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jueves, 5 de febrero de 2015

El catalán que descubrió el filete y lo convirtió en un arte


                                  Nicolás Rubió, pintor. Foto: LA NACION / Sebastián Rodeiro


"No lo pinto, sólo un porteño lo puede hacer", dice el pintor Nicolás Rubió que, a fines del 60, comprendió que había arte en esos firuletes que decoraban carros y camiones; hoy el filete podría ser patrimonio de la humanidad

Por   | LA NACION

El respaldar de madera de su cama grande luce voluptuoso con esos firuletes y ornatos que culminan en flores pintadas en esmalte sintético brillante. Y como para darle un marco acorde, a ella la rodean una decena de pequeños camiones fileteados exhibidos en una repisa que bordea la habitación matrimonial que el pintor Nicolás Rubió, fan número uno de este arte porteño, compartió por cuarenta y siete años con la escultora Esther Barugel. "Soy el primer admirador del filete, aunque no lo pinto; sólo un porteño lo puede hacer", dice. Rubió promete mostrar su casa, recorrerla, como si ésa fuera la mejor forma de ir pintando su historia, aquella que empieza en una España amenazada por la Guerra Civil, que sigue con su infancia en Vielles, un pueblo de una veintena de casas al sur de Francia, hasta que a los 20 años emigra con sus hermanos a la Argentina, donde estudia pintura, un arte que venía ensayando en cuadernos -algunos de los cuales conserva y muestra- desde que era un niño. El filete es el arte que pasó más rápidamente del gallinero al museo Uno de sus primeros amores en este país del que no conocía ni su idioma, fue ese arte originalísimo que él veía rodar en carros y camiones, sobre todo cerca de los mercados porteños de 1950. Una de las mayores sorpresas para él era que estas carrocerías decoradas parecían invisibles a la cultura urbana y a los entendidos de arte. Uno de sus mayores desafíos fue una cruzada en la que lo acompañó su esposa: llevar esas pintorescas tablas a una exposición en una galería de arte. "El filete es el arte que pasó más rápidamente del gallinero al museo", dice. Y no exagera: tiene anécdotas de cómo rescató tablas del fondo de los patios para exhibirlas en la galería Wildenstein, la única que aceptó esa "locura" que ellos proponían.
En el patio frontal de su casa el sonido del agua que cae recuerda un arroyo de montaña. Es una escultura de hierro de su mujer, una de las tantas que se exponen en este hogar con aires de museo. A las tres de la tarde, el sol del verano no se filtra en estos salones sobrecargados de objetos. Rubio se encamina hacia un pasillo, pasa frente a una casa de muñecas "para señoras", aclara, que fabricó él. Y entra a otra habitación pequeña. En cada pieza los cuadros se cuentan por decenas, tapizan las paredes pero, también, se apoyan unos en otros en el piso, sobre los muebles, algunos tapan las ventanas, incluso. El va señalando. "Este es mío, es del pueblito. Yo frente a los bueyes", dice. En un cuadro de grandes dimensiones se ven animales bajando de un cerro, siguen a un pastor. Calcula que tiene unos 700 óleos suyos sobre el tema.
Sigue caminando. Su intrincada casa revela más esculturas de su mujer, esta vez con troncos de árboles. "Fue una gran artista, no reconocida, pero la mejor de la Argentina", asegura. Lo dice varias veces mientras recorre su santuario de pinturas y objetos exóticos. Cada tanto, algún banquito fileteado, algunas tablas pintadas por los grandes de este arte, como León Untroib, los Brunetti, Carlos Carboni.
Gran parte de la colección de tablas fileteadas que fueron cosechando a lo largo de los años con su compañera, está en el Bar del Filete.  Para ellos, un modo de militar por este arte callejero fue donar al gobierno de la Ciudad estas piezas que habían ido encontrando, comprando, recibiendo como regalo.
Otra escultura, en un nuevo recoveco: dos que se besan en madera. "Lo que tiene de bueno es que con sus esculturas ella contó la historia de la humanidad", dice. Y sigue andando. En un pasillo aparecen más carritos fileteados, del estilo de los que decoran la habitación matrimonial. "Regalo de Brunetti", dice. Cerca, un banquito también con ribetes con flores y unos barcos en miniatura, también fileteados. Se ven firuletes en las ventanas, en bandejas, en los carteles que cuelgan en las puertas. En uno se lee "taller"; lo atraviesa; allí pinta cada mañana.
Invita un café antes de seguir conversando. Allí una ventana entreabierta filtra el canto de los pájaros en esta zona de San Isidro. "Hay uno que está enamorado de él mismo, se toma selfies", dice Rubió. Cuenta que a las 6 de la mañana empieza a picotear contra el vidrio. En la habitación hay un tablero repleto de pinturas, un trapo sucio, pinceles en agua y un banquito; más allá, dos sillones. Varias tablas fileteadas, como decoración.
Fuente
http://www.lanacion.com.ar/

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