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lunes, 6 de enero de 2014

EL GRECO Y EL CABALLERO SIN SOMBRA












                                                         Caballero de la mano en el pecho.
                               Doménikos Theotokópoulos -Δομήνικος Θεοτοκόπουλος.

                                                             (Esta obra ya no existe).

Conocí a un caballero, del que nunca supe el nombre, cuya imagen siempre me causó una grande y emocionante impresión. Tal vez su rostro no era muy expresivo, pero sí profundamente sereno, y, lo que no decía su mirada, algo perdida, lo decía su mano en un gesto voluntario, que tampoco supe traducir en palabras, pero que siempre me pareció comprender. Algo decía, incluso, el puño de su espada, más bien ornato que arma.
En tiempos se dijo que tal vez se tratara de Cervantes; hubiera sido algo impagable, pero él mismo se describió de forma muy distinta y, dudo mucho que El Greco retratara o, incluso, tratara a un autor que siempre andaba a la cuarta pregunta, y que no era caballero, aunque he indagado con muchísimo interés sobre la posibilidad de que ambos se conocieran, pues compartieron algunos elementos vitales muy significativos, además de su probable residencia simultánea en la ciudad de Toledo.

Parece que la identificación más aceptable es la que lo asocia con Juan de Silva y Rivera, Marqués de Montemayor, Notario Mayor de Toledo y Alcalde del Alcázar, aunque no hay seguridad en ello, y confieso que ignoro absolutamente las bases de esa atribución, lo que me lleva a concluir que la mejor identificación es la que propuso Pío Baroja, que fue el primero en denominarlo: El Caballero de la Mano en el Pecho.

Tras la larga espera ocasionada por su proceso de restauración, acudí al Museo del Prado, casi con emoción, para verlo de nuevo. Pero mi Caballero no estaba allí. Aquel que mostraba el Museo, no era el Caballero de la Mano en el Pecho, aunque se le parecía, pero por más vueltas que le di, pensando que quizá todo era a causa de mi apreciación personal, no me sirvió de nada. Es difícil expresar con palabras aquel desencanto, que, por otra parte, persiste hasta hoy, como si hubiera sufrido una pérdida irreparable. Han pasado años desde aquel supuesto reencuentro, pero, cada vez que lo veo, vuelve el disgusto.
Andando el tiempo, he buscado toda clase de explicaciones que pudieran sacarme de mi posible error y, sobre todo, de mi desencanto, pero no he encontrado ni una sola que me haya resultado satisfactoria.
Decían, por ejemplo, que, en parte, el lienzo se había oscurecido por el paso del tiempo; y también que alguien lo había repintado, todo lo cual debía limpiarse o ser eliminado. Pero tampoco comprendo, entre muchas otras cuestiones, cómo, en el primer caso, nunca se oscurecieron los encajes del cuello y de la mano, ni la propia mano, ni los hermosos caracteres griegos que aparecían, como marca del genio retratista, a la izquierda del caballero, y que ahora también han desaparecido, aduciendo que se trataba de una firma falsa, aunque fue certificada en su día y, aunque la Enciclopedia del Museo del Prado, siga diciendo hasta hoy, que se trata de un cuadro firmado.
Y lo que es peor aún; si fuera cierto que la firma ha sido borrada/velada –en realidad, da lo mismo, pues ya no es visible–, porque se decidió que era falsa, ¿no estaríamos hablando ahora mismo de una pintura anónima, que, como tal, debería figurar, o, a lo sumo, como atribuída, o ya, lo inimaginable: falsa como la firma?
El oscurecimiento secular habría afectado a toda la superficie del lienzo, pero si la oscuridad que circundaba al caballero, fue creada por mano de artista, estuvo muy bien hecho porque no afectó al contorno de su pelo, ni, mucho menos, al de sus encajes -que siempre conocimos incólumes-, pero dotó de aliento vital a la imagen.
El Greco pintó a varios señores y/o caballeros de los cuales, ninguno tiene nada en común con elde la mano en el pecho cuya mano que se convierte en una seña de identidad, pues, si bien, su gesto aparece en otras pinturas, como veremos, se tratará de personajes que transitan por caminos menos terrenales.


Los señores y caballeros de estas imágenes, que lucen desde cuello sencillo hasta gorguera o gola, no tienen ninguna similitud con el Caballero en cuestión, ni en su apariencia ni en su actitud, ni en su gesto, ni en nada.
En relación con el Caballero actual, ya es distinto.


Lo mismo ocurre con estos señores, que se hallaron presentes en el caso del Entierro del Conde de Orgaz.



Acaso podría compartir algo el Caballero con este clérigo, a la derecha del Entierro, pero se trata de una similitud de carácter psicológico. No obstante, es el personaje más dotado de vida de todos los presentes en aquel evento–sólo comparable con el fraile que, como su contrapunto a la izquierda, habla animadamente con un franciscano–.


En ambos casos, así como en el del Caballero, la mano, casi independiente de la inmovilidad del resto, es el elemento expresivo por excelencia.

Caballero de la mano en el pecho, El [El Greco] hacia 1578-1580. Óleo sobre lienzo 81,8x65,8 cm. firmado [P809].
Este caballero, superpuesto en un fondo gris, ha retrocedido radicalmente; antes surgía su figura, casi radiante, pero ahora no, además ha perdido expresión, personalidad, y también el carácter de esa mano, antes tan expresiva. Ahora se comprende mejor, que la sombra que lo envolvía, lejos de oscurecerlo, le proporcionaba una luz asombrosa, que ya no está. Todo se ha vuelto gris en sentido real y figurado; con la sombra se ha esfumado la vitalidad y, en buena parte, el relieve. Casi como una paradoja -sólo lógica en la pintura-, al perder sombra, elcaballero ha perdido luz y, me atrevería a decir, que se ha quedado sin alma.
La empuñadura de la espada también ha perdido quilates y, el encaje –que alguien almidonaría cuidadosamente–, ya no resplandece dentro, fuera/encima, debajo de sus propios pliegues. Y no se puede ignorar ese extraño y llamativo brillo que contornea su lado izquierdo, que lo convierte en un hombre torcido; un detalle que, tal vez correspondiera a la realidad del modelo, pero que antes no lo parecía, quizas, voluntariamente.
El Caballero, cuando surgía de la oscuridad, de la nada, estaba por encima de lo contingente, sin embargo ahora, el modelo se encuentra en una sala mal iluminada, sobre un gris neutro e impersonal, cuyo tono no recuerda otras pinturas del Greco. Si la oscuridad que lo rodeaba era producto del tiempo -que podría ser-, la experiencia demuestra que el lifting, lejos de mejorar el aspecto, en ocasiones, acentúa el desgaste, que en este caso no sería tal, sino la armoniosa pátina del tiempo, como definió el pintor Madrazo hijo, este proceso.
La barba es rala donde antes mostraba un recorte estudiado; los ojos quedan apagados y, ¿qué se ha hecho de ese párpado izquierdo ligeramente caído? También ha sufrido algo la acción del bisturí.
Como hemos dicho, ciertamente, el gesto de la mano del Caballero no es único; está en El Expolio, en el Cristo con la Cruz y, hasta diría que en el Cristo en la cruz con las dos Marías, etc.; en dos imágenes de San Francisco, en la de San Felipe, y, en tres de Magdalena Penitente, por ejemplo. Algo querría decir; no cabe duda; tal vez un signo de proximidad espiritual, en el que incluiría también al amigo del Greco, Fray Hortensio de Paravicino, aunque este último sigue entre los no–santos (que se sepa).


Puesto que considero que todos entendemos de pintura si el hecho de contemplarla nos provoca un placer estético, no parece preciso aclarar que afronto esta obra desde puntos de vista que no son estrictamente los que afectan a sus aspectos técnicos, aunque estén muy relacionados, ni tampoco que tenga que declarar repetidamente, que no escribo como especialista, no obstante lo cual, debo añadir, que la transformación sufrida por esta obra, es, sobre todo apreciable, a la luz, precisamente de los más estrictos requerimientos técnicos, artísticos, pictóricos e históricos, cuyo análisis está hecho de manera prácticamente exhaustiva, como puede verse, por ejemplo, en el interesante documental que sigue, realizado por Emiliano Cano, Licenciado en Bellas Artes.

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