La exposición va hasta el 16 de febrero.
La exposición va hasta el 16 de febrero.
Exposición
La artista María Elvira Escallón tardó dos años en destapar el improbable recorrido de un objeto que aterrizó en Colombia hace dos siglos y que hoy es un ícono nacional. El resultado: una detallada y hermosa muestra en el Museo Nacional.
Por: Christopher Tibble
Publicado el: 2015-02-06
Esta historia empieza en el cielo y data al año de la independencia de Colombia. Corría el Viernes Santo de 1810 cuando un aerolito, como se conocían los meteoritos en ese entonces, cayó a las afueras del pueblo de Santa Rosa de Viterbo, en Boyacá. Tras una serie de eventos extraordinarios, el ente celestial se convertiría en la primera pieza del Museo Nacional, inicialmente fundado como el Museo de Historia Natural.
Hace dos años, la artista María Elvira Escallón se topó con la historia del meteorito mientras trabajaba en otro proyecto. Por curiosidad empezó a investigar el asunto, que hasta esa fecha no había sido documentado en detalle. Lo que encontró la dejó atónita y en cuestión de días se deshizo de su antiguo proyecto y se dedicó a trazar el camino del aerolito.
Y hoy, gracias a la Beca de Creación para Artistas de Trayectoria del Ministerio de Cultura, la artista realiza una muestra en el Museo Nacional. La exposición, llamada De lo que sin metáfora nos ha caído del cielo, va hasta el 16 de febrero. El proyecto, que cuenta con una serie de instalaciones, recorre el inesperado trayecto del ente celestial desde Santa Rosa hasta la capital.
Poco después de que el meteorito se estrellará en Boyacá, una joven campesina llamada Cecilia Corredor lo encontró en la colina de Tocavita, a pocos kilómetros del pueblo. Cuando lo descubrió, presuntamente el Sábado Santo, fue a consultar al cura del pueblo, pues le extrañaba la temperatura de la “pierda”, demasiado fría para tratarse de una roca común y corriente. A los pocos días los campesinos de la zona decidieron arrastrar el aerolito al pueblo. Primero estuvo en un edificio del municipio pero eventualmente terminó en la herradería, donde se utilizaba como yunque.
Ahí estaba cuando dos científicos, un francés y un peruano, llegaron a Santa Rosa en 1823, impulsados por un rumor que allí había una mina de hierro. El chisme, de hecho, lo había originado el meteorito, que por su contextura se parecía a ese metal. Los exploradores de inmediato se dieron cuenta del origen extraterrestre del “hierro” y decidieron comprarlo para que fuese la primera pieza de la colección del Museo Nacional, que se fundaría el año siguiente. Pidieron llamar a Cecilia, a quien consideraban su propietaria, y le pagaron la cantidad que ella exigió: cien francos.
Sin embargo, por culpa del excesivo peso del aerolito, que calcularon erróneamente en 750 kilos, y el pobre estado de las carreteras, se vieron obligados a volver a Bogotá con las manos vacías. En las próximas décadas, los exploradores le pidieron en más de una ocasión al Gobierno que rescatara el artefacto, pero este no hizo caso. Así que el meteorito se quedó en Santa Rosa.
Cuando los científicos se fueron, los habitantes del pueblo, ahora conscientes de su importancia, le dieron otro trato. Mandaron a hacer una columna dórica de piedra y lo pusieron en la parte superior. El aerolito fue situado frente a la iglesia, en la plaza central, y se convirtió en el orgullo de Santa Rosa. Pasarían noventa años antes de que otro extranjero volviera a buscarlo. Solo que en esta ocasión el foráneo lograría, por lo menos en parte, llevar a cabo su misión.
Henry August Ward había nacido en Rochester, Nueva York, en 1834. Un viajero incansable, tras estudiar ciencias en Harvard, viajó por África y por el Caribe en busca de especímenes de flores y animales. En 1860 llegó a la Universidad de Rochester como profesor y cinco años después fundó Ward’s Natural Science Enterprise, una ambiciosa empresa que tenía como fin recolectar la mayor cantidad posible de objetos exóticos.
Tras viajar en barco a vapor y recorrer gran parte de Colombia, Ward llegó a Santa Rosa de Viterbo en 1906. Para ese entonces ya era reconocido como el cazador de meteoritos más famoso del mundo. El estadounidense estaba interesado en obtener el aerolito, no solo por su carácter espacial, sino por su valor económico. Así que habló con el gobernador de la región y este no tardó en canjear el cuerpo celeste por un busto en mármol del General Rafael Reyes, entonces Presidente de la Republica, y que también había nacido en Santa Rosa.
Ese mismo día, el gobernador llevó la propuesta al Consejo Municipal, que votó a favor del intercambio por unanimidad. “Mi pieza me habrá costado entre 1.800 y 2.000 dólares americanos pero es regalada a este precio”, escribió Ward en ese entonces. Y en seguida se jactó: “menciono de paso que el peso colombiano representa solo un centavo de nuestra moneda estadounidense”.
La situación, sin embargo, era delicada. La pierda había adquirido un estatus simbólico para los habitantes de la zona y no les agradaría la noticia. Así que el explorador confabuló con el funcionario un plan para extraer el aerolito: mientras el pueblo dormía, y con la asistencia de unos 30 soldados, tumbaron la columna y se lo llevaron.
Ward cogió rumbo a Bogotá y mandó el aerolito al río Magdalena en una yunta de ocho bueyes porque quería evitar que pasara por la capital. Entonces da la casualidad que el meteorito coincidió en la estación de La Caro, cerca de Chía, con el periodista Quijano Mantilla. El reportero empezó a a indagar con el transportador sobre la carga y cuando se percató del contenido, se fue a Bogotá para avisarle al presidente, a quien le dio un ataque de cólera. Reyes inmediatamente mandó decomisar el aerolito y decretó nulo el acuerdo de canje.
Dos días después Quijano Mantilla escribió en el diario El Mercurio lo siguiente: “Antier secuestraron los agentes de Policía, en la Estación Caro, el aerolito de Santa Rosa de Viterbo que fue vendido por el Consejo Municipal de la Capital de Tundama al viajero americano H. A. Ward, por algo en dinero y una estatua del Sr. General Reyes. El Gobierno de la República hace muy bien en no dejar que se disponga de lo que sin metáfora nos ha caído del cielo”.
Todo parecía indicar que el gobierno había triunfado: se había recuperado la pieza y se había salvaguardado el honor nacional. Pero Ward reaccionó a tiempo y se acercó al embajador estadounidense en busca de apoyo. El diplomático escribió una carta al ministro de Instrucción Pública (lo que en ese entonces era el Ministerio de Educación) en la que presentaba a Ward como un gran científico. La carta surtió efecto y unos días más tarde el gobierno tomó una decisión: cortar el cuerpo celeste en dos. Todo para que el coleccionista no se fuera con las manos vacías.
Reza una carta del 9 de abril de 1906: “Este ministerio, a nombre del gobierno, autoriza a usted, llevar a los Estados Unidos un fragmento de peso de tres quintales, tomado del Aerolito de Santa Rosa de Viterbo y manifiesta a usted que ve con gusto, que dicho fragmento vaya a figurar en la hermosa colección de aerolitos, de carácter universal, que con abnegación digna del mayor encomio ha logrado formar usted a costa de gastos ingentes e inauditas penalidades con el objetivo de enriquecer la ciencia”.
14 días duró la máquina de la ferrería La Pradera, en Subachoque, en cortar el pedazo que se le dio a Ward, que recibió 150 kilos de un total de 620. Durante el corte salieron 47.5 kilos de viruta. Satisfecho con su trozo, el estadounidense embarcó a Estados Unidos, donde se encargó de cortar su fragmento en tajadas para venderlas por gramos. Varios institutos se beneficiaron de las rebanadas: la Universidad de Harvard, el Museo de Historia Natural de Denver, el Museo Nacional de Historia Natural del Instituto Smithsoniano, el Museo Británico, entre otros.
Pero el explorador solo llegaría a celebrar durante unos meses su nueva fortuna. El 4 de julio de 1906 se convirtió en la primera víctima registrada de un accidente automovilístico en Buffalo, Nueva York. Tenía 70 años.
Para la exposición en el Museo Nacional, María Elvira Escallón realizó una detallada pesquisa en museos y bibliotecas de Colombia y Estados Unidos. El resultado, más allá de desenterrar la historia, son varias obras de arte, entre las que se encuentra una serie de reproducciones en hierro y en escala uno a uno de todos los cortes que realizó Ward en 1906. De esa forma, la artista logró reconstruir el aerolito original. También están incluidas en la muestra las ilustraciones que salen en este artículo, realizadas por Juan Peláez.
Escallón además fundó “El pequeño museo del aerolito de Santa Rosa”. El museo, que participará en el próximo Salón Regional de arte, no tiene sede y consiste en un conjunto de colecciones, dibujos, fotografías y documentos de época, y en un departamento de réplicas.
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