Autorretrato’ (1910-1911) y ‘Naturaleza muerta’ (c. 1910) de Kazimir Malevich abren el recorrido de ‘Sota de Diamantes’. / Ñito Salas
La experiencia de la Sota de diamantes supuso la superación de lenguajes que habían perdido su condición contemporánea y la recepción rusa, sin excesivo retardo, del arte moderno que se estaba realizando en focos como el parisino
- JUAN FRANCISCO RUEDA
- CRÍTICA DE ARTE
Como en las dos anteriores, la tercera exposición temporal de la Colección del Museo Ruso sigue acercándonos la viveza y complejidad del fenómeno vanguardístico en la Rusia de las primeras décadas del siglo XX. Ahora es el turno para uno de los colectivos artísticos que, a comienzos de la segunda década, vendría a crear un marco de superación del impresionismo y del simbolismo y ayudaría a que los numerosos episodios dispersos desarrollados en la década anterior pudieran aglutinarse. Un grupo como la Sota de diamantes, que nació a raíz de la exposición de título homónimo inaugurada en Moscú en diciembre de 1910, que permaneció activa hasta 1917 aunque se celebraron muestras hasta 1927, supondría, como alguno más, un ámbito de recepción y ‘traducción’ del arte internacional. Como grupo protovanguardista o de la «vanguardia embrionaria», tal como la llama Simón Marchán, la Sota es una experiencia necesaria para ‘preparar el terreno’ a la trascendental cristalización de la vanguardia rusa, articulada en ismos personales –casi todas las grandes figuras participaron en las muestras de la Sota–, en tentativas y lenguajes compartidos de radical experimentación, así como en movimientos institucionalizados que buscaban una total transformación de la sociedad. La Sota, por tanto, es uno de los muchos prólogos de ese brillante momento en pos de un nuevo orden. Pero esa cualidad de preámbulo –o de impertinente, por nuestra parte, ‘subordinación’ a lo que estaba por llegar– no debe restarle un ápice de importancia a este episodio ni rebajar su facultad para ilustrarnos sobre el proceso de alumbramiento de un arte nuevo en Rusia, como tampoco ha de empobrecer ni descender el impacto que causan muchas excelentes obras aquí expuestas.
‘LA SOTA DE DIAMANTES’
La exposición: Una cincuentena de pinturas (óleo sobre lienzo a excepción de 2 óleos sobre cartón y metal; y 2 piezas a témpera y acuarela sobre papel) fechadas entre 1908 y 1921, aunque la mayoría fueron realizadas entre 1910 y 1913, coincidiendo con el nacimiento y primeras exposiciones del colectivo. Junto a las obras de los artistas que compusieron el grupo y la de muchos otros que fueron invitados a participar en sus exposiciones, se muestran piezas de arte popular (ruecas, cuencos, esculturas, bandejas decoradas, etc.). Comisarios:Yevguenia Petrova y Joseph Kiblitsky. Lugar: Colección del Museo Ruso. Edificio de Tabacalera. Avenida Sor Teresa Prat, 15, Málaga. Fecha:Hasta julio de 2016. Horario:De martes a domingo, de 9.30 a 20.00 horas.
No deja de sorprender el conocimiento relativamente cercano que demuestran muchos de los artistas rusos a principios de los años diez respecto al arte realizado en focos como el francés o el alemán. De hecho, asistimos a una continua reformulación de algunos de los lenguajes y de las obras de los artistas fundamentales del inicio del siglo que, en muchos casos, son sintetizados con asuntos y rasgos vernáculos. Las sombras de Cézanne, Matisse y Picasso son muy alargadas y, en ocasiones, contemplamos obras que parecen paráfrasis de algunas míticas de estos autores, como ocurre con ‘Retrato de mujer con vestido verde’, de Shevchenko, que rememora el retrato ‘picassiano’ de Gertrude Stein; pero las influencias de éstos, aun siendo muy notables, no son las únicas que afloran: la asunción de autores como Delaunay, Braque, Rousseau, Macke o Marc resulta palmaria en numerosas obras, lo que evidencia cuán amplio era el conocimiento de la escena europea. A esta información y consecuente recepción, sin excesivo retardo, ayudó el extraordinario número de artistas rusos que pasaron por París, así como a la irrupción de importantísimos coleccionistas como Morózov y Shchukin que, además de atesorar fastuosos conjuntos que eran expuestos en Moscú y San Petersburgo, hicieron que algunos de los maestros, como Matisse, acudieran a Rusia para desarrollar proyectos. El arte internacional del momento era, por tanto, accesible por distintas vías. Sin ir más lejos, un artista como Picasso estaba representado en la colección de Shchukin con medio centenar de obras, Matisse con cerca de 40 y Cézanne con 26 obras.
Una de las virtudes del montaje consiste en replicar cierta periodización historiográfica que, en buena medida, coincide con lo cronológico
Una de las grandes virtudes del montaje consiste en replicar cierta periodización historiográfica que, en buena medida, coincide con lo cronológico. Esto es, según avanzamos en el recorrido encontramos una sucesión de influencias que concuerda aproximadamente con la sucesión de estilos que construye el relato historiográfico del arte del siglo XX, desde ‘lo cézanniano’ al cubismo sintético, pasando por la ‘fiereza cromática ‘fauvista’, por el cubismo analístico y por el expresionismo. Parece pertinente, pues ayuda a entender la recepción de esos lenguajes desarrollados en un foco aún periférico, así como la síntesis con aspectos locales, conformándose un escenario tremendamente ecléctico. Otro aspecto fundamental es ese afán por querer trasladar una imagen de la Sota que no deforme los vectores de creación del núcleo duro del colectivo, compuesto por Mashkov, Konchalovski, Lentúlov y Falk. Éste era proclive a la figuración y existía un fuerte débito a la pintura de Cézanne –la pureza de las formas y los ‘pasos de color’ así lo evidencian–, lo que motivó que artistas como Lariónov –quien dio nombre al grupo– o Goncharova abandonaran el colectivo para formar otro, la Cola de burro, aunque no dejaron de exponer con ellos. Precisamente, por este motivo, ha de valorarse ese intento de no desvirtuar la identidad de la Sota, debido a ese carácter de ‘lugar de encuentro’ que poseían sus exposiciones, en las que participaban creadores extranjeros (Picasso, Matisse, Derain, Delaunay o Rosseau) y otros nacionales que ya habían hecho desembocar sus obras en la abstracción; era el caso de Malévich, quien seguiría exponiendo con el colectivo –aquí vemos dos estimables pinturas de 1909 en clave ‘fauvista’– a pesar del alumbramiento del suprematismo (en 1915 mostró con la Sota 56 composiciones suprematistas).
Otros aspectos que debemos resaltar son la presencia del primitivismo, que sin duda fue uno de los estilemas del arte ruso del momento, y el profundo diálogo con el arte popular. Con fortuna, en el recorrido se sitúan algunos objetos de artesanía, de modo que de esos diálogos se desliza el fuerte influjo que tuvo sobre los artistas lo popular y lo vernáculo. A falta de un colonialismo como el resto de potencias europeas, y, por tanto, de museos en los que albergar, con la visión etnocentrista de la época, el acervo de los pueblos colonizados, como el francés del Trocadero o el de Dresde, que tan fundamentales fueron para los artistas afincados en París y para los expresionistas alemanes de ‘Die Brücke’, los artistas rusos miraron a su idiosincrasia, a un vastísimo país que se extendía por dos continentes y en el que había multitud de pueblos, razas y tradiciones locales. Frente a las expediciones africanas que se desarrollaron en muchos países europeos en búsqueda del ‘Otro’, los artistas rusos emprendieron una suerte de ‘viaje al alma’, un viaje a la esencia de la identidad artística rusa y, por ende, un periplo a la autocomprensión. No es poco esto, una singladura en pos del (auto)reconocimiento que vendría a enlazar, por ejemplo, la tradición de la pintura de iconos con los nuevos paradigmas pictóricos de la modernidad.
Fuente
http://www.diariosur.es
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