En vísperas del Centenario de la República, el presidente Figueroa Alcorta designó a Eduardo Schiaffino, fundador en 1896 del Museo Nacional de Bellas Artes, como enviado de la presidencia en viaje de compras a Europa para celebrar la magna fecha. Obviamente, en lashopping list de Schiaffino estaban los grandes nombres del momento, la firmas radiantes de la pintura europea que capturaban la atención, y los pesos, de los coleccionistas argentinos en etapa de formación. Desde los impresionistas, en el modelo de Antonio y Mercedes Santamarina, hasta los petit maîtres, la pintura española y la francesa de boudoir.
Eran los tiempos en que Sorolla y Boldini determinaban la pertenencia a un mundo exquisito, selecto y, sobre todo, construido a imagen y semejanza de la París finisecular. No demasiado diferente del sueño americano de los Vanderbilt, Mellon y compañía retratados por John Singer Sargent, el más europeo de los pintores norteamericanos.
La alta burguesía local se miraba en el espejo parisino y promovía una manera de vivir y de ambientar sus casas importada por firmas como Jansen y Puiforcat. La meta eran los muebles emperifollados de Link, las volutas art nouveau y las lámparas art déco, si tenían forma de hongo... mejor. La belle époque argentina, que se extendió hasta 1930 tras cincuenta años de prosperidad, coincidió con el período de entreguerras, tiempo nublado para el Viejo Mundo hasta el abismo declarado en 1939.
De este lado del Atlántico, la fiesta continuaba acorde con el modelo agroexportador proveedor de las arcas de los argentinos ciudadanos del mundo. El intercambio comercial y cultural con Inglaterra y Francia, compradores de nuestras materias primas, sentó las bases de lo que se conocería como "gusto argentino" o más precisamente porteño.
Un mix entre los exteriores franceses, influencia de la École de Beaux Arts, donde se formaron notables arquitectos argentinos cuando la carrera no existía en los claustros de la UBA. Era lógica entonces la fascinación por la "piedra París", esa terminación de las fachadas simil piedra fue determinante del paisaje urbano de la metrópoli, enriquecido por las versiones locales del petit hôtely del hôtel particulier. En los interiores se imponía como un signo de los tiempos el comedor inglés: Queen Anne, Chippendale o Regency.
La sintonía entre el gusto por la pintura europea del XIX y la idealización de un mobiliario de raíces lejanas demoraban la concreción de un estilo nacional. Curiosamente, no pasaba lo mismo en el interior del país. Córdoba, Salta y Tucumán estaban más cerca del Camino del Alto Perú que del puerto. Las grandes familias decoraban sus casas según el modelo español adaptado a un espíritu criollo. Las consolas y cómodas que hasta el día de hoy se conservan en las casas tradicionales son de legítima herencia hispana, deudoras de la conquista y del virreinato, como la pintura de cuño religioso poblada de ángeles arcabuceros y vírgenes coronadas.
LA INDUSTRIA DEL CAMBIO
El giro copernicano del gusto argentino llegará con los primeros atisbos de una industria nacional, en el modelo desarrollista, que estableció una directa conexión entre el arte, el interiorismo y la producción de nuevos materiales.
Quizás el mejor ejemplo fue la Bienal de IKA (Industrias Kaiser Argentina), que convirtió a la ciudad de Córdoba, con su industria automotriz naciente, en una meca para los artistas del momento. Competían en una plataforma internacional creadores ligados a la abstracción e influidos por la tecnología, los cambios en la percepción y la aparición de otros soportes . Basta pensar en el cinético venezolano Jesús Soto y en el mendocino Julio Le Parc, luego ganador en la Bienal de Venecia, cuya obra tenía ya el germen de lo experimental. Por primera vez la figuración pasaba a cuarteles de invierno y se establecía la abstracción como un lenguaje contemporáneo, en sintonía con lo que se producía en el resto de América Latina y en el mundo, como bien lo demuestran los diálogos estéticos en la estupenda colección de la venezolana Patricia Phelps de Cisneros.
La Bienal de Córdoba pudo haber sido lo que fue la Bienal de San Pablo, nacida al mismo tiempo de la mente del visionario industrial Cicillo Matarazzo. Pero no logró sostenerse en el tiempo por ese mal tan argentino que suele matar las buenas ideas. Por suerte llegó el DiTella, promovido por una familia ligada, también, a la industria automotriz. Fue un foco de creación imbatible, sin igual hasta el día de hoy. Desde La Menesunda de Marta Minujín,a diseños de muebles modernos como los de Alberto Churba y las plataformas geniales de Dalila Puzzovio. Todo remitía al vértigo de una década prodigiosa . El sillón Cinta, presentado en CH Diseño y luego exhibido en el Victoria & Albert Museum de Londres y en el MoMA de Nueva York, hizo época y marcó el origen de una dinastía que tiene en Martín Churba un epígono de quilates.
Por su parte, César Jannello diseñó dos muebles históricos : la silla W en 1947 y la desarmable K en 1953. La clientela de estas "novedades" estaba formada por jóvenes profesionales que comenzaban a comprar arte argentino para las paredes de sus casas y a imaginar otra disposición del mobiliario. Eran modernos.
No fue otra la premisa de dos seres excepcionales como Guido y Nelly Di Tella cuando encargaron el proyecto de su casa a Clorindo Testa, arquitecto iconoclasta consagrado por su proyecto del Banco de Londres, hoy Hipotecario. En esa misma dirección Noemí Gerstein experimentaba con piezas fabricadas en Acindar para crear esculturas audaces, lejos de la figuración canónica. Mario Roberto Álvarez proyectó la sede de Somisa como un mecano gigante de acero, primer edificio en su tipo íntegramente soldado. Para rubricar la dimensíón de su desplante estético, Alvarez levantó un edificio moderno en Posadas y Schiaffino, reinado absoluto de la piedra París. Mucho más que un gesto. Algo había comenzado a cambiar en la Buenos Aires de mediados del siglo XX. El gusto local se afianzaba con el suceso de la silla BKF (Bonet, Kurchan y Ferrari) y con el éxito de Ruth Benzacar vendiendo pintura argentina en un departamento de la calle Valle, en Caballito , a los coleccionistas que hasta entonces solo compraban "europeos".
Llega el momento liminar del Arte Concreto y Madí, asociado con la idea de un país en desarrollo y con artistas que profesaban un credo propio. Cuenta la leyenda que cuando se exhibe la muestra de los Madi el mayor coleccionista argentino pide visitarla a puertas cerradas... y compra la exposición completa .
Tomás Maldonado, con su estampa imponente de patricio romano (que sigue teniendo) lideraba el grupo en el que estaban también su mujer Lidy Pratti y Yente. En esos años, la industria acompaña la nueva estética y viceversa: Lozza, Iommi, Kosice y el joven Rogelio Polesello entienden perfectamente la alianza y sacan partido de los nuevos materiales. Los acrílicos de Pole son la fragua perfecta de arte, diseño y tecnología . Ignacio Pirovano, coleccionista y benefactor del Museo de Arte Moderno, aceleró el cambio al contratar para la Casa Comte, fundada con su hermano Ricardo, a Jean-Michel Frank, pionero exquisito del estilo minimal, mientras tanto reinventaban un mueble criollo para el Llao Llao y el Hotel Salta.
La máxima síntesis llegaría con Celina Arauz de Pirovano, la mujer de Ricardo, capaz de tapizar muebles franceses con barracanes criollos. Ese tren motorizado por el made in Argentina parecía imparable. Pero se detuvo por años. Habrá que esperar iniciativas como Casa FOA, DArA y arteBA para encontrar territorios de experimentación y oportunidades de visibilidad para el arte argentino contemporáneo..
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