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lunes, 13 de abril de 2015

Las potencialidades del dibujo

                       

1. Dibujo de Sibila de Angelino de Medoro incluido en la exposición 'De Zurbarán a Picasso. Artistas andaluces en la colección Abelló'. 4. Figura masculina de espaldas obra Luis de Vargas. 3. Bodegón de Pedro Camprobín. 4. 'La familia de la Virgen' de Zurbarán, en la sala baja de Santa Clara, es una de las obras clave de la muestra.



Santa Clara acoge hasta junio una muestra claramente diferenciada en dos ámbitos y en la que destaca la excelente colección de dibujos del Álbum Alcubierre, preservados desde el siglo XVIII



Son en realidad dos exposiciones. Tan diferentes son entre sí las piezas de la colección Abelló expuestas en los antiguos dormitorios del convento de Santa Clara. Abajo, obras elegidas con criterios muy diversos; arriba la excelente colección de dibujos del Álbum Alcubierre, preservados (no sólo reunidos) en el siglo XVIII por la cuidadosa mirada de un ilustrado, el conde del Águila.

En la sala baja hay a mi juicio una obra clave, La familia de la Virgen, de Zurbarán. Destacan las potentes figuras con ese porte casi emblemático característico del autor que pese a ello no les resta un ápice de ese secreto del gran realismo que consiste en dar cuenta de la verdad de la existencia de los personajes. No hay en las figuras estilización alguna ni afán de seducción. Están sencillamente ahí, cuerpos vivientes que crean su propio espacio. Al vigor de las figuras se añade la fuerza de los bodegones: el vaso y la flor sobre el plato a la izquierda, el cestillo en el suelo, la almohadilla sobre las rodillas de la niña y el plato de frutas en la mano de Santa Ana. Su verdad compite con la de las figuras, recordándonos el enigma de estar vivos.





La potencia del cuadro obliga a cambiar de agujas para mirar El joven gallero de Murillo. Posee esta obra el descaro del gesto del buscavidas y revela el interés del autor por estos tipos que debían abundar en una sociedad poco productiva. Quizá por eso el lienzo hace pensar enGallegas en la ventana, pero de inmediato se advierte que la calidad de esta última obra es muy superior a la expuesta. Sí puede competir con el de Zurbarán el breve bodegón de Camprobín, afortunado eco del que sostiene la Santa Ana. Por lo demás, son interesantes por la acumulación de objetos los bodegones de Barranco, mientras que el de Ismael de la Serna sólo interesa porque recuerda a una pequeña pieza de Picasso, Ventana abierta en Saint Raphäel.

Preside la última sección de la sala un retrato de Picasso que une el legado cubista con una expresión casi surreal. Está enfrentado a la explosión de color de Guerrero y en contraste con otros dos retratos: un Julio Romero de calidad superior a la media y el de la Fernán Caballero, donde Joaquín Domínguez Bécquer muestra su saber de la pintura. El lienzo de Gordillo es un juego de identidades y el Pérez Villalta, uno de intertextualidad con citas de varias mitologías y de la historia del arte.

Las obras de Laffón, por fin, señalan tres momentos de su trayectoria: al afectuoso detallismo de El compás del convento del Socorro (obra apenas expuesta desde que lo hiciera Biosca en 1963) sucede la importancia de la luz que unifica La cuna (1971), valiéndose en exclusiva del color, y el lenguaje casi abstracto de la primera serie dedicada al Coto. Es una pena que la iluminación no haga justicia a estas obras ni a las demás de la sala. Si la luz las bañara en conjunto, en vez de enfatizar cada una, y las paredes perdieran su oscuridad, los cuadros hubieran respirado y dialogado entre sí de modo mucho más convincente.

                     


En cualquier caso, el plato fuerte de la muestra está en la sala alta, que exige varios recorridos tanto por la calidad de las obras como la gran fecundidad que encierra la disciplina, humilde y arriesgada, del dibujo. El dibujo puede proporcionar una (bella) información. Lo demuestra el capitel de Diego Siloé, los diseños del orfebre Juan de Ledesma y los estudios de cabezas de angelotes de Antonio del Castillo. Logra también expresar la fuerza inmediata de una figura que por sí sola consigue dar vida al papel: así se advierte en el Júpiter de Pérez de Alesio y en el espléndido torso de espaldas de Luis de Vargas. Es ciertamente medio de comprensión previo a la obra a realizar (lo indican los dibujos de Pacheco y Juan de Mesa), y a veces sólo insinuada, como ocurre en dos obras de Alonso Cano: el brevísimo apunte del Cristo atado a la columna y el más ambicioso de la Virgen de la Misericordia. Sobre todo esto, sin embargo, es el medio propio de la libertad de invención. Esto se aprecia sobre todo en las piezas de madurez de Murillo, en especial en las sucesivas madonnas. Una libertad que parece transmitir a la Adoración de los pastores de Antonio del Castillo. Puede que la razón de estas y otras características del dibujo radique en ser un ejercicio donde inteligencia y mano se interpelan mutuamente. El dibujo es en ese sentido cercano a la escritura y como ella un tiempo fuerte de la osadía que encierra eso que llamamos invención o creación. Tal vez por eso nos parece transparente, con una transparencia que puede seducir pero sobre todo inquieta e intriga.

                                                            

                                                                      Fuente

                                                    http://www.diariodesevilla.es

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