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El vínculo secreto entre Egipto y América

En   marzo   de   1519,   el   conquistador   Hernán   Cortés   desembarcó   en  México   con   solo 508   soldados.   Los   aztecas,   bajo   su   rey   Moctezuma,   tenían decenas   de   miles   de   guerreros.  Pero,   en   poco   más   de   dos   años   los españoles   los   derrotaron   y   destruyeron   su   imperio.   Los   indios   fueron esclavizados, se construyeron iglesias cristianas donde antes había templos aztecas, el nombre de la capital, Tenochtitlán, se cambió por el de ciudad de México, y el país pasó a llamarse Nueva España. ¿Por  qué triunfaron los españoles con tal facilidad?  Porque los aztecas   los   tomaron   por   descendientes   del   dios   Quetzalcóatl,   al   que   se   conoce   por   el  extraño  nombre   de   «la   serpiente emplumada».  Se supone que este mismo dios, en   otras   partes   de   América   del   Sur, recibía el nombre de    Viracocha, Votan,   Kukulcán   o   Kon-Tiki.   De todos modos afirma   la   leyenda   que   Quetzalcóatl era un  hombre blanco,   alto   y   barbudo,  y que llegó   de   alguna   parte   del   sur,   poco   después   de   una gran catástrofe   que   había   oscurecido   el   sol   durante   mucho   tiempo. Se dice que Quetzalcóatl trajo   el   sol   de   nuevo   y   también   trajo   las   artes   de   la   civilización.  ¿Estuvo   la   llegada   de Quetzalcóatl   relacionada   con   el   oscurecimiento   del   sol?   ¿Es   posible   que estuviera huyendo de la catástrofe que lo causó?.  Después de un intento de matarle   a   traición,   el   «dios»   regresó   al   mar,   tras   prometer   que   algún   día volvería.   Dio   la   casualidad   de   que   Cortés   había   desembarcado   cerca   del lugar donde se esperaba a Quetzalcóatl y ésta es la razón por la cual Moctezuma, que era supersticioso, permitió que Cortés le hiciera prisionero.
Colin Henry Wilson (nacido el 26 de junio de 1931 en Leicester), es un escritor del Reino Unido, así como un destacado filósofo. Los principales temas de su obra son la criminalidad y el misticismo. Nacido y educado en Leicester, Reino Unido, dejó los estudios a los 16 años. Cuando tenía 24 años, publicó The Outsider (1956), que examina el papel del proscrito social en varias obras literarias y figuras culturales, donde examina a Albert Camus, Jean-Paul Sartre, Ernest Hemingway, Hermann Hesse, Fyodor Dostoyevsky, William James, T. E. Lawrence, Vaslav Nijinsky y Vincent Van Gogh, y donde Wilson discute su percepción de la alienación social en su obra. El libro fue un éxito de ventas y ayudó a popularizar el existencialismo en Gran Bretaña. Sin embargo, el elogio de la crítica fue breve. Colin Wilson también ha escrito obras sobre temas metafísicos y ocultistas. En 1971 publicó The Occult: A History, realizando una exégesis de Aleister Crowley, G. I. Gurdjieff, Helena Petrovna Blavatsky, la cábala, la magia primitiva, Franz Anton Mesmer, Gregor Rasputin, Daniel Dunglas Home y Paracelso, entre otros. También escribió una biografía especialmente objetiva de Crowley: Aleister Crowley: The Nature of the Beast, así como biografías de Gurdjieff, C. G. Jung, Wilhem Reich, Rudolf Steiner, y P. D. Ouspensky. Originalmente Colin Wilson se concentró en el desarrollo de lo que llamaba la “Facultad X”, que incrementaba la percepción y proporcionaba habilidades como la telepatía o la percepción energética. En sus obras posteriores sugiere la posibilidad de la existencia de vida tras la muerte y de los espíritus, que personalmente analiza como miembro del “Ghost Club”. En 1996 escribió “From Atlantis to the Sphinx”, que en español se publicó con el título “El Mensaje Oculto De La Esfinge”, en el que me he basado para escribir éste y otros artículos.

Una   de   las   razones   por   las   cuales   los   españoles   no   tuvieron   reparo   en   matar   aztecas   era   que   les   horrorizaba   la   tradición   de   sacrificios humanos   que   éstos   tenían.   El   sacerdote   azteca   practicaba   cuidadosamente una incisión en las costillas con un cuchillo de sílex, mientras varios hombres sujetaban los brazos y las piernas de la víctima sobre al altar, y luego introducía su  mano  y   arrancaba  el   corazón  todavía palpitante.  Cuando  la  víctima  era  un bebé, como   ocurría   en   muchos   casos,   no   hacía   falta   sujetarla.   A   menudo tales víctimas se sacrificaban por docenas e incluso, cuando se trataba de prisioneros,   por   cientos   o   miles.  Lógicamente,  los   españoles   lo   consideraban   una costumbre atroz y bárbara. Lo que no sabían era que databa de miles de años y que su finalidad era impedir que los dioses provocaran el fin del mundo   mediante   alguna   catástrofe   violenta,   como   habían   hecho   en   un  pasado remoto. Casi dos siglos más tarde, en   1697,   cuando   un   viajero   italiano   llamado   Giovanni   Careri   visitó México,  encontró   un   país   explotado   por  codiciosos   mercaderes  españoles  y sacerdotes fanáticos e ignorantes que se afanaban en destruir las señales de la antigua civilización.  Dice un cronista: «Encontramos gran número de libros, pero   como   no   contenían   nada   más   que   supersticiones   y   falsedades   del diablo,   los   quemamos».   Giovanni Francesco Gemelli Careri fue un aventurero y viajero italiano del siglo XVII, recordado por ser uno de los primeros europeos que completó una vuelta al mundo sin usar medios propios, pagando su pasaje en diferentes medios de transporte. En sus viajes se inspiró Jules Verne para su novela La vuelta al mundo en ochenta días (1872). Algunos sospecharon que espiaba para el Vaticano en sus viajes.
Gemelli Careri nació en Taurianova en 1651, y murió en Nápoles en 1725. Obtuvo el doctorado en Derecho en la Universidad de los Jesuitas de Nápoles y después de terminar sus estudios entró en la Judicatura por poco tiempo. En 1685 se tomó un tiempo para viajar por Europa (Francia, España, Hungría y Alemania) y en ese viaje fue herido durante el asedio de la ciudad de Buda. En 1687 regresó a Nápoles y volvió a entrar en la Judicatura. También comenzó a trabajar en sus primeros dos libros: Relazione delle Campagne d’Ungheria (1689), con Matteo Egizio de coautor, y en Viaggi in Europa (1693). En esa época Gemelli sufrió varias frustraciones en el desempeño de su profesión legal y se le negaron ciertas oportunidades al no tener un origen aristocrático. Finalmente, decidió abandonar su carrera para hacer un viaje alrededor del mundo. Ese viaje que duró cinco años, le llevaría a escribir su libro más conocido, Giro Intorno al Mondo (publicado en seis volúmenes en 1699-1700). Gemelli Careri comenzó su viaje alrededor del mundo en 1693 con una visita a Egipto, Constantinopla y Tierra Santa. En esa época, la ruta del Próximo Oriente ya empezaba a ser un ingrediente común de cualquier viaje al extranjero, una etapa que ya no merecía la pena contar. Sin embargo, a partir de allí este turista italiano recorrería caminos menos transitados. Después de cruzar Persia y Armenia visitó el sur de la India y entró en China, donde los misioneros jesuitas supusieron que un viajero italiano tan inusual podría ser un espía al servicio del Papa. Este fortuito malentendido le abrió muchas de las puertas más inaccesibles del país y Careri llegó a visitar al emperador en Pekín, asistió a las celebraciones de la Fiesta de las Linternasy recorrió la Gran Muralla China.
Desde Macao, Careri navegó hasta las islas Filipinas, donde se quedó durante dos meses mientras esperaba la salida del galeón de Manila. Según describió en su diario, el medio año de viaje transoceánico a Acapulco fue una pesadilla plagada de alimentos en mal estado, brotes epidémicos y ocasionales tormentas. En México, Careri se convirtió en una celebridad por el sencillo método de narrar sus anécdotas una y otra vez a los aristócratas locales. Entre las anécdotas vividas en México destaca su paso por la población de Zumpango del Río, en el actual estado de Guerrero, ya que estando acampado en el cañón del Zopilote fue sorprendido por un sismo que según sus propias palabras «duró lo que dos padrenuestros». Su curiosidad insaciable le llevó más allá de la capital, visitando varias ciudades mineras y las antiguas ruinas de Teotihuacan. Tras cinco años de vagar alrededor del mundo, Gemelli Careri finalmente regresó a Europa desde Cuba en la flota de Indias. Pero   en   Ciudad   de   México   halló   Careri   a   un sacerdote   que   era   una   excepción:   don   Carlos   de   Sigüenza,   científico   e historiador   que   sabía   hablar   la   lengua   de   los   indios   y   leer   sus   jeroglíficos. Basándose   en   manuscritos   antiguos,   Sigüenza   había   sacado   la   conclusión de   que   los   aztecas   habían   fundado   la   ciudad   de   Tenochtitlán, -así   como   el imperio azteca, en 1325. Antes de ellos hubo la raza de los toltecas y antes de éstos, la misteriosa raza de los olmecas, que vivían en las tierras bajas tropicales y que, según la leyenda, habían llegado por el mar procedentes del Este. Según Sigüenza, procedían de la Atlántida.
Carlos de Sigüenza y Góngora (Ciudad de México; 1645 – 1700) era un científico, historiador y literato novohispano, contemporáneo de Newton y Leibniz. Hijo menor de ocho hermanos, estaba emparentado con el famoso poeta barroco del Culteranismo Luis de Góngora. Su padre fue tutor de la familia real en España y al emigrar al Nuevo Mundo se integró a la burocracia virreinal por el resto de su vida. Con un trabajo seguro y experiencia docente no tuvo dificultades en brindar él mismo la educación básica que necesitaban sus hijos. En 1662, Sigüenza ingresó al colegio jesuita de Tepotzotlán para iniciar sus estudios religiosos, los mismos que continuó en Puebla. En 1667 fue expulsado de la orden por indisciplina. Regresa a la Ciudad de México e ingresa a la Universidad Real y Pontificia. En 1672 asumió el cargo de catedrático de astrología y matemáticas, en el puesto que había ocupado Diego Rodríguez 30 años antes; lo ocupó durante 20 años realizando contribuciones notables, mientras desempeñaba simultáneamente el cargo de capellán del Hospital del Amor de Dios. En 1681 Sigüenza escribió el libro “Manifiesto filosófico contra los Cometas”, en que trataba de calmar el temor supersticioso que provocaba en la gente este fenómeno cósmico. Al separar la superstición de los hechos observables, Sigüenza estaba de hecho separando la astrología de la astronomía, como las concebimos actualmente. El jesuita Eusebio Kino criticó fuertemente este texto desde un punto de vista aristotélico-tomista, pero, lejos de intimidarse, Sigüenza respondió publicando su obra “Libra astronómica y philosóphica” (1690), donde fundamentaba rigurosamente sus argumentos sobre los cometas según los conocimientos científicos más actualizados de su tiempo; contra el tomismo y el aristotelismo del padre Kino citaba autores como Copérnico, Galileo, Descartes, Kepler y Tycho Brahe.
Hasta recientemente se había pensado que el librito publicado por Sigüenza en 1690 que describe las aventuras de un puertorriqueño llamado Alonso Ramírez (“Los infortunios de Alonso Ramírez“) era una pura ficción inventada por el famoso intelectual mexicano. Sin embargo, el historiador Fabio López Lázaro ha ofrecido pruebas documentales tomadas de varios archivos que prueban contundentemente que “Los infortunios” no es ficción sino un relato autobiográfico, cuyo contenido histórico, hasta los detalles más mínimos, no se puede cuestionar. Las intensas lluvias de 1691 anegaron los campos y amenazaron con inundar la ciudad, y una plaga, consecuencia de toda esa humedad, consumió los trigales. Sigüenza utilizó un aparato precursor del microscopio para descubrir que la causa de la plaga era el Chiahuiztli, un insecto semejante a la pulga. Como consecuencia de este desastre, hubo al año siguiente una severa escasez de alimentos que provocó un motín popular. Las multitudes saquearon los comercios de los españoles europeos (gachupines) y provocaron numerosos incendios en los edificios del gobierno. Sigüenza logró rescatar del incendio la biblioteca de la ciudad, salvándola de una gran pérdida. El motín se controló, como es usual, con violencia. Los cálculos de Sigüenza establecieron en unos diez mil el número de los participantes en el motín. Como cosmógrafo real de la Nueva España trazó mapas hidrológicos del Valle de México. En 1693 fue enviado por el virrey como acompañante del almirante Andrés de Pez en un viaje de exploración al norte del Golfo de México y en especial a la península de Florida, donde trazó mapas de la bahía de Pensacola y de la desembocadura del río Misisipi. Probablemente esta experiencia inspiró su novela de aventuras marinas “Los infortunios de Alonso Ramírez”.
En sus últimos años dedicó mucho tiempo a coleccionar material para una historia del México antiguo. Desafortunadamente, la muerte prematura interrumpió este trabajo que no fue retomado hasta siglos después, cuando la conciencia criolla se había desarrollado lo suficiente para interesarse en la identidad de su nación. Al morir donó su valiosa biblioteca con más de 518 libros al colegio jesuita y ordenó que su cuerpo fuera entregado a la medicina, para que se encontrara la cura contra el mal que provocó su muerte. Careri   supo   por   Sigüenza   que   la   civilización   india   también   tenía   sus grandes   pirámides,   incluida   una   en   Cholula   que   era   tres   veces   más   grande que la Gran Pirámide de Gizeh, que Careri había visitado. Siguiendo la recomendación de Sigüenza, Careri se fue a la ciudad de San Juan de Teotihuacán y quedó impresionado al ver las magníficas  Pirámides   de   la   Luna   y   del   Sol,   aun   cuando   ambas   estaban parcialmente enterradas. Lo que le intrigó fue cómo habían logrado los indios transportar   aquellos enormes  bloques   desde   canteras   lejanas. Pero  nadie   supo   decírselo. Tampoco nadie pudo sugerir cómo se las habían arreglado los aztecas para tallar grandes ídolos de piedra sin escoplos de metal, ni cómo los habían subido a la cúspide de las pirámides. Cuando,   en   1719,   Careri   publicó   la   historia   de   su   viaje   alrededor   del mundo   en   nueve   volúmenes,   la   obra   fue   recibida   con   incredulidad   y hostilidad. Sus críticos hicieron correr el rumor de que nunca había salido de Nápoles.   Una   de   las   causas   principales   de   esta   hostilidad   eran   las descripciones de la civilización de los aztecas que hacía Careri. Los europeos  se   negaban  a  creer  que  unos  salvajes  hubieran  sido  capaces de   crear   una   cultura   que   podía   compararse   con   la   de   Egipto   y   la   de   Grecia en la antigüedad.

Muchos viajeros distinguidos visitaron México y describieron sus ruinas. Entre   ellos   el   gran   Alexander   von   Humboldt.  Pero   por   el   motivo   que   fuese sus   descripciones   no   surtieron   ningún   efecto   fuera   de   los   círculos   eruditos. Hasta   mediados   del   siglo   XIX   no   llegaría   el   legado   de   América   del   Sur   a conocimiento   de   un   público   más   amplio.   En   1841,   una   obra   en   tres volúmenes,   titulada   Viaje   al   Yucatán,   obtuvo un inesperado éxito de venta y su autor, un joven abogado de Nueva York que se llamaba John Lloyd Stephens, se hizo célebre de la noche a la mañana en Europa así como en los Estados Unidos. Stephens   ya   había   explorado   la   arqueología   del   Viejo   Mundo,   en   Egipto, Grecia y Turquía. Y al leer el informe de un coronel mexicano que hablaba de enormes pirámides enterradas en la jungla de Yucatán -a orillas del golfo de México-, recurrió a sus influencias políticas y se hizo nombrar encargado de negocios   en   América   Central.   Al   partir   para   ocupar   dicho   puesto,   se   llevó consigo a un artista llamado Frederick Catherwood. Después   de   desembarcar   en   Belice,   Stephens   y   Catherwood emprendieron   viaje   al   interior   siguiendo   la   frontera   entre   Honduras   y Guatemala.   Resultó   más   peligroso   e   incómodo   que   viajar   por   el   Oriente Medio.   Una   guerra   civil   asolaba   el   país   en   aquellos   momentos   y   los   dos hombres   pasaron   una   noche   detenidos   mientras   soldados   borrachos disparaban   sus   fusiles   al   aire.   Después,   se   internaron   en   la   espesa   jungla, donde   las   copas   de   los   árboles   se   juntaban   en   lo   alto   y   el   aire   sofocante estaba lleno de mosquitos. Respiraban el hedor de las materias vegetales en descomposición y sus caballos se hundían a menudo hasta el vientre en los pantanos.   Stephens   casi   había   perdido   la   fe   cuando   un   día   se   encontraron con un muro  construido  con bloques  de  piedra en el  que había un tramo de escalones que subían hasta una terraza. El guía indio atacó las lianas con su  machete y luego, al apartarlas, dejó al descubierto una especie de estatua que   parecía   un   inmenso   tótem  cuya  altura   era   más   del   doble  de   la   estatura de un hombre. Un rostro inexpresivo con los ojos cerrados les miraba desde arriba; los motivos decorativos eran tan ricos y estaban tallados de forma tan primorosa,   que   parecía   alguna   de   las   estatuas   de   Buda   que   se   encuentran en la India. Sin duda alguna se encontraban ante la obra de una civilización muy   avanzada.  

Durante   los   días   siguientes   Stephens   se   dio   cuenta   de   que se hallaba al borde de una ciudad magnífica y enterrada casi totalmente en la jungla. Se llamaba Copán y en ella había restos de enormes pirámides esca- lonadas -parecidas a la de Sakkara- que formaban parte del complejo de un templo. El indio que era propietario del lugar, un tal don José María, al principio se   mostró   irritado   ante   la   presencia   de   intrusos   extranjeros,   pero   pronto   se avino a  razones  cuando éstos le  propusieron comprar la ciudad de la  jungla por   una   suma   inmensa   que   superaba   todas   sus   expectativas.   De   hecho,   la oferta   -50   dólares-   le   convenció   de   que   estaba   tratando   con   un   par   de imbéciles,   pero   aceptó   sin   dejar   que   se   le   notara   la   perplejidad   que   le producía   el   deseo   de   comprar   una   propiedad   que   no   valía   nada.   Stephens dio una fiesta y ofreció cigarros a todo el mundo, incluso a las mujeres. En - Viaje   al   Yucatán,   libro   de   Stephens,   el   mundo   civilizado   tuvo   por primera vez noticia de los mayas, que eran un pueblo antiguo que precedió a los   toltecas   (con   quienes   coincidió   en   parte)   y   que   había   construido   Copán hacia el año 500 d. de C.; en otro tiempo sus ciudades se habían extendido de Chichén Itzá -en Yucatán- a Copán, de Tikal en Guatemala a Palenque en Chiapas.   Sus   templos   eran   tan   magníficos   como   los   de   Babilonia;   sus ciudades, tan elegantes como París o Viena en el siglo XVIII; su calendario, tan complejo y preciso como el del antiguo Egipto. Sin   embargo,   los   mayas   también   representaban   un   gran   misterio.   Hay pruebas   de   que,   hacia   el   año   600   d.   de   C.,   decidieron   abandonar   sus ciudades;   su   método,   al   parecer,   consistía   en   trasladarse   a   un   nuevo   lugar de   la   jungla   y   construir   allí   otra   ciudad.  

En   un   principio   se   pensó   que   eran expulsados por sus enemigos. Pero luego, al aumentar el conocimiento de su sociedad,   resultó   claro   que   no   tenían   enemigos;   en   su   propio   territorio   eran supremos. También hubo que descartar que la causa fuese alguna catástrofe natural -un terremoto o unas inundaciones, por ejemplo-, toda vez que no se encontró   ninguna   señal   de   destrucción.   Y   si   la   causa   hubiera   sido   alguna plaga, los cementerios habrían estado llenos y no era así tampoco. La   teoría   más   verosímil   es   la   que   propuso   el   arqueólogo   norteamericano Sylvanus Griswold Morley, que creía que el origen de los mayas se   remontaba   al   2500   a.   de   C.   Morley   señaló   que   las   ciudades   mayas sugerían una rígida estructura jerárquica, con los templos y los palacios de la nobleza en el centro, y las chozas de los campesinos dispersas alrededor de los   bordes.   En   la   sociedad   maya   no   existía   «clase   media»,   sino   sólo campesinos y aristócratas (los sacerdotes se contaban entre éstos). La tarea de los campesinos consistía en mantener a las clases altas con su trabajo… en particular, el cultivo del maíz. Pero sus métodos agrícolas eran primitivos: arrojar   semillas   dentro   de   un   agujero   hecho   con   un   palo.   Al   parecer,   no sabían   nada   sobre   la   conveniencia   de   dejar   que   ciertos   campos «descansaran», es decir, dejarlos en barbecho. A causa de ello, la tierra que rodeaba las ciudades se volvía yerma poco a poco y entonces era necesario mudarse a otra parte. Además, debido a la rigidez de la estructura social, la clase   gobernante   no   recibía   sangre   nueva.   De   manera   que   la   tierra   de labranza   perdió   su   fuerza,   la   población   campesina   creció,   la   decadencia   de los   gobernantes   fue   en   aumento,   la   sociedad   empezó   a   desmoronarse lentamente…   y   un   pueblo   otrora   grande   cayó   en   el   primitivismo,   lo   cual confirma la sospecha del académico norteamericano Charles Hutchins Hapgood, estudioso de los períodos glaciares, así como de las grandes alteraciones climáticas del planeta debidas a los cuatro grandes cambios de posición de los polos, de que la historia puede retroceder.
El libro de Stephens inspiró a un abad francés, Charles Étienne Brasseur   de   Bourbourg,   que   decidió   seguir   sus   pasos   en   México.   En Guatemala   encontró   el   libro   sagrado   de   los   indios   quichés,   el   Popol   Vuh,   lo tradujo al francés y lo publicó en 1864. Aquel mismo año sacó una traducción de la   Relación de las cosas de Yucatán, del obispo Diego   de   Landa,   obra   de   inmenso   valor   que   escribió   uno   de   los «conquistadores»   españoles   originales   y   que   estaba   acumulando   polvo   en los   archivos   de   Madrid.   Su   obra   en   cuatro   volúmenes   Historia   de   las  naciones   civilizadas   de   Méjico   y   de   la   América   Central   en   los   siglos  anteriores   a   Cristóbal   Colón   fue   reconocida   inmediatamente   como   la   más importante  que  se  había  escrito  sobre  el   tema  hasta  entonces.   Pero   uno   de sus   descubrimientos   más   interesantes   fue   un   libro   religioso   de   los   mayas conocido   por   el   título   de   Troano   Codexque   más   adelante,   al   encontrarse una   segunda   parte,   se   convertiría   en   el   Codex   Tro-Cortesianus,  propiedad de un descendiente de Cortés, porque fue en este libro donde Brasseur vio que   se   mencionaba   una   gran   catástrofe   que   había   convulsionado   América Central   en   un   pasado   remoto.  Brasseur   declaró   que   el   año   podía identificarse   como   el   9937   a.   de   C. y   destruyó   gran   parte   de   la   civilización existente en aquella remota época. Brasseur había conocido a nativos que conservaban la tradición oral relativa a   la   destrucción   de   un   gran   continente   en   el   océano   Atlántico,   y   no   tenía ninguna duda, al igual que el  Codex,  de que se referían a la destrucción de la Atlántida.   Seguidamente   conjeturó   que   era   en   la   Atlántida   donde   tenían   su origen las civilizaciones de Egipto y América del Sur. Esta conjetura pareció encontrar   confirmación   en   una   crónica   de   un   gran   cataclismo   que   se describía   en   los   escritos   de   la   tribu   náhuatl,   cuya   lengua   había   aprendido directamente   Brasseur   de   un   descendiente   de   Moctezuma.   Sugirió   que Quetzalcóatl,   el   dios   blanco   que   llegó   del   mar,   era   un   habitante   de   la Atlántida perdida.
El náhuatl (que deriva de nāhua-tl, “sonido claro o agradable” y tlahtōl-li, “lengua o lenguaje“) es una lengua uto-azteca que se habla principalmente por nahuas en México y en América Central. Surgió por lo menos desde el siglo VII. Desde la expansión de la cultura tolteca a finales de siglo X en Mesoamérica, el náhuatl comenzó su difusión por encima de otras lenguas mesoamericanas hasta convertirse en lingua franca de buena parte de la zona mesoamericana, en especial bajo los territorios conquistados por el imperio mexica, también llamado imperio azteca, desde el siglo XIII hasta su caída (el 13 de agosto de 1521) en manos de los españoles, motivo por el cual a la lengua náhuatl también se le conoce con el nombre de lengua mexicana. De hecho los hablantes de la lengua náhuatl llaman a este idioma mexicatlahtolli o lengua mexicana y los hablantes bilingües (los que hablan español y náhuatl) llaman a este idioma mexicano. Otras fuentes señalan que la lengua náhuatl originalmente se conocía como tzemanauacatlahtolli,  y que por la dificultad de pronunciación, fue reducida simplemente anáhuatl, aunque también recibe el nombre de mexicano o lengua mexicana. El náhuatl comenzó a perder hablantes conforme se fueron imponiendo los españoles en el continente, junto con el castellano como nueva lengua dominante en Mesoamérica; sin embargo, los europeos siguieron usando el náhuatl con propósitos de conquista a través de los misioneros, llevando la lengua a regiones donde previamente no había influencia náhuatl. El náhuatl es la lengua nativa con mayor número de hablantes en México, con aproximadamente un millón y medio, la mayoría bilingüe con el español. Su uso se extiende desde el norte de México hasta Centroamérica.
El náhuatl pertenece a la familia yuto-nahua (yuto-azteca) y, junto con el extinto pochuteco y el pipil, conforma el grupo aztecoide de dicha familia de lenguas. Dentro de la familia yuto-azteca el grupo aztecoide es especialmente cercano al grupo corachol (cora, huichol), formado por lenguas situadas al noroeste del foco de origen del náhuatl. El parentesco es algo más distante con el grupo tepimano (pápago, tepehuán) y el grupo taracahita. Desde un punto de vista tipológico, resalta su importancia como ejemplo de idioma aglutinante, particularmente en la morfología verbal y en la formación del léxico. Tipológicamente es además una lengua de núcleo final, en el que el modificador suele preceder al núcleo modificado. Existe un número importante de variedades (dialectos) de náhuatl que difieren sistemáticamente, y aunque en general el grado de inteligibilidad mutua entre variantes de náhuatl es alto, el náhuatl clásico probablemente era parcialmente ininteligible con el pipil o el pochuteco. El náhuatl se clasifica en la familia uto-azteca y es la lengua hablada por el mayor número de grupos étnicos distintos en México. También fue ampliamente usada desde los siglos XIV a XVII como lingua franca en amplias zonas de Mesoamérica. Sin embargo, el origen ancestral de esta lengua estaría según la evidencia disponible fuera de Mesoamérica. Los hablantes de náhuatl llegaron al valle de México a mediados del primer milenio d. C., asentándose el grupo mexica (o azteca) desde mediados del siglo XIII. Éstos procedían del noroeste, de Michoacán y Jalisco, y muy posiblemente de Nayarit. Hacia el año de 900 d. C., una nueva oleada de inmigrantes, de habla náhuatl, penetró en el área de las grandes civilizaciones de Mesoamérica. Muy probablemente los toltecas eran nahuaparlantes.
Se piensa que la influencia de la cultura Mexica y su lengua náhuatl llegó más allá de las fronteras del Valle de Anáhuac hasta Aridoamérica y Oasisamérica en América del Norte y hasta Nicaragua en Centroamérica. Gerardo Said escribe que dicha influencia abarcaba desde al norte del trópico de cáncer al norte de la República Mexicana hasta el sur de Norteamérica Nicān Ānāhuac’ ‘hasta aquí el Anáhuac’. Los aztecas o mexicas, quienes fundaron su capital México-Tenochtitlan en 1325, hablaban una variedad de náhuatl central, y al extenderse su imperio a través de una gran parte del centro y sur de lo que ahora es la República Mexicana, la lengua se difundió considerablemente. Ya era hablado en algunas zonas que hoy abarcan el valle de Anáhuac; hoy el Distrito Federal y los estados limítrofes como México, Morelos, Hidalgo, Puebla, Veracruz y Guerrero. Algunos nahuas de esta región han conservado su lengua autóctona hasta la época moderna. Los grupos étnicos de origen nahua conformaron varias ciudades estados ya desde el siglo XII: tecpanecas, tlaxcaltecas, xochimilcas, huexotzingas, acolhuas, texcocanos, cholultecas, etc. Sin embargo, el náhuatl es mejor conocido por su uso entre los mexicas o aztecas, por ser éste el grupo que logró la hegemonía militar y cultural sobre los demás. Desde los primeros tiempos, siempre ha existido una fragmentación dialectal de cierta importancia que se ha profundizado en los últimos 500 años. El náhuatl clásico no es otra cosa que la variedad usada durante el siglo XVI en el Valle de México, particularmente la de México-Tenochtitlan (la actual ciudad de México), la cual fue compilada por diversos misioneros europeos. Existe evidencia de la presencia del náhuatl en toda la zona conocida como Mesoamérica, si bien su origen mítico apunta a la parte de México conocida como Aridoamérica y Oasisamérica.
Durante la última parte del imperio azteca, existieron escuelas y academias en las cuales, entre otras actividades culturales, se enseñaba a la juventud a hablar bien, a memorizar, a recitar, a cantar sin y con acompañamiento instrumental (con teponaztli, huehuetl y ayacachtli, principalmente), y a “ensartar palabras bellas“. En los templos había toda una escuela asalariada de compositores de poesía y canto en servicio del sacerdocio y la nobleza. Las obras literarias en náhuatl previas a la conquista toman la forma de escritura en parte pictográfica con elementos fonéticos, que seguramente se usó para memorizar las tradiciones orales. La introducción del alfabeto latino por los frailes españoles desempeñó un importante papel en la preservación de parte de la cultura mexica, mientras que la otra parte fue abandonada por los indígenas en favor de la traída por los mismos españoles o directamente destruida por éstos. La obra de Bernardino de Sahagún (1530-1590) tuvo una importancia crucial, pues contiene una investigación enciclopédica sobre la civilización mexica y muchos ejemplos de escritos históricos, religiosos, medicinales y poéticos, en una amplia variedad de temas y estilos. A partir de 1521, de la caída de Tenochtitlan ante las tropas tlaxcaltecas aliadas con los españoles, comenzó un enorme proceso de evangelización que requería el conocimiento de la lengua del imperio conquistado. Así, el náhuatl que había sido lingua franca del imperio azteca, extendiéndose con sus diversos dialectos por todo el centro de México y hasta América Central, siguió siendo usado ampliamente e incluso extendido después de la conquista. El franciscano Juan de Zumárraga, primer obispo de Tenochtitlan, introdujo la imprenta en Nueva España. Esto permitió la publicación de la Doctrina cristiana breve traducida en lengua mexicana, salida de la prensa en 1546, obra de fray Alonso de Molina en náhuatl.
Fray Andrés de Olmos, colaborador de Zumárraga y figura clave en la historia etnográfica y lingüística mexicana, es el primero en escribir una gramática en lengua náhuatl. Una gramática posterior, que data de 1645, ha sido empleada con frecuencia como modelo para métodos de estudio modernos. En el siglo XVI, adoptó el alfabeto latino a consecuencia de la colonización española, escribiéndose de acuerdo a las normas ortográficas del castellano del siglo XVI. Esta forma de escribir el náhuatl perdura hasta nuestros días y se conoce a veces como náhuatl clásico o simplemente náhuatl, por oposición al náhuatl moderno, cuya ortografía no ha sido regulada. Un aspecto poco estudiado del náhuatl en el período colonial es que también fue usado durante el proceso de colonización de las Filipinas, llevada por los indígenas mexicanos y algunos criollos que llegaron al archipiélago para realizar trabajos fuertes y labores administrativas, respectivamente. En particular, el tagalo presenta influencia del náhuatl en una proporción notoria de su vocabulario. Unos pocos ejemplos de esto son las siguientes palabras en tagalo: kamote (camote, camotli), sayote (chayote, hitzayotli), atswete (achiote, achiotl), sili (chile, chili), tsokolate (chocolate, xocolatl), tiyangge (tianguis, tianquiztli), sapote (zapote, tzapotl). Sin embargo, algunas otras lenguas minoritarias de Filipinas no sólo recibieron esta influencia en el plano semántico, sino también en su gramática y en muchas expresiones cotidianas, al grado que es muy notoria en fórmulas de cortesía y en oraciones católicas como el Padre Nuestro, que aparece como una mezcla de al menos tres lenguas de tres troncos lingüísticos distintos (castellano, náhuatl y la lengua nativa filipina).
En   el   colegio   de   San   Gregorio,   en   Ciudad   de   México,   Brasseur descubrió un manuscrito en náhuatl (al que dio el nombre de   Chimalpopoca  Codex),   por   el   cual   se   enteró   de   que   el   inmenso   cataclismo   se   había producido hacia el 10500 a. de C., pero no fue una sola catástrofe, tal como la   describía  Platón,  sino  una  serie  de  cuatro   como  mínimo,  cada  una  de  las cuales fue resultado de un desplazamiento del eje de la Tierra. Estas   ideas   tan   desprovistas   de   rigor   académico   difícilmente   podían excusarse, ni siquiera en alguien cuyo conocimiento de la cultura de América Central   era   mayor   que   el   de   la   mayoría   de   los   profesores,   y   en   sus   últimos años   Brasseur   fue   objeto   de   más   burlas   de   las   que   le   correspondían.   Sin embargo, muchas de sus teorías las corroborarían más adelante los «mapas de  los  antiguos  reyes  del  mar» de  Hapgood, a la  vez  que Graham  Hancock cita   Nature   en el  sentido de  que la  última  inversión de los polos magnéticos de la Tierra ocurrió hace 12.400 años: dicho de otro modo, hacia el 10400 a. de   C.   Brasseur   creía   que   existió   una   antigua   civilización   de   navegantes mucho antes de que aparecieran las primeras ciudades en el Oriente Medio y que   sus   marineros   llevaron   su   cultura   a   todo   el   mundo.   También   creía   que formaba   parte   de   su   religión   el   culto   a   Sirio,   la   estrella   perro,   lo   cual   se anticipaba   a   los   sorprendentes descubrimientos   que   Marcel   Griaule   y   Germaine   Dieterlen hicieron entre los dogon africanos  en el decenio de 1930. Entre 1864 y 1867, la historia de México tomó un giro cuando   el   gobierno   francés,   bajo   Napoleón   III,   envió   una expedición   militar   encabezada   por   el   archiduque   Maximiliano   de   Austria, hermano del emperador Francisco José, para que pusiera fin a la guerra civil reclamando el trono. Maximiliano, que era un liberal de carácter apacible, fomentó   las   artes,   subvencionó   la   investigación   de   las   pirámides   de Teotihuacán y se esforzó al máximo por hacer frente a la corrupción total que formaba parte de la vida mexicana.
Traicionado por Napoleón III, que decidió retirar   su   ejército,   Maximiliano   fue   capturado   por   el   general   rebelde   Porfirio Díaz y fusilado. La emperatriz Carlota, su esposa, se volvió loca y no recuperó   el   juicio   durante   el   resto   de   su   larga   vida, muriendo  en   1927.   Pero Maximiliano   dejó   un   rico   legado   a   los   historiadores:   una   biblioteca   de   cinco mil volúmenes sobre la cultura maya que compró a un coleccionista llamado José María Andrade y que fue enviada a Europa. Entre   los   europeos   que   huyeron   de   México   a   raíz   de   la   ejecución   de Maximiliano   se   encontraba   un   joven   francés   llamado   Desiré   Charnay   que había   sido   el   primero   en   fotografiar   las   ruinas   con   una   cámara   oscura. Mientras   sus   ayudantes   instalaban   la   cámara,   Charnay   se   entretuvo pinchando el suelo con su daga y descubrió objetos de cerámica y huesos. El hallazgo despertó en él una pasión por las excavaciones que duraría toda su vida. Volvería a México en 1880, en busca de Tollan, la legendaria capital de los   toltecas.   Convencido   de   que   estaba   debajo   del   poblado   indio   de   Tula, ochenta  kilómetros   y   pico   al   norte   de   ciudad   de   México,   Charnay   empezó   a excavar allí y no tardó en encontrar bloques de basalto de un metro ochenta y   pico   de   longitud   que   supuso   que   eran   los   pies   de   unas   estatuas   enormes que sostenían algún edificio grande. Llamó a estas estatuas «atlantes», de lo cual   se   deduce   que,   al   igual   que   tantos   otros   arqueólogos   de   América Central, creía que las civilizaciones de América del Sur tenían su origen en la Atlántida.   Esto   fue   suficiente   para   que   el   mundo   académico   le   mirase   con profunda suspicacia. Charnay   estudió   seguidamente   las   ruinas   de   otra   ciudad   maya,   Palenque, en Chiapas, descubiertas en 1773 por fray Ramón de Ordóñez, que luego   había   escrito   un   libro   en   el   cual   declaraba   que   la   «Gran   Ciudad   de   las Serpientes»   la   había   fundado   un   hombre   blanco   que   se   llamaba   Votan   y había   llegado   de   alguna   parte   de   la   otra   orilla   del   Atlántico   en   el   pasado remoto. 
Ordóñez  afirmaba  haber  visto  un  libro  escrito, en idioma quiché,  por  Votan y   quemado   por   el   obispo   de   Chiapas,   en   1691,  en   el   que  Votan   se   identificaba como ciudadano de «Valim Chivim», que Ordóñez creía que era Trípoli, en la antigua Fenicia.        Bajo el calor húmedo de la Ciudad de las Serpientes, Charnay tuvo que  conformarse   con   hacer   moldes   de   cartón   piedra   de   los   frisos,   que   la vegetación   ya   estaba   destruyendo.   En   la   ciudad   yucateca   de   Chichén   Itzá, que los mayas habían construido después de abandonar las ciudades que edificaran en Guatemala, Charnay vio confirmada su creencia de que la civilización maya tenía las misma raíces que las de Egipto, la India e incluso   China   y   Tailandia.   Las   pirámides   escalonadas   le   recordaron   Angkor   Vat. Pero   Charnay   se   inclinaba   a   creer   que   el   origen   de   los   toltecas   estaba   en Asia. Más adelante, en uno de los conjuntos de ruinas menos explorados de Yaxchilán,que Charnay rebautizó con el nombre de Lorillard, en hono de su patrono,   quedó   hondamente   impresionado   al   contemplar   un   relieve   en   el que se veía un hombre arrodillado ante un dios y, al parecer, pasándose una larga   soga   por   un   agujero   de   la   lengua,   lo   cual   recordó   a   Charnay   que   los  adoradores   de   la   diosa   hindú   Siva   también   rinden   homenaje   a   ésta   pasándose una soga por la lengua perforada. Al volver a Francia, Charnay publicó un libro titulado  Anciennes villes du  Nouveau   Monde,   pero   la   obra   no   logró   mejorar   su   reputación   entre   los estudiosos   y   Charnay   se   retiró   a   Argel   y   se   dedicó   a   escribir   novelas   hasta que en 1915 murió a la edad de 87 años.
Augustus   Le   Plongeon,   contemporáneo   de   Charnay,   se   mostraba todavía   menos   preocupado   por   su   reputación   académica   y   el   resultado   es que   su   nombre   raramente   se   encuentra   en   los   libros   que   tratan   de   América Central. Augustus Le Plongeon (1825-1908) fue un fotógrafo, anticuario, arqueólogo amateur, británico. Hizo estudios de diversos yacimientos arqueológicos precolombinos, particularmente de la civilización maya en la península de Yucatán. A pesar de que sus escritos contienen numerosas nociones de carácter excéntrico rechazadas por el medio científico, Le Plongeon constituye una fuente inapreciable de material fotográfico sobre las ruinas arqueológicas y los glifos de la escritura maya, antes de que muchos de estos fueran dañados por el tiempo y los saqueadores. Gracias a esto se le considera un mayista. También debe ser visto como uno de los primeros proponentes del mayanismo (no confundir con los mayistas), por sus ideas de carácter esotérico y mesmerista. Escribió una historia en la que expuso la hipótesis de la fundación del antiguo Egipto por los mayas, pueblo que, según su decir, también habría habitado la Atlántida. Le Plongeon, quien practicó la franco masonería, estaba convencido de que las semillas de tal escuela de pensamiento habían sido sembradas por la civilización maya. Sus teorías fueron consideradas fantasiosas por sus coetáneos, también mayistas, como Désiré Charnay, Teoberto Maler y Alfred Maudslay. Nació en la isla de Jersey el 4 de mayo de 1825. Le Plongeon estudió y se graduó en la Escuela Politécnica de Francia en París. Viajó a Sudamérica teniendo 19 años y tras un naufragio, vivió en Chile. Más tarde, en 1851, estudió fotografía en Londres. Retornó al continente americano, esta vez a Perú, donde en 1862 abrió un estudio fotográfico en Lima.
Fue a partir de entonces que comenzó a utilizar la fotografía como instrumento valioso en la arqueología. Permaneció en Perú durante ocho años, durante los cuales fotografió extensamente los yacimientos arqueológicos Incas. En 1870, viajó a San Francisco (California) en donde dio cursos y conferencias en la Academia de Ciencias de California sobre arqueología y también sobre las causas de los temblores de tierra. En 1871, regresó a Inglaterra y estudió en el Museo Británico los manuscritos existentes en la época sobre Mesoamérica. La lectura de la obra de Charles Etienne Brasseur de Bourbourg le condujo a pensar que la civilización, en su conjunto, tenía sus orígenes en las regiones que el había explorado. Creyó que la cultura maya se había extendido a través del sudeste de Asia. Que viajeros de esta civilización estuvieron en la Atlántida y que de ahí habrían llegado al Medio Oriente en donde fundaron la civilización egipcia. Aunque en la época de Le Plongeon muchos estudiosos afirmaban que la civilización maya era más tardía que la egipcia, las afirmaciones del fotógrafo encontraron un cierto eco y credibilidad. En Londres, Le Plongeon se casó con Alice Dixon, con la que trabajó hasta el final de su vida. En 1873, perfeccionó su práctica de la fotografía con quien fue el padre de la fotografía moderna, William Henry Fox Talbot. Augustus le Plongeon murió en Brooklyn en 1908. Su esposa Alicia, dos años más tarde, en 1910.
Le Plongeon vivió en Yucatán de 1873 a 1885 buscando las pruebas de su hipótesis respecto de la conexión entre los mayas y los egipcios. Su esposa, Alicia, y él tomaron durante ese tiempo cientos de estereogramas, fotografías tridimensionales. Lograron así un registro muy completo de los yacimientos mayas que visitaron, entre otros Chichén Itzá y Uxmal. Se dice que hacían el revelado de sus placas fotográficas en la oscuridad de los monumentos arqueológicos mayas. En Chichén Itzá, descubrieron una estatua a la que nombraron Chac Mool y aunque el nombre que le asignaron no encuentra su raíz en la propia designación de los mayas, los arqueólogos que los han sucedido siguieron utilizando el nombre para referirse a ese tipo de esculturas mayas consistentes normalmente de un monolito esculpido en forma de cuerpo humano reclinado, con las piernas dobladas a manera de crear un asiento en la parte abdominal del cuerpo que se cree fue utilizado como piedra de sacrificios. Le Plongeon también es conocido por su tentativa de traducir el Códice Troano, una parte del Códice de Madrid. Esta traducción fue vista en su época con gran esceptisismo y actualmente reconocida por los expertos como totalmente errónea, producto solamente de la imaginación de su autor. Pretendía Plongeon, por ejemplo, que en el códice se relataba la destrucción de Mu, que él asoció a la Atlántida. En los años 1880 cuando otros mayistas habían ya aceptado que la civilización maya era posterior a la egipcia, Le Plongeon siguó insistiendo en lo contrario y fustigó a los arqueólogos de escritorio que según él, no podían científicamente contradecir su teoría, que había sido demostrada en el terreno. Pero las pruebas rápidamente se volvieron irrefutables y Le Plongeon se encontró finalmente ignorado por la comunidad científica. Los trabajos de Le Plongeon se encuentran actualmente en el Centro Getty de Los Ángeles, California.
A   los   cuarenta   y cinco   años   de   edad,   Le   Plongeon   ya   había   sido   buscador   de   oro   en California,   abogado   en   San   Francisco   y   director   de   un   hospital   en   Perú, donde   nació   su   interés   por   las   ruina   antiguas.   Tenía   cuarenta   y   ocho   años cuando en compañía de Alice, su joven esposa inglesa, zarpó de Nueva York con destino a Yucatán en 1873. Para entonces México se hallaba bajo el firme dominio de Porfirio Díaz, que   había   fomentado   la   corrupción   que   tanto   consternara   a   su   predecesor, Maximiliano. De hecho, México había retrocedido a lo tiempos de los mayas y existían   en   el   país   una   clase   gobernante   todopoderosa   y   una   clase campesina   intimidada   cuyas   tierras   eran   confiscadas   para   dárselas   a   los ricos.   A   causa   de   ello,   los   indios   de   la   regiones   más   lejanas, como Yucatán,   se   rebelaban   con   frecuencia   y   cuando   Le   Plongeon   y   su   esposa fueron   a   Chichén   Itzá   por   primera   vez   necesitaron   que   les   protegieran   los soldados.   Pero   Le   Plongeon   aprendió   la   lengua   maya   y   pronto   empezó   a explorar la selva solo. Comprobó que los indios eran amistosos y corteses y no tardo en ser conocido por el nombre de Gran Barba Negra. Basándose   en   conchas   de   ostra   encontradas   en   la   región   del   lago Titicaca,   junto   a   la   frontera   de   Bolivia   y   Perú,   Le   Plongeon   había   sacado   la conclusión   de   que   en   algún   momento   del   pasado   remoto   el   lago   debía   de estar   al   nivel   del   mar   y,   por   consiguiente,   algún   gran   cataclismo   debía   de haberlo levantado cuatro kilómetros y pico hasta su ubicación actual. Entre los indios de Yucatán oyó hablar otra vez de la gran catástrofe. Los indios de la selva le dijeron que conservaban una tradición ocultista.

Le Plongeon averiguó que   los   indios   nativos   de   su   tiempo   seguían   practicando   la   magia   y   la adivinación, que  sus  hechiceros  eran capaces  de  rodearse de  nubes  e incluso   de   parecer   que   se   hacían   invisibles   y   de   materializar   objetos extraños   y   asombrosos.   Le   Plongeon   dice   que   a   veces   el   lugar   donde actuaban   parecía   temblar   como   si   se   estuviera   produciendo   un terremoto,   o   dar   vueltas   y   más   vueltas   como   si   se   lo   llevara   un tornado…   Le   Plongeon   sacó   la   conclusión   de   que   debajo   de   la   vida prosaica   de   los   indios   fluía   una   rica   y   viva   corriente   de   sabiduría   y prácticas   ocultas,   cuyas   fuentes   estaban   en   un   pasado   antiquísimo, mucho más allá del ámbito de la investigación histórica normal. Le   Plongeon   tenía   la   impresión   de   que   de   vez   en   cuando   los   indios bajaban   la   máscara   lo   suficiente   para   que   él   pudiera   atisbar   «un   mundo   de realidad   espiritual,   a   veces   de   belleza   indescriptible,   otras   veces   de   horror inexpresable». Le Plongeon aprendió a descifrar jeroglíficos mayas de un indio de 150 años   de   edad.   Los   eruditos   pondrían   en   duda   las   interpretaciones   que   Le Plongeon hizo de estos jeroglíficos, pero su capacidad quedó demostrada al descubrirse   una   estatua   enterrada   siete   metros   y   pico   debajo   de   Chichén Itzá,   en   el   lugar   que   se   describía   en   una   inscripción   maya   que   vio   en   una pared.   Para   referirse   al   objeto   enterrado   la   inscripción   utilizaba   la   palabra chacmool   (que   significa   «zarpa   de   jaguar»);   resultó   ser   la   enorme   figura   de un hombre apoyado en los codos, la cabeza vuelta 90 grados. Con la ayuda de   sus   excavadores,   Le   Plongeon   la   subió   a   la   superficie.   Pero   sus esperanzas de mandarla a Filadelfia para que la expusieran al público se vieron   defraudadas   por   las   autoridades   mexicanas,   que   se   incautaron   de   ella antes   de   que   saliese   de   la   capital   de   la   región.   Ahora   se   reconoce   que   los chacmools   son   figuras   rituales, que   probablemente   representan   guerreros caídos   que   hacen   de   mensajeros   de   los   dioses,   y   el   receptáculo   que   a menudo se encuentra en el pecho está destinado a contener el corazón de la  víctima de un sacrificio.
El   fruto   de   los   estudios   de   textos   mayas   que   llevó   a   cabo   Le   Plongeon fue una serie de convicciones que en muchos aspectos se hacían eco de las de   Brasseur   y   Charnay,   aunque   las   de   Le   Plongeon   iban   aún   más   lejos. Charnay se había sentido inclinado a creer que la civilización había llegado a América   del   Sur   desde   Asia   o   Europa,   mientras   que   Brasseur   creía   que   su origen estaba en la Atlántida. Le Plongeon pensaba que había empezado en América   el   Sur   y   se   había   desplazado   hacia   el   este.   Citó   el   Ramayana,   la  epopeya hindú que escribió el poeta Valmiki en el siglo III a. de C., y declaró que   la   India   había   estado   poblada   por   conquistadores   navegantes   en   la antigüedad   remota.   Valmiki   daba   a   estos   conquistadores   el   nombre   de «nagas»,   y   Le   Plongeon   señaló   su   parecido   con   la   palabra   «naacal»,   los sacerdotes o «adeptos» mayas que, según la mitología maya, viajaban por el mundo   enseñando   sabiduría.   Al   igual   que   Brasseur,   Le   Plongeon   citaba   el mito mesopotámico según el cual la civilización fue traída al mundo por unos seres procedentes del mar que se llamaban  oannes,   y  señaló que la palabra maya   oaana   significa   «el   que   vive   en   el   agua».   De   hecho,   Le   Plongeon dedicó mucho espacio a hablar de las similitudes entre la lengua maya y las lenguas   antiguas   del   Oriente   Medio.   Tanto   en   lengua   acadia   como   en lengua   maya,   la   palabra   kul   se   refiere   al   trasero   y  kun,   a  los   genitales femeninos,   lo   cual   sugiere   que   palabras   que   todavía   utilizamos   tienen   un origen en común. Pero la aportación más controvertida de Le Plongeon fueron sus traducciones   del   Troano   Codex,   que   Brasseur   fue   el   primero   en   estudiar.   Al   igual que Brasseur, se mostró de acuerdo en que la obra contenía referencias a la catástrofe  que  destruyó   la  Atlántida.  Aunque,  por  lo  que  Le  Plongeon  pudo determinar,   parece   ser   que   los   mayas   llamaban   Mu   a   la   Atlántida.   El   texto hablaba de terremotos terribles que duraban trece  chuen  (tal vez “días”) y hacían que   la   tierra   se   levantara   y   se   hundiera   varias   veces   antes   de   romperse   en pedazos.  

La   fecha   que   indica   el   códice, «el   año   seis   Kan,   y   el   undécimo Mulac», significa, según tanto Brasseur como Le Plongeon, 9500 a. de C. Le Plongeon   afirmaría   más   adelante   que   había   descubierto   en   las   ruina de Kabah, al sur de Uxmal, un mural que confirmaba esta fecha, y en Xochicalco, otra inscripción sobre el cataclismo. Le Plongeon tenía fama de ser hombre dado a las fantasías románticas y   esta   fama   pareció   verse   confirmada   por   su   libro   Queen   Moo   and   the  Egyptian   Sphinx   (1896),   en   el   cual   argüía   que   los   legendarios   reina   Moo   y príncipe Aac de los mayas son el origen de los egipcios Isis y Osiris y que los datos del  Troana Codex  indican que la reina Moo tenía su origen en Egipto y volvió allí más adelante. También conjetura que el hecho de que la Atlántida se   hundiera   en   el   decimotercer   chuen   puede   ser   el   origen   de   la   moderna superstición   relativa   el   número   trece   y   sugiere   que   esto   puede   explicar   por qué   el   calendario   maya   se   basa   en   el   citado   número,   lo   cual   es   más verosímil. Las   conjeturas   de   esta   clase   relegaron   a   un   segundo   término   algunas observaciones   más   importantes   que   hizo   Le   Plongeon.   Por   ejemplo,   que   la relación   de   la   altura   con   la   base   de   las   pirámides   mayas   representaba   la Tierra,  como en el caso de la Gran Pirámide de Gizeh. También arguyó que la   unidad   de   medida   de   los   mayas   era   una   cuarentamillonésima   parte   de   la circunferencia   de   la   Tierra,   sugerencia   que   cabría   considerar   absurda   si   no fuera por el hecho de que los egipcios también parecían conocer la longitud del ecuador.
 
El   matrimonio   Le   Plongeon   pasó   doce   años   en   América   Central   y regresó a Nueva York en 1885. Augustus Le Plongeon tenía la esperanza de que   su  vuelta   fuese   triunfal,   pero   lo   cierto   es   que  los   últimos   veintitrés   años de su vida serían una decepción constante. Los eruditos le consideraban un chiflado   que   creía   en   la   magia   y   en   una   cronología   que   a   ellos   les   parecía absurda. Porque, en aquella época,   todo   el   mundo   creía  que   las   primeras   ciudades   se construyeron  alrededor  del   4000  a.   de   C.  Pasarían  setenta   años   más  antes de  que se  hiciera  retroceder  esta cifra  hasta  el  8000  a.  de C. e  incluso  esta fecha era mil quinientos años posterior a la que Le Plongeon calculó para la Atlántida. Los museos no mostraban ningún interés por los artefactos mayas o   siquiera   por   los   manuscritos   del   mismo   origen.   El   Metropolitan   Museum aceptó los moldes de frisos mayas que sacara Le Plongeon, pero los guardó en el sótano de almacenaje. Así que Le Plongeon vivió hasta 1908 y al morir, a la edad de 82 años, todavía le consideraban un chalado. Uno   de   los   pocos   amigos   que  hizo   durante   sus   años   postreros   era   un joven   inglés   llamado   James   Churchward   que,  según   contaba   él   mismo, había sido lancero bengalí en la India. Peter Tompkins afirma que era un funcionario   relacionado   con   el   servicio   de   espionaje   británico.  Al   cabo   de más   de   cuarenta   años,   Churchward   escribió   que   ya   había   dado   con   los rastros   de   antiguas   inscripciones   mayas   («Nacaal»   )   en   la   India   cuando   un sacerdote   brahmín   le   había   enseñado, y   permitido   copiar,   unas   tablillas llenas   de   inscripciones   mayas.   Según   el   sacerdote,   eran   crónicas   del continente perdido que se llamaba Mu, que no se encontraba en el Atlántico, como  había   supuesto   Le   Plongeon,   sino   en   el   Pacífico,  tal   como  el   zoólogo P. L. Sclater sugiriera en el decenio de 1850, al fijarse en el parecido entre la flora   y   la   fauna   de   tantas   tierras   situadas   entre   la   India   y   Australia.   Pero   el libro   de   Churchward   El   continente   perdido   de  Mu   no   se   publicaría   hasta   1926   y   los   historiadores   lo   rechazaron   por considerarlo   una   especie   de   engaño.   Después   de   todo,   Sclater   había bautizado su continente perdido con el nombre de Lemuria, y fue después de esto cuando Le Plongeon había descubierto «Mu» en el  Troano Codex.

Parece ser que Churchward escribió sus libros sobre Mu inspirado por su contacto con un amigo llamado William Niven, al que dedicó el   primero   de   ellos.   Al   igual   que   Le   Plongeon,   Niven   era   un   arqueólogo heterodoxo:   un   ingeniero   de   minas   escocés   que   ya   trabajaba   en   México   en 1889.   En   Guerrero,   cerca   de   Acapulco,   exploró   una   región   en   la   que   había cientos   de   pozos   de   los   cuales   se   había   extraído   el   material   para   construir ciudad   de   México.   Niven   afirmaba   que   al   excavar   en   los   pozos,   había encontrado   ruinas   antiguas,   algunas   de  las   cuales   estaban   llenas   de  ceniza volcánica,   lo   cual   hacía   pensar   que,   al   igual   que   Pompeya,   la   catástrofe había sobrevenido de súbito. Basándose en su profundidad, hasta más de nueve   metros   bajo     la   superficie,   Niven   calculó   que   algunos   de ellos   databan   de   hace   50.000   años.   Un   taller   de   orfebre   contenía   alrededor de   200   figuras   de   barro   cocido,   duro   como   la   piedra.   También   encontró murales que rivalizaban con los de Grecia o el Oriente Medio. En  1921,   en   un   poblado   que   se   llamaba   Santiago  Ahuizoctla,   encontró cientos   de   tablillas   de   piedra   en   la   que   aparecían   grabados   curiosos símbolos y figuras, parecidos a los de origen maya, aunque los estudiosos de la   cultura   maya   no   pudieron   reconocerlos.   Niven   mostró   algunas   de   estas tablillas   a   Churchward   y   éste   manifestó   que   confirmaban   lo   que   le   había dicho el sacerdote hindú. Según Niven, las inscripciones de las tablillas eran obra   de   sacerdotes   naacales   que   habían   sido   enviados   de   Mu   a   América Central,  a difundir su  conocimiento  secreto. Churchward afirmaría  que  estas tablillas   revelaban   que   la   civilización   de   Mu   tenía  unos  200.000   años   de antigüedad.
 
Es   comprensible que   los   libros   de   Churchward   sobre   Mu   hayan sido   rechazados, ya que   se   muestra   muy vago   al   hablar   del templo   donde   afirma   haber   visto   las   tablillas   naacales   y   ofrece   tan   pocas pruebas   de   sus   diversas   aseveraciones.   Por otra parte, si podemos tomar en serio lo que dicen Brasseur, Le Plongeon y Niven   cuando   hablan   de   inscripciones   mayas   que   remiten   a   9500   a.   de   C., entonces   es   posible   que   con   el   tiempo   descubramos   que   lo   que   decía Churchward era más cierto de lo que sospechamos. Le Plongeon decepcionó mucho a la American Antiquarian Society, que durante   un   tiempo   publicó   en   su   revista   los   informes   que   mandaba   desde México.   Pero   sus   conjeturas   sobre   la   Atlántida   y   su   hábito   de   criticar   a   la Iglesia   por   su   deshonroso   historial   de   tortura   y   derramamiento   de   sangre finalmente   resultaron   demasiado   para   los   de   Nueva   Inglaterra   y   se desentendieron de él. Resulta   divertido   ver   que   el   joven   que   la   American   Antiquarian   Societyescogió   para   que   fuese   su   representante   en   México   había   empezado   su carrera   publicando   un   artículo   en   Popular   Science   Monthly   con   el   título   de «Atlantis   Not   a   Myth»,   en   el   cual   argüía   que   si   bien   no   había   pruebas  científicas   de   la   existencia   de   la   Atlántida,   sin   duda   una   tradición   tan extendida tiene que basarse hasta cierto punto en hechos y que, al parecer, esta   civilización   perdida   dejó   su   huella   en   la   tierra   de   los   mayas.   Acto seguido citaba la leyenda de un pueblo de piel clara y ojos azules que lucía emblemas   de   serpientes   en   la   cabeza   y   había   llegado   del   Este   en   la antigüedad remota. Su artículo salió en 1879, tres años antes que el libro de Donnelly   sobre   la   Atlántida.   Señaló   que   a   los   líderes   de   los   olmecas   los llamaban «chanes», hombres con sabiduría de serpiente, a la vez que entre los   mayas   eran   conocidos   por   el   nombre   de   «canobs»,   el   pueblo   de   la serpiente de cascabel.

Un   artículo   de   Edward   Herbert   Thompson   llamó   la   atención   de   algunos estudiosos   y,   a   resultas   de   ello,   el   autor,   que   contaba   menos de   treinta años edad, se encontró convertido en cónsul norteamericano en México. Era 1885, el año en que Le Plongeon se marchó. En  sus  tiempos   de  estudiante  Thompson  había  leído  un  libro  de  Diego de   Landa,   el   obispo   español   que   había   empezado   su   carrera   destruyendo miles   de   libros   sobre   los   mayas   y   sus   artefactos   y   que acabó   colecionando   y conservando cuidadosamente los restos de la cultura maya. Landa describía en su libro un pozo sagrado que había en Chichen Itzá donde arrojaban a las víctimas de los sacrificios en épocas de sequía o peste. La historia le fascinó, del   mismo   modo   que,   cuatro   decenios   antes,   un   libro   ilustrado   en   el   que aparecían las inmensas murallas de Troya había fascinado a un niño de siete años   llamado   Heinrich   Schliemann,   que   al   instante   decidió   que   algún   día descubriría Troya. Y eso fue exactamente lo que hizo cuarenta y cuatro años después, en 1873. La   mayoría   de   los   eruditos   del   decenio   de   1880   habrían   considerado que   las   descripciones   que   hacía   Diego   de   Landa   de   las   ceremonias   de   los sacrificios   eran   fruto   de   la   imaginación   del   autor;   al   igual   que   Schliemann, Thompson   estaba   decidido   a   comprobar   qué   grado   de   verdad   había   detrás de ello. Otra crónica, ésta de don Diego de Figueroa, describía cómo arrojaban mujeres   al   pozo   al   amanecer,   con   instrucciones   de   preguntar   a   los   dioses que   moraban   en   sus   profundidades   cuándo   debía   su   amo   acometer proyectos importantes. Los amos ayunaban durante sesenta días antes de la ceremonia. Al mediodía las mujeres que no se habían ahogado eran sacadas por   medio   de   sogas   y   puestas   a   secar   delante   de   hogueras   donde   se quemaba   incienso.   Luego   describían   que   habían   visto   muchas   personas   en el fondo del pozo, algunas de su propia raza, y que no les habían permitido mirarlas   directamente   a   la   cara   y   les   asestaban   golpes   en   la   cabeza   si trataban   de   desobedecer   la   orden.   Pero   la   gente   del   pozo   respondía   a   sus preguntas   y   les   decían   cuándo   debían   acometerse   los   proyectos   de   sus amos…
 
Sin perder un solo momento, Thompson se fue a Chichén Itzá para ver el  siniestro pozo. Tal   como   esperaba,   lo   encontró   de   una fascinación   morbosa.   El   pozo   de   los   sacrificios   o   cenote   era   un   agujero   de forma   ovalada,   de   unos   50   por   60   metros,   con   paredes   verticales   de   piedra caliza   que   se   alzaban   unos   20   metros   por   encima   de   la   superficie.   Desde luego, tenía un aspecto bastante sombrío. El agua era verde y viscosa, casi negra,   y   nadie   estaba   seguro   de   cuál   era   su   profundidad,   porque   sin   duda alguna había una gruesa capa de barro en el fondo. Finalmente, más de un decenio después de su primera visita, Thompson logró  comprar  Chichén  Itzá   del   mismo  modo   que   Stephens   había  comprado Copán.   En   efecto,   ahora   era   propietario   del   pozo.   Pero  para explorarlo se decidió por un método peligrosísimo: vestirse de buzo y bajar al pozo. Consciente de que todo el mundo trataría de quitarle la idea de la cabeza, empezó   por   ir   a   Boston   y   tomar   lecciones   de   buceo   en   alta   mar.   Entonces estuvo   en   condiciones   de   dirigirse   a   la   American   Antiquarian   Society   y   a   su patrono, Stephen Salisbury. Como esperaba, Salisbury reaccionó con horror y le dijo que lo que pensaba hacer era un suicidio. Pero Thompson persistió y finalmente recaudó los fondos que necesitaba. Seguidamente   introdujo   una   plomada   en   el   pozo   hasta   que   le   pareció que   tocaba   fondo   y,   basándose   en   ello,   calculó   que   el   agua   tenía   unos   10 metros   de   profundidad.   Pero   ¿cómo   saber   dónde   había   que   buscar esqueletos   humanos?   Resolvió   el problema   arrojando   al   pozo   troncos   que   pesaban   tanto   como   un   cuerpo humano y tomando nota del punto en que caían.

A continuación, instaló una draga provista de un largo cable de acero en el   borde   de   la   pared   y   observó   cómo   las   enormes   fauces   de   acero   se zambullían   debajo   de   la   superficie   negra.   Los   hombres   que   manejaban   el cabrestante   hicieron   que   la   draga   bajara   hacia   el   fondo   del   agua   obscura   y dieron   vueltas   a   la   manivela   hasta   que   el   cable   quedó   flojo.   Entonces cerraron  las fauces de acero  y subieron la  draga.  Al  salir  de  la superficie, el agua   hervía   al   tiempo   que   subían   grandes   burbujas   de   gas.   Las   fauces depositaron   sobre   una   plataforma   de   madera   un   cargamento   de   mantillo negro y ramas muertas. Luego volvieron a zambullirse en el agua. Estas   operaciones   continuaron   durante   varios   días   y   el   montón   de fango   negro   fue   haciéndose   más   grande.   Un   día   la   draga   incluso   sacó   un árbol   completo,   «en   tan   buen   estado   como   si   una   tormenta   lo   hubiera lanzado   al   pozo   el   día   antes».   Pero   Thompson   empezaba   a   sentirse preocupado.   ¿Y   si   aquéllo   era   todo   lo   que   iba   a   encontrar?   ¿Y   si   Landa había   dejado   volar   su   imaginación?   Ni siquiera el hallazgo de algunos fragmentos de cerámica sirvió para animarle. Después   de   todo,   era   posible   que   algunos   chicos   se   hubieran   divertido arrojando fragmentos lisos de cacharro al agua, para verlos resbalar sobre la superficie del pozo. Entonces, a primera hora de una mañana, bajó tambaleándose hasta el pozo,   los   ojos   semicerrados   por   no   haber   dormido,   y   miró   el   «cubo»   que formaban las fauces cerradas al salir del agua. Observó que en él había dos manchas   grandes   de   alguna   sustancia   amarilla,   como   de   mantequilla.   Le hicieron   pensar   en   las   bolas   de   «mantequilla   de   pantano»   que   los arqueólogos   encontraban   en   asentamientos   antiguos   de   Suiza   y   Austria. Pero los antiguos mayas no tenían vacas, cabras o animales domésticos, de modo que no podía ser mantequilla. Olfateó la sustancia y luego la   probó.   Era   resina.   Y   de   pronto,   Thompson   notó   que   desaparecía   el   peso que   sentía   en   el   corazón.   Arrojó   un   poco   de   resina   a   una   hoguera   y   su   fragancia  llenó  el   aire.  Era  algún  tipo  de  incienso  sagrado   y  significaba   que   se había utilizado el pozo para fines religiosos.
A   partir   de   aquel   momento   el   pozo   empezó   a   entregar   sus   tesoros: cerámica,  vasijas   sagradas,   puntas  de  hacha  y   de   flecha,   escoplos  y   discos de cobre batido, deidades mayas, campanas, cuentas, colgantes y trozos de jade. Thompson   había   amarrado   un   lanchón   de   fondo   plano   debajo   del saliente de la pared, junto a una «playa» estrecha en la que había lagartos y gigantescos   sapos.   Un   día,   hallándose   sentado   en   la   barca,   trabajando   en sus   notas,   hizo   una  pausa   para   meditar  y   clavó   los   ojos   en   el   agua.   Lo  que vio   le   sobresaltó.   Su   mirada   parecía   estar   descendiendo   por   una   pared vertical   con   «muchas   señales   y   huecos»,   tal   como   la   describieran   las mujeres   a   las   que   habían   sacado   del   pozo.   Rápidamente   se   dio   cuenta   de que   era   el   reflejo   de   la   pared   que   quedaba   por   encima   de   él.   Y   los trabajadores que se asomaban al precipicio también se reflejaban en el agua y daban la impresión de que había gente caminando en el fondo. Thompson   también   había   leído   que   el   agua   del   cenote   a   veces   se volvía   verde   y   a   veces   se   convertía   en   sangre   coagulada.   Un   período   de observación   reveló   que   estos   comentarios   también   se   basaban   en   la realidad. A veces las algas teñían el agua de color verde y las semillas rojas le daban aspecto de sangre. Finalmente, resultó obvio que la draga había llegado al fondo del barro y   el   limo, a unos   12   metros   por   debajo   del   «fondo»   original,   indicaba  que   no   iban   a encontrar más artefactos. Había llegado el momento de empezar a bucear. Thompson y dos buzos griegos descendieron al lanchón de fondo plano montados en el cubo de la draga y se pusieron el equipo de bucear, con sus enormes   cascos   de   cobre.   Por   último,   Thompson   pasó   las   piernas   por encima del borde de la embarcación y bajó por la escalera de alambre. Al llegar al extremo inferior, se   soltó   y  sus  zapatos  con  suela  de  hierro  y   el  collar  de  plomo   tiraron   de   él hacia   abajo.  

El   agua   amarilla   se   transformó   en   agua   verde,   luego   púrpura, finalmente   negra,   y   sintió   punzadas   de   dolor   en   los   oídos.   Al   abrir   las válvulas del aire, la presión disminuyó y los dolores desaparecieron. Al cabo de unos momentos, se encontró de pie en el fondo rocoso. Le rodeaban las paredes verticales de barro que había dejado la draga, de más de cinco metros de altura, con rocas sobresaliendo de ellas. Otro   buzo   llegó   junto   a   él   y   se   estrecharon   la   mano.   Thompson descubrió que si apoyaba su casco en el de su compañero, podían sostener conversaciones   inteligibles,   aunque   sus   voces   parecían   el   eco   de   unos fantasmas   que   estuvieran   hablando   en   medio   de   las   tinieblas.   Pronto decidieron   abandonar   las   linternas   y   el   teléfono   submarino   porque   estas cosas   no   servían   para   nada   en   aquellas   aguas   espesas   como   el   puré   de guisantes.   Moverse   de   un   lado   para   otro   no   resultaba   difícil,   toda   vez   que eran casi ingrávidos, como los astronautas; Thompson no tardó en descubrir que si quería trasladarse a un punto situado a varios pasos de él, tenía que saltar con cuidado o iba a parar más lejos de lo que quería. Otro   peligro   lo   ofrecían   las   rocas   enormes   que   sobresalían   de   las paredes   de   barro   que   la   draga   había   excavado.   A   veces   las   rocas   se desprendían   y   caían.   Pero   las   precedía   una   ola   de   presión   que   daba   a   los buzos   tiempo   suficiente   para   apartarse.   Mientras   procurasen   que   los   tubos del   aire   y   los   tubos   acústicos   estuvieran   alejados   de   las   paredes,   se encontrarían   relativamente   libres   de   peligro.   «De   haber   cometido   la imprudencia de apoyar la espalda en la pared, nos hubiéramos visto cortados en dos tan limpiamente como por obra de unas gigantescas podaderas».
 
Los   nativos   estaban   convencidos   de   que   en   las   aguas   del   pozo nadaban serpientes y lagartos gigantescos. Era verdad que había serpientes y   lagartos…   pero   habían   caído   en   el   pozo   y   trataban   desesperadamente   de salir de él. De   todos   modos,   Thompson   tuvo   una   experiencia   desagradable.   Se encontraba excavando en una grieta estrecha del suelo, con un buzo griego a   su   lado,   cuando   de   pronto   notó   el   movimiento   de   algo   que   se   deslizaba hacia  abajo  en  su dirección. Al  cabo  de  unos  instantes,  se  encontró  tendido en   el   suelo   mientras   algo   le   apretaba   contra   el   fondo.   Durante   unos momentos   recordó   las   leyendas   que   hablaban   de   extraños   monstruos. Entonces el griego empezó a empujar el objeto y, al ayudarle, Thompson se dio cuenta de que era un árbol que se había desprendido de arriba. En otra ocasión, mientras se deleitaba contemplando una campana que acababa de encontrar en una grieta, se olvidó de abrir las válvulas para que  saliera el aire. De repente, al erguirse para cambiar de posición, empezó a flotar hacia arriba como un globo. Era peligrosísimo, ya que la sangre de un buzo está cargada de burbujas de aire, igual que el champán, y a menos que se   liberen   con   una   lenta   ascensión,   causan   un   transtorno   llamado «enfermedad   de   los   buceadores»   que   puede   provocar   una   muerte   muy dolorosa.   Thompson   tuvo   la   presencia   de   ánimo   suficiente   para   abrir rápidamente   las   válvulas,   pero   el   acidente   le   causó   daños   permanentes   en los tímpanos.En   el   fondo   del   cenote   apareció   el   tesoro   que   Thompson   tenía   la esperanza   de   encontrar:   huesos   y   cráneos   humanos,   prueba   de   que   Landa había   dicho   la   verdad,   así   como   cientos   de   objetos   rituales   de   oro,   cobre   y jade.   Hasta   encontraron   un   cráneo   de   viejo,   probablemente   un   sacerdote arrastrado  hacia  abajo  por una muchacha  en  el  momento  de ser  arrojada  al pozo.

Sólo   el   tesoro   de   Tutankamón   superaba   los   descubrimientos   de Thompson   en   Chichén   Itzá.   Los   tesoros   del   pozo   sagrado   y   la   dramática historia de su recuperación hicieron famoso a Thompson. Al morir en 1935, a la   edad   de   75   años,   había   dilapidado   la   mayor   parte   de   su   fortuna   -y   así   lo reconocía  él  mismo- en  las  excavaciones  mayas;  pero  la  suya  había sido  la clase  de   vida   rica   y  apasionante  con  la   que  sueña  todo  colegial.  Su   artículo sobre   la   Atlántida   le   había   llevado   a   una   vida   de   aventuras,   una   versión   de Indiana   Jones   en   la   vida   real,   que   había   inspirado   originalmente   la   primera incursión de Graham Hancock en el campo de la detección histórica. Chichén   Itzá   constituye   una   lección   importante   para   quienes   desean encontrarle   sentido   al   sangriento   pasado   de   Mesoamérica.   La Historia   de   la   conquista   de   México,  de Prescott,  es una magnífica crónica  de  los sacrificios   que   hacían   los   aztecas.   Sin   embargo,   las   doncellas   de   Chichén Itzá no eran arrojadas al pozo por sacerdotes sádicos que querían apaciguar a   unos   dioses   crueles, sino que  eran   arrojadas   en   calidad   de   mensajeras   para   que hablasen   con   los   dioses a fin de  que   evitaran alguna catástrofe. Luego  las  sacaban del  pozo. Hay  que  reconocer que una víctima   de   un   sacrificio   a   la   que   han   abierto   las   costillas   con   un   cuchillo   de silex,   para   poderle   arrancar   el   corazón,   no   tiene   ninguna   esperanza   de sobrevivir.   Pero   parece   que   los   mayas,   al   igual   que   los   antiguos   egipcios   y los tibetanos creían que el viaje al otro mundo es largo y peligroso y a estas  víctimas   del   sacrificio   se   les   ofrecía   un   viaje   rápido   y   sin   peligros.   Los sacerdotes creían que les hacían un favor y sin duda la mayoría de ellas se preparaban para la muerte con un estado de ánimo perfectamente sereno, después   de   que   un   sacerdote   de   aire   grave   y   amistoso   les   diera   instrucciones exactas sobre lo que tenían que decirles a los dioses.
Podemos o no aceptar   la   idea   de   que   un   cataclismo   geológico  destruyó, en la misma época,   la   Atlántida   y   Mu. Pero poca duda cabe de que en el remoto pasado hubo grandes catástrofes. De hecho, el   «catastrofismo»   fue   una   teoría   científica   respetable   a   mediados   del   siglo XVIII.  Su  principal  exponente   fue   el   célebre  naturalista   Georges   Buffon,  uno de los  primeros evolucionistas. El  conde  de  Buffon explicaba la extinción de tantas especies diciendo que las habían destruido grandes catástrofes, tales como   inundaciones   y   terremotos.   Cincuenta   años   después,   a   principios   del siglo   XIX,   el   geólogo   escocés   James   Hutton   sugirió   que   los   cambios geológicos   se   producen   lentamente   a   lo   largo   de   épocas   larguísimas,   pero dado que en aquel tiempo la mayoría de los científicos aceptaban la opinión del arzobispo  James Ussher de que la tierra  fue  creada en el 4004 a. de C., opinión a la que había llegado sumando todas las fechas que se citan en la Biblia,   la   sugerencia   de   Hutton   hizo   pocos   progresos,  hasta   que   otro geólogo, sir Charles Lyell, presentó pruebas convincentes de la inmensa antigüedad   de   la   tierra   en   sus   Principios   de   geología   (1830-1833).   La   ciencia, como de costumbre, se apresuró a desplazarse al extremo opuesto y declaró que el catastrofismo era una superstición primitiva. En   el   siglo   XX,   como   señaló   Hapgood   en   el   capítulo   titulado   «Great extinctions»   de   su   libro   Earth’s   Shifting   Crust,   esta   opinión   se   modificó   a resultas   de   descubrimientos   como   el   del   mamut   de   Beresovka   en   1901,   en cuyo   estómago   aún   había   flores   frescas.   Ignatius   Donnelly   había   dedicado muchos   capítulos   a   las   leyendas   sobre   diluvios   en   Atlantis,  y   todavía   más   en   el   libro   que   escribió   seguidamente, Ragnarok,   the   Age   of   Fire   and   Gravel   (1883),   que   argüía   que   la   glaciación del   pleistoceno, que   empezó   hace   1,8   millones   de   años,   fue   provocada  por   el choque   de   la   Tierra   con   un   cometa.   En   Atlantis   cita   a   Brasseur   para demostrar   que   los   mayas   conservaban   leyendas   sobre   la   destrucción   de   la Atlántida.

Alrededor de 1870 un alemán de diez años de edad llamado Hans Hoerbiger sacó la curiosa conclusión de que la luna y los planetas están cubiertas de una gruesa capa de hielo, que en el caso de la luna tiene un espesor de más de 200  kilómetros.   Más   adelante,   cuando   ya   era   ingeniero,   vio   el   efecto del hierro fundido en el suelo anegado y sacó la conclusión de que alguna explosión parecida había causado  el  «big  bang» que a  su  vez había  creado el universo. Andando el tiempo, llegó a creer que la Tierra ha experimentado una serie de catástrofes violentas cuya causa ha sido la captura de una serie de «lunas». Según Hoerbiger, todos los cuerpos planetarios del sistema solar giran lentamente en espiral hacia el sol. Como se mueven con mayor rapidez que   los   grandes,   los   cuerpos   pequeños   pasan   inevitablemente   cerca   de   los planetas y son «capturados». Esto, según dijo, le ha pasado a nuestra Tierra por lo menos seis veces, y nuestra luna actual es sólo la más reciente de la serie. Una vez capturadas, las lunas giran en espiral en dirección a la Tierra hasta   que   se   estrellan   contra   ella   y   causan   cataclismos.   La   última   fue capturada   hace   cosa   de   un   cuarto   de   millón   de   años,   y   al   acercarse,   su gravedad   hizo   que   toda   el   agua   de   la   Tierra   se   acumulase   en   torno   a   su ecuador.   Al   hacerse   más   leve   la   gravedad,   los   hombres   se   convirtieron   en gigantes… de ahí la cita bíblica sobre «gigantes en la Tierra». Finalmente se estrelló   y   liberó   las   aguas   y   éstas   causaron   grandes   inundaciones,   tales como se describen en la Biblia y en la epopeya de Gilgamés.El   libro   de   Hoerbiger   Glacial   Cosmology   (1912) causó   sensación,   aunque   los   astrónomos   se   rieron   de   él.   Más   adelante,   los nazis lo aceptaron con entusiasmo y Hitler dijo que Hoerbiger era uno de los tres astrónomos más grandes del mundo, junto con Ptolomeo y Copérnico, y se propuso construir un observatorio en su honor.

Su   discípulo   Hans   Schindler   Bellamy,   que   era austríaco,   continuó   propagando   sus   teorías   después   de   la   muerte   de Hoerbiger   en   1931 ,   y  dio   todavía   más   importancia   a   los   indicios   de cataclismos terrestres. En  el   decenio   de   1930   un   psiquiatra   ruso-judío   llamado   Immanuel Velikovsky se interesó por la historia antigua al leer Moisés y la religión monoteísta y otros escritos sobre  judaísmo   y   antisemitismo ,   de   Freud, donde   el   autor   había   propuesto   que   Moisés   y   el   faraón   Akenatón   eran contemporáneos en vez de estar separados por un siglo, como creen los historiadores.   Las   investigaciones   de   Velikovsky   le   llevaron   a   sacar   la   conclusión   de   que   gran   parte   de   la   datación   de   la   historia   antigua   es   completamente errónea. Velikovsky   quedó   convencido   de   que   en   un   pasado   lejano   se   había producido   una   gran   catástrofe   en   la   Tierra.   Durante   un   tiempo   creyó   que   la teoría  de  la «luna  cautiva»  de  Hoerbiger  podía ser correcta,  pero finalmente la   rechazó.   Entonces   encontró   textos   que   parecían   indicar   que   los astrónomos antiguos no mencionaban al planeta Venus antes del 2000 a. de C.   ¿Era   posible   que   dicho   planeta   no   hubiera   estado   en   su   posición   actual antes  del  segundo   milenio  a.   de   C.?  Pero  si   Venus   «nació»,  como  parecían indicar   muchos   textos   antiguos,   ¿de   dónde   nació?   Según   Velikovsky,   la mitología griega nos da la respuesta: Venus nació de la frente de Zeus, esto es,   de   Júpiter.   Según   Velikovsky,   hacia   el   1500   a.   de   C.   alguna   gran convulsión interna hizo que Júpiter vomitara un cometa ígneo que cayó hacia el sol. Se acercó a Marte y lo arrastró fuera de su órbita, luego pasó junto a  la Tierra y causó las catástrofes que se describen en la Biblia y en muchos otros   textos   antiguos.   Dio   la vuelta   al   sol   y   regresó   52   años   después,   causando   más   catástrofes;   luego quedó asentado como el planeta Venus.
 
Velikovsky llegó a esta conclusión leyendo   cientos   de   textos   antiguos,   entre   ellos   muchos   de   la   historia   maya, basados en las obras de Brasseur.   Los   sacrificios   sangrientos   de   los   aztecas, que   tanto   horrorizaron   a   los   españoles y que   los   citaron   como   excusa   de   las matanzas   que   perpetraron   ellos,   tenían   por   fin,   según   Velikovsky,   impedir que se repitiera la catástrofe con un intervalo de 52 años. La obra  de   Velikovsky  “Worlds   in   Collision   se   vendió   muchísimo   desde el momento de su publicación en la primavera de 1950. Al hablar de la lluvia de sangre que se   menciona   en   el   Éxodo,  «y   habrá   sangre   en   toda   la   tierra   de   Egipto», arguye   que   en   realidad   se   trataba   de   un   polvo   o   pigmento   meteórico   rojo   y cita   una   docena   de   mitos   y   textos   antiguos,   entre   ellos   al   sabio  egipcio   Ipuver,   al   Manuscrito   Quiché   de   los   mayas, tal   como   lo   cita   Brasseur,   la Kalevala finlandesa, Plinio, Apolodoro y varios historiadores modernos. Aunque los científicos se burlaron de las ideas de Velikovsky, se apuntó algunos triunfos. Predi jo   que   Júpiter   emitiría   ondas   de   radio   y   resulto   cierto.   Predijo   que   el   sol  tendría   un   potente   campo   magnético   y   resultó   cierto.   Un   crítico   declaró   que tal  campo  tendría  que  ser 10  elevado  a  la  potencia  de 19  voltios y, de  hecho, ésta es la cifra que se ha calculado ahora. También sugirió que la proximidad de   los   cuerpos   celestes   hace   que   la   Tierra   invierta   sus   polos   magnéticos, aunque todavía   no   se   sabe   cuál   fue   la   causa   de   tales   inversiones, nueve   en   los últimos   6,3   millones   de   años.  Pero   los   científicos   reconocen   ahora   que   la explicación de Velikovsky podría ser la correcta. Sin embargo, apenas ha admitido el lector que Velikovsky parece saber mucho más que sus críticos, también tiene que admitir que la idea de que la caída   de   los   muros   de   Jericó   y   la   separación   de   las   aguas   del   mar   Rojo  fueron   causadas   por   el   paso   de   un   cometa   es   demasiéido   inverosímil  para tomársela   en   serio.   Pero el   pensamiento   de   Velikovsky   es   audaz   y   estimulante.

Donde no se le pueden poner objeciones a Velikovsky es en su premisa de   que,   en   algún   momento   del   pasado,   hubo   grandes   catástrofes   que convulsionaron la superficie de la Tierra y mataron a millones de personas y animales.  En este sentido, quizá su obra  más  convincente sea  la  tercera  de la serie,  Earth in Upheaval,  que es sencillamente una crónica de 300 páginas de   las   pruebas   de   que   hubo   grandes   catástrofes   y   extinciones.   De   forma bastante  parecida a aquel adversario  de  la ortodoxia científica que   fue   Charles   Fort,   Velikovsky   se   limitó   a   recopilar   cientos   de   hechos extraños: por ejemplo, la Meseta de Columbia, la intrigante capa de lava de cerca de 52.000 kilómetros cuadrados de extensión y cerca de dos kilómetros de grueso,  que cubre los estados septentrionales de Norteamérica entre las Montañas Rocosas y la costa del Pacífico. Luego menciona que en 1899,   durante   la   perforación   de   un   pozo   artesiano   en   Nampa,   estado   de Idaho,   se   encontró   una   figurilla   de   barro   cocido   enterrada   a   cerca   de   98 metros de profundidad en la lava. La intención de Velikovsky era  probar que la inundación   de   lava   ocurrió   en   los   últimos   miles   de   años,   hacia   el   1500   a.   de   C.   Pero   otra   posible   interpretación de   sus   datos   es   que   la   raza   humana  y   la   civilización  podría   ser  mucho  más  antigua de   lo   que  suponemos.   De   hecho,   eso  es   exactamente lo   que   hace   un   notable   libro   titulado   Forbidden   Archaeology,   de   Michael   A. Cremo   y   Richard   L.   Thompson   ,   donde   se   arguye   que   la   figurilla   de   Nampa   se   encontró   en   una capa y donde el plioceno da paso al pleistoceno, hace la friolera de unos dos millones de años. Al   igual   que   Brasseur,   Le   Plongeon  y   Bellamy,   Velikovsky   habla   del misterio   de   Tiahuanaco   y   del   lago   Titicaca,   en   los   Andes.   El   Titicaca   es   el  lago   de   agua   dulce   mayor   del   mundo, ya que tiene  222   kilómetros   de   longitud   y,   en algunos lugares, 112 de anchura.
 
En su obra Moon, Myth and Man,  Bellamy escribe:” Es  una  lástima  que   los  peruanos  no  hayan  conservado  ningún   mito  de los   tiempos  en  que  las  aguas  de  la   marea   circundante   (causada  por  la luna)   se   retiraron.   Cerca   del   lago   Titicaca   encontramos   un   fenómeno muy interesante: una antigua ribera que está a casi 3.600 metros sobre el   nivel   del   mar.   Es   fácil   verificar   que   se   trata   de   un   antiguo   litoral (costa)   porque   los   depósitos   calcáreos   de   algas   han   pintado   una conspicua   franja   blanca   sobre   las   rocas   y   porque   hay   conchas   y guijarros esparcidos por el lugar. Lo que resulta todavía más notable es que   en   esta   ribera   se   hallan   situadas   las   ruinas   ciclópeas   de   la   ciudad de   Tiahuanaco,   restos   enigmáticos   que   muestran   cinco   desem-barcaderos claramente definidos, puertos con malecones, etcétera, a la vez   que   un   canal   penetra   mucho   en   el   interior.   La   única   explicación verosímil   es   que   la   ciudad   estuvo   otrora   situada   en   las   orillas   de   una marea   circundante,   porque   a   nadie   le   resulta   fácil   creer   que   los   Andes hayan subido unos 3.600 metros desde que se fundó la ciudad”. Pero si  rechazamos  la creencia de Hoerbiger de que la  luna  se acercó  tanto  a la  Tierra que  causó una  «marea  circundante» permanente alrededor del ecuador, entonces sólo nos queda la otra explicación: que los Andes han subido   más   de   3.000   metros   sobre   el   nivel   del   mar.   La   presencia   de   varias especies  marinas, entre   los   cuales   hay   caballitos   de   mar,   en   el   lago   Titicaca disipa toda duda de que en otro tiempo formó parte del mar. El   problema   del   lago   Titicaca  y   la   ciudad   de   Tiahuanaco   fue   lo   que atrajo   a   Graham   Hancock   a   América   del   Sur   en   los   comienzos   de   su búsqueda   de   indicios   de   que   existió   una   civilización   antigua   miles   de   años antes del Egipto dinástico.

Graham Hancock es el autor de algunos de los bestsellers internacionales más importantes, tales como The Sign and The SealFingerprints of the Gods, y Heaven’s Mirror.  Se han vendido más de cinco millones de copias de sus libros en todo el mundo y han sido traducidos a 27 idiomas. Sus conferencias públicas y sus apariciones en televisión, incluyendo dos series de televisión importantes para el canal 4 en el Reino Unido y The Learning Channel en los EE.UU., ha sido reconocido como un pensador no convencional que plantea preguntas polémicas sobre el pasado de la humanidad. Nacido en Edimburgo, Escocia, los primeros años de Hancock los pasó en la India, donde su padre trabajaba como cirujano. Más tarde se graduó de la Universidad de Durham en Sociología. Luego se pasó a la carrera  de periodismo, escribiendo para muchos de los principales periódicos británicos, como The TimesThe Sunday TimesThe Independent yThe Guardian. Su primer libro, Viaje a través de Pakistán, fue publicado en 1981. La conversión de Hancock en un éxito de ventas se produjo en 1992 con la publicación de The Sign and The Seal, su investigación sobre la mística y el paradero del Arca de la Alianza. “Fingerprints of the Gods” , publicada en 1995, confirmó la creciente reputación de Hancock. Descrito como “uno de los hitos intelectuales de la década“, este libro ha vendido más de tres millones de copias y sigue siendo muy demandado en todo el mundo. Obras posteriores, tales como Keeper Of Genesis(The Message of the Sphinx in the US) con Robert Bauval y Heaven’s Mirror  como coautores, también han sido de los más vendidos. En 2002, Hancock publicó Underworld: Flooded Kingdoms of the Ice Age, que fue elogiado por la crítica. Esta obra fue la culminación de años de investigación y de inmersiones para encontrar antiguas ruinas bajo el mar.
 
Su  argumento era que muchas de las pistas sobre el origen de la civilización estaban bajo el mar, en las regiones costeras. Una vez estuvieron en la superficie, pero fueron inundadas al final de la última Edad de Hielo. Underworld: Flooded Kingdoms of the Ice Age ofrece la evidencia arqueológica concreta de que los mitos y leyendas de las antiguas inundaciones eran verdaderas.Talisman: Sacred Cities, Secret Faith, co-producida por Robert Bauval, se publicó en 2004. Esta obra vuelve a los temas tratados en  Keeper Of Genesis, en busca de evidencias adicionales de un culto secreto astronómico en los tiempos modernos. Es un viaje a través de la historia para descubrir en la arquitectura y los monumentos los vestigios de una religión secreta que ha dado forma al mundo. En 2005 Graham Hancock publicó Supernatural: Meetings with The Ancient Teachers of Mankind, que es una investigación del chamanismo y los orígenes de las religiones. Este polémico libro sugiere que las experiencias en estados alterados de conciencia han jugado un papel fundamental en la evolución de la cultura humana. Y que otras realidades, de hecho mundos paralelos,.nos envuelven todo el tiempo, pero normalmente no son accesibles a nuestros sentidos.  Durante la investigación para Supernatural: Meetings with The Ancient Teachers of Mankind,  Hancock viajó a la Amazonia a beber cerveza de Ayahuasca,  utilizado por los chamanes desde hace más de 4000 años.

Ayahuasca se refiere a una bebida medicinal y mágica incorporada de dos o más especies de plantas capaces de producir efectos profundos mentales, físicos y espirituales cuando son elaborados juntos y consumidos en una ceremonia.  La palabra Ayahuasca puede ser traducida al inglés como la vid del alma o la vid de los muertos. Esto es más probable, debido al hecho de que después de la toma de Ayahuasca, una persona siente a menudo una liberación del alma. Ayahuasca suele estar formado por la mezcla de dos ó más especies distintivas de plantas capaces de producir efectos psicoactivos cuando son elaboradas y consumidas. Una de estas plantas es siempre la vid gigante de lianas leñosas llamada Ayahuasca (Banisteriopsis Caapi). La otra planta o plantas combinadas con Ayahuasca generalmente contienen alcaloides de triptamínico, más a menudo dimetiltriptamina (DMT). Esta bebida es empleada ampliamente a lo largo de la Amazonía de Perú, Ecuador, Colombia, Bolivia, oeste de Brasil y en partes de la cuenca del río Orinoco. El objeto más antiguo relacionado con el Ayahuasca es una copa ceremonial, tallada en la piedra, con ornamentación grabada, que fue encontrada en la cultura de Pastaza de la Amazonía Ecuatoriana desde 500 a.C. al 50 d.C. Está depositado en la colección del Museo de Etnología de la Universidad Central de Quito, Ecuador. Esto indica que partes del Ayahuasca fueran conocidos y usados al menos hace 2.500 años. Su antigüedad en el Amazonas inferior es probablemente mucho mayor.
 
El chamanismo es un sistema para la curación psíquico, emocional y espiritual y para la explotación, descubrimiento y recopilación de conocimientos sobre mundos no materiales y estados de ánimos.  Los antropólogos han identificado las prácticas chamánicas en las culturas tribales, antiguas y modernas, en todo el mundo. Chamanismo es una técnica de éxtasis ( según Mircea Eliade) en la que el espíritu del chamán deja el cuerpo y viaja a comunicarse con ayudantes del espíritu y otros seres con el fin de obtener conocimiento, poder y curación. Sin embargo, el chamán normalmente mantiene el control sobre su cuerpo. En muchas culturas, el chamán es elegido o llamado, a veces para curar una grave enfermedad. El viaje chamánico es un estado alterado de conciencia en el que se entra en un estado llamado “realidad no ordinaria“. Viajando, pueden reunirse conocimientos y realizar curaciones de maneras que no son accesibles en una realidad ordinaria. La curación chamánica es un proceso por el cual una persona viaja en nombre de otra y trae información ó instrucciones que pueden utilizarse para proporcionar la curación psíquico/emocional/espiritual a otra persona.

La ciudad de Tiahuanaco, a más de 4000 metros de altitud,  fue un puerto en otro tiempo, como revelan sus   inmensos   muelles,   uno   de   los   cuales   es   lo   bastante   grande   como   para dar   cabida   a   cientos   de   barcos.   La   zona   portuaria   se   encuentra   ahora   a unos 19 kilómetros al sur del lago y a más de 30 metros por encima de él. El antiguo puerto   está   en   un   lugar   llamado   Puma   Punku   (Puerta   del   Puma)   y   docenas de   enormes   bloques   esparcidos   de   forma   caótica   indican   que   sufrió   algún terremoto   o   algo   parecido.   La   catástrofe,   como   señaló   el   profesor   Arthur Posnansky,   gran   autoridad   en   lo   que   se   refiere   a   Tiahuanaco,   causó   una inundación que sumergió parte de Tiahuanaco y dejó esqueletos humanos y de peces. En   Tiahuanaco   conoció   Graham   Hancock   la   leyenda   de   Viracocha,  el dios blanco procedente del mar, sólo que en este lugar se le conocía por el  nombre   de   Tunupa.   Hancock   también   se   sintió   intrigado   al   ver   que   las embarcaciones de caña del lago Titicaca parecían exactamente iguales a las que había visto en Egipto. Los indios del lugar declararon que el modelo se lo había dado la gente de Viracocha. Generalmente se supone que una estatua de   dos   metros   y   pico,   tallada   en   piedra   arenisca   roja,   es   de   Viracocha   (o Tunupa): un hombre de ojos redondos y nariz recta, bigote y barba, lo cual es una   señal   clara   de   que   no   se   trata   de   un   indio,   toda   vez   que   los   indios sudamericanos   tienen   poco   vello   facial.   Al   lado   de   su   cabeza   aparecían tallados animales curiosos, distintos de los que se conocen en la zoología americana.
 
En este lugar, al igual que en Egipto, Hancock quedó desconcertado al ver   el   gran   tamaño   de   los   bloques   de   construcción,   muchos   de   los   cuales medían   unos   9   metros   de   longitud   y   más   de   4   de   anchura.   Uno   de   ellos  pesaba   440   toneladas, más   del   doble   de   lo   que   pesaban   los   inmensos bloques   del   Templo   de   la   Esfinge   en   Gizeh.   Y,   una   vez   más, se   planteaba   el interrogante   de   cómo   aquella   gente   primitiva   había podido   acarrear   semejantes bloques   y   por   qué   optaron   por   utilizarlos   en   vez   de   bloques   de   tamaño normal.   Hancock   encontró   una   cita   en   un   cronista   español,   Pedro   Cieza   de León,   en   que los   indios   del   lugar   decían   al   autor   que   la   ciudad   se   había construido en una sola noche (¿?). Los indios dijeron a otro visitante español que las   piedras   se   habían   transportado   milagrosamente   «al   son   de   una trompeta». Esto recuerda no sólo la historia bíblica según la cual las murallas de   Jericó   fueron   demolidas   por   el   sonido   de   las   trompetas,   sino   que   quizá también   nos   recuerde   la   extraña   conjetura   de   Christopher   Dunn,   según   la cual   puede   que   los   egipcios   se   valieran   de   ultrasonidos   para   construir   el sarcófago de granito que hay en la Cámara del Rey de la Gran Pirámide.
El ingeniero Christopher Dunn escribió la obra Lost Technologies of Ancient Egypt: Advanced Engineering in the Temples of the Pharaohs (Tecnologías perdidas del Antiguo Egipto: ingeniería avanzada en los templos faraónicos). Ha trabajado en la industria aeroespacial y ha sido jefe de proyectos en la industria metalúrgica. Dunn parte de una premisa aplastante. A mediados del siglo XIX, se produjo la Segunda Revolución Industrial. Los trenes y barcos de vapor aumentaban su velocidad. Las computadoras ya no eran un sueño. En apenas 150 años, la creatividad ha diseñado un mundo digital donde palabras e imágenes viajan casi instantáneamente al otro lado del planeta. Nuestra civilización ha salido de la Edad Media, pasando por el Renacimiento hasta la conquista espacial en apenas 500 años. Sin embargo, se nos intenta hacer creer que en los más de 3.000 años que duró la civilización egipcia, las herramientas que usaron aquellos hombres nunca cambiaron; que quienes lograron obras de ingeniería que ni siquiera hoy podemos igualar, solo utilizaron martillos y cinceles de cobre y madera sin cambiar un ápice su diseño. Durante 35 años, Dunn ha estudiando los monumentos egipcios, desde las pirámides hasta los templos de Karnak y Denderah, pasando por las gigantescas esculturas de Ramsés. Fotos de esas superficies, revisadas bajo microscopios electrónicos, e innumerables experimentos hechos con las herramientas supuestamente usadas por los constructores, han demostrado que ninguno de esos instrumentos de cobre y madera, pudo haber dejado esas marcas de precisión mecánica sobre las superficies perfectamente pulidas, redondeadas o anguladas con regularidades de centésimas de milímetros. El hecho de que solo se hayan recuperado unas pobres herramientas de cobre y madera en las cercanías de los monumentos, no quiere decir que no haya otras en espera de ser descubiertas.
Una   de   las   principales   zonas   rituales   de   la   antigua   Tiahuanaco   era   un gran recinto llamado «el Kalasasaya», el Lugar de las Piedras Verticales -que medía 137 por 118 metros aproximadamente-, cuyo nombre se derivaba del recinto de piedras parecidas a puñales, de más de 3,5 metros de altura, que lo   rodea.   Posnansky   arguyó   que   la   función   que   cumplía   el   recinto   era   de carácter   astronómico. Dicho   de   otro   modo,   se   trataba   de   un observatorio. Fue   mientras   estudiaba   su   alineamiento   astronómico   cuando Posnansky observó que había algo raro en él. Dos puntos de observación del recinto señalaban el solsticio de invierno y el de verano, es decir, los puntos en que el sol se encuentra directamente encima del Trópico de Cáncer o del de Capricornio. En nuestros días, los dos trópicos están exactamente a 23   grados   y   30   minutos   al   norte   y   al   sur   del   ecuador.   De   hecho, nuestra Tierra se mece levemente, como un barco. A lo largo de un ciclo de 41.000 años, la posición de los trópicos cambia de 22,1 grados a 24,5. Este cambio   recibe   el   nombre   de   «oblicuidad   de   la   Eclíptica»   y   no   debe confundirse con la precesión de los equinoccios. Y Posnansky se dio cuentá de que los dos «puntos de solsticio» en el Kalasasaya revelaban que cuando se hicieron tales puntos los dos trópicos se hallaban situados a 23 grados, 8 minutos y 48 segundos del ecuador. Después de calcular esto con una tabla de posiciones astronómicas, sacó la conclusión de que el Kalasasaya debía de  haberse  construido  en  el  15000  a. de  C.,  en un  momento en  que,  según los   historiadores,   el   hombre   aún   era   un   cazador   primitivo   que   perseguía mamutes   y   rinocerontes   lanudos   con   lanzas, tal como puede verse  en las   pinturas   rupestres   de   Lascaux.   Obviamente,   la   datación   de   Posnansky ponía   en   entredicho   algunos   de   los   supuestos   más   fundamentales   de   los historiadores.

Los   cálculos   de   Posnansky   habían   dejado   atónitos   a   sus   colegas,   que preferían una estimación más moderada, a saber, 500 d. de C., más o menos la   época   en   que   el   rey   Arturo   expulsaba   a   los   sajones   de   Inglaterra.   Y aunque los cálculos de Posnansky se basaba en casi medio siglo dedicado al estudio de Tiahuanaco,  sus colegas le tacharon de chiflado. Por suerte,  sus cálculos llamaron la atención de una comisión astronómica alemana formada por   cuatro   hombres   a   quienes   habían   encargado   que   estudiaran   los yacimientos   arqueológicos   de   los   Andes.   Este   grupo,   cuyo   director   era   el doctor Hans Ludendorff, del observatorio astronómico de Potsdam, estudió el Kalasasaya   entre   1927   y   1930,   y   no   sólo   confirmó   que   se   trataba   de   un «observatorio»,   sino   que   también   sacó   la   conclusión   de   que   lo   habían construido   de   acuerdo   con   un   plan   astronómico   que,   como   mínimo,   databa de  muchos   miles   de  años   antes   del   rey   Arturo.  El  grupo  sugirió  la  fecha  del 9300 a. de C. Incluso esto escandalizó al mundo científico. Uno de los miembros de la   comisión,   el   doctor   Rolf   Müller,   revisó   los   cálculos   y   decidió   que   si Posnansky se equivocaba en relación con los puntos de solsticio del recinto, a la vez que se tomaban en consideración otras variantes posibles, la fecha podría reducirse y dejarla en el 4000 a. de C. Posnansky hizo finalmente las paces   con   sus   colegas   al   reconocer   que   la   fecha   correcta   podía   ser   o   bien 4500 o 10500  a. de C.  Desde  luego, esta última fecha  podría sugerir que la catástrofe que destruyó el puerto de Tiahuanaco y partió en dos la Puerta del  Sol fue el legendario cataclismo que destruyó la Atlántida.
El   Kalasasaya   fascinaba   a   Hancock   por   otra   razón.  Había dos   grandes estatuas, también   talladas   en   piedra   arenisca   roja,   cuya   mitad   inferior aparecía cubierta de escamas de pescado, lo cual hacía pensar otra vez en los   dioses   pez   que,   según   el   historiador   babilonio   Beroso,   trajeron   la civilización a Babilonia. Las historias relativas al dios pez Oannes presentan un curioso parecido con las de Viracocha y Kon-Tiki. Finalmente,   los   Hancock   se   encontraron   ante   la   más   famosa   de   las ruinas   de   Tiahuanaco,   la   Puerta   el   Sol,   de unos 3  metros  de altura por  casi  4  de  anchura, cubierta  de tallas   misteriosas.   Sobre   la   puerta   se   alza   una   figura   amenazadora   con   un arma   en   una   mano   y   un   rayo   en   la   otra.   Es   casi   seguro   que   se   trata   de  Viracocha.   Hancock   se   sintió   intrigado   al   ver   debajo   de   esto   la   forma   de   un elefante   en   el   complejo   friso,   porque   en   el   continente   americano   no   hay elefantes   ni   ha   habido   en   él   animales   parecidos   desde   aproximadamente   el 10000   a.   de   C.,   momento   en   que   se   produjo   la   extinción   del   llamado Cuvieronius,   que era un animal provisto de colmillos y trompa. Al examinarlo con   mayor   atención,   vio   que   en   realidad   el   elefante   lo   formaban   cóndores con cresta. El dibujo era una especie de efecto visual, del mismo tipo de las que aparecían en otras partes el friso, donde una oreja humana podía ser en realidad   un   ala   de   pájaro.   Entre   los   otros   animales   representados   en   la puerta   había   un   toxodonte,   especie   de   hipopótamo   que   desapareció   de   los Andes   más   o   menos   en   la   misma   época   que   el   Cuvieronius,   el   animal parecido al elefante. De hecho, había no menos de 46 toxodontes. También aparecen   toxodontes   en   la   cerámica   de   Tiahuanaco,   e   incluso   en   las esculturas. Como es natural, todo esto inducía a pensar en la probabilidad de que la cronología de Tiahuanaco que proponía Posnansky fuese correcta.

Pero la puerta no estaba terminada. Algo había interrumpido al escultor y partido la puerta en dos. Y resulta obvio, al ver los bloques de piedra dis persos, que ese algo fue un terremoto. Posnansky creía que esta catástrofe había   sobrevenido   en   el   undécimo   milenio   a.   de   C.   y   había   sumergido   la ciudad de Tiahuanaco durante un tiempo. Seguidamente se había producido una serie de fenómenos sísmicos a causa de los cuales había descendido el nivel del lago a la vez que el clima se volvía más frío. Y en este momento los  supervivientes   habían   construido   campos   elevados   y   ondulantes   sobre   la tierra   rescatada   ahora   de   debajo   del   agua.   Según   una   fuente   que   cita Hancock,   las   técnicas   de   cultivo   revelaban   un   notable   grado   de   perfección, de tal manera que los campos podían dar mejores resultados que los que se cultivan   con   técnicas   modernas   y   producían   el   triple   de   las   patatas   que   se obtienen   hoy   de   un   campo   parecido.   Además,   las   patatas   que   se   cultivaron en   parcelas   experimentales   creadas   por   agrónomos   modernos   siguiendo esta  pauta  antigua   resistieron   heladas  y   sequías  que  normalmente  hubieran echado a perder la cosecha. Está   claro   que   Hancock   sospechaba   que   estas   innovaciones   agrícolas, así   como   técnicas   para   eliminar   la   toxicidad   de   las   patatas   venenosas   de estas  regiones  altas,  llegaron  a Tiahuanaco  después  de la  catástrofe que inundó   la   ciudad.   Esta   conjetura   parece   concordar   con   la   idea   de   que Viracocha y sus numerosos tocayos, Quetzalcóatl, Kon-Tiki, Votan o Tunupa, llegaron después del «oscurecimiento del sol».
 
Hancock formula luego una conjetura todavía más osada. La lengua de los   indios   que   viven   alrededor   del   lago   Titicaca   se   llama   aimara, mientras que   la   lengua   que   hablaban   los   incas   de   Perú   era   el   quechua.   La   lengua aimara posee la interesante característica de ser tan sencilla y poco ambigua en   sus   estructuras   que   puede   traducirse   fácilmente   al   lenguaje   informático. ¿Fue   una   simple   coincidencia   que   una   lengua   aparentemente   artificial regida   por   una   sintaxis   propicia   a   la   informática   se   hable   hoy   en   los alrededores   de  Tiahuanaco?   ¿O   es   posible   que   el   aimara   sea   el   legado   del gran saber que todas las leyendas atribuyen a Viracocha? Si   Viracocha   desembarcó   en   la   costa oriental   de   América   Central,   como   afirman   las   leyendas   aztecas,   y   su influencia   fue   igualmente   fuerte   en   el   otro   lado   del   continente,   entonces   la civilización que trajo debió de ser tan inmensa como la actual civilización de Europa   o   América   del   Norte.   Y   es   poco   probable   que   una   civilización   tan extendida   permaneciera   limitada   a   un   solo   continente. Probablemente  era mundial y era  la gran civilización marítima que propuso Charles Hapgood. Graham Hancock viajó a continuación por toda América del Sur y  Central,   y   el   conocimiento   de   primera   mano   que   obtuvo   de   los lugares   antiguos   confirmó   su   creencia   de   que   se   trataba   de   una   civilización que   había   precedido   la   devastación   de   Tiahuanaco   en   algún   momento   del undécimo   milenio   a.   de   C.   Y, al parecer,   fue   la   antepasada   común   del   Egipto dinástico,   así   como   de   los   olmecas,   los   mayas   y   los   aztecas

Una y otra vez quedó impresionado y desconcertado por el tamaño de las piedras utilizadas en algunas de las estructuras antiguas. Sobre la ciudadela de Sacsayhuaman (no lejos de Cuzco, en Perú) dijo lo siguiente: “Estiré   el   cuello   y   alcé   los   ojos   para   ver   un   gran   peñasco   de   granito por  debajo   del   cual   pasaba   ahora  mi   ruta.  Tenía  unos   3  o  4  metros   de altura y más de 2 de lado a lado, pesaba mucho más de 100 toneladas  y   era   obra   del   hombre   y   no   de   la   naturaleza.   Había   sido   cortado   y moldeado   hasta   darle   una   armonía   sinfónica   de   ángulos,   manipulado con   aparente   facilidad   (como   si   estuviera   hecho   de   cera   o   masilla)   y estaba colocado verticalmente en una pared formada por otros bloques poligonales   enormes   y   problemáticos,   algunos   de   ellos   colocados   por encima de él, algunos por debajo, algunos a uno y otro lado, y todos en yuxtaposición perfectamente equilibrada y ordenada. Uno   de   estos   asombrosos   ejemplos   de   piedra   cuidadosamente tallada tenía una altura de ocho metros y pico y, según se calculó,   pesaba   361   toneladas.   La   misma   sensación   de   perplejidad   ofrecía  Machu   Picchu,   la  «ciudadela   perdida»   que   se   hallaba   oculta   en   la   cima   de   una   montaña   y había permanecido olvidada durante siglos. Bajo el mando de su jefe, Manco Cápac, los incas se habían retirado ante el avance de los españoles en 1533, después de que Pizarro asesinara traicioneramente al hermano de Manco, el rey Atahualpa. Desde Machu Picchu, que es tal vez una de los lugares más bellos y espectaculares del mundo, hostigaron a los españoles durante años e   incluso   pusieron   sitio   a   Cuzco.   Y   aunque   los   españoles   llegaron   a   sólo unos   kilómetros,   nunca   descubrieron   su   escondrijo   en   la   cima   inaccesible. Cuando los incas abandonaron finalmente la lucha, Machu Picchu permaneció   desierta   durante   casi   cuatro   siglos,   hasta   que   el   explorador   norteamericano Hiram Bingham fue conducido hasta allí por un indio del lugar en 1911.
Machu Picchu no la construyó Manco Cápac. Aunque los historiadores la datan alrededor de finales del siglo XV d. C., el profesor Rolf Müller, de Potsdam, uno   de   los   miembros   del   grupo   que   estudió   los   resultados   que   Posnansky obtuvo en Tiahuanaco, sacó la conclusión, basándose en sus alineamientos astronómicos, de que fue construida entre el 4000 y el 2000 a. de C. En   Machu   Picchu,   al   igual   que   en   Sacsayhuaman,   Hancock   quedó estupefacto   ante   la   magnitud   de   la   obra.   Quien   hubiese   construido   Machu Picchu   había   utilizado   aparentemente la   misma   clase   de   trabajadores   o de tecnología que   emplearon   los faraones que edificaron las pirámides. Se había dedicado al proyecto el mismo cuidado   y   la   misma   precisión. Había bloques   gigantescos,   colocados   unos   junto   a otros,   con   tanta   exactitud   que   a   menudo   era   imposible   insertar   una   hoja   de afeitar  entre   ellos.   Un   monolito   poligonal   perfectamente   pulimentado   medía alrededor de cuatro metros de longitud por uno y medio de anchura y uno y medio de grosor, y no podía pesar menos de 200 toneladas. ¿Cómo habían logrado los constructores antiguos subirlo hasta aquí?».  Hancock abandonó Perú para trasladarse a América Central. En Chichén Itzá, en Yucatán, intrigó a Hancock la forma de la gran pirámide de Kukulcán, uno   de   los   numerosos   nombres   de   Viracocha.   Tiene   365 escalones,   y   de   alguna   forma   misteriosa,   éstos   aparecen   dispuestos   de   tal modo  que  en  dos  días  del año, en  los equinoccios de primavera y otoño,   el juego de las luces y las sombras crea la ilusión de una gran serpiente que se retuerce   mientras   sube   la   escalinata.  Esta   ilusión   dura   exactamente   3   horas   y 22   minutos.   Una   cosa   así   es,   a   su   manera,   tan   impresionante   como   la construcción de  la  Gran Pirámide. De  hecho, la  gran pirámide de los  mayas, en   Cholula,   cerca   de   Ciudad   de   México,   tiene   tres   veces   el   tamaño   de   la Gran Pirámide de Gizeh y cubre una extensión de alrededor de 18 hectáreas. Es el edificio más grande de la Tierra.
A unos   cuarenta   y   ocho   kilómetros   al   nordeste   de   Ciudad   de   México   se hallan  las   ruinas  de  la   sagrada   ciudad   tolteca  de  Teotihuacán.  Los  primeros europeos que la vieron fueron Cortés y sus soldados, en circunstancias poco propicias, por no decir otra cosa peor.   El   8   de   noviembre   de   1519,   Cortés   había   entrado   en   la   capital   de   los   aztecas,   Tenochtitlán,  la   actual   Ciudad   de   México,   y   había   quedado sobrecogido   ante   su   extensión   y   su   belleza.   Aquella   ciudad   de   pirámides   y templos   inmensos,  palacios  y  canales,  estaba  construida  en  el  centro  de  un enorme lago, y era tan elegante como Venecia. Resultaba claro que sus habitantes no eran salvajes, sino el fruto de una antigua civilización. Los aztecas   declaraban   que   habían   tomado   por   modelo   la   capital   original   de   su patria   perdida,   que   se   alzaba   en   medio   de   un   lago   y   estaba   rodeada   de canales concéntricos,  lo que inevitablemente hace pensar en la Atlántida de Platón. Cortés   aprovechó   la   primera   oportunidad   para   detener   al   amistoso emperador   Moctezuma,   que   moriría   cautivo   de   los   españoles.   Fue   al   matar aztecas   durante   una   de   sus   ceremonias   religiosas   cuando   los   españoles cosecharon tempestades. Durante la noche del 1 de julio de 1520 los aztecas sorprendieron   a   los   españoles   cuando   trataban   de   huir   y   mataron   a   unos quinientos   de   ellos,  así   como   a   cuatro   mil   de   sus   aliados   mexicanos.   Los españoles la llamaron «la noche triste». Cortés y los supervivientes huyeron al   norte   y   se   encontraron   en   un   valle   cerca   de   un   poblado   indio   llamado Otumba,   completamente   rodeado   por   las   ruinas   de   una   ciudad   antigua   que parecía   estar   enterrada   bajo   toneladas   de   tierra.   Acamparon   allí,   entre   dos grandes montículos. Al   cabo   de   dos   días   tuvieron   que   enfrentarse   a   un  inmenso   ejército  de indios mexicanos. Cortés mostró entonces su genio militar. Se dio cuenta de que el hombre ricamente ataviado que estaba en el centro del enemigo debía de   ser   el   jefe   y   se   lanzó   directamente   hacia   él   con   su   pequeña   banda   de  guerreros.   La   ferocidad   del   ataque   pilló   a   los   indios   por   sorpresa   y   el   jefe resultó muerto. Al correr la noticia, huyeron los ejércitos indios, que eran muy superiores en número, ya que había unos cien indios por cada español.
 
La   ciudad   de   las   pirámides   enterradas   era   la   antigua   capital, Teotihuacán. Los indios que vivían allí nada sabían de su origen. Dijeron que la   ciudad   ya   estaba   allí   al   llegar   los   aztecas.   Los   dos   inmensos   montículos eran   dos   pirámides,   llamadas   la   Casa   (o   Templo)   del   Sol   y   la   Casa   de   la Luna.   Estaban   unidas   por   una   gran   avenida   a   la   que   los   indios   daban   el nombre de el Camino de los Muertos, porque creían equivocadamente que los montículos eran tumbas.     Más   a   lo   lejos   había   otro gran   montículo,   el   Templo   de   Quetzalcóatl.   Charnay   había   empezado   a excavarlo   en   1883,   pero   lo   había   dejado.   Sin   embargo,   se   fijó   en   la increíble variedad de razas en  las caras esculpidas en la cerámica: caucásicas, griegas, chinas, japonesas   y   negras.   Un   observador   posterior   también   se   fijó   en   que   había caras   mongoloides,   y   toda   suerte   de   personas   blancas,   en   particular   tipos semíticos.   Parecía   que,   en   algún   momento   de   la   historia,   la   tierra   de   los aztecas y los mayas había sido un centro cosmopolita a nivel mundial. En 1884 un ex soldado que se llamaba Leopoldo Batres persuadió a su cuñado Porfirio Díaz, el dictador de triste memoria, a nombrarle inspector de monumentos y permitirle excavar en Teotihuacán. Más que la arqueología, a Batres   le   interesaba   encontrar   tesoros,   o,   en   su   defecto,   cerámica   o artefactos que pudieran venderse a museos europeos. Quedó desconcertado al ver la gran cantidad de tierra y escombros que cubrían la ciudad, y pensó que era como si sus habitantes la hubiesen enterrado deliberadamente para protegerla   de   los   invasores   sacrilegos.   Sus   excavaciones   revelaron   que probablemente   la   ciudad   había   sido   abandonada   después   de   alguna catástrofe   que   la   había   incendiado,   toda   vez   que   muchos   edificios   estaban llenos de esqueletos calcinados.

Las   excavaciones   de   Batres   resultaron   muy   lucrativas   y   continuaron durante   más   de   dos   decenios.   Batres   consiguió   hacerse   pasar   por   un arqueólogo serio publicando libros sin valor en los que discutía  con  otros  arqueólogos, pero continuó  saqueando  siempre  que  se le presentaba la ocasión. La   única   aportación   indiscutible   que   hizo   a   la   arqueología   fue   la excavación   de   uno   de   los   grandes   montículos   triangulares   a   los   pies   de   los cuales   había   acampado   Cortés   casi   cuatrocientos   años   antes.   Contrató   a gran   número   de   trabajadores   con mulas y cestos   y   pronto   moverían   diariamente   hasta   mil   toneladas   de   tierra.   Más adelante, incluso tendió un ferrocarril a los pies del montículo y se llevaba la tierra   en   vagones.   Y   lo   que   pronto   empezó   a   aparecer   fue   una   magnífica pirámide escalonada cuya base tenía más o menos la misma extensión que la   de   la   Gran   Pirámide   de   Gizeh, aunque   la   altura   era   sólo   la   mitad.   Entre dos   de   los   niveles   superiores   de   la   pirámide,   Batres   encontró   dos   capas   de mica,   mineral   de   aspecto   cristalino   que   puede   dividirse   en   placas   finísimas. Como   aquella   inmensa   cantidad   valía   mucho   dinero,   Batres   se   apresuró   a extraerla y venderla.La pirámide no permitía albergar dudas sobre la veracidad de las historias   que   hablaban   de   sacrificios.   En   cada   esquina   de   cada   escalón   se encontró   el   esqueleto   sentado   de   un   niño   de   seis   años,   enterrado   vivo;   la mayoría de ellos se convirtieron en polvo al ser desenterrados.
La cúspide de la pirámide era plana y en ella había restos de un templo, virtualmente   destruido   por   el   crecimiento   de   la   vegetación   durante   siglos. Debajo  de los  escombros  encontró  Batres  gran  número  de  figuras  humanas talladas en jade, jaspe, alabastro y huesos humanos, lo cual le convenció de que   se   trataba   de   un   templo   solar   dedicado   a   Quetzalcóatl   o   Viracocha. También   encontró   un   especie   de   flauta   que   producía   una   escala   de   siete notas distinta de la escala europea. La   idea   que   tenía   Batres   de   la   excavación   haría   llorar   a   cualquier arqueólogo moderno.  Su objetivo era  sencillamente crear un monumento  de aspecto   impresionante.   Pero   los   constructores   de   la   Pirámide   del   Sol,   a diferencia   de   los   de   las   pirámides   de   Gizeh,   no   habían   utilizado   bloques sólidos, sino una mezcla de adobe y piedra; Empujados por el entusiasmo, a menudo los hombres de Batres perforaban lo que probablemente había sido el   muro   exterior,   con   el   resultado   de   que   tres   de   las   caras   de   la   pirámide están media docena de metros más adentro de lo que deberían estar.  Por   suerte,   Batres   no   pudo   terminar   su   obra   devastadora.   La   pirámide tenía que estar terminada a tiempo para celebrar la reelección del dictador en 1910, pero aún quedaba por hacer mucho trabajo cuando Díaz fue derrocado y   tuvo   que   huir   a   Francia.   Batres   no   tardó   en   verse   denunciado  por   arqueólogos   y   estudiosos,   en   particular   por   una   dama norteamericana   llamada   Zelia   Nuttal,   que una vez   Díaz   había   sido depuesto, pudo enumerar los delitos de Batres. Al  igual que su cuñado el   presidente,   el   inspector   de   monumentos   sufrió   una   caída   espectacular   y desapareció  de la historia de la arqueología.

Posteriores  excavaciones de Teotihuacán permiten  ver  claramente que el   yacimiento   es   tan   misterioso   como   Gizeh.   La   primera   y   más   obvia observación   es   que   la   planta   de   sus   tres   monumentos   principales, las Pirámides del Sol y de la Luna, así como el Templo de Quetzacóatl,  tienen mucho en común   con   la   curiosa   planta   de   las   pirámide   de   Keops,   Kefrén   y   Menkaura. La   gran   plaza   de   la   Ciudadela, que es un complejo   religioso,   y   el   Templo   del   Sol   se encuentran alineados a lo largo de la llamada Calle de los Muertos, mientras que el Templo de la Luna esta al final de la calle y no está alienado con los otros dos. Graham Hancock visitó Teotihuacán y reflexionó sobre sus misterios. Al igual que gran número de recientes autoridades en la materia, dijo que no le cabía ninguna duda de que la planta es astronómica. Gerald Hawkins, autor de   Stonehenge   Decoded,   señala,   en   Beyond   Stonehenge,   que,   si   bien   las calles   forman   una   cuadrícula   que   mide   seis   kilómetros   y   pico   de   un   lado   a otro,   se   cruzan   en   ángulos   de   89   grados   en   vez   de   90.   Además,   la cuadrícula   no   está   alineada   con   los   cuatro   puntos   cardinales,   como   cabría esperar,  sino que  se tuerce hacia  un  lado  de  tal  manera  que la  Calle  de  los Muertos   se   extiende   del   norte   al   nordeste   y   señala   sorprendentemente la   posición   de   las Pléyades. Puede   que   otro   descubrimiento   de   Hawkins   parezca   todavía   más significativo.   Tras   introducir   los   datos   en   su   ordenador,   descubrió   un alineamiento con Sirio, la estrella perro, que, como ya hemos visto, en Egipto se  asocia  con  Isis y que los  dogon de Mali saben que tiene una  compañera invisible, Sirio B. Y en su libro  El misterio de Sirio,  Robert Temple señala que los Nommos,los dioses anfibios de quienes los dogon afirman haber recibido su conocimiento de Sirio B, se parecen mucho a los seres anfibios que, según el historiador Beroso, fundaron la civilización babilónica y cuyo líder se llamaba  Oannes.   Ya   hemos   comentado   la   observación   que   hizo   Le   Plongeon sobre el parecido entre el nombre de este dios y la palabra maya  oaana,  que significa   «el   que   tiene   su   residencia   en   el   agua».   Si   está   en   lo   cierto,   esto parecería   un   argumento   favorable   a   la   existencia   de   una   conexión   entre América   Central   y   las   tierras   del   Oriente   Medio.   Si   también   recordamos   la sugerencia   de   Robert   Temple   en   el   sentido   de   que   los   dogon   recibieron   su conocimiento   del   antiguo   Egipto,   entonces,   una   vez   más   tenemos,   lo   que parece un vínculo verosímil entre Egipto y América del Sur.
 
Le   Plongeon  también   había  señalado  que   muchas   de  las   pirámides   de Yucatán  tenían  21  metros  de  altura  y  que  sus  planos  verticales,  es   decir,  el plano   que   se   formaría   si   se   cortara   la   pirámide   por   la   mitad   con   un   cuchillo enorme,   podría   inscribirse   en   un   semicírculo.  Dicho   de   otro   modo,   que   la altura   era   el   radio   de   un   círculo   cuyo   diámetro   era   la   base.   Esto   le   hizo sospechar   que   con   estas   pirámides   se   quiso   representar   la   Tierra,   o,   mejor dicho,   la   mitad   superior   del   globo.   Ya   hemos   señalado   que   John   Taylor descubrió   que   la   altura   de   la   Gran   Pirámide,   al   compararla   con   su   base,   es exactamente el radio de una semiesfera comparada con la circunferencia de su base, y que conjeturó que se pretendió que la pirámide fuese una representación   de   la   Tierra.   Dicho   de   otro   modo,   el   método   maya   parecería   más tosco, pero es igualmente eficaz para sugerir la Tierra. Gerald Hawkins   se   enteró   de   la   existencia   de   Teotihuacán   por   un   estudioso llamado   James   Dow,   que   formuló   la   teoría   de   que   la   ciudad   se   construyó sobre   un   «marco   cósmico».   Otro   estudioso,   Stansbury   Hagar,   también   ha sugerido   que   Teotihuacán   es   un   «mapa   del   cielo»,   y   que   la   finalidad   de   la Calle   de   los   Muertos   es   desempeñar   el   papel   de   la   Vía   Láctea,   como   lo desempeña el Nilo,  según  Robert Bauval, en  relación con las «estrellas»  de Orión   de   las   pirámides   de   Gizeh.   Graham   Hancock   conjetura   que   en   un principio la Vía de los Muertos estaba llena de agua, con lo cual se parecería  aún   más   al   Nilo.  Y   un   ingeniero   llamado   Hugh   Harleston,   que   inspeccionó Teotihuacán en los decenios de 1960 y 1970, sacó la conclusión de que bien podía ser un modelo del sistema solar, con el Templo de Quetzalcóatl como el   sol   y   todos   los   planetas   representados   a   distancias   proporcionalmente correctas,   hasta   llegar   a   unos   montículos   todavía   no   excavados   que representarían   Neptuno   y   Plutón.  

Los constructores de Teotihuacán  quizá conocían   no   sólo   las   distancias   relativas   de   los   planetas,   sino   incluso   la existencia   de   planetas   que   a   la   sazón   aún   no   se   habían   descubierto.   Esto está en línea con   la   observación   de   Temple   en   el sentido de que los dogon sabían que Sirio era una estrella doble, que la luna estaba seca y muerta y que Saturno tenía un anillo a su alrededor. Harleston   calculó   seguidamente   que   la   unidad   básica   que   se   utilizó   en Teotihuacán   era   1,059   metros.   Señalando   también   la   frecuencia   de   la   cifra 378 metros entre indicadores de límites a lo largo de la Vía de los   Muertos,   Harleston   señaló   que   1,059   multiplicado   por   378 y   luego   por  10.000   da   una   cifra   muy   exacta   para   el   radio   polar   de   la   Tierra   y   parece corroborar   la   conjetura   de   Le   Plongeon   según   la   cual   las   pirámides   se concibieron como modelos a escala de la Tierra. Todo esto parece un argumento a favor de los visitantes espaciales de Von   Däniken.   Pero   lo   que   sugieren   Schwaller   de   Lubicz,   John   West   y Graham   Hancock   y   Robert   Bauval   es   bastante   menos   polémico. Según ellos   los pueblos   antiguos   probablemente   heredaron   su   conocimiento   de   una civilización   que   sabía   muchas   cosas.   Tal vez  estas   cosas   las   trajeron   a   la   Tierra los Nommos procedentes de las estrellas.   De todos modos hay un misterio  fascinante, que es  lo   que   aquella   gente   de la antiguedad   sabía   y   cómo   aplicaban   su   conocimiento.
Pero   en   lo   que   se   refiere   a   Teotihuacán,   las   investigaciones todavía dejan el asunto sumido en el misterio. No conocemos la fecha en que se   construyó.   Si   lo   construyeron   los   toltecas,   entonces   su   fecha   podría   ser cualquiera   entre   el   500   d.   de   C.   y   el   1100.   Pero   algunas   dataciones   por   el  carbono   han   dado   una   fecha   de   los   comienzos   de   la   era   cristiana…   que   es anterior   a   los   toltecas.   Los   propios   aztecas   declararon   que   Teotihuacán   fue construido al empezar la quinta edad, en el 3113 a. de C., por Quetzalcóatl. Sus   cuatro   edades   (o   «soles»)   anteriores   duraron,   respectivamente,   4.008, 4.010,   4.081   y   5.026   años,   lo   cual   suma   en   total   17.125   años   antes   del  comienzo   del   quinto   sol.   Dicho   de   otro   modo,   los   aztecas   datan   los «comienzos» de la civilización en el 20.238 a. de C. También se dice que previeron que terminaría en medio de violentos terremotos el 24 de diciembre de 2012. De momento, falta excavar tanto en Teotihuacán que es imposible decir cuándo se trazó el emplazamiento original. Bien puede ser que, como en el caso   de   Stonehenge,   se   construyera   en   períodos   muy   separados   unos   de otros.   Debemos   tener   en   cuenta   la   posibilidad   de   que   ya   existiera   cuando llegaron los toltecas, del mismo modo que ya existía cuando lo descubrieron los aztecas. Lo único que sabemos es que, al igual que el interior de la Gran Pirámide,   parece   ser   que   se   trazó   con   una   precisión   extraña   y desconcertante. Y¿por qué los constructores de la Pirámide del Sol quisieron instalar una capa de mica? Lo mismo cabe decir de una edificación llamada el   Templo   de   Mica   que   no   está   lejos   de   la   Pirámide   del   Sol.   Debajo   de   su suelo   hay   dos   enormes   capas   de   mica,   de   más   de   ocho   metros   cuadrados. Es una suerte que Batres ya hubiera muerto cuando se descubrió el Templo de Mica, pues permitió a los arqueólogos descubrir un hecho curioso: que la química   de   la   mica   revela   que   no   es   mica   del   lugar,   sino   que   procede   de Brasil,   a   más   de   3.000   kilómetros   de   allí.  

¿Y   cómo   se transportaron capas de mica de más de ocho metros cuadrados? Asimismo, ¿por qué luego las colocaron debajo del suelo? ¿Qué función debían cumplir allí?   Graham   Hancock   señala   que   la   mica   se   usa   como   aislante   en   los condensadores, y que puede usarse para que las reacciones nucleares sean más   lentas,   pero   cuesta   ver   cómo   una   capa   subterránea   de   mica   podría cumplir alguna función científica. Teotihuacán   quiere   decir   «ciudad   de   los   dioses»   o,   más   literalmente y sorprendentemente, «ciudad donde los hombres se convierten en dioses». Esto hace pensar que tal   vez   tenía   algún   importante   propósito   ritual,   quizá   análogo   a   la   idea   de Bauval de que la finalidad de los «pozos de ventilación» de la Gran Pirámide es dirigir el alma del faraón hacia el cielo, donde se convierte en dios. Así   pues,   al   igual   que   el   complejo   de   Gizeh,   la   ciudad   de   Teotihuacán continúa   siendo   un   misterio.   De   momento,   sus   complicadas   medidas   y   la disposición de sus extraños edificios no tienen sentido. Lo único que parece razonablemente   seguro,   una   vez   más,   es   que   se   construyó   teniendo presentes   alineamientos   astronómicos   y   que   a   ojos   de   los   toltecas, o   de quienquiera   que   la   construyese,   simbolizaba   algún   misterio   divino   cuya naturaleza cayó en el olvido hace mucho tiempo. Lo mismo ocurre en el caso del enigma más famoso de América del Sur, las   líneas   de   Nazca.   Las   descubrió   en   1941   un   norteamericano   que   era profesor   de   historia   y   se   llamaba   Paul   Kosok   al   sobrevolar   casualmente   el desierto cerca de la ciudad de Nazca, en Perú, en busca de canales de riego. Lo que vio desde el aire fue una serie de cientos de dibujos asombrosos en la arena: gigantescos pájaros, insectos, peces, mamíferos y flores, entre los que   había   una   araña,   un   cóndor,   un   mono   y   una   ballena.   Nadie   los   había visto   jamás   porque   no   pueden   verse   desde   el   suelo. Y ocupan 518   kilómetros cuadrados   de   meseta.   Se   comprobó   que   los   habían   trazado   moviendo   las piedras   pequeñas   que   forman   la   superficie   del   desierto   y   dejando   al descubierto el suelo duro que hay debajo de ellas.
También   hay   enormes   figuras   geométricas   y   largas   líneas   que   se extienden hacia el horizonte, algunas de la cuales terminan bruscamente en las cimas de las montañas. La   llanura   de   Nazca   es   ventosa,   pero   las   piedras   de   la   superficie absorben calor suficiente para producir aire ascendente que protege el suelo. Llueve rarísimas veces. Debido a estos factores, los dibujos gigantescos han permanecido   intactos   durante   siglos,   posiblemente   milenios.   Algunos   restos orgánicos   encontrados   en   el   lugar   se   han   datado   por   el   carbono   en   un período situado entre el 350 y el 500 d. de C., y la cerámica en el siglo   I   a. de C. Pero las líneas propiamente dichas no pueden datarse. Erich von Däniken sugeriría más adelante que las líneas largas eran las  pistas   de   aterrizaje   de   las   aeronaves   de   los   antiguos   viajeros   del   espacio, pero  esta  teoría pasa por  alto  el hecho  de que  un acroplano haría  saltar las piedras   en   todas   las   direcciones;   y   lo   mismo   haría   una   nave   espacial   que despegase verticalmente.  El 22 de junio de 1941, Kosok vio cómo el sol se ponía al final de una de  las   líneas   que   se   extendían   hacia   lo   lejos   a   través   del   desierto.   Era   el solsticio de invierno en el sur de Perú. Esto es, el momento en que el sol se  cierne   sobre   el   Trópico   de   Capricornio   y   se   prepara   para   regresar   al   norte. Esto   convenció   a   Kosok   de   que   las   líneas   tenían   alguna   finalidad astronómica. Pero cuando Gerald Hawkins introdujo los diversos alineamientos en su ordenador, examinando un período que va del 5000 a. de C. al 1900 d. de C., se llevó una decepción: ninguna de las líneas señalaba de modo concluyente ciertas   estrellas   en   momentos   significativos,   tales   como   el   solsticio   o   el equinoccio. Al parecer, Kosok se había equivocado.            

Pero   más   adelante,   una   investigadora,   la   doctora   Phyllis   Pitluga,   del Adler Planetarium de Chicago, descubriría que eso no era totalmente cierto. Sus investigaciones demostraron que la araña gigantesca era un modelo de la   constelación   de   Orión,   y   que   la   serie   de   líneas   rectas   que   había   a   su alrededor   seguían   la   trayectoria   de   las   tres   estrellas   del   Cinturón   de   Orión. Así   pues,   al   igual   que   las   pirámides   de   Gizeh,   la   araña   de   Nazca   está relacionada con el Cinturón de Orión.            Tony   Morrison,   un   zoólogo  que   estudio   las   líneas   con  Gerald   Hawkins, concluye en su libro  Pathways to the Gods  (1978) con una cita de un magistrado español, Luis de Monzón, que en 1586 escribió sobre las piedras trabajadas y los caminos antiguos que había cerca de Nazca: “Los indios viejos dicen que… tienen conocimiento de sus antepasados, que  en tiempos  muy  antiguos,  antes  de  que  los  gobernasen  los  incas, llegó al país otro pueblo al que llaman Viracochas, no muchos de ellos, y les siguieron indios que iban detrás de ellos escuchando su palabra, y ahora los indios dicen que debían de ser personas santas. Y en vista de ello, les construyeron caminos que pueden verse hoy.      Y aquí, sin duda, tenemos la clave del misterio de las líneas de Nazca: el  legendario Viracocha, llamado también Quetzalcóatl y Kon-Tiki, cuyo retorno seguían esperando los indios al desembarcar Cortés. «Los indios   viejos»   construyeron   las   grandes   figuras   porque   esperaban   que   Viracocha regresara,  esta vez por el aire, y las figuras hacían de indicador. ¿Cómo   hicieron   las   figuras?   Muchos   autores   han   conjeturado   que   los indios   debían   de   poseer   globos   de   aire   caliente.   Pero   aunque   esto   fuera cierto,  poca  utilidad   tendrían   tales   globos   para   los   indios   que   estaban   abajo en el suelo. No se puede trazar una figura de un 270 metros desde una altura de 300 metros.
 
Por   otra   parte,   la   construcción   de   dibujos   gigantescos   es factible.   Se   trata   sencillamente   de   construir   una   versión enorme a partir de un pequeño dibujo o plano. Los antiguos britanos hicieron frente   a   una   tarea   parecida   cuando   labraron   enormes   figuras   en   la   creta   de los Downs, y lo mismo cabe decir de Gutzon Borglum, el artista que talló los  rostros gigantescos de presidentes norteamericanos en el monte Rushmore. Tampoco   es   totalmente   cierto   que   las   líneas   del   desierto   no   puedan   verse desde   el   suelo,   toda   vez   que   en   la   zona   de   Nazca   hay   muchas   colinas   y montañas, que permitirían a los artistas adquirir un sentido de la perspectiva. Tony  Morrison  ha  señalado que aunque  las  piedras de las  figuras de Nazca son de color oscuro a causa de los elementos, las huellas que un automóvil deja en el desierto son de color amarillo y las líneas de Nazca debían de ser muy visibles al principio. Es   improbable,   por   supuesto,   que   la   única   finalidad   de   las   líneas   y   las figuras   fuese   hacer   de   indicadores.   Puede   que   también   fueran   símbolos   de fertilidad   y   que   en   el   lugar  se   celebrasen  danzas   y   rituales.   Sin   embargo,   el comentario que Luis de Monzón hizo en 1586 en el sentido de que los indios construyeron caminos a Viracocha, sin duda ofrece la explicación más obvia y sencilla del objetivo de las líneas. Hemos   visto   cómo,   en   las   postrimerías   del   siglo   XIX,   muchos arqueólogos   respetables   creían   que   la   Esfinge   era   mucho   más   antigua   que las   pirámides   y   cómo   los   egiptólogos   modernos   han   adoptado   una   actitud cada   vez   más   prudente   y   han   sustituido   lo   que   consideran   un   romanticismo irresponsable   por   una   especie   de   clasicismo   desapasionado.   Lo   mismo sucedió   en   el   campo   de   la   arqueología   sudamericana.   En   1922,   Byron Cummings, de la Universidad de Arizona, se fijó en una colina grande y llena de vegetación que había junto a la carretera de Ciudad de México a Cuernavaca   y   que   aparecía   cubierta   por   una   capa   de   lava   sólida.   Al   quitar   la   lava, para   lo   cual   a   menudo   usó   dinamita,   descubrió   una   pirámide   truncada, probablemente la más antigua que se conoce. Era la versión mexicana de la Pirámide   Escalonada   de   Zoser.  

Un   geólogo   neozelandés   dijo   que   el   campo de   lava   tenía   entre   7.000   y   2.000   años   de   antigüedad,   y   Byron   Cummings decidió   que   7.000   años   probablemente   estaban   más   cerca   de   la   realidad. Los   estudiosos   modernos   prefieren  datarla  entre   el   600  a.   de   C.   y   el   200   d. de   C.   En   su   libro   sobre   la   arqueología   en   América,   Conquistadores   Without  Swords   (1967),   Leo   Deuel   afirma   que   si   bien   puede   que   hubiera   seres humanos   en   México   hace   diez   mil   años   o   más,   los   agricultores   y   los constructores aparecieron alrededor del 2000 a. de C.  En   general,   Deuel   se   hace   eco   de   la   actitud   de   la   mayoría   de   los arqueólogos:   que dicen que   vincular   las   pirámides   de   América   del   Sur   a   las   de   Egipto es   puro   romanticismo,   porque   hay   varios   miles   de   años   entre   ellas.   Sin embargo,   como   hemos   visto,   puede   que   no   haya   comprendido     la   antigüedad   de   la   tradición   a   la   que   pertenecían   los olmecas,   los   toltecas   y   los   mayas.   Las   ruinas   de   Tiahuanaco   parecen demostrar,   más   claramente   que   otras,   que   la   civilización   en   América   del   Sur puede ser mucho más antigua de lo que suponemos. Graham Hancock viene a decir lo mismo cuando comenta el calendario maya,   que   a   su   vez   tenía   su   origen   en   los   olmecas, que parece son los que  hicieron   las gigantescas cabezas negroides que se parecen curiosamente a la cara de la Esfinge de Egipto . El calendario europeo calcula que la duración del año es de 365 3/4 días.   La   cifra   correcta   es   365,2422.   Pero   los   mayas   calculaban   que   el   año duraba   365,2420,   cifra   que   es   infinitamente   más   exacta   que   nuestro calendario,  el   occidental.  Calcularon   el  tiempo   que  tardaba   la  luna  en  dar  la vuelta   alrededor   de   la   Tierra   casi   con   tanta   exactitud   como   un   ordenador moderno:   29,528395   días.   Su   astronomía   es   de   una   perfección   comparable con   la   nuestra.   

A   pesar   de   ello,   se   trata   de   la   misma gente  que, aparentemente, ignoraba  el principio en que se basa la rueda.   Hancock   sugiere   que   la   respuesta   es   que   la   astronomía   maya   no   la crearon los propios mayas, sino que era el legado de un  pasado lejano. Todo   lo   que   sabemos   de   las   civilizaciones   de   América   Central   y América   del   Sur   induce   a   pensar   que   no   crecieron   aisladas   del   resto   del mundo.   Hubo   un   momento   en   que   estuvieron   conectadas   con   Europa   y   el Oriente Medio, quizá incluso con la India. Las leyendas sugieren que unos hombres blancos llevaron la civilización a América del Sur poco después de alguna   gran   catástrofe   que   oscureció   el   sol.   Documentos   y   tradiciones sugieren que tal catástrofe ocurrió alrededor del 10500 a. de C. Aunque   no   podemos   mostrarnos   dogmáticos   sobre   la   fecha   de   la catástrofe que cayó sobre Tiahuanaco en los Andes, sí sabemos la fecha de la   que   cayó   sobre   Egipto.   La   arqueología   indica   que   la   agricultura   empezó varios   milenios   antes   de   la   era   que   solemos   asignar   a   los   primeros agricultores. Antes del 13000 a. de C. aparecen hojas de hoz y piedras para moler   trigo   entre   las   herramientas   del   paleolítico   final.   La   inexistencia   de restos   de   pescado   en   este   período   hace   suponer   que   el   hombre   había aprendido a alimentarse de la agricultura. Luego, según parece, una serie de desastres   naturales,   entre   los   que   hubo   tremendas   inundaciones   en   el   valle del   Nilo,   pusieron   fin   a   la   «revolución   agrícola»   hacia   10500   a.   de   C.   West conjetura que ésta es la fecha en que tuvo lugar la destrucción de la Atlántida y   en  que   los  supervivientes  llegaron  a   Egipto  y  construyeron  la  versión  más antigua de la Esfinge.

Es la fecha en que, según Bauval, los «protoegipcios» proyectaron   y   posiblemente   empezaron   a   construir   las   pirámides   de   Gizeh. Es también la fecha que  Nature  en 1971 y  The New Scientist  en 1972 dieron para la última inversión de los polos magnéticos terrestres. Todo   esto   sugiere   como   mínimo   que   la   fecha   en   la   que   los   «dioses blancos» llegaron del este a México fue el 10500 a. de C. Si es verdad, y si la tradición según la cual Viracocha fundó la ciudad sagrada de Teotihuacán se basa   en   la   realidad,   entonces   Teotihuacán   fue   también   como   mínimo proyectada  al mismo tiempo que las pirámides de Gizeh, y el conocimiento que   se   observa en   su   trazado   geométrico   fue   traído   de   una   civilización   que se hallaba en trance de destrucción. Ahora   sabemos   que   los   egipcios   concedían   especial   importancia   a Sirio, la estrella perro, y a la constelación de Orión, en cuya parte trasera se  encuentra.   También   sabemos   que   el   abad   Brasseur   estaba   convencido   de que Sirio era la estrella sagrada de los mayas. Tenemos razones para creer que la araña de la llanura de Nazca representa la constelación de Orión, que tenía   igual   importancia   para   los   egipcios.   A   medida   que   van   acumulándose «coincidencias»   como   éstas,   se   hace   cada   vez   más   difícil   no   sacar   la conclusión de que las civilizaciones del norte de África y de la América Central y la América del Sur tenían algún origen común y que este origen común se   halla   tan   profundamente   enterrado   en   el   pasado   que   nuestra   única probabilidad   de   entenderlo   reside   en   descifrar   las   señales,   casi invisibles, que ha dejado.

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