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domingo, 17 de junio de 2018

Yonny Ibáñez, autenticidad en la pintura





Yonny Ibáñez, 'El ala de Ícaro', 1980. (J. JAMBRINA)

Cuando en 1987 conocí a Yonny Ibáñez en la tertulia del también pintor Luis Barés Coronado —otro siquitrillado como él— en la barriada de La Víbora, ya era un mito en la farándula habanera, al menos la que se movía fuera de los circuitos oficiales y oficiosos de la cultura.
Yonny asistía a casa de Barés desde su quinta en La Palma, con las carpetas de obras bajo el brazo, y allí, cuando llegaba su turno, las exponía al público, mayoritariamente joven, que asistía.

No puedo decir que su pintura me impresionase desde el principio. Mi falta de entrenamiento visual para las artes plásticas en aquellos años y la renovación que el trabajo de Yonny representa no hacían de sus cuadros algo especialmente interesante para mí, acostumbrado solo a la pintura moderna del Museo Nacional y uno que otro catálogo de pintura internacional. Sin embargo, algo me decía que aquello era diferente y que debía suspender mi criterio o, en otras palabras, darle una oportunidad y conocer un poco más de qué se trataba.
Poco tiempo después, Yonny me invitó a Villa Manuelita, como le llamó su abuelo, el patriota Juan Gualberto Gómez, a la casa ubicada en Calzada de Managua 65, y a partir de ahí, junto a un grupo de amigos, tuve acceso a la historia del sitio.



En otras oportunidades he escrito sobre La Ciudad Celeste (como llamó Virgilio Piñera a la galería de la casa), y para ello remito al lector a la revista La Habana Elegante, que dirige el escritor Francisco Morán. En esta ocasión me detendré en el Yonny pintor, cuya obra es prácticamente desconocida dentro y fuera de Cuba, aunque en los últimos tiempos, gracias a la labor incansable de su sobrina Mercedes Ibarra (Papola) se está dando a conocer más dentro de la Isla.
No intento clasificar la obra artística de Yonny desde la crítica plástica per se, para lo cual no me considero preparado, sino desde la experiencia de ver su trabajo en vivo, dialogar con el autor no pocas veces, y por varias horas, y finalmente, compararlo y contrastarlo con la obra de artistas similares que he tenido la oportunidad de apreciar en varios museos del mundo.

Porque, debo decirlo, solo cuando vi el arte de los grandes maestros modernos y posmodernos fue que pude realmente catar la importancia de la obra de Yonny Ibáñez. Solo frente a ese espejo, frente a ese trazo, esa energía e intensidad de las obras de Robert Motherwell, Franz Kline, Francis Bacon, Calder, Willem de Kooning, Jackson Pollock, Jasper Johns, Fujiko y Kazuo Shiraga, entre muchos otros, el trabajo paciente y visceral del cubano resuena en el arte moderno global.
Junto a todo ello, también vibran en su obra, como primera referencia, el trabajo de sus predecesores en Cuba: Amelia Peláez, Carmelo González, Sandu Darié, Loló Soldevilla y Antonia Eiriz, por mencionar algunos.



Yonny conocía al dedillo el arte cubano, en las paredes de su casa colgaban cuadros de Romañach, Menocal, Gil García, Pastor Argudín y Concha Ferrant, entre algunos de los que me vienen a la mente. Según me contó, en los años 50 había asistido a las exposiciones del grupo de Los Once, y luego a la de los Diez Pintores Concretos, y la exposición sobre las vanguardias artistas de París que organizó Loló Soldevilla en el Palacio de Bellas Artes, a finales de esa década.
Yonny se consideraba un discípulo de esta pintora a quien estuvo estrechamente vinculado, al formar parte del Grupo Espacio que Loló dirigió entre 1965 y 1972, año de su fallecimiento. Puede decirse que la muerte de Loló marca el fin de la etapa formativa de Yonny, quien meses después es llevado a prisión por tres meses por un delito que, en rigor, nunca supo cuál había sido.



En la cárcel siguió pintando y hasta organizó un taller con los reclusos, llegando a exhibir las obras de los mismos. En lo personal logró realizar una serie que tituló Castillo del Príncipe que, en 2010, año de su fallecimiento, llegó a exponer en la galería de La Ciudad Celeste. Este episodio con la legalidad revolucionaria atormentó al artista por mucho tiempo porque afectó emocionalmente a su madre y sus hermanas, que debieron aguantar un registro de la Seguridad del Estado en su casa.
El sentido ético de Yonny lo llevó a romper con las instituciones culturales que no dieron un paso para defenderlo de los atropellos cometidos por las autoridades. A partir de ese año se dedicó a crear en su casa, renunciando a toda prebenda y beneficio oficial.
Puede decirse que la obra de Yonny Ibáñez se funda en la abstracción y el expresionismo en todas sus vertientes, desde ahí evoluciona hacia estilos más o menos figurativos, pero siempre, hasta el final de sus días, regresó a la abstracción como punto de referencia para todo lo demás. También es cierto que no fue lo único que hizo: Yonny tiene una fuerte influencia del arte pop de los 60 y del diseño gráfico —estudió con Lili del Barrio y Horacio Maggi—, y en general fue un artista que se sintió bien con la experimentación.

No recuerdo a Yonny, en los 12 años que lo visité con asiduidad, sin proyectos en marcha. Entre 1989 y 1994, junto a varios amigos de la universidad, fui a su casa cada viernes. Por aquellos años había reabierto las tertulias en La Ciudad Celeste y recibía a partir de las ocho de la noche hasta el otro día. Fue durante muchas de esas sesiones de madrugada que Yonny sacaba sus cuadros, ofreciéndolos a las nuevas generaciones como pan caliente para la discusión estética.
Algunas de las obras que se muestran en esta ocasión las vi por primera vez en la galería de La Ciudad Celeste cuando se realizó el proceso de selección para el documental que sobre el artista hizo el cineasta colombiano Luis Hernán Reina en 1997. Como norma, Yonny trabajaba por series: es difícil encontrar una obra suya completamente independiente o aislada de algún significado previamente estructurado. No importa en qué año o formato, sus cuadros son una secuencia continua de series rigurosamente organizadas.
A propósito de la mencionada película, se llevó a cabo en la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano la primera exposición personal de Yonny Ibáñez, en particular una serie llamada Payasos y arlequines, de 1971. Después de esa primera muestra, el artista comenzó a recibir invitaciones para exhibiciones en algunas galerías de la capital. Algunos críticos, entre ellos Israel Castellanos León y Lázara Castellanos, le dedicaron notas periodísticas, y su trabajo en aquellos años, en cierto sentido lleno de comentarios antropológicos sobre la Cuba del Periodo Especial, comenzó a ser valorado, pero poco, o prácticamente nada, de lo que había hecho con anterioridad.
De ahí que las obras de esta selección adquieran otra dimensión en tanto contrapeso a series como Fuerzas brutales (1990) o Fosa común (1994), que fueron expuestas. He escogido principalmente piezas abstractas porque creo que es hora de que Yonny sea reconocido como el pintor que fue dentro de esta tendencia, con cuadros que no tienen nada que envidiar a ninguno de los artistas cubanos de la abstracción ni tampoco a algunos de los mencionados más arriba a nivel internacional. Si acaso, incluso, podría reconocérsele el mérito de haber continuado en esa línea antes y después del Primer Congreso de Educación y Cultura en 1971 y del llamado quinquenio gris (que llegó hasta 1976), y haberlo hecho con total convicción estética, con autenticidad y constancia a toda prueba, lo cual le permitió alcanzar piezas de una depuración y belleza raras de encontrar en la pintura cubana de todos los tiempos.
La serie Polípticos (1964) está compuestas de 11 piezas en la más estricta línea abstracta que en la serie Blanco y negro (1965) se diversifica, al artista jugar con los trazos gruesos, las texturas y el dripping.
Siguen dos cuadros de la serie Los planetas (1972), un tema que fascinó al artista desde el comienzo, y al que dedicó varias piezas. Además de Urano y Júpiter, Yonny pintó MarteFobos-Demos y Paisaje lunar; la serie titulada Cosmos, iniciada en 1965 y con obras hasta 1971, incluye 33 piezas exclusivas sobre el tema espacial.
La serie Materia (1975-1980) pertenece también a la abstracción, en este caso de fuerte vocación óptica. Yonny experimenta con el cromatismo y el movimiento, creando un tropismo que trasmite densidad y espesor, casi como si mirásemos por un microscopio.
Por último, El ala de Ícaro, el más figurativo de estos cuadros, corresponde a una zona del trabajo de Yonny que indaga en los mitos clásicos y religiosos —Adán, Ícaro, Corydon, Jesucristo y San Sebastián, entre otros—, siempre desde el uso del cuerpo en clave erótica y sarcástica e invitando a una reinterpretación de los discursos de referencia.
Dando a conocer estos cuadros he querido subrayar la variedad de la obra de Yonny Ibáñez, así como su indiscutible dimensión cultural e histórica en el ámbito cubano, caribeño y latinoamericano. Su obra merece ser integrada al catálogo del arte moderno de la Isla como un ejemplo de resistencia estética, experimentación innovadora y, sobre todo, vocación de autenticidad artística de la cual todos podemos aprender mucho todavía. 

Fuente

http://www.diariodecuba.com


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