Mike Leigh retrata con una pulcritud cerca de la obra maestra el oficio del creador en la dolorosamente bella 'Mr Turner'
"El arte nace de un mundo mal diseñado". La frase es de Andrei Tarkovski y, en su tosquedad lapidaria, acierta. Justo en el ojo. El director ruso se refería a su película 'Andrei Rublev' (1966), precisamente el relato desesperado de la existencia de un artista, pintor de iconos para más señas. Lejos de un 'biopic' al uso, la cinta, conviene recordarlo, se ofrecía y aún se ofrece al espectador como una de las más encendidas y torturadas reflexiones sobre la creación artística que ha dado el cine.
Mike Leigh, británico y tan lúcidamente cascarrabias como su colega eslavo, intenta algo parecido en 'Mr. Turner'. Sobre el papel se trata de, en efecto, lo que anuncia el título: un viaje a la vida convulsa del pintor romántico que definió la textura, límite y profundidad de la luz. "El Sol es dios", cuentan que fueron sus últimas palabras antes de morir.
A fecha de hoy, conviene tenerlo en cuenta, la figura de Turner mide, centímetro arriba o abajo, el tamaño exacto de un tótem. Lo británico es él. No en balde, 'El Temerario remolcado a dique seco', la metáfora precisa de un imperio atrapado entre el esplendor de lo viejo y la furia de lo nuevo, figura como el cuadro más admirado y querido por los británicos. Pues eso.
Pero todo lo del párrafo anterior es ruido. Sobre la pantalla, Mike Leigh se esmera en profundizar en lo más íntimo; en llegar a sí mismo; en medirse, como el creador que es, con el personaje retratado. Y es en este punto donde el retrato se vuelve autorretrato, donde la película gana enteros, se expande y cautiva.
Comodidad cansada de la vejez
No se trata más que navegar por la profundidad de los últimos años de un pintor que, de viejo, descubrió la gracia de la revolución. El propio Leigh se muestra sorprendido cuando lo explica. Lo lógico esromper moldes con la ira de la juventud, no hacerlo en la comodidad cansada de la vejez. Turner, literalmente, hizo estallar el color justo al final de su vida convencido de una búsqueda que le llevó hasta la agonía mucho más allá del acto mismo de crear; al otro lado de los rigores del sentir 'victoriano'. Creaba porque creía.
Y así, con una precisión de cirujano, 'Mr. Turner' rastrea las huellas de la perenne imperfección del mundo. El director juega a buscar las grietas, a hurgar en los defectos, a dar con la profunda injusticia de un tiempo, cualquiera de ellos, fundamentalmente cruel. Fuera esplendor. Y así, hasta radiografiar el hueco, el vacío que se abre necesariamente entre la naturaleza y la vida; entre la realidad y el deseo; entre el hombre y el artista. El resultado es una película tan dolorosamente bella como magnética.
Y para que no quede mancha (o, mejor, para que se manche hasta el propio alma), el actor Timothy Spall convierte su interpretación en casi una transmutación (sea esto lo que sea). Gruñe, eso es básicamente lo que hace, y en cada bufido se descubre la más explícita, por imperfecta y vibrante, explicación de todo. O casi.
Cuando Tarskovski hablaba de la imperfección del mundo, se refería, obviamente, al suyo; un mundo 'estalinistamente' hecho unos zorros. Cuando Leigh se acerca a la vida rota de un hombre obsesionado, ruin, huraño, genial y enfermo de desazón, no hace sino intentar ver a través de él la inquietud que, por definición, determina cualquier obra artística. Decía el ruso que su película trataba de "la búsqueda de la armonía, de una relación armónica entre los hombres, y entre el arte y la vida, entre el tiempo y la historia". Queda claro. En realidad, cualquier película, trate de lo que trate (y siempre que valga la pena) trata de eso. Cualquier película y cualquier acto de creación, de ficción. Crear, ya se ha dicho, es creer. Emocionante, sin duda.
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