- Detalle de 'Perro semihundido'.
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Un perro reposa semihundido en medio de la arena, temeroso, contemplando el infinito, esperando una muerte inminente. Tal vez se encuentre atrapado en un lodazal movedizo, no lo sabemos, o tal vez sólo se esfuerce por alcanzar el aire, para respirar. Está solo, sin su hermano, el hombre. No sabe interpretar las nubes diluidas que pasan volando, ni comprende la barbarie circunvecina. La atmósfera se ha enrarecido por la maldad de la gente: el cielo diáfano del verano, azul, ahora es un horizonte siniestro, asfixiante, sin puntos de fuga, sin caminos. La primavera carmesí se ha vuelto mostaza y tabaco. El aire se ha desvanecido, sólo queda polvo y ruina, un polvo que, como cometa apocalíptico tapa la luz del sol, de la vida. Nuestro hogar, el mundo, se ha vuelto una cueva espeluznante en ocres y marrones, que nos recuerda, solitaria, fatídica, yerma, el sitio de una tragedia. El perro, desahuciado, cadavérico, es el último vestigio de la vida, el último recuerdo de una vida hermosa.
En el último muro de la última sala del Museo del Prado en Madrid, reposa una de las pinturas más inquietantes del artista español Francisco José de Goya y Lucientes:Perro semihundido (1820-23), perteneciente a la célebre serie de Pinturas negras. Goya fue pintor de la corte española en la agitada transición del siglo XVIII al XIX: un momento clave en la historia de España, cuando el reino pierde sus colonias americanas y es sometido por los ejércitos franceses al mando de Napoleón. Son recordados los fusilamientos, los expolios, las masacres y la multiplicación de la pobreza. De la rica España de antaño parecían quedar sólo recuerdos. Este difícil principio de siglo anuncia la España contradictoria del resto del XIX: analfabeta, católica, con su nostalgia por los rancios abolengos, las tradiciones folclóricas, las añoranzas imperiales y, cómo no, la evocación persistente de los territorios perdidos en ultramar.
Perro semihundido.
Goya fue testigo de excepción de la barbarie de los hombres. Con Perro semihundido podríamos aventurar algunas hipótesis: tal vez sea una metáfora desesperanzadora del destino del reino. En la obra, el perro, mascota imperial por excelencia, podría encarnar la nobleza (como cualidad humana y clase social), mientras contempla con su mirada extraviada un futuro incierto. En cuadros más tempranos de Goya (como en su Retrato de Carlos IV como cazador, de 1799), cuando el futuro de España parecía más promisorio, la figura del perro es representada altiva y vigorosa, con su pelaje impecable, en escenas coloridas y luminosas, suavizando las composiciones, comúnmente acompañando a los monarcas en sesiones de caza. En Perro semihundido hay una transformación en la representación del animal, que parece hacer parte de otro universo de sentido, catastrófico, imprevisto.
Perro semihundido fue pintado con una paleta tan lúgubre como el motivo, en ocres pastosos que recuerdan ligeramente el fondo de algún autorretrato de Rembrandt. De no ser por la cabeza del perro, que asoma su mirada sobre un promontorio de arena, la pintura podría ser atmósfera pura, abstracta. A la manera de Turner, Goya nos señala tempranamente los caminos que tomaría la pintura a lo largo del XIX: la búsqueda de la disolución de la realidad (y con ella, la aniquilación de la representación veraz del mundo) en un hecho pictórico, autónomo, no sin antes elaborar una denuncia potente y poética sobre la realidad de su época, tan vigente en su tiempo como en el nuestro: el mayor manifiesto crítico de su generación. EnPerro semihundido sorprende el fondo matérico, pastoso, polvoroso, casi informalista, casi de posguerra (digo, de la Segunda Guerra, ya a mediados del siglo XX), cuando el polvo, ese que flotaba por encima de las ciudades destruidas por los bombardeos, se convertiría en insumo y signo distintivo del arte nuevo.
La serie completa de las Pinturas negras, conservada en la misma sala de El Prado, ocupaba dos habitaciones de la antigua Quinta del Sordo, una propiedad comprada por el artista en 1819, en las afueras de Madrid. El título de las obras se debe al uso de pigmentos oscuros y a lo sombrío de los temas representados. A partir de 1873, los murales de la casa, comprada por un banquero parisino, fueron arrancados y transferidos al lienzo mediante la técnica del strappo. Luego de algunas derivas, las obras terminaron felizmente en el Museo.
En la misma sala conviven otros cuadros de la serie. La romería de San Isidro (1820-23) parece un desfile de hombres y mujeres zombificados. La obra se basa en un boceto de juventud, luminoso, puro, titulado La pradera de San Isidro. El optimismo inocente y las alegorías vitales del artista adolescente ensoñado, quedaron convertidas, en la pintura final, posterior a los conflictos, en un canto a la desesperanza. Todos los personajes parecen emitir gritos inaudibles, sordos, como animales salvajes, gesticulando de forma exagerada, maldecidos por la vida, miserables. En esta, Goya se anticipa brillantemente a los rostros caricaturescos del artista belga James Ensor. La cadena de rostros en romería se va diluyendo en el fondo hasta convertirse en una masa amorfa que se funde con el paisaje, con las montañas, una suerte de tierra maldita por la muerte, cuya dermis parece compuesta de carne pútrida y harapos malolientes. Los cuerpos errantes del fondo son sólo ligeras pinceladas, grises y blancas, superpuestas sobre el negro muerte de las cordilleras.
La romería de San Isidro
Por su parte, en la pintura Duelo a garrotazos, dos jóvenes en la flor de la vida están enfrascados en un duelo a muerte. Cada uno acompañado, en el fondo, por una nube gris, cataclísmica, de tormenta, que anuncia la tragedia. Uno de los hombres, el de la izquierda, tiene la cara ensangrentada, el otro parece limpio. Parafraseando al crítico Robert Hughes, uno de los hombres podría ser Serbia y el otro Kosovo; o podrían ser los actores de la guerra en Colombia, ambos jóvenes, ambos humanos, ambos hermanos. En esta escena no hay ni buenos ni malos, ni héroes ni antihéroes, ni ricos, ni nobles. Sólo gente del montón matándose sin piedad en nombre de causas ajenas (o propias, quién sabe). Las Pinturas negras de Goya son uno de los manifiestos más trágicos y desesperanzadores de la historia del arte, del universo oscuro de las percepciones humanas. Casi dos siglos después de haber sido pintadas, tal vez haya que empezar a sublimar este horizonte de sentido. Habrá que empezar a entender a Goya, su comprensión de la condición humana; a lo mejor así, empecemos a entendernos nosotros mismos.
Duelo a garrotazos.
*Crítico de arte.
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