas riquezas apenas advirtieron la insaciable avidez de los españoles por adquirir el oro y la plata, y las escondieron de tal suerte que desde entonces no pudo descubrirse cosa alguna y hasta no hay apariencia de que se encuentre ese oro en el porvenir, si no es por un azar. Porque es muy cierto que los indios de hoy no saben dónde están esos tesoros y que sus abuelos les han ocultado su conocimiento para impedir que tales cosas sirvan a otros que sus Reyes, a quienes solamente estaban dedicadas”.
Evidentemente Garcilaso Inca de la Vega no vio lo que describe del Coricancha. Pero fue su madre, princesa inca, quien le informó acerca de esas riquezas que, sin duda, conocía perfectamente, pero sobre las cuales tal vez exageraba. Con todo, los hechos eran recientes. Si tuvo conocimiento de ellos a los siete años, no haría más allá de unos ocho años que estaban escondidos los tesoros. Su testimonio, pues, es casi contemporáneo de los sucesos. Tal vez vio la famosa cadena de oro de Huáscar, esa cadena que habría pesado más de 2.000 kilos. Cieza de León dice al respecto: “Poco después de que viniera al mundo el hijo mayor de Huayna Cápac, se afirma que ese príncipe hizo hacer una especie de cable, o para decirlo mejor, una cadena de oro que era tan gruesa y pesada, al decir de quienes la vieron, que se necesitaban más de doscientos indios para levantarla, y mucho que les costaba”. Y agrega poco después: “Si se pudiera tener nuevamente todos los tesoros encerrados en el Perú, no sería posible ponerles precio, y lo que tienen los españoles es muy poca cosa en comparación de lo que ha quedado. De donde puede verse que se han perdido una infinidad de tesoros y que si la venida de los españoles no hubiera obligado a los indios a ocultarlos, seguramente los habrían ellos ofrecido al diablo o puesto en las tumbas de los muertos”. Todos los cronistas se hallan de acuerdo, pues, para certificar la existencia histórica de los tesoros incas. Basándose en la tradición y en indicios probatorios, es permisible pensar que el tesoro del Coricancha está escondido en los subterráneos de la fortaleza de Sacsayhuamán. Esta fortaleza está al norte del Cuzco. Sacsayhuamán (“Lugar donde se sacia el halcón“) es una “fortaleza ceremonial” inca ubicada dos kilómetros al norte de la ciudad del Cuzco. Se cree que se comenzó a construir durante el gobierno de Pachacútec, en el siglo XV. Sin embargo, fue Huayna Cápac quien le dio el toque final en el siglo XVI. Con el aniquilamiento de la nobleza inca desaparecieron de la memoria las técnicas que permitieron la construcción de esta monumental fortaleza o santuario, que produjo la admiración de Pizarro y sus hombres. Pedro Sancho, secretario de Pizarro, deja una primera descripción del edificio; pero la más detallada es la del Inca Garcilaso de la Vega. Sacsayhuamán es, con sus muros megalíticos, la mayor obra arquitectónica que realizaron los incas durante su apogeo. De todos modos hay quienes creen que es una obra mucho más antigua, previa al Imperio Inca. Desde la fortaleza se observa una singular vista panorámica de los entornos, incluyendo la ciudad del Cuzco. Sacsayhuamán está ubicada a 2 km del Cuzco, capital del antiguo Imperio Inca. Se encuentra a una altura de 3.700 metros y abarca una extensión de 3.093 hectáreas. El valle se encuentra cercado por las montañas Ausangate, Pachatusán y Cinca, y esta bañado por el río Tullumayo. Esta zona posee un paisaje de gran belleza, con flora y fauna abundantes, entre la que destacan las llamas y los halcones.
Pero aparte de los fantásticos trabajos de defensa de los Incas, que yacen unos pocos pies por encima de Cuzco, de los bloques monolíticos que pesan más de 100 toneladas, o los muros en forma de terraza, con más de 1.500 pies de largo y 54 pies de ancho, tenemos la Sacsahuaman desconocida, que está a una media milla de distancia de la conocida fortaleza inca. No se puede concebir qué recursos técnicos usaron nuestros antepasados para extraer una roca monolítica de 100 toneladas de una cantera y transportarla a un punto distante. Pero cuando nos enfrentamos a un bloque de un peso estimado de 20.000 toneladas, nuestra imaginación ya no tiene límites. En el camino de vuelta de la fortaleza de Sacsahuaman, en el cráter de la ladera de la montaña, el visitante se enfrenta a algo increíble. Hay un bloque de una sola pieza del tamaño de un edificio de cuatro pisos. Ha sido decorado impecablemente, tiene escalones y rampas y está adornado con espirales y hoyos. Seguramente esto no debe haber sido una actividad de diversión para los incas. Seguramente es mucho más lógico pensar que haya servido para un propósito inexplicable. Para dificultar más la solución al enigma, el enorme bloque se apoya en su cabeza. Los escalones van hacia abajo, los hoyos apuntan en diferentes direcciones, y extrañas depresiones con formas parecidas a asientos parecen estar flotando en el espacio. ¿Quién puede imaginar que manos humanas y esfuerzo humano excavaron, transportaron y decoraron esta roca? ¿Qué fuerzas titánicas trabajaron aquí? ¿Con qué fin? Todavía estupefactos, los visitantes encuentran, a unos 900 metros, vitrificaciones de roca de un tipo que sólo sería posible por el derretimiento de la roca a temperaturas extremadamente altas. Al sorprendido visitante le explican que la roca fue molida por glaciares. La explicación es ridícula. Un glaciar, como cualquier masa que fluye, se inclina hacia un lado. Difícilmente se puede asumir que un glaciar fluyó en seis direcciones diferentes pon encima de un área de unos 15.000 metros cuadrados. Sacsahuaman y Tiahuanaco esconden una gran cantidad de misterios prehistóricos para los que se han elaborado explicaciones superficiales pero bastante poco convincentes. Sin embargo, vitrificaciones de arena también se encuentran en el desierto de Gobi y cerca de antiguos lugares arqueológicos de Iraq. ¿Quién puede explicar por qué estas vitrificaciones se parecen a las producidas por las explosiones atómicas? ¿Cuándo se hará algo decisivo para dar una respuesta convincente para los enigmas prehistóricos? Mientras nuestro pasado esté sin descubrir, una de las vías de entrada al futuro estará sin escribir. ¿Acaso no puede el pasado ayudar a lograr soluciones técnicas que no tendrán que ser encontradas por primera vez porque ya existieron en la antigüedad? Hasta hoy, que se sepa, no se han usado aparatos modernos para medir la radiación en Tiahuanaco, Sacsahuaman, la legendaria Sodoma, o el desierto de Gobi.
En el Sacsahuaman la tradición ha situado siempre el mayor tesoro inca. Se cuenta que un día dos muchachos se perdieron en los subterráneos de la fortaleza. Tres días después salieron por un boquete que daba a los bajos del monasterio de Santo Domingo, antiguo emplazamiento del Templo del Sol. Uno de los muchachos tenía en la mano una espiga de oro, que sólo se puede relacionar con el tesoro del culto en el Coricancha. Probablemente la fortaleza inca de Sacsahuaman no se construyó sobre Cuzco por casualidad, sino por una tradición que indicaba el lugar como sagrado. Otras razones argumentan en favor de Sacsahuaman como principal escondrijo del tesoro de los incas. En el centro de la fortaleza se alzaba una torre redonda, la Moyoc Marca, sobre una plataforma caprichosamente dividida en compartimientos, unida a subterráneos que constituían tal laberinto que sólo algunos guías iniciados lograban salir. En esos subterráneos corría un manantial abundante cuyo origen conocían únicamente el Inca y miembros del Consejo de los Ancianos. ¿Por qué esos subterráneos en forma de laberinto? ¿Por qué ese privilegio real concedido al manantial, si no era con el fin de preservar la gruta del tesoro, como el lugar supremo de las riquezas del imperio? Los españoles, dice Siegfried Huber, hubieran querido explorar los subterráneos de Sacsahuaman, donde creían que se hallaban escondidas grandes riquezas. Pero no pudieron penetrar porque la fortaleza había sido desmantelada durante la guerra y había obstáculos que tapaban las galerías. Podría ser también qué un importante escondrijo estuviera bajo el templo de Machu Picchu. En efecto, hacia 1435, los españoles enviaron al embajador Ruiz Díaz a visitar a Manco, último Inca tras la muerte de Huáscar y Atahualpa. Ruiz Díaz fue testigo de un extraño encuentro. Manco se hizo traer un celemín de maíz colmado, cuyo contenido desparramó por el suelo. Tomó un grano y lo tendió a Díaz diciéndole: “Esto es lo que los españoles han tomado del oro de los incas“. Luego, señalando todo lo desparramado, Manco agregó: “He aquí lo que resta y que os podría dar si os comprometierais a salir definitivamente del imperio“. Ruiz Díaz no aceptó el negocio, ya que también había venido al Perú como misionero cristiano. Pero esta anécdota parece probar que Manco conocía uno de los principales escondrijos del tesoro inca. De todos modos tal vez realmente indicaba que el verdadero tesoro era el maíz, que no era conocido en Europa. No obstante, es posible que tal escondrijo, y otros, en especial los del Cuzco y Machu Picchu, sean actualmente conocidos por los sacerdotes indígenas, que tienen por misión perpetuar el culto del Sol. Y acaso algún día se vean salir de los subterráneos, o de las grutas andinas, la cadena de oro de Huáscar, las placas de oro, las espigas de oro, los leones y los tigres, cada uno hecho al tamaño natural de un metal precioso, así como las prodigiosas riquezas del Coricancha…
El oro, que probablemente motivó el descubrimiento de un mundo desconocido, ilustró también la historia de los piratas, verdaderos ladrones de las rutas oceánicas y claros beneficiarios de las incalculables riquezas americanas. Algunos de esos aventureros eran auténticos marinos y descubridores de tierras, arrastrados por los acontecimientos políticos y guerras de sus tierras de origen. Otros simplemente buscaban un botín. Varios terminaron sus días como personajes ricos y respetados, mientras que otros fueron ahorcados en lo alto de un mástil. Entre los principales nombres tenemos a Drake, Frobisher, Hawkins, Levasseur, Mansweldt, Legrand, L’Olonnois, Morgan, Montbars el Exterminador, Wafer, Dampier, Davis, Laurent de Graff, De Lussan, o Kidd. Cuando la Flota de la Plata, escoltada por numerosas fragatas, se dirigía a Sevilla o a Cádiz, era raro que los piratas se atrevieran a atacarla de frente. Pero antes de agruparse para una mutua protección, cuando en las costas de Brasil, de Perú, en el golfo de México, o en el mar Caribe, se aventuraban los galeones cargados de tesoros, una jauría de rápidos y finos veleros piratas se lanzaban sobre su presa. Los piratas o corsarios ingleses, cuyo país estaba en guerra declarada con España, eran los que causaban más grandes daños a los barcos con tesoros. En el siglo XVI, algunos navíos entregaron al pirata Sir Francis Drake el equivalente a 2 millones de dólares en oro y plata. Francis Frobisher asaltó el navío Madre de Dios, que venía de Filipinas, y se apoderó de un rico cargamento de tapices, ébano, marfil, piedras preciosas y monedas, por un valor equivalente a 1.250.000 dólares. En el siglo XVII, los piratas robaron en el navío San Pedro 21.000 piastras en ocho cofres de ébano, y 16.000 en sacos, así como gran cantidad de plata. El pirata Avery, hacia 1694, capturó el navío Gunsway, del Gran Mogol, con 100.000 piastras y otros tantos cequíes. Pero estos piratas y aventureros de toda especie tenían sus leyes, observaban las reglas elementales de la guerra y compartían sus presas de acuerdo con sus normas de justicia. La ley se establecía de la manera siguiente: Cada cual juraba no apoderarse ni esconder la menor porción para su beneficio personal; Parte de la nave era dada al capitán; Se establecían tablas de recompensas e indemnizaciones para los distintos tipos de marineros, Del botín, cinco o seis partes eran para el capitán, dos partes para el segundo y los oficiales, una parte para los marineros y el grumete. Si no había botín, no había recompensa. Pero resulta que los cargamentos de los galeones y, por consecuencia, el botín de los piratas, estaban lejos de alcanzar las sumas enormes que la tradición menciona en relación con los tesoros submarinos y terrestres.
Pero ante la incapacidad de evaluar el total de los tesoros, se supone que el monto total de los tesoros submarinos y terrestres alcanza o supera un equivalente a 10 millones de dólares. Raro era que los piratas se aprovecharan de su fortuna mal adquirida. Desconfiados y previsores, los piratas no dejaban de encontrar buenos escondrijos para un tesoro que en cualquier instante les sería útil. En tales escondrijos se amontonan doblones y monedas, alhajas y piedras preciosas. Numerosos son esos escondrijos que permanecen intactos, una vez los piratas propietarios murieron, cuya existencia ha sido objeto de febriles búsquedas. En 1932 partió de Francia a las Galápagos una singular expedición de buscadores de tesoros. Se trataba de la baronesa Antoinette de Wagner, de origen austríaco, y sus tres acompañantes, Robert Philipson, Rudolph Lorentz y el doctor Ritter. La aventura consistía en la búsqueda del tesoro de Desmarest, y la creación en las Galápagos, concretamente en la isla de Marchena, de un reino independiente del que sería soberana la hermosa baronesa. Se la vio en Marchena pasearse desnuda por los campos, escoltada por sus tres súbditos, y unos diarios naturistas aseguraron que era una de sus adeptas más convencidas. Por toda vestidura, Antoinette de Wagner no llevaba sino un cinturón de cuero del cual pendían una daga con pomo de carbunclo y un revólver con cacha de nácar. Sus súbditos — los tres hombres — efectuaron excavaciones en diversas partes, lo que hace suponer que poseían un plano. Un marino noruego, llamado Nuggerud, atraído por la reputación de la bella soberana, atracó un día en Marchena. Fue primero tratado con rigor, y para saber si buscaba el tesoro se le secuestró toda una noche. Confesó no ser sino un admirador, y la baronesa, después de someterlo a ciertas pruebas de iniciación y de convertirlo al nudismo, le agregó a su corte de amor. Dos marinos norteamericanos, que desembarcaron poco después, fueron recibidos a balazos y se retiraron rápidamente. La historia de la comunidad, a partir de 1936, no es conocida y no se sabe si el tesoro fue descubierto. Pero en noviembre de 1944 se encontraron en la ribera de Marchena los cuerpos de Rudolph Lorentz y de Nuggerud. Según ciertos rumores, el doctor Ritter habría sido envenenado y enterrado en Floriana, isla situada al sur de las Galápagos, donde su tumba fue violada en 1949 por misteriosos visitantes que, al parecer, buscaban algún documento en el cadáver. Philipson y la baronesa desaparecieron, tal vez para disfrutar, solos, del tesoro por fin descubierto.
Más al sur, hacia el estrecho de Magallanes, alrededor de los 49° 7’ de latitud sur y los 76° 38’ de longitud oeste, se dice que está oculto el tesoro del corsario Terracuca, teniente del pirata Pol Folonnois. El Césares, su goleta, iba tan cargado y se hallaba en un estado tan desastroso después de haber cruzado el estrecho en 1751, que Terracuca juzgó prudente ocultar su botín en la isla Saumapé, donde hacía escala. El tesoro se componía de lingotes de oro de un valor de 100 millones de doblones de oro, que eran el botín del saqueo de Bahía Blanca, concretamente del tesoro de los indios mahuidas, que consistía en 5.000 kilos de láminas de oro arrancadas de los altares de los templos. Antes de ocultar el botín, los dieciocho hombres de la tripulación se repartieron parte de las riquezas. Pero no pudieron llevarse nada, ya que estaban enfermos de escorbuto. Varios marineros murieron allí mismo con su botín de oro y plata; y es probable que ninguno de los piratas del Césarés escapara de esa aventura. En 1846, se encontraron nueve esqueletos, armas y láminas de oro en una gruta. Más tarde se recuperaron alhajas y doblones. Dos expediciones, en 1896 y en 1912, descubrieron algunos s escondrijos que contenían 6 millones en doblones. Pero la parte más importante del tesoro permanece enterrada en una de las numerosas grutas de la isla. En el fondo del golfo de Tonkín, en una de las islas de los Piratas, alrededor de los 21° 15’ de latitud norte y los 106° 5’ de longitud este, probablemente en una isla cercana a Ha-Tien, dicen las crónicas que está enterrado el tesoro del pirata Laka Bang en una caverna. En 1780 Laka Bang asoló las costas birmanas y Siam, y fue gobernante de Calcuta durante dos años. Laka Bang, que ofreció el famoso diamante El Gran Mogol al rajá de Rampur, fue muerto por su rival Kai-Tu sin haber revelado el secreto de su escondrijo. En 1710, en una mañana gloriosa de agosto, la goleta de tres mástiles Assumption, cuyo capitán era Porée, dobló la isla del Grand-Bé y vino a amarrar en el muelle de Saint-Malo. Una gran muchedumbre llenaba el puerto, pues se sabía que el barco llegaba de las Américas trayendo, sin duda, un rico cargamento, así como animales extraordinarios y plantas exóticas. Pero se sintieron algo desilusionados al no ver sino a unos cincuenta prisioneros de guerra, ingleses en su mayoría, que los españoles del Perú habían entregado a los franceses. Los prisioneros eran piratas. Uno de ellos, el teniente Thomas Stradling, se negó a la repatriación a Inglaterra y pidió que se le pusiera en libertad en suelo francés. Pero, amenazado de repatriación forzosa, Thomas Stradling contó la historia de su tesoro. Stradling aseguraba que había enterrado más de 100.000 piastras en un escondrijo que sólo él conocía, en la isla de la Plata.
Lempereur, funcionario francés que interrogó a Stradling, creyó esta historia y, más tarde, un notable escritor marino, Henri Lemarquand, que en 1938 encontró la documentación en losArchivos del Arsenal de Brest y en la Biblioteca Nacional. Lempereur era muy poco versado en geografía. Dio cuenta de la declaración de Stradling, hecha en un inglés mal interpretado, a su Ministro de la Marina, conde Jéróme de Pontchartrain, situando la isla de la Plata en el litoral uruguayo, en el Río de la Plata. En realidad, se trataba de la isla de la Plata en el Pacífico, cerca de las costas de Perú, un poco más abajo de la línea ecuatorial. El ministro francés supo de que isla se trataba, pero no quiso dar curso al asunto si el rey de España no era informado. Apoyándose en las Ordenanzas de Colbert, Lempereur certificó que el tesoro era botín de guerra y hasta propuso una repartición: un cuarto para el inglés, un cuarto para la empresa de recuperación y dos cuartos para el ministerio. En realidad, los armadores de Saint-Malo están preparados para lanzar una expedición, y Lempereur sabe que tendrá su recompensa. Pero, tras un cambio de notas, no se llega a un acuerdo y Stradling es repatriado a Inglaterra. Según los manuscritos estudiados por Lemarquand, Thomas Stradling, nacido en Londres, tenía veintiocho años cuando partió de Kinsale en septiembre de 1703, como teniente de la fragata Cinque Ports Galley para hacer piratear en los mares del Sur, en compañía del célebre filibustero Dampier, comandante de la expedición en el navío San Jorge, con veintiséis cañones. Después de una mala campaña, agravada por la desavenencia entre Dampier y Stradling, la fragata Cinque Ports Galley se separó del San Jorge en el golfo de Panamá e intentó sola su fortuna. Poco después hubo un nuevo desacuerdo, esta vez entre Stradling y Alexander Selkirk, su jefe de tripulación, que fue abandonado solo con su fusil y una libra de pólvora en la isla desierta de Juan Fernández. Selkirk debía servir más tarde de modelo a Daniel Defoe para encarnar al héroe de su célebre novela Robinson Crusoe. Pero la fragata Cinque Ports Galley es un barco necesitado de una buena reparación si no se quiere que zozobre. En el cabo Bianca, Stradling se apodera de un patache español de doce cañones, mata a la tripulación y descubre en el inventario de a bordo sacos de pieles, cajas y cofres con oro, plata, diamantes y perlas. El patache transportaba aquellas mercancías fraudulentamente hacia Acapulco, México. Se trataba de riquezas privadas que debían ser embarcadas en forma clandestina a España burlando la quinta parte que correspondía al rey español. Stradling y su tripulación saquean el tesoro, hunden el patache con sus sobrevivientes y discuten sobre la ruta que se tomará, el cabo de Hornos o las Indias Orientales.
Pero los piratas no tienen tiempo para decidirlo ya que detectan una importante vía de agua. Se tapan los boquetes con lonas engrasadas, pero hay que bombear incesantemente para que no se llene de agua y, mientras tanto, tratan de llegar a alguna isla. Para colmo de desgracias, el tifus se declara a bordo. Cuando consiguen hacer escala en Alberaárle, en las Galápagos, los piratas, diezmados por la enfermedad, se habían reducido a veinte sobrevivientes. Luego de ser reparada, la fragata se hace a la mar, pero vuelve a producirse una importante vía de agua. Esta vez las averías son serias e irreparables, y los ingleses, con su tesoro avaluado en unas 200.000 piastras, desesperan de volver a ver el cabo Clear y el puerto de Kinsale. Ahora que son ricos ¿van a hundirse con su fragata y sus cofres de piastras y pedrerías? Se echan los cañones al mar para aligerar peso y, por último, hay que buscar refugio. Los hombres, víveres y tesoro se trasladan a una balsa confeccionada con rapidez y a la única chalupa de a bordo. Finalmente la fragata Cinque Ports Galley se hunde y los náufragos, llevados por las corrientes y superando grandes peligros, logran llegar a una islita desierta que presumen es la isla de la Plata. El tesoro es escondido en una gruta del acantilado, cerca de la caleta en que desembarcan, y los piratas transportan con mucho esfuerzo grandes piedras para ocultar la entrada. Cada vez más afectados por el tifus, tratan de subsistir en medio de una naturaleza hostil, sin agua, sin frutas y sin caza. Cada mañana aparece un nuevo cadáver, muerto por enfermedad o por agotamiento. Cuando no quedan sino cuatro sobrevivientes, Stradling considera que mejor caer en manos de los españoles que morir. Con un postrer impulso de energía, Stradling, que no quiere perder su tesoro, hace saltar la caverna con dos barriles de pólvora y toma un punto de referencia. Se trata de un pico rocoso a sesenta pasos del escondrijo. Cuando los pocos supervivientes están a punto de perecer, aparece una fragata española. Los náufragos hablan de un tesoro, de piastras y de diamantes, pero en inglés, y los recién llegados no les creen. Tres de los moribundos sobreviven algunos días y uno solo escapa, Stradling, que de las cárceles del Perú pasa a la prisión de Saint-Malo, con su fabuloso secreto y los datos exactos que permitirán encontrar el escondrijo. Se cree que, apenas repatriado a Inglaterra, Stradling, tal vez para acercarse a su tesoro, pasa a servir en un barco que zozobra en Terranova. Las 200.000 piastras malditas del patache español permanecen, pues, metidas en los cofres, tras las piedras, en el acantilado de la isla enigmática. El punto exacto de la isla de la Plata en el mar del Sur es 1° 15’ de latitud sur y 81° 10’ de longitud oeste.
Entre los botines de piratas, escondidos y nunca hallados, el tesoro de la isla de Cocos se sitúa en un primer rango. Se cree que ocupa el segundo lugar de la totalidad de los tesoros conocidos, inmediatamente después del tesoro de los incas. La isla Cocos ha tenido el privilegio de recibir la visita de célebres huéspedes, como el presidente norteamericano Franklin Roosevelt, tal vez interesado en el tesoro. La isla, que pertenece a la República de Costa Rica, emerge en pleno océano Pacífico, apartada de toda ruta frecuentada, al norte de la línea ecuatorial y a lo largo de las costas de Colombia. Su posición geográfica es 5° 32’ de latitud norte y 87° 10’ de longitud oeste. De unos 8 kilómetros de largo y 4 de ancho, se presenta como una meseta rocosa llena de cocoteros y con tres picos volcánicos. Se trata de la cumbre oeste, la Gran Cumbre, de 850 metros, y el cono sur, de 480 metros. Al este, dominando el mar, se yergue una barrera rocosa de 60 a 180 metros de alto. Tiene dos fuentes de agua dulce, una cerca de la bahía de Wafer, y la otra en la bahía de Chatham. Dos riachuelos, con cascadas, fluyen al sur de la isla, el uno en la bahía de la Esperanza y el otro a 1.250 metros más al este. La isla está desierta, infestada de serpientes, según se dice. Ppero el capitán Tony Mangel, que la visitó dos veces, asegura no haberlas visto. Según crónicas, la isla de Cocos encierra varios tesoros cuyo valor alcanzaría los 20.000 millones de los antiguos francos franceses. El principal tesoro provendría del navío Mary Dear. A principios del siglo XIX, los Estados de América del Sur iniciaron una serie de guerras para conquistar su independencia. En 1820, el general San Martín por tierra, y Lord Cochrane por mar, convergieron sobre Lima, entonces en poder del trigésimo noveno virrey español de Perú, Joaquín de la Pezuela Griñán y Sánchez Muñoz de Velasco. Las tropas del general San Martín hicieron un avance victorioso y Lord Cochrane puso a raya a la gran fragata española Esmeralda y veintiséis naves y chalupas de guerra, protegidas por trescientos cañones del fuerte. Invadidos por el pánico antes del asalto final, los ricos españoles de Lima optaron por la fuga, portando sus riquezas, ciertamente, o lo que de ellas pudiesen llevar. Únicamente estaba aún libre la vía marítima. Pero el Callao, el puerto de Lima, no tenía sino una unidad capaz de emprender con éxito la travesía de Perú a España. Se trataba de la fragata española Esmeralda, que tenía la imperiosa misión de defender el puerto. Un navío de buena apariencia, el Mary Dear, del capitán escocés Thompson, se disponía a levar anclas para huir de la batalla inminente. A precio de oro, los comerciantes y el clero de Lima alquilaron la nave. Durante dos días se embarcó en C cuanto de más preciado había en la ciudad: los capitales privados, piastras, ducados, luises, alhajas, piedras preciosas, candelabros de oro de la catedral, los copones y objetos del culto, las vajillas de oro y de plata, libros, archivos, objetos de arte, etc.
Thompson no era un pirata, pero literalmente enloqueció por la incalculable riqueza de su cargamento. Por ello estaba muy poco decidido a conducirles al puerto de Cádiz o a cualquier otro de España. Puso proa al norte, y una noche, aceptando las incitaciones de su tripulación, degolló a los pasajeros, cuyos cadáveres fueron lanzados por la borda. El Mary Dear, entonces convertido en barco pirata, hizo velas hacia la isla Cocos, cuya situación aislada, lejos de toda vía vigilada, atraía desde hacía siglos a los filibusteros de los mares del Sur. El botín fue enterrado en la isla, pues el Mary Dear no tenía ninguna posibilidad de llegar a puerto alguno, donde habría de dar cuentas de lo sucedido. Se estaba en pleno siglo XIX y los acuerdos internacionales tenían normas precisas, que castigaban con la muerte el crimen de piratería. La pregunta era ¿a dónde ir? La ruta del cabo de Hornos era difícilmente practicable, pues había que pasar por las costas de Colombia, Perú y Chile. Cruzar el Pacífico era igualmente peligroso, y además no se podía abandonar en una isla tan lejana un tesoro que probablemente no se podría volver a buscar. Thompson encontró una solución. Se acercó a América Central, incendió su navío y trató de ganar la costa en chalupas con su tripulación, con el ánimo de desempeñar el papel de náufragos. Pero se habían encontrado algunos cadáveres de los pasajeros asesinados, de modo que la treta fracasó por completo. Los marineros, interrogados con la soga al cuello y las plantas de los pies tostándose en un lecho de brasas, revelaron todos los detalles de la aventura, comprendidas las indicaciones de sus tesoros personales, que sin duda se recobraron. Pero el capitán Thompson, gracias sin duda a unos buenos puñados de piastras, logró escapar y fue a establecerse en Canadá, en Nueva Escocia, y acaso volvió a la isla Cocos a extraer algo de su inmenso tesoro. En su lecho de muerte, para descargar su conciencia y hacer que de sus riquezas se beneficiara un amigo, reveló el punto exacto del escondrijo. El amigo se llamaba Keating. Si ha de creerse a la tradición Thompson le dio un plano y las coordenadas siguientes: “Desembarcar en la bahía de la Esperanza entre dos islotes, con un fondo de 10 yardas. Caminar a lo largo del río 350 pasos, luego torcer nornordeste 850 yardas, pico, sol poniente pico dibuja sombra de un águila, alas desplegadas. En el límite sombra y sol: gruta marcada con una cruz. Ahí está el tesoro”. Keating fue a la isla Cocos y en tres viajes se habría traído una verdadera fortuna, sin haber agotado el tesoro, del cual no pudo desenterrar las piezas mayores. A su vez, legó su secreto a un contramaestre llamado Nicolás Fitzgerald. Pero, demasiado pobre, nunca pudo organizar una expedición. Más tarde Fitzgerald, estando en Melbourne y al sentir que va a morirse con su inútil secreto, decide revelarlo por carta al capitán Curzon Howe, que en otro tiempo le salvara la vida. Pero Curzon Howe tampoco fue a la isla Cocos.
De todas esas aventuras han quedado planos, mapas y mediciones, que pasaron de mano en mano en el curso de los años. La carta de Fitzgerald, en que hablaba de las notas dejadas por Keating, se conserva, se dice, en el Nautical and Traveller Club de Sydney, con el número 18.755. Allí se ven las siguientes indicaciones: “A dos cables, al sur de la última aguada, en tres puntas. La gruta es la que se encuentra bajo la segunda punta. Christie, Ned y Antón intentaron, pero ninguno de los tres volvió. Ned, en la cuarta inmersión, encontró la entrada a doce brazas; a la quinta inmersión no regresó. No hay pulpos, sino tiburones. Hay que abrirse camino por el oeste hacia la gruta. Creo en un derrumbe a la entrada”. Otro documento original, encontrado en el museo de Caracas, es el inventario dejado por Fitzgerald en Coiba, y que llegó a Howe en 1835. He aquí el inventario: “Pusimos en la tierra roja: 1 caja: guarniciones de oro, con copones, custodias, cálices, que comprendían 1.244 piedras. 1 caja: 2 relicarios de oro que pesaban 120 libras, con 654 topacios, cornalinas y esmeraldas, 12 diamantes. 1 caja: 3 relicarios de 160 libras, con 860 rubíes y diversas piedras, 19 diamantes. 1 caja: 4.000 doblones de España, 5.000 coronas de México, 124 espadas, 64 dagas, 120 tahalíes, 28 rodelas. 1 caja: 8 cofrecillos de cedro y plata, con 3.840 piedras talladas, anillos y patenas y 4.265 piedras brutas. A 28 pies noroeste, a 8 pies en la arena amarilla: 7 cajas: con 22 candelabros de oro y plata, que pesan 250 libras, con 164 rubíes por pie. A 12 brazas por el oeste, a 10 pies en la tierra roja: la Virgen de 2 metros, de oro, con el Niño Jesús, con su corona y su pectoral de 780 libras, enrollada en su casulla de oro, y debajo 1.684 piedras, de las cuales 3 esmeraldas de 4 pulgadas en el pectoral y 6 topacios de 6 pulgadas en la corona. Las 7 cruces de diamantes”. He aquí, pues, lo concerniente al tesoro de Thompson, en dos documentos detallados que se contradicen. El hecho es que quienes conocen la isla Cocos están obligados a acoger esos pormenores con mucha reticencia. Estos inciertos datos no impidieron que el capitán Tony Mangel, gran buscador de tesoros, intentase la aventura en 1927, en su yate Perhaps I. El capitán Tony Mangel estuvo muy cerca de toneladas de plata y oro, y con un poco de suerte hubiera podido desenterrar los tesoros del Mary Dear. Pero, en 1931, un belga llamado Bergmans desenterró, de acuerdo con los datos de Tony Mangel, en la bahía de la Esperanza, una virgen de oro de 60 centímetros de alto, que vendió en 11.000 dólares en Nueva York. Los demás tesoros de la isla Cocos resistieron muy bien todos los asaltos de los buscadores, cada vez más numerosos y siempre en posesión de datos calificados como de auténticos. Un plano, encontrado en Indochina, llegó a manos del marino Louis Rebiliard de Dinard, que hizo algunas confidencias al Club Internacional de Buscadores de Tesoros. Otro plano pertenece al capitán Tony Mangel, y un tercero a un rico horticultor de Los Ángeles, James Forbes. Forbes, que decía poseer cartas dejadas por Thompson a uno de sus bisabuelos, creía que los tesoros estaban enterrados bajo un colchón de trapos y 50 centímetros de piedras. Organizó cinco ruinosas expediciones con material ultramoderno, sin encontrar nada. Los relicarios, los candelabros, la Virgen de 2 metros, de oro macizo, como su niño Jesús, su prodigioso pectoral de diamantes, esmeraldas y topacios, y todas las piedras preciosas de las señoras de Lima, asesinadas en el Mary Dear, yacen ocultas en la isla de los piratas.
Fuentes:
- Robert Charroux – Tesoros Ocultos
- Charles F. Lummis – Los exploradores españoles del siglo XVI
- Gutiérrez Escudero – América: Descubrimiento de un Nuevo Mundo
- Morales Padrón – Historia del descubrimiento y conquista de América
- Wachtel – Los vencidos. Los indios de Perú ante la conquista española, 1530-1570
- Lafaye – Los conquistadores
- Fuente
- https://oldcivilizations.wordpress.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario