Juan Soriano, hombre de figura delgada, nariz grande y ojos verdes como los de un gato, nació el 18 de agosto de 1920 en Guadalajara, Jalisco. Su verdadero nombre fue Juan Francisco Rodríguez Montoya, pero desde niño fue conocido como Juan Soriano, por el segundo apellido de su padre, un revolucionario llamado Rafael Rodríguez Soriano.
Su madre fue Amalia Montoya, quien como soldadera se fue a seguir al padre de Juan durante la Revolución Mexicana. Soriano siempre conservó el recuerdo de su madre cantándole La Rielera para dormirlo. “Yo soy Rielera y tengo a mi Juan;/ él es mi encanto y yo su querer./ Cuando le dicen que ya se va el tren:/adiós, mi Rielera, ya se va tu Juan”.
Soriano contaba que creció rodeado de 13 tías, entre las que incluía a su abuela paterna Rosita, sus hermanas Martha, Cristina, Rosa y Carolina, su madre y su nana, Mary, quien para entretenerlo cuando era niño, le moldeaba animalitos con masa. A Juan le gustaban tanto que no quería comerlos de lo lindos que le parecían. “Tal vez ahí me nació el amor por esculpir”, decía.
En alguna ocasión el pintor y escultor se describió como una persona sumamente frágil a quien el esfuerzo de estar entre la gente lo tiraba al suelo. O casi.
Sin embargo, tenía un gran temperamento, fuerza y vigor instintivo que siempre entregó a su obra plástica. “Compartir la vida, viajar, esforzarte por comprender el mundo, encontrar tiempo para leer, repetir mil veces un dibujo, un cuadro que no me sale, eso es lo que yo busco en la vida”, decía Soriano.
La infancia de Soriano
Cuando niño –y en realidad durante toda su vida–, Soriano fue muy delgado, inquieto y creativo. Con enorme ingenio, él mismo fabricaba algunos de los juguetes que utilizaba, y hasta diseñó un pequeño teatro de títeres en el que pasaba horas y horas representando las obras que él mismo inventaba.
Le gustaba ir a una casa que tenía un jardín con guayabos, donde por cuatro centavos entraba y se comía todas las guayabas que podía. Siempre terminaba enfermo porque comía una cantidad exagerada.
Su primer dibujo lo realizó cuando iba en la primaria. Era un gato saliendo de una bota. Lo llevó al Colegio Italiano, donde estudiaba, y el director no le creyó que él lo hubiera realizado, así que mandó a llamar a su padre. Cuando el papá de Soriano confirmó que el dibujo era autoría de Juan, el director le dijo que era “un niño prodigio”. Días más tarde, su padre le preguntó a Soriano qué quería hacer cuando fuera grande, y Juan, con enorme seguridad, le contestó: Pintor
A los 12 años comenzó a visitar asiduamente la casa de Jesús Reyes Ferreira, Chucho Reyes, en donde conoció a Luis Barragán y admiró por primera vez la pintura europea en cromos de libros y revistas. Con el anticuario jalisciense nació su gusto por el arte popular mexicano.
“Chucho Reyes tuvo el don de hallar relaciones imprevistas entre los más diversos objetos. Cogía una cosa de aquí y otra de allá, se sacaba algo de la cabeza y componía una obra de arte. Siempre me hacía ver las cosas reflejadas en las esferas de colores. Decía que el mundo de las esferas todo lo transforma y poetiza. Y yo, de hecho, nunca me he salido del mundo de las esferas”.
En diversas ocasiones el creador se declaró como un admirador de la pintura de Matisse, a quien consideraba el gran pintor de la historia.
Su escape a la Ciudad de México
A los 15 años de edad se trasladó a la Ciudad de México, siguiendo a su hermana Martha. Entonces ingresó como maestro de dibujo en la Escuela Primaria de Arte, dependiente de la Secretaría de Educación Pública.
Salir de Guadalajara significó para Soriano dejar atrás lo que consideró la etapa más importante de su vida, aún con la angustia que vivió en su infancia, provocada por los problemas en su familia, quienes estaban identificados como una de las más conflictivas de Guadalajara. “Me gustó mucho todo lo que pasó: lo bueno, lo malo, lo regular, lo pinche. Después de esos primeros 15 años en Guadalajara, no me ha sucedido nada más importante”.
Sin embargo, Soriano se fue porque siempre consideró que la jalisciense era una sociedad muy hipócrita. Se negó a ocultar su homosexualidad y enfrentó a los muchos que sí lo hacían por cuidar una imagen ficticia. “La dificultad de la vida sexual de cualquier gente empieza desde muy joven, tenga las inclinaciones que tenga. Supe muy pronto que las mías iban a ser distintas a lo que la familia e incluso la sociedad esperaban de mí. Tuve que hacer muchos ajustes, inventarme una manera de sobrevivir sin que la gente me hiciera víctima de sus manías”.
Barriendo el Palacio de Bellas Artes
Cuando a Soriano le preguntaban sus alumnos que cómo había iniciado en el arte, él –bromista como siempre– respondía que barriendo el Palacio de Bellas Artes. Lo cual técnicamente era cierto, pues durante el primer año y medio que estuvo en la ciudad de México retrató e hizo muchos dibujos de desnudos y con eso montó una exposición junto con otro de sus compañeros.
Les prestaron una sala en el Palacio de Bellas Artes para exhibir sus dibujos de fin de curso de la Escuela Nocturna de Arte para Obreros. Lo único que les pidieron es que fueran a cuidarla y a barrerla todos los días. Así que Juan y su compañero de exhibición se turnaban para limpiar la sala.
En realidad, Soriano nunca fue a una academia de arte: su escuela fue pintar con amigos como Chucho Reyes, José Chávez Morado, Ricardo Martínez, Jesús Guerrero Galván, Federico Cantú, Guillermo Meza, Agustín Lazo, Julio Castellanos y Xavier Villaurrutia, a quienes consideraba como sus maestros.
El intento de suicidio
El pintor Santos Balmori lo inscribió en la Liga de Escritores y Artistas Revolucionarios (LEAR), algo que le pareció horrible a Soriano y desde entonces le molestaron los cuadros de tema, ya sea político o teológico. “A mí nadie me puede decir ‘haz esto’. Basta que me den una orden para no obedecer”.
Durante una buena parte de su juventud, Juan Soriano se entregó a una estrepitosa vida de “relajo y pachanga”. Sin embargo, este tipo de vida también lo llevó a padecer muchas depresiones. A los 25 años intentó suicidarse. Se tomó un vaso con agua y un frasco de pastillas. Lo encontró su vecina, Maka Tchernicheff, y Soriano pasó enojado mucho tiempo con ella por haberlo salvado. Más tarde la perdonó.
Una de sus depresiones duró cerca de cuatro años. Como nunca creyó en los siquiatras, tomó vitamina B12, hizo ejercicio y descubrió que lo único que lo salvaría era algo que parece muy difícil: pensar.
No pocos lo describían como un hombre irónico, pero la suya era una ironía de defensa. “Cuando me siento sobrepasado por las circunstancias, critico mi cobardía o mi falta de valor para atravesar ese momento, e ironizo en contra mía. Lo mismo cuando percibo que hay un deseo de ofenderme”.
Docente y escenógrafo
A los 19 años comenzó a impartir clases de desnudo en la Escuela de Pintura y Escultura La Esmeralda, entonces bajo la dirección de Antonio M. Ruiz El Corcito. La docencia la combinaba con su actividad como escenógrafo y diseñador de vestuario. Trabajó con Ignacio Retes, Amalia Hernández, Guillermina Bravo, Josefina Lavalle y Ana Mérida, entre muchos otros.
En 1956, a iniciativa de Jaime García Terrés, se fundó el grupo Poesía en Voz Alta, en el que Juan Soriano participó como escenógrafo y diseñador de vestuario, trabajando con Octavio Paz, Leonora Carrington, León Felipe, Diego de Mesa y José Luis Ibáñez.
Justamente Diego de Mesa fue un español que compartió la vida con Soriano en una época en que el mismo Soriano califica como la más creativa de su vida.
En 1978 obtuvo la beca de apoyo a pintores distinguidos de la Fundación Cultural Televisa, consistente en dos millones 500 mil pesos para producir durante un año, 30 cuadros de gran formato y 30 de pequeño. Con ese dinero compró en abonos un departamento en el Boulevard St. Martin, en París, Francia, donde le gustaba pasar varios meses del año. En este mismo año pintó el que consideraba su cuadro favorito: Esqueleto en la ventana.
Juan Soriano murió a la edad de 85 años en el Instituto Nacional de Nutrición Salvador Zubirán, a las 05:10 horas, a causa de un paro cardiaco mientras dormía. Soriano había ingresado al nosocomio la noche del 25 de enero, en donde le diagnosticaron un cuadro neuroinfeccioso y una severa deshidratación. Antes de ser incinerado, recibió un homenaje de cuerpo presente en el Palacio de Bellas Artes, donde la nutrida asistencia de la comunidad artística reflejó el gran cariño que se le tiene al Niño de mil años.
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