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sábado, 27 de junio de 2015

Zurbarán o cuando el hábito sí hacía al monje

                                       Marian Viñas


                                                                                         Marian Viñas






  
Que le pregunten a Tania Sánchez, Rodrigo Rato o Guillermo Zapata. Ya nada escapa al Ojo de Sauron de una sociedad a la que se ha curtido a golpe de tertulia mamporrera y pena de telediario.

Y los recientes lances ante las urnas dan fe de esa determinación ciudadana de cambiar las tornas a su favor.

La crisis nos ha legado algo más que deudas, realities de cocina y claves para optimizar hasta el rendimiento energético de los bostezos. También nos ha devuelto más maduros y exigentes. Aunque un punto neuróticos -secuela lógica de lo padecido- y esto nos obliga a continuar atentos.

Porque primero fue la banca y ahora es la política la que nos pide una segunda oportunidad. Y no de cualquier manera: las nuevas formaciones han estallado como un bubbaloo emocional en los paladares agrietados de aridez tecnócrata. Y el dulce, es sabido, no amarga.

La coelhización del discurso político ha convertido la relación líder-votante en una inscripción digna de ocupar corazones grabados en árboles. En un galanteo y un agasajo continuo que apela al orgullo zaherido del elector como al de un amante despechado. Ejemplos son el patriotismo sobrevenido de Sánchez, el sentimentalismo secesionista de Junqueras o los entrañables viajes en metro de Carmena. Son todos gestos que persiguen conmovernos hasta el sufragio en este fin de crisis que llega con excedente de siglas. Como en el siglo XVII, cuando sobraban escisiones del cristianismo y conmover fue también la manera de competir de la Contrarreforma.

Se sirvió para ello de la excelencia artística. Por entonces en España, más concretamente en Sevilla, abundaban los grandes creadores, aunque quizá fue Francisco de Zurbarán el más directamente llamado a disputar unas líneas de la historia a su contemporáneo -y buen amigo- Diego de Silva y Velázquez.

Lo logró. El barroquismo contenido del pacense conectaba a la perfección con el mensaje -también regeneracionista- que en aquellos días buscaba transmitir la Iglesia. En San Serapio, el santo londinense (que puede verse hasta septiembre en el Thyssen-Bornemisza) nos turba con su martirio silente.


San Serapio.

Colgado del aspa, torturado y mutilado por los sarracenos, asistimos al instante preciso de la expiración, con el mercedario exhalando el último aliento. Zurbarán plantea la escena como penitencia de paso obligado, con el fraile agonizante como asunto único y central. Su figura emerge de un fondo caravaggiesco como una balsa de luz redentora. Y se le antoja a una aquella oscuridad como la zahína crueldad de sus captores, derrotada al fin y en repliegue entre los pujantes recodos de la virtud. El tratamiento casi escultórico -berniniano- de los hábitos refuerza esa impresión y su patetismo es también una metáfora del suplicio padecido y de la fortaleza espiritual del santo, cuyo rostro, sin embargo, revela la entrega a una pasión serena.

Sin esconder la responsabilidad del pecador, Zurbarán prefiere aligerar la carga acusadora y convertirla en algo más digerible, en una escena que no ahuyenta sino que invita a la reflexión y al recogimiento. Tal vez el mejor ejemplo de ello sea el que representa Agnus Dei, un óleo que desemboca en el capital asunto de la redención mediante un rodeo: a través del género del bodegón.


Agnus Dei.

No aportan pistas las humildes dimensiones (38 cm de alto por 62 de ancho) ni la composición clásica, un fondo neutro en el que se abre paso la figura principal: un cordero, en este caso. Sobre la mesa, el infeliz añojo se nos entrega blanco y rutilante. No ha llegado solo hasta allí: alguien lo ha depositado contra su voluntad y ha inmovilizado sus patas. La sobriedad reinante, tanto compositiva como cromática, contrasta con el rostro del animal que como ocurría en San Serapio, rezuma una resignación conmovedora. La aureola y una inscripción al pie confirman que esta naturaleza muerta no es sino el cordero de Dios y el bodegón, un símil eucarístico.

De su factura llama la atención el mimo en el dibujo, el celo anatómico y la formidable recreación de la lana que subraya con una calculada -y dramática- iluminación. Esa maestría en la sugerencia de las texturas y en la reproducción de materiales, en especial textiles, es una constante en su producción artística y quizá sea la cualidad que con más justicia le vindica como genio. Su pincelada alcanza en las superficies una exactitud próxima a lo fotográfico que nos recuerda a los grandes maestros flamencos, aunque con un trabajo más diluido y etéreo. Ayudó una infancia en permanente contacto con la moda barroca del XVII. El oficio de su padre, mercader de telas, desarrolló en él un escrúpulo casi sinestésico en la reproducción de los tejidos, desde los más nobles -como es el caso de sus series de santas a partir de modelos aristócratas- hasta los más humildes, tratados en sus ciclos monásticos. E incluso en estos últimos encontramos un riquísimo recorrido matérico a trazar desde la exuberancia episcopal del manto de San Ambrosio hasta la espartana aridez de los hábitos de San Francisco en meditación.

En estos trabajos se reveló también como artesano del detalle, esmerado y meticuloso en la descripción de pequeños ornamentos, remates, brocados y drapeados; un preciosismo que tan pronto abruma por lo exuberante como por lo depurado. Vean si no el delicioso contraste que encarna Santa Casilda, ataviada con su bellísimo (y pesado) traje adamascado repleto de ricos detalles y coronada, en cambio, con un nimbo apenas sugerido.


Santa Casilda.


En cambio, el movimiento no era su fuerte. Sus composiciones rayan lo teatral y las figuras adolecen de una rigidez oportuna, sin embargo, para el cometido habitual de sus cuadros: evocar el sentimiento místico del retratado. Emoción para la que Zurbarán reconoce un extenso catálogo expresivo que siempre encontró modelo en el santo de Asís: desde la zozobra implorante de San Francisco rezando en una gruta hasta el tétrico recogimiento neogótico de San Francisco contemplando una calavera.

En esta muestra titulada Zurbarán: una nueva mirada puede admirarse también la evolución del artista desde una técnica más severa, tenebrista y casi circunscrita a al asunto monacal hasta otra en la que la mirada se dulcifica, los espacios se hacen diáfanos y cotidianos y se pueblan de referencias domésticas. Escenas en las que los protagonistas son otros -como su ciclo sobre la infancia de la Virgen o su anecdótica incursión en la pintura profana- y en las que la luz y los colores adquieren mayor protagonismo.


Virgen niña dormida.

De su paleta, atiendan en particular al blanco sublime de un maestro de la mística pictórica. Nunca el pigmento sirvió mejor a la abstracción religiosa ni se alcanzó traducción cromática más aproximada de la pureza y la comunión con lo divino.

Ahora que reverdece el jardín político, sorprende que ninguna marca haya reparado en el blanco zurbaranesco para significar de decencia su identidad visual. Demasiado ocupados en tirarnos los tejos.
Fuente
http://www.elconfidencialdigital.com



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