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¿Vestigios de un pasado fabuloso?


conquistaron esta región del lago Titicaca, Tiahuanaco era ya el campo de ruinas gi­gantescas,  inexplicables,  que  nosotros  conocemos. Cuando llega allí Pizarro, en 1532, los indios dan a los conquistadores el nombre de Viracochas: señores blan­cos. Su tradición, más o menos perdida ya, habla de una raza de señores desaparecida, de hombres gigantescos y blancos, venidos de lejos, surgidos de los espacios, de una raza de Hijos del Sol. Reinaba y enseñaba allí, hace milenios. Desapareció de golpe, pero volverá. En todos los lugares de la América del Sur, los europeos que iban en busca de oro conocieron esta tradición del hombre blanco y se aprovecharon de ella. Sus deseos de con­quista fueron auxiliados por el más grande y misterioso recuerdo.
El retorno de los brujos” (original “Le Matin des Magiciens“) es el título de un magnífico libro publicado en 1960, subtitulado “Una introducción al realismo fantástico“. Lo escribió Louis Pauwels en colaboración con Jacques Bergier y trataba temas entonces novedosos: supuestos fenómenos parapsicológicos, civilizaciones desaparecidas, el esoterismo y su conexión con el nazismo. Este artículo esta basado en parte de esta obra.
El explorador moderno descubre en el continente americano una civilización formidable y profunda. Cortés advierte, con estupor, que los aztecas son tan ci­vilizados como los españoles. Hoy sabemos que vivían de los restos de una cultura aún más elevada; la de los toltecas. Los toltecas construyeron los monumentos más gigantescos de América. Las pirámides del sol de Teotihuacán y de Cholula son dos veces más importan­tes que la tumba del rey Cheops. Pero los toltecas eran a su vez descendientes de una civilización más perfecta, la de los mayas, cuyos restos han sido descubiertos en las selvas de Honduras, de Guatemala, del Yucatán. Enterrada bajo una naturaleza exuberante, se revela una civilización muy anterior a la griega y superior a ésta. ¿Muerta, cuándo y cómo? Muerta dos veces, en todo caso, porque también aquí los misioneros se apre­suraron a destruir los manuscritos, a romper las esta­tuas y a hacer desaparecer los altares. Resumiendo las más recientes investigaciones sobre las civilizaciones desaparecidas, Raymond Cartier escribe:
«En muchos terrenos, la ciencia de los mayas so­brepasaba a la de los griegos y los romanos. Poseedores de profundos conocimientos matemáticos y astronó­micos, llevaron a una perfección minuciosa la cronolo­gía y la ciencia del calendario. Construían observa­torios con cúpulas mejor orientadas que el de París en el siglo XVII, como el Caracol sobre tres terrazas de su capital de Chichén Itzá. Conocían el año sagrado de 260 días, el año solar de 365 días y el año venusino de 584 días. La duración exacta del año solar ha sido fijada en 365,2422 días. Los mayas lo habían fijado en 365,2420 días, o sea que, con error de diezmilésimas, habían llegado a la misma cifra que nosotros después de largos cálculos. Es posible que los egipcios alcanzaran la misma aproximación, pero, para admitirlo, hay que reconocer las discutidas concordancias de las Pirámides mientras que, de los mayas, poseemos el calendario.
»El arte admirable de éstos presenta otras analogías con Egipto. En sus pinturas murales, en sus frescos, en las paredes de sus vasijas, vemos representados hom­bres de violento perfil semita dedicados a todas las actividades de la agricultura, de la pesca, de la construc­ción, de la política, de la religión. Sólo Egipto ha pin­tado de esta guisa con la misma verdad cruel, pero la alfarería maya hace pensar en los etruscos, sus bajorre­lieves, en la India, y las grandes escaleras rígidas de sus templos piramidales, en Angkor. Si no recibieron los modelos del exterior, es que su cerebro estaba consti­tuido de tal modo que pasó por las mismas formas de expresión artística de todos los grandes pueblos anti­guos de Europa y de Asia. ¿Nacería la civilización en una región geográfica determinada y se propagaría poco a poco como un incendio en un bosque? ¿O apa­recería espontánea y separadamente en las diversas re­giones del Globo? ¿Hubo un pueblo maestro y otros pueblos discípulos, o bien muchos pueblos autodidac­tas? ¿Hubo semillas aisladas, o un tronco único con brotes en todas partes?»
Todavía no se sabe, y no poseemos ninguna explicación sa­tisfactoria de los orígenes de tales civilizaciones… ni de sus finalidades. Algunas leyendas bolivianas, recogidas por Madame Cynthia Fain y que parecen remontarse a más de cinco mil años, refieren que las civilizaciones de aquella época se derrumbaron después de un conflicto con una raza no humana y cuya sangre no era roja.
La altiplanicie de Bolivia y del Perú evoca otro pla­neta. Aquello no es la Tierra, es Marte. La presión del oxígeno es allí la mitad de la del nivel del mar, y, sin embargo, se encuentran hombres hasta los tres mil qui­nientos metros de altura. Tienen dos litros de sangre más que nosotros, ocho millones de glóbulos rojos en vez de cinco, y su corazón late con mayor lentitud. El método de establecer la antigüedad por medio de radiocarbono revela la presencia humana hace unos nueve mil años. Algunas precisiones recientes nos inclinan a pensar que allí vivían hombres hace 30.000 años. No se excluye la posibilidad de que seres humanos que sabían trabajar los metales, que tenían observatorios y poseían una ciencia, construyeran, 30.000 años atrás, ciudades gigantescas. ¿Guiados por quién?
Algunas de las obras de irrigación efectuadas por los preincas serían a duras penas realizables con nues­tras perforadoras eléctricas. ¿Y por qué unos hombres que no utilizaban la rueda construyeron grandes carre­teras pavimentadas?
El arqueólogo americano Hyatt Verrill consagró treinta años a la busca de las civilizaciones desapareci­das de la América Central y de la América del Sur. Se­gún él, los grandes trabajos de los antiguos no fueron realizados con útiles de tallar piedra, sino con una pas­ta radiactiva que roía el granito: una especie de grabado a escala de las grandes pirámides. Verrill pretendía ha­ber visto en manos de los últimos hechiceros esta pasta radiactiva, legada por civilizaciones todavía más anti­guas. En una novela muy. buena, The bridge of Light, describe una ciudad preinca a la que se llega por medio de «un puente de luz», un puente de materia ionizada, que aparece y desaparece a voluntad y permite fran­quear un desfiladero rocoso, de otro modo inaccesible. Hasta sus últimos días (murió a los ochenta años), Ve­rrill afirmó que su libro era mucho más que una leyen­da y su esposa, que le sobrevivió, sigue afirmándolo.
¿Qué significan las figuras de Nazca? Se trata de unas líneas geométricas inmensas trazadas en la llanura de Nazca, visibles solamente desde un avión o desde un globo, y que la exploración aeronáutica ha permitido descubrir recientemente. El profesor Masón, que, como Verrill, no es sospechoso de fantasía, se pierde en conjeturas. Hubiese sido necesario que las construccio­nes se guiasen desde un aparato flotando en el cielo. Masón rechaza esta hipótesis e imagina que las figuras fueron trazadas partiendo de un modelo reducido o de una cuadrícula. Dado el nivel de la técnica preinca ad­mitida por la arqueología clásica, esto resulta todavía más improbable. ¿Y cuál sería el significado de este tra­zado? ¿Religioso? Esto es lo que se dice siempre, como último recurso. La explicación por una religión desco­nocida es el método corriente. Se prefiere suponer toda suerte de desvarios del espíritu, antes que otros estados de conocimiento y de técnica. Es cuestión de categoría: las luces de hoy son las únicas luces. Las fotografías que tenemos de la llanura de Nazca hacen pensar irresisti­blemente en las señales de un campo de aterrizaje. Hi­jos del Sol, venidos del cielo… El profesor Masón se guarda muy bien de tomar en cuenta estas leyendas e inventa, en su totalidad, una especie de religión de la trigonometría, de la cual la historia de las creencias reli­giosas no nos da ningún otro ejemplo. Sin embargo, un poco más lejos, menciona la mitología preinca, según la cual las estrellas están habitadas y los dioses han des­cendido de la constelación de las Pléyades.
Nosotros no negamos la posibilidad de visitas de los habitantes del espacio exterior, de civilizaciones atómicas desaparecidas sin casi dejar rastro, de etapas del conocimiento y de la técnica comparables a la etapa presente, de vestigios de ciencias englobadas en diver­sas formas de lo que llamamos esoterismo, y de realida­des operatorias dentro de lo que nosotros colocamos en el campo de las prácticas mágicas. No decimos que lo creemos todo, pero en el próximo capítulo demos­traremos que el campo de las ciencias humanas es pro­bablemente mucho más vasto de lo que se pretende. Sólo integrando todos los hechos, sin exclusión alguna, y aviniéndose a considerar todas las hipótesis derivadas de aquellos hechos sin el menor prejuicio, podrán un Darwin o un Copérnico de la antropología crear una ciencia completamente nueva, por poco que se establezca, además, una comunicación constante entre la observación objetiva del pasado y las sutilezas del co­nocimiento moderno en materia de parapsicología, de física, de química y de matemáticas. Tal vez compren­derán que la idea de una constante y lenta evolución de la inteligencia, de un prolongado avance del saber, no es una idea segura, sino un tabú que hemos erigido por creernos beneficiarios, hoy, de toda la historia humana. ¿Por qué las civilizaciones pasadas no pudieron cono­cer bruscos relámpagos, a la luz de los cuales les fuese revelada la casi totalidad del conocimiento? ¿Por qué lo que se produce a veces en la vida del hombre, la ilumi­nación, la intuición fulgurante, la explosión del genio, no pudo producirse muchas veces en la vida de la Hu­manidad? ¿No interpretamos erróneamente los pocos recuerdos de aquellos instantes, calificándolos de mito­logía, de leyendas, de magia? Si me muestran una foto­grafía no compuesta de un hombre flotando en el aire, no digo: es la representación del mito de ícaro, sino que digo: es una instantánea de un salto o de un plongeon. ¿Por qué no puede haber estados instantáneos en las ci­vilizaciones?
Citaremos otros hechos, agruparemos otras ideas, formularemos otras hipótesis. Sin duda, en nuestras elucubraciones  habrá mucha fantasía. Pero poco importa si sirve para despertar algunas voca­ciones y para preparar, en cierta medida, caminos más amplios de investigación.
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