Rudyard Kipling escribió un día estas palabras: «Oriente es Oriente y Occidente es Occidente, y los dos no se encontrarán nunca». Pero René Guénon, en su obra “Oriente y Occidente “, nos dice que cualquiera que sea el sentimiento que puede haber dado nacimiento a una tal opinión, lo que nos interesa ante todo es saber si esta opinión está fundada, o en qué medida lo está. Tenemos consciencia de toda la distancia que separa Oriente y Occidente, sobre todo del Occidente moderno. Al negarse a ver las cosas tales como son y a reconocer algunas diferencias, uno se condena a no comprender nada de la mentalidad oriental, y así no se hace más que agravar y perpetuar los malentendidos, cuando sería menester dedicarse ante todo a disiparlos. Mientras los occidentales se imaginen que no existe más que un solo tipo de humanidad, y que no hay más que una sola «civilización» en diversos grados de desarrollo, no será posible ningún entendimiento. La verdad es que hay civilizaciones múltiples, que se despliegan en sentidos muy diferentes, y que la civilización del Occidente moderno presenta caracteres que hacen de ella una excepción bastante singular. Admitiendo incluso que sean efectivamente comparables, no se debería hablar nunca de superioridad o de inferioridad de una manera absoluta, sin precisar bajo qué aspecto se consideran las cosas que se quieren comparar. Fritjof Capra, un reconocido físico austriaco, ha puesto al descubierto en su libro, El Tao de la Física, los paralelismos existentes entre la visión del mundo de los físicos modernos y la del misticismo oriental. En su opinión, la terminología china del ying y el yang parece muy adecuada para describir este desequilibrio cultural. Nuestra cultura ha favorecido los valores y actitudes yang o masculinas y ha descuidado sus contrapartes ying o femeninas, que le son complementarias. Hemos favorecido el análisis sobre la síntesis o el conocimiento racional sobre la sabiduría intuitiva. Según Fritjof Capra estamos siendo testigos del inicio de un tremendo movimiento, que parece ilustrar el antiguo refrán chino que dice: “Cuando el yang ha alcanzado su punto culminante, retrocede dejando paso al ying“. La creciente preocupación por la ecología, el intenso interés por el misticismo, el surgimiento de la conciencia feminista y el redescubrimiento de los enfoques holísticos sobre la salud y la curación, son todas manifestaciones de una misma tendencia.
Se dice que el orden intelectual vale más que el orden material. Si ello es así, una civilización que se muestra inferior bajo el primer aspecto, aunque sea incontestablemente superior bajo el segundo, se encontrará en desventaja, cualesquiera que puedan ser las apariencias exteriores. Y tal es el caso de la civilización occidental, que es aparentemente superior en aspectos científicos y tecnológicos si se la compara a las civilizaciones orientales. No obstante este planteamiento sorprende a la gran mayoría de los occidentales, porque es contraria a sus propios prejuicios con respecto a las civilizaciones orientales. Pero las cosas a las que los occidentales atribuyen la mayor importancia no interesan forzosamente a todos los hombres, y algunos pueden tenerlas incluso como desdeñables. Si los europeos llegaran a comprender eso y si se comportaran en consecuencia, sus relaciones con los demás pueblos serían más ventajosas para todo el mundo. Pero ese no es más que el lado externo de la cuestión. Si los occidentales reconocieran que no despreciaran las demás civilizaciones por la única razón de que difieren de la suya, nada les impediría estudiar esas civilizaciones sin una idea preconcebida. Y entonces no tardarían en apercibirse de todo lo que les falta a ellos mismos, sobre todo desde el punto de vista intelectual. Por lo demás, algunos comienzan a hablar de una quiebra de la civilización occidental, lo que nadie se hubiera atrevido a hacer hace pocos años. Pero las verdaderas causas que pueden provocar esta quiebra parecen escapárseles aún en gran parte. Y estas causas son precisamente las que impiden el entendimiento entre Oriente y Occidente. Trabajar para ese entendimiento es esforzarse también en desviar las catástrofes por las que Occidente está amenazado. Para comprender cualquiera de las filosofías orientales, es importante darse cuenta de que en esencia son espirituales. Su meta principal es la experiencia directa y mística de la realidad. Y puesto que tal experiencia es religiosa por naturaleza, estas filosofías son inseparables de la religión. Esto es especialmente cierto en el hinduismo, en el que esta conexión entre filosofía y religión es particularmente fuerte. Se ha dicho que casi todo el pensamiento de la India es, en cierto sentido, pensamiento religioso.
El hinduismo no sólo ha influenciado a lo largo de muchos siglos la vida intelectual de la India, sino que casi ha determinado totalmente su vida cultural y social. El hinduismo no puede ser denominado filosofía, pero tampoco constituye una religión bien definida. Se trata más bien de un amplio y complejo cuerpo socio-religioso, compuesto por innumerables sectas, cultos y sistemas filosóficos, que implican numerosos rituales, ceremonias y disciplinas espirituales, al igual que la veneración de innumerables dioses y diosas. Las muchas facetas de esta compleja pero persistente y poderosa tradición espiritual son un reflejo de las complejidades geográficas, raciales, lingüísticas y culturales del vasto subcontinente indio. Las manifestaciones del hinduismo abarcan desde filosofías altamente intelectuales, que incluyen conceptos de un nivel extraordinariamente elevado, hasta las ingenuas e infantiles prácticas rituales del pueblo. Si bien la mayoría de los hindúes son sencillos aldeanos que mantienen viva la religión popular con su adoración diaria, el hinduismo ha generado por otro lado, un gran número de notables maestros espirituales que han transmitido sus profundas ideas. La fuente espiritual del hinduismo radica en los Vedas, colección de antiguas escrituras hechas por sabios anónimos, los llamados “videntes” védicos. Los Vedas, están compuestos por tres grandes colecciones que se conocen actualmente como el Rig-veda, el Sama-veda y el Yajur-veda, así como, más tardíamente, elAtharva-veda. Para darnos una idea aproximada de la importancia de estos conocimientos vertidos en textos sánscritos, conocidos oficialmente desde el 800 a.C., podemos imaginar la extensión y profundidad de esta magna obra conociendo que solamente el Rig-veda, o Veda de las Alabanzas, reúne 1.017 himnos agrupados en diez ciclos o mandalas. De estilo ecléctico y equilibrado, desarrolla himnos, oraciones, exorcismos y fórmulas mágicas que preconizan la unión con lo divino a través de los dioses o devas, siendo el libro que más claramente descubre las claves profundas del esoterismo ario. Tal como ya hemos dicho, existen cuatro Vedas, de los que el más antiguo es el Rig Veda. Escritos en sánscrito antiguo, la lengua sagrada de la India, losVedas han mantenido a través de los siglos la más alta autoridad religiosa, aceptada por la mayoría de los sectores del hinduismo. En la India, cualquier sistema filosófico que no acepte la autoridad de los Vedas, es considerado heterodoxo. Cada uno de estos Vedas se compone de varias partes que fueron recopiladas en diferentes períodos, probablemente entre los siglos XV y V a.C. Las partes más antiguas son himnos y oraciones sagradas.
Además, en los Vedas encontramos sacrificios rituales relacionados con los himnos védicos, y las últimas, llamadas los Upanishads, presentan un contenido altamente filosófico y práctico. LosUpanishads contienen la esencia del mensaje espiritual hinduista y han sido guía e inspiración de las mentes más grandes de la India durante los últimos veinticinco siglos, de acuerdo con el consejo dado por sus versos: “Tornando como arco la potente arma del Upanishad, debes colocar en él la afilada flecha de la meditación. Ténsalo con un pensamiento dirigido a la esencia de Aquello. Y penetra el blanco imperecedero, amigo mío”. Los orígenes del Hinduismo se pierden en los albores de la historia humana. Hace muchos miles de años ya encontramos en la India las semillas de las creencias que en la actualidad mantiene el hinduismo. Por tanto, hablar de esta religión no es nada fácil, ya que sus orígenes son inciertos y sus creencias han llegado hasta nosotros tras una larga transformación y mezcla con las creencias de otros pueblos. Además, en la actualidad es tal la variedad de ritos y de dioses locales existentes en el hinduismo que es casi imposible conocerlos todos. Fundamentalmente, el hinduismo se basa en la doctrina de los Vedas, unos libros antiquísimos que durante muchos siglos permanecieron ocultos a las miradas de los no iniciados. Existe también un código llamado “Leyes de Manú” al que se profesa una gran reverencia. Los prototipos de casi todos los personajes bíblicos deben buscarse en la teogonía primera de la India. Los Patriarcas o “Hijos de la Tierra” proceden de los Hijos de Brahmâ, “Nacidos de la Mente”, o mejor dicho de los Dhyâni-Pitris (“Padres de los Dioses”) o “Hijos de la Luz”. Porque así como, según nos dice el Manu-Smriti (‘texto de tradición de Manu’), el Rig Veda y sus tres Vedas hermanos han sido “elaborados con fuego, aire y sol”, o sea Agni, Indra y Surya. Así también el Antiguo Testamento fue elaborado por los más ingeniosos cerebros de cabalistas hebreos, parte en Egipto y parte en Babilonia, “asiento desde su origen de la literatura sánscrita y de las enseñanzas brahmánicas”, como declaró Vans Kennedy (1784-1846), un escocés que fue coronel del ejército británico y oficial de la Compañía de Indias Orientales, así como un estudioso del sánscrito y del persa..
El hinduismo actual proviene del brahmanismo, y en él también encontramos una Trinidad formada por Brahma, Vishnu y Shiva, semejante a la del cristianismo. Y para mayor semejanza, la segunda persona de esta Trinidad se encarna apareciendo en forma de ser humano cada cierto tiempo. La diferencia con el cristianismo es que en éste la encarnación se realizó sólo una vez en la persona de Jesucristo, mientras que en el hinduismo tal encarnación se ha repetido a lo largo de la historia cada vez que ha hecho falta para reavivar la fe de los creyentes. Encarnaciones o avatares de Vishnu a lo largo de la historia lo han sido Parashurama, Rama, Krisna y Ramacrishna. En tiempos actuales se dice que dicha encarnación estuvo representada por Sathya Sai Baba(1926 – 2011), que fue un líder espiritual o gurú del sur de la India, con seguidores en todo el mundo.. Vivió en Putaparthi, estado de Andra Pradesh, en la India, y era capaz de hacer supuestos milagros, poseyendo devotos y templos por todo el mundo. En el brahmanismo, aparte de Brahma, Vishnu y Shiva, existían otras divinidades importantes como Varuna, Mithra, Indra y Agni. Pero, con el paso de los siglos, fueron perdiendo importancia e identificándose con otros dioses. Vishnu y Shiva son las que reciben mayor culto, aunque varía mucho de un lugar a otro y de unas sectas a otras. Algunos atribuyen a Shiva el dominio total e inmediato del mundo, mientras que otros creen que Vishnu es el Señor Universal, constituyendo esta diferencia una causa de discrepancias entre los creyentes. Aunque, en el fondo, todos respetan y veneran a la otra deidad, pues el hinduismo es extremadamente tolerante con todas las creencias religiosas. Pero no puede ser de otra forma, pues de lo contrario tendrían que vivir en perpetuas pugnas, dada la infinita variedad de creencias y ritos. Vishnu, que al principio del hinduismo, hace ya varios milenios, apenas tenía importancia, ya que casi no se le nombra en los Vedas, en la actualidad es uno de los dioses más importantes de la India. Es un dios que representa el amor y la ayuda. Se puede manifestar de muchas formas, incluso con formas de animales, pero siempre con el deseo de ayudar Su esposa es la diosa Lakshmi o Sri, y su vehículo el pájaro Garuda o la serpiente Sesha. Cuando se produzca su anunciada segunda venida, aparecerá en el cielo montado en un caballo. El otro gran dios de los hindúes es Shiva, que es un dios plural. Primero era Rudra, que aparece en los Vedas. Pero, poco a poco, la fe popular fue atribuyéndole los poderes y las formas de otras divinidades. Así, se le representa como un arquero que mata las enfermedades, y como el dios destructor que luego reconstruye. También es representado con órganos sexuales tanto masculinos como femeninos; a veces como hermafrodita, con senos femeninos y genitales masculinos.
No es raro ver estatuas suyas en posición de yogui meditando, todo cubierto de ceniza y casi desnudo. O, por el contrario, como “Shiva Bhute“: amigo de francachelas y de borracheras, rodeado de juerguistas y mujeres, que frecuenta los cementerios llevando un collar de cráneos o una guirnalda de serpientes vivas. Siempre lo representan acompañado de su mujer, que puede variar y ser, por ejemplo, Kali, la terrible destructora; Durgá, una perversa bebedora de sangre; Umá, de belleza perfecta; Parvatti, la pastora del Himalaya, etc. Como más frecuentemente se la representa es como danzante. Pero también se le pinta y esculpe con cinco caras y cuatro ojos, llevando un tridente, una maza, un arco o un rayo. A veces, se recubre con la piel de un tigre o de un macho cabrío. Sus devotos llevan “lingams” (falos) como distintivo de su amor a Shiva. Su nombre, en fin, tiene 1.008 variantes, tal como se consigna en el libro sagrado Shiva-Purana. El hinduismo, con más de 500 millones de seguidores, sobre todo en la India y en los países vecinos, se halla dividido en tal número de sectas que es imposible hacer un inventario de todas ellas. Entre las creencias más importantes de los hinduistas está la idea de que existe un principio divino único y universal llamado Maha-Atma, o Brahma, que no tiene forma, ni límites, ni tiempo, y que lo abarca todo. Inicialmente él era el dios único, y sólo posteriormente fue cuando aparecieron las otras dos personas de la trinidad hindú. Sin embargo, al lado de esta concepción fundamentalmente monoteísta, hay una infinidad de dioses menores que varían según las múltiples ramas y castas en que se hallan divididos los creyentes hindúes. Pero todos estos dioses no son más que manifestaciones y apariencias del dios único. La creencia en un más allá, y en una reencarnación o serie de reencarnaciones, es otra faceta común en todo el pensamiento hinduista. Según esta creencia, tras la muerte los seres humanos volvemos a encarnarnos en otro cuerpo, tantas veces como haga falta hasta que nuestros espíritus estén listos para llegar a lo Absoluto, y así ser absorbidos por el Brahma. Ello se basa en la ley del karma o ley de la causa y efecto:
Según la ley del Karma, todos estamos indisolublemente ligados a nuestras acciones, que son las que condicionan nuestras futuras vidas. Se predica un ascetismo: para llegar a identificarse con el Absoluto, por lo que hay que renunciar a muchas cosas materiales y mundanas, dirigiendo la mente únicamente hacia Brahma. En este particular, el hinduismo se distingue de otras creencias en cuanto a la manera de llevar a cabo esta renuncia. Hay ascetas y sectas para todos los gustos. Se puede decir no hay penitencia ni mortificación de la carne que no sea practicada por los seguidores de Vishnu o de Shiva. Una de las prácticas más llamativas en el hinduismo es la división en castas. Aunque no fue así en los orígenes de la religión, sin embargo ya hace muchos siglos que la sociedad de los creyentes en Brahma está dividida en castas. El origen de esta división ya se puede entrever en el Código de Manu, que divide a la sociedad de estos creyentes en cuatro castas: Los Bramanes o dioses terrestres, que proceden de la boca del Gran Maestro; los chatrias (soldados), que proceden del brazo; los Vaizias (comerciantes y artesanos), que proceden del muslo; y los sudras, que proceden del pie. Con el tiempo, estas cuatro clases se fueron subdividiendo, y en la actualidad constituyen un enjambre de castas diferentes que aísla a millones de individuos y los condena a vivir en círculos cerrados de los que no pueden salir, pues les resulta imposible ascender hasta otras castas superiores. En el fondo de toda la escala social están los famosos parias o “intocables“, mal vistos por todas las demás castas, y que se hallan destinados a servirlas y a realizar los menesteres más humildes de la sociedad. Con la llegada de los ingleses a la India, muchas de las viejas costumbres provenientes de la religión fueron suprimidas por atentar contra la dignidad y los derechos de la persona, tal como éstos se contemplaban en la legislación inglesa. Entre estas costumbres prohibidas estaba el bárbaro rito de la cremación de las esposas en la misma pira funeral donde se quemaba el cadáver de su marido. Sin embargo, pese a estas prohibiciones, todavía subsisten muchas otras costumbres y ritos que, aun siendo humillantes para el ser humano, siguen practicándose y perpetuándose al ser considerados sagrados o voluntad de dios. Una de estas creencias, común a prácticamente todas las ramas del hinduismo, es la sacralización de las vacas. Es cierto que algunas de las sectas hindúes consideran también sagrados a otros animales, algo que ha sido muy corriente en otras religiones de la antigüedad. Pero la creencia de que las vacas constituyen una manifestación especial de la divinidad, es algo en lo que coinciden todos los adoradores de Brahma.
En las regiones donde conviven hindúes y mahometanos, como Cachemira y el norte de la India, esta creencia hinduista, y el poco o ningún respeto que los seguidores de Mahoma tienen hacia estos animales, ha sido objeto de constantes altercados y batallas en las que ha habido incluso muertos. Pueden verse casos en que un autobús tiene que detenerse porque una vaca está pacíficamente echada en mitad de la carretera. Por supuesto, comer carne de vaca es un gran pecado y los que no son hindúes de religión en las regiones rurales, tienen que tener buen cuidado de no hacerlo delante de los creyentes, y de ninguna manera sacrificar este animal en público, porque eso podría traer graves consecuencias. Pero al lado de este respeto exagerado, no es raro ver en la India, si uno se adentra hasta regiones apartadas, sacrificios de animales, sobre todo dedicados a Shiva y a muchos de los dioses menores. Y sin ir tan lejos, bastante cerca de Calcuta, en la aldea de Kalighat, cualquiera puede ver cómo degüellan chivos negros en honor de la diosa Kali. Y podrá verse cómo los fanáticos de la terrible diosa se embadurnan con la sangre y la beben con frenesí hasta la última gota, excitándose al ver cómo brota de la garganta cercenada. Y si todavía se quiere ver otro acto repelente del increíble ritual del hinduismo, podrá acercarse a alguno de los templos adosados a una gran pared vertical de la montaña donde viven alrededor de 10.000 ratas sagradas. Dos veces al día, varios devotos escogidos entran en el templo llevando en la cabeza grandes bandejas llenas de una especie de pasta hecha con harina amasada. Avanzan con los pies descalzos sobre las losas desnudas del templo, en el cual no hay absolutamente ningún mueble ni altar. Desde el mismo momento en que uno entra, se siente un fuerte olor acre, y los oídos chirrían con los chillidos que salen de los infinitos agujeros que hay en la pared de tierra, por donde asoman las inquietas cabezas de las ratas hambrientas. Los devotos se tumban en el suelo, extendiendo delante de ellos las bandejas, y no bien lo han hecho, de todos aquellos orificios sale una nube de ratas que se abalanza sobre las bandejas, con una tremenda algarabía que crispa los nervios. Los devotos, tumbados en el suelo, desaparecen bajo aquella marea de repelentes animales que en pocos segundos acaban con la comida, tras de lo cual se inicia una pelea generalizada por los restos. A los pocos minutos empiezan a retirarse hacia sus madrigueras y, como venidos del otro mundo, emergen otra vez las figuras de los devotos alimentadores que, milagrosamente, no han recibido ningún mordisco.
Mientras dura toda esta increíble ceremonia, los asistentes, con las manos juntas y los ojos cerrados casi en éxtasis, permanecen en absoluto silencio con la convicción de estar ante una manifestación de Brahma. En los momentos en que el estruendo ensordecedor de los chillidos era mayor, los asistentes dan más muestras de estar alcanzando su unión mística, a juzgar por sus contorsiones y sus gritos entrecortados. Aunque la creciente culturización de las masas en la India y el avance del materialismo en el mundo ha hecho que sean muchos los seguidores de Vishu y Shiva que abandonan sus viejas creencias. Hay, sin embargo, muchos millones de personas que todavía las conservan, y de ello se encargan los brahmanes. Juan B. Bergua, en el tomo II de su “Historia de las Religiones” los describe con pinceladas nada halagüeñas:”Los avisados brahmanes empiezan por obligar a reconocer 16 sanskaras (sacramentos) que tienen precisamente que ser administrados por un miembro masculino de la casta superior (es decir, la suya: por ellos). De estos sacramentos, los primeros son cumplidos en el momento de nacer, y luego durante la infancia. O sea, que el creyente queda sometido al brahmán (sometido espiritual y económicamente, puesto que por cada ceremonia hay que pagar) desde la cuna. Véase: concesión de nombre, primera salida, primera administración de alimentos sólidos, primer corte de cabello, etc. Toda ocasión y momento es bueno para que el brahmán intervenga, bendiga, aconseje y tienda la mano. Luego, mediante o tras un acto de consagración particular que corresponde a la “confirmación”, el niño es conducido junto a otro brahmán, del cual se torna discípulo. Y, tras haber estudiado los Vedas durante varios años bajo su dirección, es devuelto a la vida profana previo otro sacramento, éste de reintegración a ella: el samavartana, sacramento no gratuito, evidentemente. A ello suele seguir el matrimonio con una muchacha de la misma casta elegida por los padres (es decir, como cuando Valmiki escribió el Ramayana hace veinticinco siglos). Y, con motivo de la boda, más brahmanes y más ritos: uno por cada ventaja que se desea obtener (paz, felicidad, hijos varones, etc.). La esposa queda embarazada y vuelta del brahmán que, mediante nuevas ceremonias y bendiciones a tanto la pieza, o la pantomima, como se quiera, asegura y protege la vida del germen. En fin aún nuevos ritos y nuevas ceremonias y nuevas remuneraciones cuando, tras una vida tan perfectamente protegida espiritualmente, llega la muerte. Y, por supuesto, sin olvidar los aniversarios. Únase a todo esto los sacrificios especiales, las fiestas en los templos, las numerosísimas y brillantes procesiones, más las verdaderas persecuciones de que son objeto los fieles, llevadas a cabo por los virtuosos y celosísimos brahmanes con motivo de peregrinaciones (allí ininterrumpidas), grandes fiestas religiosas (numerosísimas) y diariamente en las escaleras que, por ejemplo, en Benarés, descienden hasta el Ganges donde conviene bañarse a ambos crepúsculos para purificarse, y se tendrá una idea de hasta qué punto el creyente hindú es celosamente atendido por sus admirables directores espirituales, los brahmanes, cuya importancia social no ha cesado de consolidarse a medida que el sistema de castas se ha ido extendiendo. Sistema que, enteramente en provecho suyo, ha dado consecuencia a nuevas subdivisiones que automáticamente han ido quedando bajo su tutela“.
Este es el hinduismo de los últimos siglos, totalmente incomprensible para una mente occidental. Al lado de unos valores y de una concepción de lo trascendente, que en muchos aspectos supera a la que tenemos en Occidente, nos encontramos con ejemplos que son la antítesis de la racionalidad y del pensamiento genuinamente religioso. Entre la espiritualidad que encontramos en los escritos de Ramakrishna o de Vivekananda, y este ritual con ratas hay todo un abismo. Y, sin embargo, todos tienen su puesto en esta enorme mezcolanza ideológica que es el Hinduismo. El verdadero nombre de Sri Ramakrishna (1836 – 1886) era Gadadhar Chattopadhyay y fue un místico bengalí a quien muchos hindúes consideran un avatar o encarnación divina. Desde 1856 ejerció como sacerdote de un templo de la diosa Kali y recibió instrucción para alcanzar la iluminación. Durante doce años practicó ejercicios espirituales bajo la guía de maestros de las más diversas inspiraciones y orientaciones religiosas, incluidos el cristianismo y el islam. Afirmó que por cada una de estas vías había alcanzado la iluminación (samādhi), por lo que afirmaba que los seguidores de todas las religiones podrían lograr la experiencia de la «Realidad Última», si su entrega a Dios fuera lo suficientemente intensa. Sus discípulos más importantes fueron los swamis Vivekananda y Brahmananda, que difundieron su mensaje a través de Oriente y Occidente. Swami Vivekananda (1863 – 1902) fue un pensador, místico y líder religioso indio, discípulo del místico Ramakrishna. Fue propagador en Occidente de la escuela de aduaita (no dualidad) de la doctrina vedanta, perteneciente al hinduismo. En 1897 fundó la organización Ramakrishna Mission y en 1899 la orden monástica Ramakrishna Math. Viajó a Chicago en 1893 para participar en el Parlamento Mundial de Religiones, en el que fue orador. Tras el Congreso se dedicó a difundir su mensaje por varias ciudades de Estados Unidos y escribió diversos libros sobre el mensaje de la escuela vedanta. Introdujo simultáneamente el yoga y elvedanta en Estados Unidos e Inglaterra con sus conferencias, seminarios y discursos privados de doctrina vedanta. Vivekananda fue el primer religioso hinduista en viajar a Occidente. La filosofía de la vida del yoga y su idea de lo trascendente es algo de lo que podríamos aprender mucho en Occidente. Y, sin embargo, entre los mismos yoguis que teóricamente deberían ser los más perfectos seguidores del yoga, nos encontramos frecuentemente con un ascetismo totalmente deshumanizado que desprecia la vida. Como se ve, el panteón hindú es de una riqueza y de una diversidad inmensas. Pues no solamente las divinidades son numerosísimas, sino que hay que incluir en él a una gran cantidad de héroes locales. Se ha tratado de reducir su número a una medida prudente, declarando que muchas divinidades no son sino aspectos diferentes de las encarnaciones o emanaciones de un solo dios. Pero frente al buen sentido, se levanta como en otras partes la avidez popular de dioses con objeto de tener un patrón, si es posible, para cada una de las infinitas necesidades del ser humano.
No obstante, esta tendencia hacia la unidad encuentra su expresión más rigurosa en la teoría según la cual Brahma, Shiva y Vishnú son tres formas diferentes del Ser Uno original, representado ora como creador, ora como mantenedor, ora como destructor del Universo. En los himnos del Rig Veda vemos cómo el hombre invoca a los dioses, les ruega, los adora. Pero, a pesar de todos estos dioses, parece que no sabe penetrar dentro de sí mismo. Ha descubierto una fuerza que no está muda cuando él ruega, ni nunca ausente cuando teme. Esta fuerza parece inspirar sus plegarias. Para esta misteriosa fuerza sólo halla apropiado el nombre de “Brahman”; porque la palabra brahman significa etimológicamente fuerza, voluntad y potencia creadora . Pero tan pronto como se le da nombre a este impersonal Brahman, surge algo divino, que acaba por ser uno de los varios dioses, un dios de la gran trinidad adorada hasta nuestros días. A pesar de ello, no tiene nombre el pensamiento subyacente en su interior, la fuerza que sostiene cielos y dioses y todo ser animado que ante su mente flota concebido, aunque no manifestado. El poeta lo llama Âtman, porque la palabra âtman, que significa etimológicamente aliento o espíritu, llega a tener el significado de Yo, sea divino o humano. “¿Quién ha visto el primer nacido? –dice el poeta-.¿Cuándo el que no tenía huesos (entiéndase forma ) produjo al que los tuvo? ¿Dónde estaba la vida, la sangre, el Yo del mundo? ¿Quién fue a preguntar si alguien lo conocía?”. Una vez expresada esta idea del Yo divino, todo debe reconocerle supremacía. “l Yo es señor y rey de todas las cosas; pues todas están contenidas en el Yo, como todos los radios de una rueda están contenidos en el cubo y la llanta. Todos los yoes están contenidos en este Yo“. Este Yo supremo, único y universal, fue simbolizado en el plano físico por el Sol, cuyo vivificante resplandor es emblema a su vez del alma. Decía Juliano al hablar del Sol, que “hay tres en uno”, y que el Sol central era una precaución de la Naturaleza. A pesar de los muchos vínculos que encontraron los antiguos griegos entre su teogonía y la de Egipto, los eruditos europeos del siglo XIX encontraron paralelismos aún más sorprendentes en la India. Tan pronto como se dominó el sánscrito, la lengua de la antigua India, a finales del siglo XVIII, Europa se quedó hechizada con las traducciones de sus hasta entonces desconocidos escritos.
Aunque, en un principio, fuera un campo dominado por los británicos, el estudio de la literatura sánscrita, de su filosofía y su mitología, fue el favorito de los eruditos, los poetas y los intelectuales alemanes de mediados del siglo XIX, pues el sánscrito resultaba ser la lengua madre de los idiomas indoeuropeos, a los cuales pertenecía el alemán. Y los que lo llevaron a la India fueron las tribus que emigraron desde las costas del Mar Caspio, los «arios» que, según creían los alemanes, habían sido también sus antepasados. El punto central de la literatura de la antigua India eran los Vedas, unas escrituras sagradas que, según la tradición hindú, «no eran de origen humano», por haberlos compuesto los mismos dioses en una era anterior. Los trajeron al subcontinente indio los arios, en forma de tradición oral, en algún momento del segundo milenio a.C. Pero con el transcurso del tiempo se fueron perdiendo muchos de los 100.000 versículos originales; de manera que, hacia el 200 a.C, un sabio plasmó por escrito los versículos que quedaban, dividiéndolos en cuatro partes, tal como ya hemos indicado: el Rig-Veda (el «Veda de los Himnos»), que está compuesto por diez libros; el Sama-Veda («Los Vedas Cantados»); el Yajur-Veda (en su mayor parte, oraciones para los sacrificios); y el Atharva-Veda (conjuros y encantamientos). Con el tiempo, los distintos componentes de los Vedas y la literatura auxiliar que surgió a partir de ellos, tales como los Mantras, los Brahmanas, los Aranyakas, o los Upanishads, se completaron con los Puranas no védicos («Antiguos Escritos»). Junto con los grandes relatos épicos del Mahabharata y el Ramayana, constituyen las fuentes de las leyendas arias e hindúes del Cielo y la Tierra, así como de dioses y héroes. Debido al largo intervalo de tradición oral, a la longitud y la profusión de textos escritos a lo largo de los siglos, a los muchos nombres, términos genéricos y epítetos empleados con las deidades de forma intercambiable, no se puede decir que la literatura sánscrita se caracterice por su consistencia y su precisión. Además, muchos de estos nombres y términos originales no eran arios. Sin embargo, existen algunos hechos y acontecimientos que sobresalen como principios básicos del legado indoario. En el principio, según cuentan estas fuentes, sólo existían los cuerpos celestes, «Los Primitivos que Fluyen». Hubo algunos trastornos en los cielos y «El Fluente de las Tormentas» partió en dos a «El Dragón», un supuesto planeta. Designadas con nombres no arios cada una de las dos partes en que se dividió, los relatos aseveran que Rehu, la parte superior del planeta destruido, cruza los cielos una y otra vez en busca de venganza, mientras que la parte inferior, Ketu («El Cortado»), se unió a los «Primitivos» en su «flujo», u órbitas. Pasaron muchas Eras e hicieron su aparición una nueva dinastía de Dioses del Cielo y la Tierra. El celeste Mar-Ishi, que los encabezaba, tuvo siete (o diez) hijos con su consorte, Prit-Hivi («La Amplia»), que personificaba a la Tierra. Uno de ellos, Kas-Yapa («El del Trono»), se convirtió en jefe de los Devas («Los Brillantes»), tomando el título de Dyaus-Pitar («Padre Cielo»), que es el origen del nombre griego de Zeus («Dyaus») y su homólogo romano Júpiter («Dyauspiter»).
Kas-Yapa (o Zeus) engendró a muchos dioses, gigantes y monstruos con diversas esposas y concubinas. Los más importantes, e individualmente conocidos y reverenciados desde tiempos védicos, fueron los Adityas, hijos de Kas-Yapa con su consorte Aditi («Ilimitada»). Al principio fueron siete los hijos: Visnú, Varuna, Mitra, Rudra, Pushan, Tvashtri e Indra. Más tarde se unieron con Agni, hijo de Kas-Yapa y de Aditi o, como algunos textos sugieren, de su propia madre Prit-Hivi. Al igual que en el círculo olímpico griego , el número de los hijos y dioses se elevó finalmente a doce. Entre ellos estaba Bhaga, que los expertos creen que se convirtió en el dios supremo eslavo Bogh o Dazhd’bog, que fue el primer hijo de Svarog. Dazhd’bog es considerado dios del sol, dador de la luz y del calor. Los antiguos eslavos creían que el Sol, el Relámpago y el Fuego eran hermanos e hijos de la Tierra y el Cielo. Los antiguos eslavos creían que Dazhd’bog era el que cierra el verano y deshace el invierno. Los principales templos de culto de éste dios, situados en el actual nordeste de Alemania, fueron destruidos, siendo la destrucción definitiva la producida en las cruzadas organizadas por Enrique el León (duque de Sajonia y futuro duque de Baviera). Representaciones de Dazhd’bog en bronce y otros objetos usados en los posibles rituales fueron encontrados en el pequeño pueblo de Prillwitz (Alemania) en el siglo XVII. También se considera a Dazhd’bog como el enviado de los dioses que trajo el poder de la luz y del sol como un regalo, al igual que el griego Prometeo. Es un dios bastante importante, sobre todo en el panteón de los eslavos serbios. Las estatuas construidas en su honor siempre estaban orientadas mirando hacia la puesta del Sol. Volviendo a la India, el último hijo de Aditi, aunque no está claro que su padre fuera Kas-Yapa, fue Surya. Tvashtri («Elaborador»), en su papel de «Conseguidor», el artesano de los dioses, les proporcionaba poderosos vehículos aéreos y armas mágicas. A partir de un abrasador metal celeste, forjó un disco para Visnú, un tridente para Rudra, un «arma de fuego» para Agni, un «Atronador que lanzaba rayos» para Indra y una «maza volante» para Surya. En las antiguas representaciones hindúes, todas estas armas aparecen como proyectiles de diversas formas. Además, los dioses consiguieron otras armas de los ayudantes de Vashtri. Indra, por ejemplo, obtuvo una misteriosa «red aérea» con la cual podía capturar a sus enemigos en las batallas aéreas.
A los carros celestes o «vehículos aéreos» se les describió como brillantes y radiantes, hechos o chapados de oro. La Vimana (vehículo aéreo) de Indra tenía luces a los lados que brillaban, y se movía «más rápido que el pensamiento», cruzando velozmente grandes distancias. Sus invisibles corceles tenían ojos como soles que emitían un color rojizo, pero también cambiaban los colores. En otros casos, los vehículos aéreos de los dioses tenían varios niveles; a veces, no sólo volaban por el aire, sino que también viajaban bajo el agua. En la epopeya del Mahabharata, se describe así la llegada de los dioses a una fiesta nupcial en una flota de vehículos aéreos, según la traducción del Mahabharata por parte de Romesh Chunder Dutt, historiador, escritor y traductor indio, escrita en 1899 y titulada The Epic of Ancient India: “Los dioses, en carros nubosos, llegaron para contemplar tan hermosa escena: Los brillantes Adityas en su esplendor, los maruts en el inquieto aire; los alados suparnas, los escamosos nagas, deva rishis puros y elevados, los gandharvas, por su música afamados; (y) las hermosas apsaras del cielo… Brillantes carros celestes iban llegando cruzando el cielo sin nubes“. Estos asombrosos textos, que parecen obras de ciencia ficción, hablan también de los Ashvins («Pilotos»), dioses especializados en pilotar los carros aéreos. «Rápidos como halcones jóvenes», éstos eran «los mejores aurigas que alcanzaron los cielos», pilotando siempre sus naves por parejas, acompañados por un navegante. Sus vehículos, que en ocasiones aparecían en grupos, estaban hechos de oro, «brillantes y radiantes… de fácil asiento y desplazamiento ligero». Se construían sobre un triple principio, con tres niveles, tres asientos, tres postes de soporte y tres ruedas rotatorias. «Ese carro vuestro», dice el Himno 22 del Libro VIII del Rig-Veda en alabanza a los ashvins, «tiene un triple asiento y riendas de oro -el famoso vehículo que atraviesa Cielo y Tierra». Al parecer, las ruedas rotatorias tenían diferentes funciones: una para elevar la nave, otra para darle dirección y la tercera para darle velocidad: «Una de las ruedas de vuestro carro se mueve con rapidez alrededor; otra os da velocidad en vuestro rumbo». Al igual que en los relatos griegos, los dioses de los Vedas muestran una escasa moralidad sexual. A veces saliéndose con la suya, a veces no, como cuando los indignados adityas eligieron a Rudra («El de los Tres Ojos») para matar a su abuelo Dyaus por haber violado a su hermana Ushas. Dyaus, herido, salvó la vida huyendo a un distante cuerpo celeste. También, como en los relatos griegos, los dioses de la tradición hindú se involucraron, en épocas posteriores, en los amores y las guerras de reyes y héroes mortales. En estos casos, los vehículos aéreos de los dioses jugaron papeles aún más importantes que sus armas. Así, en una ocasión en la que un héroe se había ahogado, los ashvins aparecieron con una flotilla de tres carros aéreos, «activaron los barcos herméticos que atraviesan el aire», se sumergieron en el océano, recuperaron al héroe de las profundidades marinas y «lo llevaron a tierra, lejos del líquido océano».
Y también estaba el relato de Yayati, un rey mortal que se casó con la hija de un dios. Cuando la pareja tuvo hijos, el feliz abuelo le dio al rey «un resplandeciente carro celeste de oro, que podía ir a cualquier parte sin interrupción». Sin perder el tiempo, «Yayati subió al carro e, imparable en la batalla, en seis noches conquistó toda la Tierra». Como en la Ilíada homérica, las leyendas hindúes hablan de guerras de hombres y dioses por conquistar hermosas heroínas, tal como se relata como el origen de la guerra de Troya. El más conocido de estos relatos es el Ramayana, el largo relato épico de Rama, el príncipe cuya esposa fue raptada por el rey de Lanka, la isla de Sri Lanka (antigua Ceilán), situada al sur de la India. Entre los dioses que prestaron ayuda a Rama estaba Hánuman, el dios con aspecto de mono, que dirigía batallas aéreas junto con el alado Garuda, un ser mítico con la apariencia de un monstruoso pájaro, considerado un dios menor (o semidiós) en el hinduismo y en el budismo. Garuda fue uno de los descendientes de Kas-Yapa (o Zeus). En otro caso, Sukra, un dios «mancillado por la inmortalidad», raptó a Tara, la hermosa esposa del auriga de Indra. «El Ilustre Rudra» y otros dioses fueron a ayudar al agraviado marido. Y sobrevino «una terrible batalla, destructora de dioses y demonios, a cuenta de Tara». A pesar de sus impresionantes armas, los dioses fueron superados y tuvieron que buscar refugio con «la Principal Deidad». Acto seguido, el abuelo de los dioses llegó a la Tierra, y puso fin a la disputa devolviendo Tara a su marido. Más tarde, Tara dio a luz a un niño «cuya belleza ensombrecía a los celestes. Recelosos, los dioses exigieron saber quién era el verdadero padre: el marido legítimo o el dios raptor». Ella dijo que el muchacho era hijo de Soma, «Inmortalidad Celestial»; y le llamó Budah. Desde los tiempos más remotos, mujeres visionarias profetizaban bajo los árboles. Cada tribu tenía su gran profetisa, como la Voluspa de los Escandinavos con su colegio de druidesas. Pero estas mujeres, al principio noblemente inspiradas, habían llegado a ser ambiciosas y crueles. Las buenas profetisas se convirtieron en malas magas. Ellas instituyeron los sacrificios humanos, y la sangre de las victimas corría sin cesar sobre los dólmenes, al son siniestro de los cánticos de los sacerdotes, ante las aclamaciones de los feroces Escitas. Entre esos sacerdotes se encontraba un joven en la flor de la edad, llamado Ram (más conocido como Rama), que se destinaba al sacerdocio, pero cuya alma recogida y espíritu profundo se revelaban contra ese culto sanguinario. El joven druida era dulce y grave. Había mostrado desde edad temprana una aptitud singular en el conocimiento de las plantas, de sus virtudes maravillosas, de sus jugos destilados y preparados, no menos que para el estudio de los astros y de sus influencias. Parecía adivinar y ver las cosas lejanas. De ahí su autoridad precoz sobre los viejos druidas.
Una grandeza benévola emanaba de sus palabras, de su ser. Su sabiduría contrastaba con la locura de las druidesas, las inspiradoras de maldiciones, que proferían sus oráculos nefastos en las convulsiones del delirio. Los druidas le habían llamado “el que sabe”, mientras que el pueblo le nombraba “el inspirador de la paz”. Ram, que aspiraba a la ciencia divina, había viajado por toda la Escitia y por los países del Sur. Seducidos por su sabiduría personal y su modestia, los sacerdotes africanos le habían hecho copartícipe de sus conocimientos secretos. Vuelto al país del Norte, Ram se aterrorizó al ver los sacrificios humanos cada vez más frecuentes entre los suyos. Él vio en esto la perdición de su raza. Pero ¿Cómo combatir esa costumbre propagada por el orgullo de las druidesas, por la ambición de los druidas y la superstición del pueblo?. Entonces otra plaga cayó sobre los miembros de la raza celta, y Ram creyó ver en ella un castigo celeste del culto sacrílego. De sus incursiones a los países del Sur y de su contacto con los africanos, los celtas habían contraído una horrible enfermedad, una especie de peste, que corrompía al hombre por la sangre y por las fuentes de la vida. El cuerpo entero se cubría de manchas negras, el aliento se volvía fétido, los miembros hinchados y corroídos por úlceras se deformaban, y el enfermo expiraba entre horribles sufrimientos. El aliento de los vivos y el hedor de los muertos propagaban el azote. Los celtas, consternados, caían y agonizaban por millares en sus selvas, abandonados hasta por las aves de rapiña. Ram, afligido, buscaba en vano un medio de salvación. Tenía la costumbre de meditar bajo una encina en un claro del bosque. Una noche que había meditado largo tiempo sobre los males de su raza, se durmió al pie del árbol. En su sueño le pareció que una voz fuerte pronunciaba su nombre y creyó despertar. Entonces, vio ante él un hombre de majestuosa estatura, vestido como él mismo, con el ropaje blanco de los druidas. Llevaba una varita alrededor de la cual se enroscaba una serpiente. Ram, admirado, iba a preguntar al desconocido lo que aquello significaba. Pero éste, cogiéndole de la mano, le hizo levantar y le mostró sobre el árbol mismo, al pie del que estaba acostado, una hermosa rama de muérdago. — “¡Oh Ram!, le dijo, el remedio que tú buscas, aquí lo tienes”. Y sacando de su seno un podón de oro, cortó con él la rama y se la dio. Después murmuró algunas palabras acerca del modo de preparar el muérdago y desapareció. Entonces Ram se despertó por completo y se sintió muy confortado. Una voz interna le decía que había encontrado la salvación. No dejó de preparar el muérdago según los consejos de su divino amigo de la hoz de oro. Hizo beber el brebaje a un enfermo en un licor fermentado y el enfermo curó. Las curas maravillosas que operó hicieron a Ram célebre en toda la Escitia. De todas partes se le llamaba para curar. Consultado por los druidas de su tribu, les dio cuenta de su descubrimiento, agregando que éste debía ser un secreto de la casta sacerdotal para afirmar su autoridad.
Los discípulos de Ram, viajando por toda la Escitia con ramas de muérdago, fueron considerados como mensajeros divinos y su maestro como un semidiós. Ese acontecimiento fue el origen de un culto nuevo. Desde entonces el muérdago se consideró como una planta sagrada. Ram consagró su memoria, instituyendo la fiesta de Navidad o de la nueva salvación, que colocó al comienzo del año y que llamó la Noche-Madre (del nuevo Sol), o la gran renovación. En cuanto al Ser misterioso que Ram había visto en sueños y que había mostrado el muérdago, se le llamó en la tradición esotérica de los celtas europeos, Aesc-hely-hopa, lo que significa: “la esperanza de la salvación está en el bosque”. Los Griegos hicieron de él su Esculapio, el genio de la medicina, que tiene la varita mágica bajo forma de caduceo. Pero Ram, el “inspirador de la paz”, tenía más vastas miras. Quería curar a su pueblo de una plaga moral, más nefasta que la peste. Elegido jefe de los sacerdotes de su pueblo, dio la orden a todos los druidas varones y hembras de dar fin a los sacrificios humanos. Esta noticia corrió hasta el Océano, saludada como un fuego regocijante por unos, como un sacrilegio atentatorio por otros. Las druidesas, amenazadas con su poder, lanzaron sus maldiciones contra el audaz Ram, fulminaron contra él sentencias de muerte. Muchos druidas, que veían en los sacrificios humanos el solo medio de reinar, se pusieron de parte de las druidesas. Ram, exaltado por unos, fue execrado por otros. Pero lejos de retroceder ante la lucha, la acentuó enarbolando un nuevo símbolo. Cada pueblo celta tenía entonces su signo de reconocimiento y unión bajo la forma de un animal que simbolizaba sus cualidades preferidas. Entre los jefes, los unos clavaban grullas, águilas o buitres, otros cabezas de jabalí o de búfalo, sobre la cima de sus palacios de madera; origen primero del blasón. Pero el estandarte preferido por los Escitas era el Toro, que llamaban Thor, el signo de la fuerza brutal y de la violencia. Al Toro, Ram opuso el Carnero, el jefe valiente y pacífico del rebaño, e hizo de él signo de unión de todos sus partidarios. Este estandarte, enarbolado en el centro de la Escitia, fue como el principio de un tumulto general y de una verdadera revolución en los espíritus. Los pueblos celtas se dividieron en dos campos. El alma misma de la raza celta se separaba en dos para desagregarse de la animalidad rugiente y subir el escalón primero del santuario invisible, que conduce a la humanidad divina. “¡Muera el Carnero!”, gritaban los partidarios de Thor. “¡Guerra al Toro!”, gritaban los amigos de Ram. Una guerra formidable era inminente. Ante tal eventualidad, Ram vaciló. Desencadenar esta guerra, ¿No sería empeorar el mal y obligar a su raza a destruirse por sí misma?.
Entonces Ram tuvo un nuevo sueño. El cielo tempestuoso estaba cargado de nubes sombrías que cabalgaban sobre las montañas y rebasaban en su vuelo las cimas agitadas de las selvas. En pie, sobre una roca, una mujer con el pelo en desorden se preparaba a herir a un soberbio guerrero, atado ante ella. “¡En nombre de los antepasados detén tu brazo!”, gritó Ram lanzándose sobre la mujer. La druidesa, amenazando al adversario, le lanzó una mirada aguda como la hoja de un puñal. Pero el trueno retumbó en los espesos nubarrones, y en un relámpago, una figura radiante apareció. La selva se iluminó, la druidesa cayó como herida por el rayo, y habiéndose roto los lazos del cautivo, éste miró al gigante luminoso con un gesto de desafío. Ram no temblaba, pues en los rasgos de la aparición reconoció al ser divino que ya le había hablado bajo la encina. Esta vez le pareció más hermoso, pues todo su cuerpo resplandecía de luz, y Ram vio que se encontraba ante un templo abierto, de ancha columnata. En el lugar de la piedra del sacrificio se elevaba un altar. Al lado estaba el guerrero cuyos ojos continuaban desafiando a la muerte. La mujer echada sobre el pavimento parecía muerta. El Genio celeste llevaba en su diestra una antorcha y en su izquierda una copa; sonrió con benevolencia y dijo: — “Ram, estoy contento de ti. ¿Ves esta antorcha? Es el fuego sagrado del Espíritu divino. ¿Ves esta copa?. Es la copa de la Vida y del Amor. Da la antorcha al hombre y la copa a la mujer”. Ram hizo lo que le ordenaba su Genio. Apenas la antorcha estuvo en manos del hombre y la copa en las de la mujer, un fuego se encendió, espontáneamente sobre el altar, y ambos irradiaron transfigurados a su luz, como Esposo y Esposa divinos. Al mismo tiempo el templo se ensanchó; sus columnas subieron hasta el cielo; su bóveda se convirtió en el firmamento. Entonces, Ram, llevado por su sueño, se vio transportado al vértice de una montaña bajo el cielo estrellado. En pie, cerca de él, su Genio le explicaba el sentido de las constelaciones y le hacía leer en los signos llameantes del Zodíaco los destinos de la humanidad. — “Espíritu maravilloso, ¿quién eres tú?”, dijo Ram a su Genio. Y el Genio respondió: — “Me llaman Deva Nahousha, la Inteligencia divina. Tú difundirás mi radiación sobre la tierra y yo acudiré siempre que me llames. Ahora, sigue tu camino, ¡ve!”. Y, con su mano, el Genio mostró el Oriente.
En este sueño, como bajo una luz fulgurante, Ram vio su misión y el inmenso destino de su raza. Desde entonces ya no dudó. En lugar de encender la guerra entre las tribus de Europa, decidió llevarse la flor de su pueblo al corazón del Asia. Anunció a los suyos que instituiría el culto del fuego sagrado, que haría la felicidad de los hombres; que los sacrificios humanos serían para siempre abolidos; que los antepasados serían invocados, no ya por sacerdotisas sanguinarias sobre rocas salvajes impregnadas de sangre humana, sino en cada hogar, por el esposo y la esposa unidos en una misma oración, en un himno de adoración, al lado del fuego que purifica. Sí; el fuego visible del altar, símbolo y conducto del fuego celestial invisible, uniría a la familia, al clan, a la tribu y a todos los pueblos, cual centro del Dios viviente sobre la tierra. Pero para recoger esa cosecha, era preciso separar el grano bueno del malo. Era preciso que todos los audaces se preparasen a dejar la tierra de Europa para conquistar una tierra nueva, una tierra virgen. Allá, él daría su ley; allá, fundaría el culto del fuego renovador. Esta proposición fue acogida con gran entusiasmo por un pueblo joven y ávido de aventuras. Hogueras encendidas durante varios meses en las montañas fueron la señal de la emigración en masa para todos aquellos que querían seguir a la insignia adoptada: el Carnero. La formidable emigración, dirigida por ese gran pastor de pueblos, se movió lentamente hacia el centro de Asia. A lo largo del Cáucaso, tuvo que tomar varias fortalezas ciclópeas de los africanos. En recuerdo de esas victorias, las colonias celtas esculpieron más tarde gigantescas cabezas de carnero en las rocas del Cáucaso. Ram se mostró digno de su alta misión. El allanaba las dificultades, penetraba los pensamientos, preveía el porvenir, curaba las enfermedades, apaciguaba a los rebeldes, inflamaba el valor. Así, las potencias celestes, que llamamos la Providencia, querían la dominación de la raza boreal sobre la tierra y lanzaban, por medio del genio de Ram, rayos luminosos en su camino. Esa raza había ya tenido sus guías para arrancarla del estado salvaje. Pero Ram, que, él primero, concibió la ley social como una expresión de la ley divina, fue un guía directo y de primer orden. Ram hizo amistad con los Turianos, viejas tribus escíticas cruzadas con sangre amarilla, que ocupaban la alta Asia, y los arrastró a la conquista del Irán, de donde rechazó por completo a los africanos, logrando que un pueblo de raza blanca ocupase el centro del Asia y viniese a ser para todos los otros el foco luminoso. Fundó allí la ciudad de Ver, ciudad admirable, dice Zoroastro. Enseñó a trabajar y sembrar la tierra, y fue el padre del cultivo del trigo y de la vid. Creó las castas, según las ocupaciones, y dividió al pueblo en sacerdotes, guerreros, trabajadores y artesanos. En el origen esas castas no fueron rivales. El privilegio hereditario, manantial de odio y de celos, se introdujo más tarde.
Ram prohibió la esclavitud, así como el homicidio, afirmando que la dominación del hombre por el hombre era la fuente de todos los males. En cuanto al clan, esa agrupación primitiva de la raza celta, lo conservó tal como era y le permitió elegir sus jefes y sus jueces. La obra maestra de Ram, el instrumento civilizador por excelencia, creado por él, fue el nuevo papel que dio a la mujer. Hasta entonces, el hombre no había conocido a la mujer más que bajo una doble forma: o esclava miserable de su choza, que él oprimía y maltrataba brutalmente, o turbadora sacerdotisa de la encina y de la roca cuyos favores buscaba, y que le dominaba a su pesar. Maga fascinadora y terrible cuyos oráculos temía, y ante quien temblaba su alma supersticiosa. El sacrificio humano era un desquite de la mujer contra el hombre, cuando ella hundía el cuchillo en el corazón de un tirano feroz. Proscribiendo ese culto horrible y elevando a la mujer ante el hombre en sus funciones divinas de esposa y de madre, Ram la convirtió en sacerdotisa del hogar, guardiana del fuego sagrado, igual al esposó, invocando con él el alma de los antepasados. Como todos los grandes legisladores, Ram no hizo más que desarrollar, organizándolos, los instintos superiores de su raza. A fin de adornar y embellecer la vida, Ram ordenó cuatro grandes fiestas en el año. La primera fue de la primavera o de las generaciones. Estaba consagrada al amor del esposo y la esposa. La fiesta del verano o de las cosechas pertenecía a los niños y niñas, que ofrendaban las gavillas del trabajo a los padres. La fiesta del otoño la celebraban los padres y las madres; éstos daban entonces frutas a los niños en signo de regocijo. La más santa y más misteriosa de las fiestas era la de Navidad o de las grandes sementeras. Ram la consagró a la vez a los niños recién nacidos, a los frutos del amor concebido en la primavera y a las almas de los muertos, a los antepasados. Punto de conjunción entre lo visible y lo invisible, esta solemnidad religiosa era a la vez el adiós a las almas ausentes y el saludo místico a las que vuelven a encarnar en las madres y renacer en los niños.
En esa noche santa, los antiguos arios se reunían en los santuarios del Ailyana-Vaeia, como antes lo habían hecho en sus bosques. Con hogueras y cánticos celebraban el nuevo principio del año terrestre y solar, la germinación de la Naturaleza en el corazón del invierno, y la palpitación de la vida en el fondo de la muerte. Cantaban el universal beso del cielo a la tierra y el acto de engendrarse el nuevo sol en la gran Noche-Madre. Ram ligaba de este modo la vida humana al ciclo de las estaciones y a las revoluciones astronómicas. Al mismo tiempo hacía resaltar su sentido divino. Por haber fundado tan fecundas instituciones, Zoroastro le llama “el jefe de los pueblos, el muy afortunado monarca”. Por la misma razón, el poeta indio Valmiki, que transporta el antiguo héroe a una época mucho más reciente y como hijo de una civilización más avanzada, le conserva sin embargo los rasgos de tan alto ideal. “Rama, el de los ojos de loto azul — dice Valmiki —, era el señor del mundo, el dueño de su alma y del amor de los hombres, el padre y la madre de sus súbditos. Él supo dar a todos los seres la cadena del amor”. Establecida en el Irán, a las puertas del Himalaya, la raza celta aria no era aún dueña del mundo. Era preciso que su vanguardia se infiltrase en la India, centro capital de los de la raza negra africana, los antiguos vencedores de la raza roja y de la raza amarilla. El Zend-avesta habla de esta marcha de Rama sobre la India. Es muy digno de notarse que el Zend-avesta, el libro sagrado de los parsis, aunque considerando a Zoroastro como el inspirado de Ormuzd, el profeta de la ley de Dios, lo presenta como continuador de un profeta mucho más antiguo. Bajo el simbolismo de los antiguos templos, se encuentra aquí el hilo de la gran revelación de la humanidad que liga entre sí a los verdaderos iniciados. He aquí este pasaje importante: ” Zarathustra (Zoroastro) preguntó a Ahura-Mazda (Ormuzd, el Dios de la luz): Ahura-Mazda, tú, santo y muy sagrado creador de todos los seres corporales y muy puros. ¿Quién es el primer hombre con quien primero has hablado, tú que eres Ahura-Mazda?. Entonces Ahura-Mazda respondió: “Es el hermoso Yima, el que estaba a la cabeza de una agrupación digna de elogios, ¡Oh, puro Zarathustra!”. Y yo le dije: “Vela sobre los mundos que son míos vuélvelos fértiles en su cualidad de protector”. Y yo le traje las armas de la victoria, yo que soy Ahura-Mazda. Una lanza de oro y una espada de oro. Entonces Yima (el Noé persa) se elevó hasta las estrellas hacia el Mediodía, sobre el camino que sigue el Sol. Él marchó sobre esta tierra que había vuelto fértil. Ella fue de un tercio más considerable que antes. Y el brillante y bello Yima reunió la asamblea de los hombres más virtuosos en el célebre Airyana-Vacia”.
La epopeya india la convierte en uno de sus temas favoritos. Rama (Ram) fue el conquistador de la tierra que cierra el Himavat, la tierra de los elefantes, los tigres y las gacelas. Himavat es el monte sagrado de los ascetas y lugar donde viven todos los seres mitológicos. Se cree que se encuentra en los Himalayas. Rama ordenó el primer choque y condujo el primer empuje de esta lucha gigantesca en que dos razas se disputaban inconscientemente el cetro del mundo. La tradición poética de la India, reforzada por las tradiciones ocultas de los templos, ha simbolizado en ello la lucha de la magia blanca y la magia negra. En su guerra contra los pueblos y los reyes del país de los Djambous, como se le llamaba entonces, Ram o Rama, como le llamaron los orientales, desplegó medios milagrosos en apariencia, porque están por encima de las facultades ordinarias de la humanidad, y que los grandes iniciados deben al conocimiento y manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza. Aquí la tradición le representa como haciendo brotar manantiales de un desierto, allá encontrando recursos inesperados en una especie de maná cuyo uso enseñó; por otra parte, haciendo cesar una epidemia con la planta llamada hom, el amomos de los Griegos, la persea de los Egipcios, de la que sacó un jugo salutífero. Esta planta llegó a ser sagrada entre sus sectarios, y reemplazó al muérdago de la encina, conservado por los celtas de Europa. Rama usaba contra sus enemigos de toda clase de prodigios. Los sacerdotes de los africanos de raza negra no reinaban ya más que por medio de su culto. Tenían la costumbre de alimentar en sus templos enormes serpientes y pterodáctilos, los antiguos dragones, raros supervivientes de los animales antediluvianos, que hacían adorar como a dioses y que aterrorizaban a la multitud. A esas serpientes daban de comer la carne de los cautivos, de donde vienen las tradiciones sobre dragones. A veces Rama aparecía de improviso en esos templos, con antorchas, arrojando, aterrorizando, domando y sojuzgando a las serpientes y sacerdotes. A veces se mostraba en el campo enemigo, exponiéndose sin defensa a aquellos que buscaban su muerte, y volvía a partir sin que ninguna persona hubiese osado tocarle. Cuando se interrogaba a los que le habían dejado huir, respondían que habiendo encontrado su mirada, se habían sentido petrificados; o bien, que mientras hablaba, una montaña de bronce se había interpuesto entre ellos y él, y habían cesado de verle.
En fin, como coronamiento de su obra, la tradición épica de la India, atribuye a Rama la conquista de Ceilán, último refugio del mago negro Rávana, sobre quien el mago blanco hace llover una lluvia de fuego, después de haber echado un puente sobre un brazo de mar con un ejército de monos, que probablemente se trata de alguna tribu primitiva de bimanos salvajes, inducida y entusiasmada por este gran encantador de las naciones. Por su fuerza, por su genio, por su bondad, dicen los libros sagrados del Oriente, Rama había llegado a ser el dueño de la India y el rey espiritual de la Tierra. Los sacerdotes, los reyes y los pueblos se inclinaban ante él como ante un bienhechor celeste. Bajo el signo del carnero, sus emisarios divulgaron a lo lejos la luz aria que proclamaba la igualdad de vencedores y vencidos, la abolición de los sacrificios humanos y de la esclavitud, el respeto de la mujer en el hogar, el culto de los antepasados y la institución del fuego sagrado, símbolo visible del Dios innominado. Rama se había vuelto viejo. Su barba era ya blanca; pero el vigor no había abandonado su cuerpo, y la majestad de los pontífices de la verdad reposaba sobre su frente. Los reyes y los enviados de los pueblos le ofrecieron el poder supremo. Él pidió un año para reflexionar y de nuevo tuvo un sueño. El Genio que le inspiraba le habló mientras dormía. Le vio de nuevo en las selvas de su juventud. De nuevo era joven y llevaba el vestido de lino de los druidas. Era noche de luna. Era la noche santa, la Noche-Madre en que los pueblos esperan el renacimiento del sol y del año. Rama marchaba bajo las encinas, prestando atención como antes a las voces evocadoras del bosque. Una bella mujer se le acercó; llevaba una magnífica corona, la cabellera tenía el color del oro, su piel la blancura de la nieve y sus ojos el brillo profundo del azul del cielo después de la tempestad. Era Sita, que le dijo: “Yo era la druidesa salvaje; por ti he llegado a ser la Esposa radiante. Y ahora me llamo Sita. Soy la mujer glorificada por ti, soy la raza blanca, soy tu esposa: ¡Oh mi dueño y mi rey!: ¿no es por mí por quien tú has franqueado los ríos, encantado a los pueblos y dominado a los reyes?. He aquí la recompensa. Toma esta corona de mi mano, colócala sobre tu cabeza y reina conmigo sobre el mundo”. Se había arrodillado en una actitud humilde y sumisa, ofreciendo la corona de la Tierra. Sus piedras preciosas lanzaban mil fuegos; la embriaguez del amor sonreía en los ojos de la mujer. Y el alma del gran Rama, del pastor de pueblos, se emocionó. Pero sobre lo alto de las selvas, Deva Nahousha, su Genio, se le apareció y le dijo: “Si pones esa corona sobre tu cabeza, la inteligencia divina te dejará y no me verás ya. Si abrazas a esa mujer, morirá de tu felicidad. Si renuncias a poseerla, ella vivirá dichosa y libre sobre la Tierra y tu espíritu invisible reinará sobre ella. Elige: escúchala o sígueme”.
En Grecia, un antiguo héroe semidiós era honrado bajo el nombre de Dionysos, que viene del sánscrito Deva Nahousha, el divino renovador. Sita, aún de rodillas, miraba a su dueño con ojos llenos de amor, y suplicante esperaba la respuesta. Rama guardó silencio un instante. Su mirada, sumergida en los ojos de Sita, medía el abismo que separa la posesión completa del eterno adiós. Pero sintiendo que el amor supremo es una renuncia, la bendijo y la dijo: “Adiós. Sé libre y no me olvides”. En seguida la mujer desapareció como un fantasma lunar. La joven Aurora levantó su varita mágica sobre la vieja selva. El rey de nuevo era viejo. Un rocío de lágrimas bañaba su barba blanca y desde el fondo de los bosques una voz triste llamaba: “Ráma! ¡Rama!”. Pero Deva Nahousha, el Genio resplandeciente de luz, exclamó: — “¡A mí!” — y el espíritu divino llevó a Rama sobre una montaña, al norte del Himavat. Después de este sueño que le indicaba el cumplimiento de su misión, Rama reunió a los reyes y a los enviados de los pueblos y les dijo: “No quiero el poder supremo que me ofrecéis. Guardad vuestras coronas y observad mi Ley. Mi labor ha terminado. Me retiro para siempre con mis hermanos iniciados a una montaña del Airyana-Vaeia. Desde allí velaré sobre vosotros. Guardad el fuego divino. Si llegara a apagarse, volvería a aparecer como juez y como vengador temible”. Después se retiró con los suyos al monte Albori, entre Balk y Bamyán, a un sitió conocido solamente por los iniciados. Allí enseñaba a sus discípulos lo que sabía de los secretos de la Tierra y del gran Ser. Aquéllos fueron a llevar a lo lejos, al Egipto y hasta Occidente, el fuego sagrado, símbolo de la unidad divina de las cosas, y los cuernos de carnero, emblema de la religión aria. Esos cuernos llegaron a ser las insignias de la iniciación y por consiguiente del poder sacerdotal y real. Los cuernos de carnero se vuelven a encontrar sobre la cabeza de una multitud de personajes en los monumentos egipcios. Ese tocado de los reyes y de los grandes sacerdotes es el signo de la iniciación sacerdotal y real. Los dos cuernos de la tiara papal tienen ese origen. Desde lejos Rama continuaba velando sobre sus pueblos y sobre su querida raza aria. Los últimos años de su vida los empleó en fijar el calendario de los arios. A él debemos los signos del Zodíaco. Aquél fue el testamento del patriarca de los iniciados. Extraño libro, escrito con estrellas, en jeroglíficos celestes, en el firmamento sin fondo y sin límites por el Anciano de los días de nuestra raza.
Al fijar los doce signos del Zodíaco, Rama les atribuyó un triple sentido. El primero se relacionaba con las influencias del sol y en los doce meses del año; el segundo relataba en cierto modo su propia historia; el tercero indicaba los medios ocultos de que se había valido para alcanzar su objeto. He aquí por qué estos signos leídos en orden inverso llegaron a ser más tarde los emblemas secretos de la iniciación graduada. Los signos del Zodíaco representan la historia de Rama, según Fabre d’Olivet, ese pensador que supo interpretar los símbolos del pasado según la tradición esotérica. El carnero, que huye con la cabeza vuelta atrás, indica la situación de Rama abandonando su patria, con los ojos fijos sobre el país que deja. El toro furioso se opone a su marcha, pero la mitad de su cuerpo, hundido en el fango, le priva de ejecutar su designio y cae sobre sus rodillas. Son los celtas designados por su propio símbolo, que, a pesar de sus esfuerzos, acaban por someterse. Géminis expresa la alianza de Rama con los Turanios. Cáncer representa sus meditaciones y reflexiones sobre lo hecho. Leo representa los combates contra sus enemigos. La Virgen alada, representa la victoria. Libra representa la igualdad entre los vencedores y los vencidos. Escorpio representa la revolución y la traición. Sagitario representa la venganza que emplea. Los demás, Capricornio, Acuario y Piscis, se relacionan con la parte moral de su historia. Se puede encontrar esa explicación del Zodíaco tan atrevida como extraña. Sin embargo, jamás astrónomo alguno ni ningún mitólogo nos han explicado el origen y el sentido de esos signos misteriosos de la carta celeste, adoptados y venerados por los pueblos desde el origen de nuestro ciclo ario. La hipótesis de Fabre d’Olivet tiene, por lo menos, el mérito de abrir al espíritu nuevas y vastas perspectivas. Estos signos, leídos en orden inverso, marcaron más tarde en Oriente y en Grecia los diversos grados que era preciso subir para llegar a la iniciación suprema. Recordemos solamente los más célebres de esos emblemas: la Virgen alada significa la castidad que da la victoria; el León, la fuerza moral; los Gemelos, la unión de un hombre y de un espíritu divino, que forman juntos dos luchadores invencibles; el Toro domado, el dominio sobre la Naturaleza; Aries, el asterismo del Fuego o del Espíritu universal que confiere la iniciación suprema por el conocimiento de la Verdad. Ordenó a los suyos que ocultaran su muerte y continuaran su obra perpetuando su fraternidad. Durante siglos, los pueblos creyeron que Rama, llevando la tiara de cuernos de carnero, vivía siempre en su montaña santa. En los tiempos védicos el Gran Antepasado se convirtió en Yama, el juez de los muertos, el Hermes de los Indos. Por su genio organizador, el gran iniciador de los arios había creado en el centro del Asia, en el Irán, un pueblo, una sociedad, un torbellino de vida que debía irradiar en todos sentidos. Las colonias de los arios primitivos se repartieron por el Asia y por Europa, llevando consigo sus costumbres, sus cultos y sus dioses. De todas esas colonias, la rama de los arios de la India es la que más se aproxima a los arios primitivos.
Los libros sagrados de los Hindúes, los Vedas, tienen un triple valor. En primer término nos conducen al foco de la antigua y pura religión aria, cuyos himnos védicos son sus rayos brillantes. Ellos nos dan en seguida la clave de la India. En fin, nos muestran una primera cristalización de las ideas madres de la doctrina esotérica y de todas las religiones arias. Los brahmanes consideran a los Vedas como sus libros sagrados por excelencia. Ven en ellos la ciencia de las ciencias. La palabra Veda significa saber. Los sabios de Europa han sido justamente atraídos hacia esos textos por una especie de fascinación. Al principio no han visto en ellos más que una poesía patriarcal; pero luego han descubierto allí no solamente el origen de los grandes mitos indoeuropeos y de nuestros dioses clásicos, sino también un culto sabiamente organizado, un profundo sistema religioso y metafísico. El porvenir les reserva quizá una última sorpresa, que será la de encontrar en los Vedas la definición de las fuerzas ocultas de la Naturaleza, que la ciencia moderna parece estar próxima a descubrir. Nada más sencillo y más grande que aquella religión, en la que un profundo naturalismo se mezcla con un espiritualismo trascendente. Antes del nacimiento del día, un hombre, un jefe de familia, se halla en pie ante un altar de tierra, donde arde el fuego encendido con dos trozos de madera. En sus funciones, este jefe es a la vez padre, sacerdote y rey del sacrificio. Mientras la aurora se descubre, dice un poeta védico, “como una mujer que sale del baño y ha tejido la más hermosa de las telas”, el jefe pronuncia una oración, una invocación a Ousha (la Aurora), a Savitri (el Sol), a los Asuras (a los espíritus de vida). La madre y los hijos vierten licor fermentado de la asclepia, el soma, en Agni, el fuego. Y la llama que sube, lleva a los dioses invisibles la oración purificada que sale de los labios del patriarca y del corazón de la familia. El estado de alma del poeta védico está igualmente alejado del sensualismo helénico, según los cultos populares de Grecia, no de la doctrina de los iniciados griegos, que representa a los dioses cósmicos con hermosos cuerpos humanos, y del monoteísmo judaico, que adora al Eterno sin forma, como presente en todas partes. Para el poeta védico, la Naturaleza semeja a un velo transparente, detrás del cual se mueven fuerzas imponderables y divinas. A estas fuerzas es a las que invoca, a las que adora, a las que personifica; pero sin engañarse sobre el significado de sus metáforas. Para él, Savitri significa menos el Sol que Vivasvat, la potencia creadora de vida que le anima y que pone en movimiento al sistema solar. Indra, el guerrero divino que sobre su carro dorado recorre el cielo, lanza el rayo y disuelve las nubes, personifica la potencia de ese mismo sol en la vida atmosférica, en “el gran transparente de los aires”.
Cuando se invoca a Varuna, el Urano de los griegos, el Dios del cielo inmenso, luminoso, que abarca todas las cosas, los poetas védicos se remontan más aun. “Si Indra representa la vida activa y militante del cielo, Varuna representa su inmutable majestad. Nada iguala a la magnificencia de las descripciones que de Él hacen los Himnos. El sol es su ojo, el cielo su vestido, el huracán su soplo. Él es quien ha establecido sobre cimientos inconmovibles el cielo y la tierra y quien los mantiene separados. Él ha hecho todo y conserva todo. Nada podría alterar las obras de Varuna. Nadie le penetra, pero sabe todo y ve todo lo que es y lo que será. Desde las cumbres del cielo, donde reside en un palacio de mil puertas, Él distingue la huella de los pájaros en el aire y la de los navíos sobre las olas. Desde allí, desde lo alto de su trono de oro con cimientos de bronce, contempla y juzga las obras de los hombres. Él es quien mantiene el orden en el Universo y en la sociedad; Él castiga al culpable; Él es misericordioso con el hombre que se arrepiente. Por eso hacia Él se eleva el grito de angustia del remordimiento; ante su casa el pecador va a descargarse del peso de su falta. Por otra parte, la religión védica es ritualista, a veces altamente especulativa. Con Varuna, desciende a las profundidades de la conciencia y realiza la noción de la santidad”. Esta religión se eleva a la pura noción de un Dios único que penetra y domina al gran Todo. Sin embargo, las imágenes grandiosas que los himnos arrojan en anchas ondas como ríos generosos, no nos presentan más que la envoltura externa de los Vedas. Con la noción de Agni, del fuego divino, tocamos el nudo de la doctrina, a su fondo esotérico y trascendente. En efecto, Agni es el agente cósmico, el principio universal por excelencia. Según Auguste Barth, en su obra “ Les religions de l’Inde”: “No es solamente el fuego terrestre del relámpago y del sol. Su verdadera patria es el cielo invisible, místico, estancia de su eterna luz y de los primeros principios de todas las cosas. Sus nacimientos son infinitos: bien que brote del trozo de madera en el que duerme como el embrión en la matriz, bien que, “Hijo de las Ondas”, se lance, con el ruido del trueno, desde los ríos celestiales donde los Acvinos (los jinetes celestes) le han engendrado. Él es el hermano mayor de los dioses, pontífice en el cielo como en la tierra, y él ofició en la morada de Vivasvat (el cielo o el sol) mucho antes que Matharicva (el relámpago) lo hubiese traído a los mortales y que Atharván y los Angiras, los antiguos sacrificadores, le hubiesen instituido aquí como protector, huésped y amigo de los hombres. Amo y generador del sacrificio, Agni viene a ser el portador de todas las especulaciones místicas cuyo objeto es el sacrificio. Él engendra a los dioses, organiza al mundo, produce y conserva la vida universal; en una palabra, es la potencia cosmogónica. Soma es el compañero de Agni. En realidad es el brebaje de una planta fermentada vertido en libación a los dioses en el sacrificio. Pero, al igual que Agni, tiene una existencia mística. Su residencia suprema está en las profundidades del tercer cielo, donde Surya, la hija del sol, le ha infiltrado, donde la ha encontrado Pushán, el Dios alimentador. De allí es de donde el Halcón, un símbolo del rayo, o Agni mismo han ido a arrebatárselo al Arquero celeste, al Gandharva su guardián, y le han traído a los hombres. Los dioses le han bebido y han llegado a ser inmortales; los hombres lo serán a su vez cuando lo beban en la mansión de Yama, en la estancia de los bienaventurados. Mientras eso no llegue, él les da aquí abajo el vigor y la plenitud de sus días; él es la ambrosía y el agua de juventud. Él nutre, penetra a las plantas, vivifica la semilla de los animales, inspira al poeta y da su vuelo a la oración. Alma del cielo y de la tierra, de Indra y de Vishnú, él forma con Agni un par inseparable; esa pareja ha encendido el sol y las estrellas”.
La noción de Agni y de Soma contiene los dos principios esenciales del universo, según la doctrina esotérica. Agni es el Eterno masculino, el Intelecto creador, el Espíritu puro; Soma es el Eterno femenino, el Alma del mundo o substancia etérea, matriz de todos los mundos visibles e invisibles a nuestros ojos. La Naturaleza, en fin, o la materia sutil en sus infinitas transformaciones. Lo que prueba indudablemente que Soma representaba el principio femenino absoluto, es que los brahmanes lo identificaron más tarde con la Luna. La Luna simboliza el principio femenino en todas las religiones antiguas, así como el Sol simboliza el principio masculino. La unión perfecta de esos dos seres constituye el Ser supremo, la esencia de Dios. De esas dos ideas capitales brota una tercera no menos fecunda. Los Vedas hacen del acto cosmogónico un sacrificio perpetuo. Para producir todo lo existente, el Ser supremo se inmola a sí mismo; se divide para salir de su unidad. Ese sacrificio es, pues, considerado como el punto vital de todas las fusiones de la Naturaleza. Esta idea sorprende al principio; mas es muy profunda cuando se reflexiona sobre ella y contiene en germen toda la doctrina teosófica de la evolución de Dios en el mundo, así como la síntesis esotérica del politeísmo y del monoteísmo. Ella dará vida a la doctrina dionisíaca de la caída y de la redención de las almas, que florecerá en Hermes y en Orfeo. De ahí brotará la doctrina del Verbo divino proclamada por Krishna y predicada por Jesús Cristo. El sacrificio del fuego, con sus ceremonias y sus plegarias, centro inmutable del culto védico, se convierte así en la imagen del gran acto cosmogónico. Los Vedas dan una importancia capital a la oración, a la fórmula de invocación que acompaña al sacrificio. Por esta razón, consideran a la plegaria como una diosa: Brahmanaspati. La fe en el poder evocador y creador de la palabra humana, acompañada del movimiento poderoso del alma, o de una intensa proyección de la voluntad, es la fuente de todos los cultos y la razón de la doctrina egipcia y caldea de la magia. Para el sacerdote védico y brahmánico, los Asuras, los señores invisibles, y los Pitris o almas de los antepasados, se sientan sobre el césped durante el sacrificio, atraídos por el fuego, los cánticos y la oración. La ciencia que se relaciona con esta parte del culto es la de la jerarquía de los espíritus de todo orden. En cuanto a la inmortalidad del alma, los Vedas la afirman tan alta y claramente cómo es posible hacerlo. “Es una parte inmortal del hombre; ella es, ¡Oh, Agni!, la que es preciso calientes con tus rayos, inflames con tus fuegos. ¡Oh Jatavedas!, transpórtala al mundo de los piadosos, en el cuerpo glorioso formado por ti”. Los poetas védicos no indican solamente el destino del alma, sino que también se inquietan sobre su origen. ¿De dónde ha nacido el alma? “Las hay que vienen hacia nosotros y se vuelven a ir, que se van y vuelven a venir”. He ahí en dos palabras la doctrina de la reencarnación que jugará un papel capital en el brahmanismo y el buddhismo, entre los Egipcios y los Órficos, en la filosofía de Pitágoras y de Platón, el misterio de los misterios, el arcano de los arcanos. ¿Cómo no reconocer, después de esto, en los Vedas las grandes líneas de un sistema religioso orgánico, de una concepción filosófica del universo?
Pero todo eso sería en tiempos todavía por venir. En los días de antaño, los dioses combatían entre ellos por motivos como la supremacía y el control de la Tierra y sus recursos. Con tanta descendencia como había tenido Kas-Yapa, con sus distintas esposas y concubinas, así como los descendientes de los otros dioses de antaño, los conflictos no tardaron en hacerse inevitables. El dominio de los adityas tenía especialmente resentidos a los Asuras, dioses de mayor edad cuyas madres engendraron de Kas-Yapa antes de que nacieran los adityas. Portando nombres no arios, claramente originarios de Oriente Próximo, por ser similares a los nombres de los dioses supremos de Sumer, Asiría, Babilonia y Egipto, tales como-Assur, Asar u Osiris, con el tiempo asumirían en las tradiciones hindúes el papel de dioses del mal, los llamados «demonios». Los celos, las rivalidades y otras causas de fricción llevaron finalmente a la guerra, cuando la Tierra, «que al principio producía alimentos sin cultivarlos», sucumbió a una hambruna global. Según los textos, los dioses sustentaban su inmortalidad bebiendo soma, una especie de ambrosía que fue traída a la Tierra desde la Morada Celeste por un águila, y se bebía mezclada con leche. El «kine» («vaca-ganado») de los dioses les proporcionaba también los privilegiados «sacrificios» de carne asada. Pero llegó un momento en que todos estos artículos de primera necesidad comenzaron a escasear cada vez más. El Satapatha Brahmana detalla los acontecimientos que siguieron: “Los dioses y los asuras, nacidos todos del Padre de Dioses y Hombres, se enfrentaron por la supremacía. Los dioses vencieron a los asuras; sin embargo, más tarde, éstos volvieron a acosarles…Los dioses y los asuras, nacidos todos del Padre de Dioses y Hombres, se enfrentaron [otra vez] por la supremacía. Esta vez, los dioses se vieron en lo peor. Y los asuras pensaron: «¡Con toda seguridad, este mundo nos pertenece a nosotros solos!». Y acto seguido dijeron: «Bien, entonces, dividamos este mundo entre nosotros; y después de dividirlo, subsistamos en él». Y así, se pusieron a dividirlo de oeste a este. Al oír esto, los derrotados adityas fueron a implorar una parte en los recursos de la Tierra: Cuando escucharon esto, los dioses dijeron: «¡Los asuras se están dividiendo la Tierra! Venga, vayamos donde los asuras la están dividiendo; pues, ¿qué será de nosotros si no conseguimos una parte de la Tierra?». Y situando a Visnú a la cabeza, fueron hasta los asuras. Altivamente, los asuras les ofrecieron a los adityas tanta parte de un trozo de tierra qur Visnú pudiera cubrir con su cuerpo… Pero los dioses usaron un subterfugio y pusieron a Visnú en un «recinto» en el que podía «caminar en tres direcciones», por lo que recuperaron tres de las cuatro regiones de la Tierra. Los engañados asuras atacaron entonces desde el sur, y los dioses le preguntaron a Agni «cómo podrían vencer a los asuras para siempre». Agni sugirió una maniobra de tenaza: mientras los dioses atacaban desde sus regiones, «yo daré la vuelta hasta el lado norte, y vosotros los encerraréis desde aquí; y cuando estén encerrados, los derrotaremos»”. Tras vencer a los asuras, el Satapatha Brahmana dice:«los dioses estaban ansiosos por ver cómo podrían reponer los sacrificios»; así pues, muchos de los interludios entre batallas de las antiguas escrituras hindúes tratan de la recaptura del kine y el reabastecimiento de la bebida de Soma“.
Como si se tratase de una novela de ciencia ficción, estas guerras se luchaban en tierra, en el aire y bajo los mares. Según el Mahabharata, los asuras se hicieron tres fortalezas de metal en los cielos, desde las cuales atacaban las tres regiones de la Tierra. Sus aliados en la guerra con los dioses podían hacerse invisibles y utilizaban armas invisibles. Y otros luchaban desde una ciudad bajo el mar que les habían arrebatado a los dioses. Uno de los que sobresalió en estas batallas fue Indra («Tormenta»), En tierra, aplastó 99 baluartes de los asuras, matando a gran número de sus armados seguidores. En los cielos, combatió desde su vehículo aéreo a los asuras, que se ocultaban en sus «nubes fortalezas». En los himnos del Rig-Veda se hace una relación de grupos de dioses, así como de deidades individuales a los que Indra derrotó. En la obra-traducción de R. T. Griffith, titulada “The Hymns of the Rig-Veda“, podemos leer estos extraños versos: “Tú mataste con tu rayo a los sasyu.. Lejos del suelo del Cielo en todas direcciones, los antiguos sin rito huyeron hacia su destrucción… A los dasyu has abrasado desde los cielos. Se enfrentaron en combate al ejército de los que no tienen culpa, entonces los navagvas empujaron con todo su poder. Como castrados luchando con hombres huyeron, por senderos empinados de Indra huyeron en desbandada. Indra se abrió paso a través de los fuertes castillos de Ilibsa, y a Sushna con su cuerno cortó en pedazos…Tú mataste a tus enemigos con el Trueno… Feroz con sus enemigos cayó el arma de Indra, con su agudo y repentino Rayo desgarró sus ciudades en pedazos.Tú avanzas de combate en combate intrépidamente, destruyendo castillo tras castillo con tu fuerza. Tú Indra, con tu amigo, que hace que el enemigo se doblegue, redujiste desde lejos al astuto Namuchi. Tú que diste muerte a Karanja, Parnaya… Tú que has destruido las cien ciudades de Vangrida. Las crestas del noble cielo sacudiste cuando tú, atrevido, por ti mismo heriste a Sambara“. Después de derrotar a los enemigos de los dioses en grupos, así como en combate singular, y tras hacerles «huir hacia su destrucción», Indra se entregó a la tarea de liberar el Kine. Los «demonios» lo habían escondido en el interior de una montaña, custodiado por Vala («Rodeador»); Indra, ayudado por los angirases, jóvenes dioses que podían emitir llamas divinas, se abrieron paso en el fortificado escondite y liberaron el Kine. Algunos expertos, como J. Herbert, en su obra Hindú Mythology, sostienen que lo que Indra liberaba o recuperaba era un Rayo Divino, no vacas, pues la palabra sánscrita go tiene ambos significados.)
Cuando comenzaron estas guerras de los dioses, similares a las Guerras de las Galaxias, los adityas nombraron a Agni («Ágil») como Hotri, «Jefe de Operaciones». A medida que las guerras fueron avanzando, supuestamente durante bastante más de mil años, Visnú («Activo») se convirtió en el Jefe. Pero cuando terminaron los combates, Indra, que había contribuido mucho a la victoria, pidió la supremacía. Al igual que en la Teogonía griega, una de sus primeras acciones para alcanzar sus propósitos fue matar a su propio padre. El Rig-Veda, en su Libro IV, se pregunta a Indra, retóricamente: «Indra, ¿quién convirtió en viuda a su madre?» La respuesta se plantea también como una pregunta: «¿Qué dios estaba presente en la refriega, cuando mataste a tu padre, agarrándolo por el pie?». Por este crimen, los dioses excluyeron a Indra de la bebida del soma, poniendo en peligro de este modo la continuidad de su inmortalidad. Los dioses «ascendieron al Cielo», dejando a Indra con las vacas que había recuperado, pero «él subió tras ellos, enarbolando el arma del Trueno», ascendiendo desde el lugar norte de los dioses. Al ver su arma, los dioses, asustados, gritaron: «¡No la arrojes!» y consintieron en que Indra compartiera una vez más los divinos alimentos. Sin embargo, alguien iba a desafiar el liderazgo de Indra entre los dioses: Tvashtri, al cual algunas referencias indirectas en los Himnos le convierten en «el Primogénito», un hecho que podría explicar sus pretensiones a la sucesión. Indra lo hirió con el Arma-Trueno, la misma arma que Tvashtri había forjado para él. Pero entonces fue Vritra («El Obstructor») el que prosiguió la lucha. Según algunos textos Vritra era el primogénito de Tvashtri, pero algunos investigadores creen que se trataba de un tipo de monstruo artificial, porque creció rápidamente hasta alcanzar un tamaño inmenso. Al principio, Indra fue superado, y huyó hasta un lejano rincón de la Tierra. Cuando todos los dioses lo abandonaron, sólo permanecieron a su lado los 21 maruts, que era un grupo de dioses que tripulaba los vehículos aéreos más rápidos: «un sonoro estruendo mientras los vientos hacen que las montañas retumben y se estremezcan» cuando ellos «se elevan en lo alto». Al respecto podemos leer estos misteriosos versos, que parece que describan ovnis: “Son verdaderamente portentosos, de tono rojo, aceleran en su curso con un estruendo sobre las crestas del cielo… y se despliegan con rayos de luz… Brillantes, celestiales, con relámpagos en sus manos y cascos de oro en sus cabezas“. Ayudado por los maruts, Indra volvió para pelear con Vritra. Los entusiastas himnos que describen el combate fueron traducidos por J. Muir, en su obra “Original Sanskrit Texts“, en poéticos y sorprendentes versos: “El valiente dios a su carro asciende, arrastrado por sus fogosos e inquietos corceles, a través del cielo el héroe pasa veloz. Las huestes de maruts forman su escolta, impetuosos espíritus de la tormenta. Sobre centelleantes carros-relámpago montan, un destello en la pompa y el orgullo guerrero… Como rugido de leones su voz de fatalidad; con la fuerza del hierro sus dientes consumen. Las colinas, la misma tierra, sacuden; todas las criaturas ante su inminente seísmo“.
Mientras la tierra temblaba y todas las criaturas corrían a esconderse, sólo Vritra, el enemigo, observaba serenamente su aproximación: “Encaramada a considerable altura en el aire brillaba la majestuosa fortaleza de Vritra. Sobre la muralla, con aire marcial, se erguía el audaz demonio gigante, confiado en sus artes mágicas, y armado con gran cantidad de dardos de fuego. «Sin alarmarse, desafiando el poder del brazo de Indra», sin temer «los terrores del mortal vuelo» que se precipitaba sobre él, Vritra esperaba de pie. Y luego se vio una espantosa visión, cuando dios y demonio se encontraron en el combate. Sus agudos proyectiles Vritra lanzó, sus rayos y ardientes relámpagos arrojó como en una lluvia. El dios desafió su furia más endiablada; sus despuntadas armas vio caer a un lado, a Indra lanzadas en vano“. Cuando Vritra agotó todos sus proyectiles de fuego, Indra pudo tomar la iniciativa: “Entonces empezaron a centellear los relámpagos, los estremecedores rayos a restallar, arrojados con orgullo por Indra. Los mismos dioses sobrecogidos enmudecieron y se quedaron horrorizados; y el terror cubrió el mundo universal“. Los Rayos que arrojaba Indra, «forjados por la mano maestra de Tvashtri» con hierro divino, eran complejos proyectiles abrasadores: “Quién podría soportar la lluvia de flechas, descargada por la roja mano derecha de Indra. Los rayos con cien junturas, los dardos de hierro con mil puntas, que resplandecen y silban a través del cielo, veloces en su señalado e infalible vuelo, y hacen caer al más orgulloso enemigo, con un golpe repentino e irresistible, cuyo simple sonido puede poner en fuga a los locos que desafían el poder del Atronador. Infalibles, los proyectiles dirigidos dan en el blanco: Y pronto el toque de difuntos de la perdición de Vritra estuvo sonando con los chasquidos y estampidos de la lluvia de hierro de Indra; Perforado, clavado, aplastado, con un horrible alarido el agonizante demonio cayó de cabeza desde su torre construida de nubes“. Caído en el suelo «como los troncos de los árboles que el hacha ha cortado», Vritra quedó postrado; pero aun «sin pies y sin manos, siguió desafiando a Indra». Entonces, éste le dio el golpe de gracia, y «le hirió con su rayo entre los hombros».
La victoria de Indra era completa; pero el Destino quiso que los frutos de la victoria no fueran sólo suyos. Cuando fue a reclamar el trono de Kas-Yapa (el Zeus griego), su padre, surgieron viejas dudas relativas a su verdadero parentesco. Era cierto que, cuando nació, su madre le había ocultado de la ira de Kas-Yapa. ¿Por qué? ¿Serían ciertos los rumores de que su verdadero padre era su propio hermano mayor, Tvashtri? Los Vedas levantan el velo del misterio sólo en parte. Sin embargo, nos dicen que Indra, aun siendo el gran dios que era, no gobernó solo, sino que tuvo que compartir el poder con Agni y Surya, sus hermanos, del mismo modo que Zeus tuvo que compartir los dominios con sus hermanos Hades y Poseidón. Como si no hubiera suficiente con las similitudes genealógicas y guerreras entre dioses griegos e hindúes, las tablillas descubiertas en los archivos reales hititas, en un lugar que, en la actualidad, recibe el nombre de Boghazkoi, contenían más relatos de la misma historia, la de la lucha por la supremacía entre los dioses a medida que se sucedían las generaciones. Los textos más extensos que se han descubierto trataban, como sería de esperar, de la deidad suprema hitita, Teshub; concretamente, de su genealogía, de sus legítimas pretensiones de controlar las regiones superiores de la Tierra, y de las batallas que el dios Kumarbi había lanzado contra él y contra sus descendientes. Al igual que en los relatos griegos y egipcios, el Vengador de Kumarbi se ocultaba con la ayuda de dioses aliados hasta que crecía, en algún lugar situado en una parte «oscura» de la Tierra, tal vez en el interior de la Tierra. Las batallas finales tenían lugar en los cielos y en los mares. En una de esas batallas Teshub recibía el respaldo de setenta dioses con sus carros. Derrotado en un principio, y teniéndose que ocultar, Teshub se enfrentaba finalmente al que le había desafiado en un combate singular. Armado con el «Trueno-tormentador que dispersa las rocas a noventa estadios» y «el Relámpago de espantoso resplandor», ascendía hacia el cielo en su carro, tirado por dos Toros del Cielo, dorados y plateados, y «desde los cielos puso la cara» hacia su enemigo. Aunque en las fragmentadas tablillas falta el final del relato, es evidente que Teshub salía finalmente victorioso. Los Upanishads de la India son supremas visiones espirituales expresadas verbalmente entre los siglos ocho y cuarto antes de Jesucristo. A los primeros Upanishads se agregaron otros que se fueron componiendo hasta el siglo quince de nuestra era, ampliando o explicando las visiones primeras. Y su número aumentó hasta el punto que se han podido imprimir en sánscrito hasta ciento doce Upanishads. La colección completa casi iguala a la de los textos de la Biblia. Los dos Upanishads más extensos son el Chandogya y el Brihadarangaka, de unas cien páginas cada uno. Son tal vez los más antiguos. El más breve es el Isa Upanishad, que tiene dieciocho versículos. No es uno de los más antiguos, tal vez del tiempo del Bhagavad Gita, unos cuatrocientos años antes de Jesucristo. La palabra Upanishad se relaciona con la raíz sánscrita sad, estar sentado. En el cristiano Sermón de la Montaña podemos imaginar a los discípulos sentados a los pies del Maestro escuchando el sublime Upanishad.
El espíritu de los Upanishads lo encontramos en las palabras del Evangelio “El reino de Dios es en vosotros”; y en los versos de San Juan de la Cruz cuando el alma, en una noche oscura: “Sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía, va a unirse con su Dios“. Anteriores a los primeros Upanishads tenemos en la India la creación de los Vedas, visiones poéticas y espirituales en las que la imaginación humana ve primero a los dioses y los expresa en creación poética. Y después va avanzando hacia unidades más intensamente poéticas y espirituales hasta llegar al Brahmán único de los Upanishads, unidad suprema como la del Dios de Moisés, del cristianismo y de la religión islámica. Así como San Francisco de Asís se dirige al Dios de la naturaleza y habla del “hermano sol, hermano viento, hermana agua y hermano fuego”, en los Vedas hay la visión de un dios del Sol, un dios del viento, un dios del agua y un dios del fuego, y la gloriosa poesía de estos y otros dioses. En los Upanishads la visión espiritual y poética va desde una diversidad hacia una unidad, y de los dioses a Brahmán, el Dios de todos los dioses, suprema unidad del Universo que reúne y supera su inmensa variedad. Los creadores de los Upanishads fueron pensadores y poetas. Y el poeta sabe que si la poesía nos aleja de lo que se llama realidad es sólo para elevarnos hacia una realidad más alta donde, lejos de las limitaciones del estar, encontramos la infinita alegría de un Ser. Estas creaciones están tan por encima de la curiosidad arqueológica de algunos eruditos como lo está la luz del Sol por encima de sus definiciones. Necesitamos de la erudición para ir a buscar los frutos de sabiduría de los tiempos antiguos; pero es sólo una elevación espiritual que nos permite gozar de esos frutos y transformarlos en vida. El Brahmán del universo, el Dios trascendente de tiempo y de espacio, pero inmanente en el tiempo y en el espacio es, según los Upanishads, el mismo Ser nuestro y el Ser de todas las cosas. El Brahmán trascendente, cuando es inmanente en nosotros, se llama Atman. Son dos nombres para un mismo Ser: el Infinito se llama Brahmán, y el Infinito manifestado en lo finito y limitado se llama entonces Atman. En su eterna clarividencia, los maestros supremos vieron un Infinito de unidad trascendente y al mismo tiempo un Infinito de variedad inmanente. Es el Dios expresado como el “Todo en el todo” de poetas, místicos y videntes, y después explicado en teologías que son a la experiencia de algo eterno, lo que la gramática es a la poesía: un estudio y análisis intelectual, y no experiencia vital. Como nos dice y sugiere el Kena Upanishad, Brahmán o Atman, no es algo que se pueda ver, oír, gustar o tocar con los sentidos, no es algo que se pueda comprender, imaginar, o concebir con el pensamiento. Está más allá, de los sentidos y de todo pensamiento. Es un Amor hacia un más allá. Un Amor a quien se va por el camino del amor. Y cuanto más puro y más intenso es el amor tanto más se ve y comprende y se siente y se vive el Amor infinito que es la causa de nuestro finito amor. Brahmán no se puede pensar con la mente, sino que es: “Aquello que hace posible que la mente pueda pensar”.
Uno de los mensajes de los Upanishads, explicado después en el Bhagavad Gita, es que sólo amando se comprende el amor, y no mediante explicaciones o definiciones. Amar y saber son, al principio, divergentes, como los lados de un ángulo. Pero, a medida que se va subiendo por los dos lados, el saber comprende más al amor hasta que, al fin, son uno. El amor puro transforma el estar en un ser, y en tal sublime transformación, algo finito y temporal se ha convertido en algo infinito y eterno, así como lo mortal se ha convertido en algo inmortal. Es como el salir a la luz desde dentro de una cueva oscura, un despertar después de dormir, un momento de Eternidad y alegría suprema por encima de la ilusión de placeres que pasan y dolores que perduran. Un momento de vida que permite a un San Juan de la Cruz decir: “Qué bien sé yo la fuente que mana y corre, aunque es de noche“. Sin embargo, el pueblo sencillo y llano, no ha recibido las enseñanzas del hinduismo de los Upanishads, sino a través de un gran número de cuentos populares, extraídos de grandiosas epopeyas, que son la base de la amplia y pintoresca mitología india. Una de tales epopeyas, el Mahabharata, contiene el texto sagrado favorito de la India, el bello poema espiritual denominado el Bliagavad Gita. El Gita, como normalmente se le denomina, es un diálogo entre el dios Krishna y el guerrero Arjuna, quien se encuentra desesperado por verse obligado a combatir contra sus propios parientes en la gran guerra familiar que constituye la historia principal del Mahabharata. Krishna, disfrazado como auriga de Arjuna, conduce su carro directamente entre los dos ejércitos. Y en medio del dramático cuadro de la batalla empieza a revelar a Arjuna las verdades más profundas del hinduismo. A medida que el dios habla, el fondo realista de la guerra entre las dos familias pronto se desvanece y se ve claramente que la batalla de Arjona es la batalla espiritual de la humanidad, la batalla del guerrero en busca de la iluminación. El mismo Krishna aconseja a Arjuna: “Mata, pites, con la espada de la sabiduría la duda nacida de la ignorancia que yace en tu corazón. Sé uno (en armonía contigo mismo) en el Yoga, y levántate, gran guerrero, levántate”. La base de la instrucción espiritual de Krishna, como la de todo el hinduismo, es la idea de que la multitud de cosas y acontecimientos que nos rodean no son más que manifestaciones de la misma realidad última. Esta realidad, llamada Bralunan, es el concepto unificador que da al hinduismo su carácter esencialmente monista, pese a la adoración de numerosos dioses y diosas.
Brahman, la realidad última, es el “alma” o esencia interna de todas las cosas. Es infinito y trasciende todos los conceptos; no puede ser entendido por el intelecto, ni tampoco puede ser adecuadamente descrito con palabras: “Brahman el sin principio, el supremo, el que está más allá de lo que es y de lo que no es“. “Ese Alma suprema es incomprensible, ilimitada, no nacida, no se puede razonar, es impensable“. Sin embargo, la gente desea hablar de esta realidad. Y los sabios hindúes, con su característica inclinación hacia el mito, representaron a Brahman como la divinidad y hablan de él en lenguaje mitológico. A los diversos aspectos de la divinidad se les ha dado los nombres de varios dioses venerados por los hindúes. Pero las escrituras aclaran que todos estos dioses no son sino reflejos de la única realidad última: “La gente dice: “¡Adora a este dios!, ¡adora a aquél! – uno después de otro-, pero todo es la creación de Brahman. Y él mismo es todos los dioses”. La manifestación de Brahman en el alma humana es llamada Atoran. Y la idea de que Atoran y Brahman, la realidad individual y la realidad última, son una misma cosa, constituye la esencia de los Upanishads: “Aquello que es la más fina esencia -el alma de todo este mundo. Esa es la Realidad. Eso es Atman. Eso eres tú”. El tema básico constantemente repetido en la mitología hindú es la creación del mundo mediante el auto sacrificio de Dios. Sacrificio en el sentido general de “sacralizar”, donde Dios se convierte en el mundo, el cual, al final, vuelve a ser Dios de nuevo. A esta actividad creativa de la divinidad se la llama lila, el juego o el teatro de Dios, y el mundo es considerado como el escenario de la obra divina. La palabra sánscrita lila significa literalmente ‘pasatiempo’, ‘juego’ o ‘diversión’. Es común a las doctrinas hinduistas dualistas y no dualistas, pero tiene un significado diferente en cada una. En el dualismo, la palabra lila es una manera de describir toda la realidad, incluyendo el cosmos, como resultado de la obra teatral creativa del Brahman. En las escuelas dualistas del krisnaísmo, lilase refiere a las actividades del dios Krisná y sus devotos en el mundo espiritual. Como la mayor parte de la mitología hindú, el mito de lila tiene un fuerte componente mágico. Brahman es el gran mago que se transforma en el mundo y realiza esta hazaña con su “mágico poder creativo“, y este es el significado original dado a maya en el Rig Veda. La palabra maya, uno de los términos más importantes en la filosofía hindú, ha ido cambiando su significado con el paso de los siglos. De ser el “poder” o la “fuerza” del actor y mago divino, llegó a significar el estado psicológico de cualquiera que se halle bajo el encanto de su obra mágica. Mientras confundamos los millones de formas de la divina lila con la realidad, sin percibir la unidad de Brahman subyacente en todas estas formas, estaremos bajo el encanto de maya.
Así, maya no significa realmente que el mundo sea una ilusión, como equivocadamente se afirma con frecuencia. La ilusión radica simplemente en nuestro punto de vista, en un sentido claramente cuántico, si creemos que las formas y las estructuras, las cosas y los sucesos que nos rodean son realidades de la naturaleza, en lugar de damos cuenta de que son conceptos de nuestra mente que todo lo mide y clasifica. Maya es la ilusión de tomar esos conceptos por la realidad, la ilusión de confundir el mapa con el territorio. Bajo el punto de vista hindú de la naturaleza, todas las formas son el relativo, fluido y siempre cambiante maya, conjuradas por el gran mago de la obra divina. El mundo de maya cambia continuamente porque la divina lila es una obra rítmica y dinámica. La fuerza dinámica de esa obra es el karma, otro concepto importante del pensamiento hindú. Karma quiere decir “acción“. Es el principio activo de la obra, el universo total en acción, donde todo está dinámicamente relacionado con todo lo demás. En palabras del Gita: “Karma es la fuerza de la creación, de donde obtienen su vida todas las cosas“. El significado de karma, como el de maya, ha degenerado desde su nivel cósmico original hasta el nivel humano, donde adquirió un sentido psicológico. Mientras tengamos una visión del mundo fragmentada, mientras estemos bajo el encanto de maya y pensemos que estamos separados de nuestro entorno y que podemos actuar independientemente, estaremos atados por elkarma. Liberarnos de los lazos del karma significa darnos cuenta de la unidad y la armonía de toda la naturaleza, incluyéndonos a nosotros mismos, y significa también actuar en consecuencia. El Gita es muy claro sobre este punto: “Todas las acciones tienen lugar en el tiempo por la interacción de las fuerzas de la naturaleza, pero el hombre perdido en su egoísta ilusión, cree que él es el actor. Sin embargo el hombre que conoce la relación entre las fuerzas de la naturaleza y los actos, ve cómo algunas fuerzas de la naturaleza actúan sobre otras fuerzas de la naturaleza, y no se convierte en su esclavo”. Liberarse del encanto de maya y romper los lazos del karma significa darse cuenta de que todos los fenómenos que percibimos con nuestros sentidos son parte de la misma realidad. Significa experimentar, de una manera concreta y personal, que todo, incluyendo nuestro propio yo, es Brahman.
A esta experiencia en la filosofía hindú se le llama moksha o liberación, y constituye la pura esencia del hinduismo. El hinduismo dice que existen innumerables formas de liberación. No espera que todos sus seguidores se acerquen a la divinidad del mismo modo y, por tanto, proporciona diferentes conceptos, diferentes rituales y diversos ejercicios espirituales, adecuados para los diferentes modos de conciencia. El hecho de que muchos de estos conceptos o prácticas sean contradictorios no preocupa a los hindúes en lo más mínimo, porque saben que Brahman está más allá de los conceptos y de las imágenes. De esta actitud procede la gran tolerancia y eclecticismo característicos del hinduismo. La escuela hinduísta más intelectual es la Vedanta, que está basada en los Upanishads y que acentúa a Brahman como un concepto impersonal y metafísico, libre de todo contenido mitológico. Sin embargo, pese a su alto nivel filosófico e intelectual, la forma de liberación vedántica es muy diferente de la que pueda presentar cualquier escuela de filosofía occidental, e incluye la meditación diaria y otros ejercicios que posibilitarán la unión con Brahman. Otro importante método de liberación es el conocido con el nombre de yoga, palabra que significa “acoplar” o “unir“, y que se refiere a la unión del alma individual conBrahman. Hay varias escuelas o “senderos” de yoga que incluyen algunos entrenamientos físicos básicos y varias disciplinas mentales ideadas para personas de diferentes tipos y de diferentes niveles espirituales. Para el hindú común, la forma más popular de acercarse a la divinidad es adorarla en forma de un dios o diosa personal. La fértil imaginación hindú ha creado miles de deidades, que aparecen en innumerables manifestaciones. Las tres divinidades más veneradas en la India hoy son Shiva, Vishnú y Shakti, la Divina Madre. Shiva es uno de los más viejos dioses hindúes, que puede asumir muchas formas. Se le llama Mahesvara, el Gran Señor, cuando es representado como la personificación de la plenitud de Brahman, aunque puede también personificar muchos aspectos individuales de la divinidad, siendo su más célebre apariencia la de Nataraja, el Rey de los Danzantes. Como bailarín cósmico, Shiva es el dios de la creación y de la destrucción, que con su danza mantiene el ritmo sin fin del universo. Vishnú, aparece también bajo muchos disfraces, siendo uno de ellos el dios Krishna del Bhagavad Gita. En general, el papel de Vishnú es el de preservador del universo. La tercera divinidad de esta triada es Shakti, la Divina Madre, la diosa arquetípica que representa, en sus diversas formas, a la energía femenina del universo. Shakti también aparece como esposa de Shiva y algunas veces se muestra a ambos en apasionado abrazo, en algunas magníficas esculturas religiosas que irradian una extraordinaria sensualidad, algo completamente desconocido en cualquier arte religioso occidental.
Al contrario que en la mayor parte de las religiones occidentales, en el hinduismo el placer sensual nunca fue suprimido, porque el cuerpo siempre ha sido considerado como parte integrante del ser humano y no como algo separado del espíritu. El hindú, por tanto, no intenta controlar los deseos del cuerpo mediante la voluntad consciente, sino que pretende realizarse a sí mismo con todo su ser, cuerpo y mente. Incluso dentro del hinduismo se desarrolló una rama, el tantrismo medieval, en el que se buscaba la iluminación a través de una profunda experiencia de amor sensual “donde cada uno es ambos“, de acuerdo con las palabras de los Upanishads: “Al igual que un hombre al abrazar a su amada esposa, no sabe nada de lo de dentro ni de lo de, fuera, del mismo modo la persona, en su abrazo con el Alma inteligente, no sabe nada de lo dentro ni de lo de fuera”. Shiva estaba estrechamente relacionado con esta forma medieval de misticismo erótico, y lo mismo sucedía con Shakti y otras numerosas deidades femeninas que abundan en la mitología hindú. Esta abundancia de diosas muestra, una vez más que, en el hinduismo, el lado físico y sensual de la naturaleza humana, que siempre se ha asociado con lo femenino, es una parte integrante de la divinidad. Las diosas hindúes no suelen aparecer como vírgenes santas, sino en abrazos sensuales de asombrosa belleza. La mentalidad occidental se confunde con facilidad entre el fabuloso número de dioses y diosas que llenan la mitología hindú, en sus diversos aspectos y encarnaciones. Para comprender cómo pueden los hindúes entenderse con esta multitud de divinidades, debemos ser conscientes del fundamento del hinduismo. En esencia, todas estas divinidades son idénticas. Todas son manifestaciones de la misma realidad divina, que refleja diferentes aspectos de lo infinito, del omnipresente, y finalmente incomprensible Brahman. Durante muchos siglos, el budismo fue la tradición espiritual dominante en la mayor parte de Asia, incluyendo los países de Indochina, así como Sri Lanka, Nepal, Tíbet, China, Corea y Japón. Al igual que el hinduismo en la India, tuvo una fuerte influencia sobre la vida intelectual, cultural y artística de estos países. Pero sin embargo, a diferencia del hinduismo, el budismo se remonta a un solo fundador, Siddharta Gautama, el llamado Buda “histórico“, que vivió en la India a mediados del siglo V a.C., durante el extraordinario período que vio el nacimiento de tantos genios espirituales y filosóficos, como Confucio y Lao Tse en China, Zaratustra en Persia, y Pitágoras y Heráclito en Grecia.
Siddhartha Gautamá, nacido en Lumbiní, hacia el siglo V a.C., y que se cree que murió en el siglo IV a. C., también era llamado Sakyamuni (śākya-muni, el ‘sabio de los Sakya’). Fue un importante religioso nepalí considerado como el último buda histórico y fundador del budismo. Śākya (en sánscrito) es el nombre de un antiguo reino (Janapada) y su clan dominante de habla indoaria. En los textos budistas se menciona como un clan Kshatriya. Los Śākyas formaban un reino independiente, situado en las laderas de los Himalayas, y su capital era Kapilavastu. El Śākya más famoso fue Siddharta Gautama, el Buda, miembro de la familia Gautama, del clan de gobernadores Lumbini, también conocidos como Śākyamuni (saga de la nación Śaka). En idioma sánscrito, el término buddha significa ‘despierto, iluminado, inteligente’. Es una figura religiosa sagrada para dos de las religiones con mayor número de adeptos: el budismo y el hinduismo, en el que se lo considera como la novena encarnación del dios Visnú, de acuerdo al Garuda-purana y la vigesimoprimera y penúltima según el Bhāgavata purāna. Aunque existen muchas leyendas, se concuerda en que fue un líder religioso conocido como Siddhartha Gautamá. Vivió en una época de cambio cultural en que se atacaban los procedimientos religiosos tradicionales de la India. Fue uno de los reformadores que dio un impulso renovador en el ámbito religioso dhármico que se propagó más allá de las fronteras de la India y terminó transformándose en una de las grandes religiones del mundo, el budismo. Buda vivió a finales de lo que se conoce como periodo védico, esto es, cuando se fijó la composición del texto sagrado hinduista Rig-veda, se supone que creado hacia el 1500 a. C. La tradición considera que vivió entre el 543 y el 478 a. C. aproximadamente. El budismo posee su propio calendario lunar, que se inicia en el 543 a. C. Siddharta nació en el seno de una familia noble del clan de los Sakya. Su lugar de nacimiento fue en Lumbiní, una aldea del Terai (en el actual Nepal), que está a los pies de los montes Himalayas. Según la tradición oral, Śuddhodana, el padre de Siddhartha, era el rey que gobernaba el clan de los Sakya. Por este motivo Buda también es conocido como Sakyamuni. Su madre, Maia Deví, era una de las esposas del rey. Siddhartha fue el nombre escogido para el recién nacido, que significa ‘la meta de los perfectos’. La reina Maia, madre de Siddhartha, murió justo al nacer su hijo, que fue educado por su tía Payapati. Según la tradición oral, poco después de su nacimiento fue visitado por el brahmán Asita, un asceta de gran reputación por su sabiduría y por sus dotes para interpretar presagios. El sabio brahmán profetizó que Siddhartha llegaría a ser un gran gobernante o un gran maestro religioso, lo que consternó a Śuddhodana, que quería que su hijo siguiera sus mismos pasos y que un día le sucediera en el trono. Por ello su padre lo protegió de la dureza de la vida, fuera de palacio, para evitar que el hijo desarrollara su tendencia hacia lo espiritual. Pensó que el mejor modo de evitarle la tendencia a la religiosidad consistía en impedírselo, evitándole ver el lado amargo de la vida, de modo que creó en torno de él una vida llena de placeres y con el menor contacto posible con el sufrimiento de la realidad.
Dice la leyenda que Maia fue fecundada por un pequeño y bello elefante provisto de seis colmillos, que hirió delicadamente su regazo sin causarle dolor. Al nacer, el pequeño Siddhartha habría aparecido ante su madre sobre un loto mientras una suave lluvia de pétalos caía sobre ambos. Y dijo: «Triunfaré sobre el nacimiento y la muerte, y venceré a todos los demonios que hostigan al humano». Según otra versión, Maia soñó una noche que un pequeño elefante, con seis cuernos y cabeza de color rojo rubí, bajaba del cielo y entraba en su vientre por el lado derecho. Ocho sacerdotes le explicaron a su esposo que el niño sería santo y alcanzaría la sabiduría perfecta. Más tarde ella salió al jardín con sus sirvientas y caminó bajo un árbol sala, el cual se inclinó. La reina se colgó de una rama y miró a los cielos. En ese momento Siddhartha surgió de su lado. Dice también la leyenda que cuando Gautamá nació recobraron la vista los ciegos, los sordomudos hablaron y una música celestial llenó el mundo. Los primeros 29 años de la vida del príncipe Siddhartha Gautamá Buddha transcurrieron completamente ajenos a toda actividad espiritual, ya que siempre vivió con su familia. Los detalles de la infancia y juventud de Siddhartha narran una vida rodeada de enorme lujo y comodidad. Recibió la mejor educación y formación posibles en su tiempo. Siddhartha comenzó a sentir curiosidad por conocer cómo eran las cosas en el mundo exterior y pidió permiso a su padre para satisfacer su deseo. Śuddhodana accedió, pero preparó la salida de su hijo ordenando que despejaran las calles de toda visión que pudiera herir la sobreprotegida conciencia del príncipe. No obstante, sus cuidadosos arreglos fracasaron pues Siddhartha, aclamado por la multitud a su paso por las calles, no pudo dejar de percibir el dolor bajo sus formas más agudas, y por primera vez se percató de la vejez, la enfermedad y la muerte. Siddhartha Gautamá representa a la perfección el concepto de «búsqueda espiritual» según las antiguas creencias, sobre todo de naturaleza oriental. Es decir, el incansable esfuerzo interno o la catarsis que conduce a la unión liberadora con la divinidad o nirvana y por la que todos los seres humanos tarde o temprano se verán obligados a realizar (autorrealización) para alcanzar algún día la iluminación, después, eso sí, de experimentar las necesarias y aleccionadoras reencarnaciones. Asimismo, la figura de Siddharta convertido finalmente en el Iluminado (o Buda) viene a expresar la idea mística de que el camino hacia la propia luz y por consiguiente la obtención de la paz interior implica enorme sacrificio y suele comenzar con una provocadora e inquietante duda. La historia de Barlaam y Josafat nos cuenta que el descubrimiento de la vejez, la enfermedad y la muerte fue traumático para Siddhartha. Se dio cuenta de que también él estaba sujeto al mismo sufrimiento y su ánimo se tornó sombrío, pues se preguntaba cómo alguien podía vivir en paz y felicidad si esto era lo que le deparaba la vida. En una nueva salida al exterior, el príncipe vio a un anacoreta, un monje mendicante, del cual se sintió impresionado por su carácter apacible. Decidió adoptar, también él, la vida de los monjes que vivían en extremo ascetismo, pasando antes unos años como mendigo.
Siddhartha vivió como un príncipe hasta los 29 años; luego abandonó su hogar, dejando atrás a su esposa y a su hijo. Partió con la cabeza rapada y ataviado con un vestido amarillo de itinerante, sin dinero ni bienes de ninguna clase, en busca de la iluminación. Más tarde descubrió que todo extremo es malo. En su camino, Siddharta aprendió de la mano de cuatro diferentes maestros. Con ellos aprendió diferentes técnicas de meditación y logró altos estados de conciencia. En esencia, las distintas ideas que examinó Siddharta intentaban redefinir la unión del individuo (Atman) con un absoluto (Brahman) para así lograr la liberación. Pero a pesar de sus grandes logros con estas prácticas, no encontró en ellas satisfacción para sus preguntas. Entonces, en un intento por doblegar totalmente al mundo sensorial, Siddharta probó a someterse a austeridades tan extremas que casi ocasionaron su muerte, pero aun así tampoco encontró solución a su problema. Por esto decidió investigarlo de una manera nueva y diferente. Aprendió dos cosas de suma importancia. Primero, que el ascetismo extremo no conducía a la liberación total, sino que era preciso algo más; y segundo, que, alcanzado cierto punto, ningún maestro era capaz de enseñar nada más. Siddhartha partió decidido a no seguir buscando fuentes externas de sabiduría, sino a encontrarlas dentro de sí mismo. Una versión mítica de esta etapa de su vida nos dice que Siddhartha, en sus extremas prácticas de ascetismo, después de algunos días sin comer ni beber agua y pocos minutos antes de su muerte, escuchó a un maestro que estaba enseñándole a una niña a tocar la cítara. Dicho maestro le dijo que si la cuerda estaba muy floja no sonaría, pero si la cuerda de la cítara se encontraba muy tensa se rompería. La cuerda debía estar en su justa tensión para que pudiera dar música y armonía. En ese momento Siddharta comprendió el camino del medio: tanto el ascetismo extremo como la vida de placeres del palacio eran dos extremos, y la verdad se hallaría en la justa medida entre el placer exacerbado y el ascetismo extremo. Al final de su periplo, Siddhartha caminó a un lugar llamado Bodhgaya, en el estado indio Bihar, hasta sentarse bajo la sombra de un árbol llamado bo o bodhi (ficus religiosa), considerado el árbol de la sabiduría. Una noche de luna llena decidió no levantarse hasta que hallara la respuesta al sufrimiento. Pasó varias semanas debajo de este árbol. Como empezó una terrible tormenta, de debajo de las raíces del árbol surgió Muchilinda, el rey de los nagas (serpientes), que se enroscó alrededor de Gautamá y lo cubrió con su caperuza. Finalmente Gautamá tomó conciencia de que ya se había liberado definitivamente. Comprendió las Cuatro Nobles Verdades. Ya no pesaba sobre él la ilusión del falso yo. Su verdadero ser estaba más allá de las dualidades del aferramiento y la repulsión; había trascendido el espacio y el tiempo, la vida y la muerte. Comprendió que nunca más volvería a renacer, que había roto el eterno girar de la rueda del samsara, ciclo de nacimiento, vida, muerte y encarnación (renacimiento en el budismo) en las tradiciones filosóficas de la India. Esto es el nirvana.
Contando para entonces 35 años, según la leyenda, Siddhartha despertó de sus meditaciones como un Buda (‘despierto’, ‘iluminado’) y siguió sentado bajo el árbol bodhi durante cierto tiempo, disfrutando de la dicha de la renunciación y de la liberación. Después empezó a enseñar sobre el nirvana a quien le oyera; fundando lo que se conoce en Oriente como Buddha-Dharma (la enseñanza del buda), que en occidente se conoce más comúnmente como budismo. Siddhartha Gautamá murió a los 80 años de edad. La causa fue una intoxicación alimenticia que le produjo vómitos, hemorragias y grandes dolores que, según los testimonios, soportó con gran entereza. Finalmente, se recostó en un bosque de mangos en Kushi-Nagara, a unos 175 kilómetros al noroeste de Patna. Allí, rodeado de sus discípulos, alcanzó la paz eterna de la extinción completa. Este es un estado al que solo acceden después de morir los que han alcanzado el nirvana durante su vida. Antes de expirar dijo el Nirvana Sutra, donde resume toda su enseñanza y aclara los puntos que él vio que no estaban bien comprendidos. El budismo prácticamente desapareció de la India hace mil años, aunque recientemente está reviviendo. Asimismo, la enseñanza se expandió hacia el sur, a Sri Lanka y el sudeste de Asia, donde la forma theravada de budismo aún sigue floreciendo. También se difundió al norte al Tíbet, China, Mongolia y Japón. Las formas majaianas de budismo se practican en estos países, aunque han sido bastante relegadas debido al comunismo y al consumismo. Posteriormente se ha difundido en Occidente. Mientras el hinduismo es mitológico y ritualista, el budismo es psicológico. Buda no estaba interesado en satisfacer la curiosidad humana sobre el origen del mundo, la naturaleza de la divinidad, o asuntos similares. Le interesaba exclusivamente la situación del hombre, tales como el sufrimiento y las frustraciones de los seres humanos. Su doctrina, por lo tanto, no fue una doctrina metafísica, sino más bien un tipo de psicoterapia. Mostró el origen de las frustraciones humanas y enseñó la forma de vencerlas, aprovechando los tradicionales conceptos indios de maya, karma, nirvana, y otros, y dándoles una interpretación nueva, dinámica, psicológica y directa. Tras la muerte de Buda, el budismo se desarrolló dentro de dos escuelas principales, la escuela Hinayana y la escuela Mahayana. La Hinayana, o Pequeño Vehículo, es una escuela ortodoxa que se ajusta al pie de la letra a la enseñanza de Buda, mientras que la Mahayana, o Gran Vehículo, muestra una actitud mucho más flexible, en la creencia de que el espíritu de la doctrina es más importante que su formulación original. La escuela Hinayana se estableció en Sri Lanka y Tailandia, mientras que la Mahayana se extendió a Nepal, Tíbet, China y Japón, convirtiéndose finalmente en la más importante de las dos escuelas. En la India, tras unos cuantos siglos, el flexible y asimilador hinduismo adoptó a Buda finalmente corno una encarnación del polifacético dios Vishnú.
El budismo Mahayana, al extenderse por Asia entró en contacto con gentes de muy diferentes culturas y mentalidades, quienes interpretaron la doctrina de Buda desde su propio punto de vista, elaborando muchas de sus sutilezas con gran detalle y añadiendo sus propias ideas originales. De esta manera, el budismo se conservó vivo con el paso de los siglos, desarrollando una filosofía altamente sofisticada, con profundos aspectos psicológicos. A pesar de su alto nivel intelectual, el budismo Mahayana nunca se pierde en pensamientos especulativos y abstractos. Como generalmente ocurre en el misticismo oriental, el intelecto es considerado simplemente como un medio para limpiar el camino hacia la experiencia mística directa, a la que los budistas llaman “el despertar“. La esencia de esta experiencia es ir más allá del inundo de las diferencias y de los opuestos intelectuales, para llegar al mundo de acintya, lo impensable, donde la realidad se muestra como una simple esencia del ser, no dividida e indiferenciada. Esta fue la experiencia que Siddharta Gautama tuvo una noche, después de siete años de agotadora disciplina en los bosques. Sentado en profunda meditación bajo el célebre Arbol Bodhi, el Arbol de la Iluminación, logró de pronto la final y definitiva aclaración de todas sus indagaciones y sus dudas, en el acto del “insuperado y completo despertar“, que lo convirtió en el Buda, es decir, “el Iluminado“. Para el mundo oriental, la imagen del Buda en estado de meditación es tan significativa como la imagen del Cristo crucificado para Occidente, y ha inspirado a incontables artistas de toda Asia, quienes crearon magníficas esculturas de Budas en meditación. Según la tradición budista, inmediatamente después de su iluminación, el Buda fue al Parque del Ciervo, de Benarés, para predicar la doctrina a sus primeros compañeros eremitas. La expresó en la célebre forma de las Cuatro Nobles Verdades, compacta presentación de su doctrina esencial que no difiere de la exposición que haría un médico, quien primero identifica la causa de los males de la humanidad, después afirma que pueden ser curados y finalmente prescribe el remedio adecuado. La Primera Noble Verdad establece la característica sobresaliente de la situación humana,duhklui, que es el sufrimiento o la frustración. Esta frustración tiene su origen en nuestra dificultad para enfrentarnos al hecho básico de la vida, de que todo cuanto existe a nuestro alrededor es transitorio. “Todas las cosas aparecen y se desvanecen”, dijo el Buda, y la idea de que el flujo y el cambio son los rasgos básicos de la naturaleza constituye la raíz misma del budismo. El sufrimiento surge, desde el punto de vista budista, cada vez que nos oponemos al flujo de la vida e intentamos aferrarnos a formas fijas que son todas maya, ya se trate de cosas, sucesos, personas o ideas. Esta doctrina de impermanencia incluye también el concepto de que no existe ego, ni “yo” alguno, que sea el sujeto permanente de nuestras cambiantes experiencias. El budismo dice que la idea de un yo individual y separado es una ilusión, otra forma de maya, que es un concepto intelectual desprovisto de realidad. Aferrarse a este concepto conduce a la misma frustración que el apego a cualquier otro tipo fijo de pensamiento.
La Segunda Noble Verdad trata sobre la causa del sufrimiento, trisnha, que es el apego y el inútil asimiento a la vida, basado en un punto de vista equivocado llamado en la filosofía budistaavidya, o ignorancia. A causa de esta ignorancia, dividimos el mundo en cosas individuales y separadas, y de este modo intentamos confinar las fluidas y cambiantes formas de la realidad en categorías determinadas, creadas por la mente. Mientras prevalezca esta manera de ver, estaremos destinados a experimentar frustración tras frustración, tratando de apegarnos a cosas que vemos como sólidas, pero que de hecho son pasajeras y siempre cambiantes. Estaremos atrapados en un círculo vicioso en el que cada acto generará más actos y la respuesta a cada pregunta originará nuevas preguntas. Este círculo vicioso se conoce en el budismo como samsara, el círculo del nacimiento y la muerte, dibujado por el karma, la cadena sin fin de causas y efectos. LaTercera Noble Verdad afirma que el sufrimiento y la frustración pueden terminarse. Es posible trascender el círculo vicioso del samsara, es posible liberarse del cautiverio del karma, y alcanzar un estado de total liberación llamado nirvana. En este estado, los falsos conceptos de un yo separado desaparecen para siempre y la unidad de toda la vida se convierte en una vivencia constante. El nirvana es el equivalente al moksha de la filosofía hindú y al ser un estado de conciencia que trasciende los conceptos intelectuales, se resiste a toda descripción. Alcanzar elnirvana es obtener el despertar, la iluminación, el espíritu de Buda. La Cuarta Noble Verdad es la prescripción del Buda para terminar con todo sufrimiento, el Octuple Camino de autodesarrollo que conduce al estado espiritual del Buda. Las dos primeras etapas de este camino están relacionadas con el bien ver y bien saber, es decir, con una clara percepción de la situación humana, que constituye el necesario punto de partida. Las cuatro etapas siguientes tienen que ver con la correcta forma de actuar. Dan las reglas de vida para el sendero budista, que es un Sendero Medio que transcurre entre extremos opuestos. Las dos últimas etapas están relacionadas con la verdadera conciencia y la correcta meditación, y describen la experiencia mística directa de la realidad, que constituye la meta final. El Buda no desarrolló su doctrina en un sistema filosófico consistente, sino que simplemente la consideró como un medio para alcanzar la iluminación. Sus afirmaciones sobre el mundo estaban destinadas a resaltar la impermanencia de todas las “cosas“. Insistía en que debernos liberamos de toda autoridad espiritual, incluyendo la suya propia, y manifestaba que él sólo podía mostrar el camino que lleva a lograr el espíritu de Buda, siendo responsabilidad de cada individuo seguir o no por este camino con su propio esfuerzo. Las últimas palabras del Buda en su lecho de muerte reflejan su visión del mundo y su actitud como maestro: “La decadencia es inherente a todas las cosas compuestas, esforzaos diligentemente“.
En los primeros siglos después de la muerte de Buda, se celebraron varios Grandes Concilios por parte de los monjes dirigentes del budismo, en los que fue establecida la totalidad de la enseñanza, surgiendo ya diferencias de interpretación. En el Cuarto de estos concilios, que tuvo lugar en la isla de Sri Lanka (Ceilán) en el siglo primero de nuestra era, la doctrina, que había sido transmitida de palabra durante más de quinientos años, fue por vez primera recogida por escrito. Este documento, escrito en lengua pali, es conocido como el Canon Pali y constituye la base de la escuela ortodoxa Hinayana. La escuela Mahayana, por otro lado, está basada en un determinado número de sutras, textos de extensas dimensiones, escritos en sánscrito cien o doscientos años después, que presentan la enseñanza del Buda de una manera más sutil y elaborada que el Canon Pali. La escuela Mahayana se llama a sí misma el Gran Vehículo del budismo, porque ofrece a sus seguidores una gran variedad de métodos o “medios útiles” para alcanzar el espíritu del Buda. Dicha variedad incluye desde doctrinas basadas en la fe religiosa y en las enseñanzas del Buda, hasta elaboradas filosofías que, sorprendentemente, implican conceptos muy similares a los del pensamiento científico moderno. El primer predicador de la doctrinaMahayana y uno de los más profundos pensadores y patriarcas budistas, fue Ashvaghosha, quien vivió en el siglo primero de nuestra era. Difundió los pensamientos fundamentales del budismoMahayana, en particular los referentes al concepto budista de la “eseidad“, o esencia del ser, en un libro llamado El despertar de la fe. Este texto, que en muchos aspectos recuerda alBhagavad Gita, constituye el primer tratado de la doctrina Mahayana y se convirtió en la principal referencia para todas las escuelas del budismo Mahayana. Probablemente tuviera Ashvaghoshauna fuerte influencia sobre Nagarjuna, el filósofo mahayana más intelectual, que empleó una dialéctica altamente sofisticada a fin de mostrar las limitaciones de todos los conceptos de la “realidad“. Con brillantes argumentos, derribó las propuestas metafísicas de su tiempo, demostrando que la realidad última no se puede comprender por medio de conceptos e ideas. Por ello, le dio el nombre sunyata, “el vacío“, o “la vacuidad“, término equivalente al tathata de Ashvaghosha. Una vez reconozcamos la futilidad de todo pensamiento conceptual, experimentaremos la realidad como eseidad pura. La afirmación de Nagarjuna en el sentido de que la naturaleza esencial de la realidad es el vacío, no es la afirmación nihilista por la que siempre se la suele tomar. Simplemente significa que todos los conceptos sobre la realidad formados por la mente humana están, finalmente, vacíos. La realidad o vacuidad misma no es un estado de simple nada, sino la misma fuente de toda vida y la esencia de todas las formas.
Los puntos de vista del budismo Mahayana reflejan su lado intelectual y especulativo. Esto, sin embargo, conforma sólo una parte del budismo. El complemento de ésta es la conciencia religiosa del budista que implica fe, amor y compasión. La verdadera sabiduría de la iluminación (bodhi) se considera en el budismo Mahayana compuesta de dos elementos, que Daisetsu Teitarō Suzuki, uno de los promotores del Zen en Occidente, llamó “los dos pilares sobre los que se apoya el gran edificio del budismo“. Son prajna, que es el conocimiento trascendental o la inteligencia intuitiva, y Karuna, que es el amor y la compasión. Así, la naturaleza esencial de todas las cosas es descrita por el budismo Mahayana no sólo en los términos metafísicos y abstractos de Eseidad y Vacío, sino también mediante el término Dharmakaya, el “cuerpo del ser“, que describe la realidad tal como aparece ante conciencia religiosa budista. El Dharmakaya es similar al Brahman del hinduismo. Impregna todas las cosas materiales del universo y está también reflejado en la mente humana como bodhi, el conocimiento iluminado. Siendo material y espiritual al mismo tiempo. La importancia del amor y la compasión como partes esenciales de la sabiduría budista encontraron su más elevada expresión en el ideal del Bodhisattva, una de las ideas características del budismo Mahayana. Un Bodhisattva es un ser humano altamente evolucionado, en camino de convertirse en Buda, que no busca la iluminación sólo para sí mismo, sino que ha prometido solemnemente ayudar a todos los demás seres a alcanzar el espíritu búdico, antes de entrar él en el nirvana. El origen de esta idea radica en la decisión del Buda, presentada en la tradición budista como una decisión consciente y en absoluto fácil, de no entrar simplemente en el nirvana, sino, en lugar de ello, regresar al mundo con el fin de mostrar el camino de la salvación a sus congéneres, los seres humanos. El ideal del Bodhisattva concuerda también con la doctrina budista del no-ego, pues si no existe un yo individual separado, la idea de entrar de un modo individual en el nirvana, no tiene obviamente mucho sentido. Por último, el elemento de la fe es acentuado en la escuela del budismo Mahayana llamada de la Tierra Pura. Esta escuela está basada en la doctrina budista según la cual la naturaleza original de todos los seres humanos es la de Buda. Y, según ella, para entrar en el nirvana o “Tierra Pura“, todo lo que se debe hacer es tener fe en que nuestra naturaleza original es la del Buda.
Según muchos autores la culminación del pensamiento budista la alcanzó la escuela Avatamsaka, basada en el sutra del mismo nombre. Este sutra está considerado como el centro del budismoMahayana, y Suzuki lo elogia con entusiastas palabras: “En cuanto al Sutra Avatamsaka, es realmente la consumación del pensamiento budista, del sentimiento budista y de la experiencia budista. En mi opinión, ninguna literatura religiosa del mundo podrá jamás compararse con la grandeza de concepción, la profundidad del sentimiento, y la gigantesca escala de composición alcanzada en este sutra. Es la fuente eterna de la vida, de la cual ninguna mente religiosa regresará sedienta o solo parcialmente satisfecha”. Fue este sutra el que estimuló las mentes chinas y japonesas al extenderse por Asia el budismo Mahayana. El contraste entre los chinos y japoneses, por un lado, y los indios por otro, es tan grande que se ha dicho que representan a los dos polos de la mente humana. Mientras que los primeros son prácticos, pragmáticos y con una mentalidad social, los últimos son imaginativos, metafísicos y trascendentales. Cuando los filósofos chinos y japoneses comenzaron a traducir e interpretar el Avatamsaka, uno de los más importantes textos producidos por el genio religioso de la India, estos dos polos se combinaron para formar una nueva unidad dinámica y el resultado fue la filosofía Hita-yen en China y la filosofía Kegon en Japón, que constituyen según Suzuki, “el punto culminante del pensamiento budista desarrollado en el extremo Oriente durante los últimos dos mil años“. El tema central del Avatamsaka es la unidad e interrelación existente entre todas las cosas y sucesos, concepción que no es sólo la esencia de la visión oriental del inundo, sino también uno de los elementos básicos de la idea del universo surgida de la física moderna. Así, el Saura Avatamsaka, presenta el más sorprendente paralelismo con los modelos y teorías de la física moderna. Cuando el budismo llegó a China, aproximadamente hacia el siglo primero de nuestra era, se encontró allí con una cultura que tenía ya más de dos mil años de antigüedad. En esta antigua cultura, el pensamiento filosófico había alcanzado su punto culminante durante el último período Chou (500-221 a.C.), edad de oro de la filosofía china. Y, desde entonces, el budismo ha ocupado un lugar preponderante dentro de la filosofía y la cultura chinas. Ya en un principio, esta filosofía tuvo dos aspectos complementarios. Siendo los chinos gente práctica y con una conciencia social altamente desarrollada, todas sus escuelas filosóficas estaban interesadas, de un modo u otro, en la vida en sociedad, en las relaciones humanas, los valores morales y el gobierno. Sin embargo, esto es sólo un aspecto del pensamiento chino. Como complemento a él está el aspecto místico del carácter chino, para el cual la más elevada meta de la filosofía debía ser trascender el aspecto social y la vida cotidiana, alcanzando un plano de conciencia más elevado, como el plano del sabio, ideal chino del hombre iluminado que ha logrado su unión mística con el universo.
El sabio chino, sin embargo, no mora exclusivamente en ese elevado plano espiritual, sino que se interesa igualmente en los asuntos mundanos. Unifica en sí mismo las dos partes complementarias de la naturaleza humana, tales como la sabiduría intuitiva y el conocimiento práctico, la contemplación y la acción social. Esta unidad que los chinos han relacionado siempre con la imagen del sabio y del rey. Los seres humanos totalmente realizados, en palabras de Chuang Tzu, “a través de su inmovilidad se hacen sabios, y por su movimiento, reyes“. Durante el siglo VI a.C., estos dos aspectos de la filosofía china evolucionaron dando lugar a dos escuelas filosóficas distintas: el Confucionismo y el Taoísmo. El confucionismo era la filosofía de la organización social, del sentido común y del conocimiento práctico. Facilitaba a la sociedad china un sistema educativo y al mismo tiempo estrictas normas de comportamiento social. Una de sus principales finalidades era formar una base ética para la familia china tradicional, con su compleja estructura y sus rituales de adoración a los antepasados. El taoísmo, sin embargo, se interesaba principalmente en la observación de la naturaleza y en el descubrimiento de su Camino o Tao. La felicidad humana, según los taoístas, se logra cuando los hombres siguen el orden natural, obrando espontáneamente y confiando en su conocimiento intuitivo. Estas dos tendencias de pensamiento representan los extremos opuestos dentro de la filosofía china, pero siempre fueron considerados como polos de la misma y única naturaleza humana y, por lo tanto, complementarios. El confucionismo generalmente resaltaba la educación de los hijos, quienes tenían que aprender las reglas y convenciones necesarias para la vida en sociedad, mientras que el taoísmo solía atraer más a la gente mayor, deseosa de recuperar y desarrollar su espontaneidad original, erosionada por los convencionalismos sociales. En los siglos XI y XII, la escuela neoconfucionista intentó sintetizar en un todo el confucionismo, el budismo y el taoísmo, culminando en gran filósofo, que combinó la erudición confucionista con una comprensión profunda del budismo y del taoísmo, e incorporó elementos de estas tres tradiciones en su síntesis filosófica. El confucionismo deriva su nombre de Kung Fu Tzu, o Confucio, maestro muy prestigioso y con gran número de discípulos, quien consideró que su principal función era la de transmitir la antigua herencia cultural china a sus seguidores. Sin embargo, hizo más que transmitir simplemente un conocimiento, pues interpretó las ideas tradicionales de acuerdo con sus propios conceptos morales.
Sus enseñanzas estaban basadas en los denominados Seis Clásicos, antiguos libros filosóficos, rituales, de poesía, música e historia, que representaban la herencia espiritual y cultural de los “santos sabios” del pasado. La tradición china relaciona a Confucio con todas estas obras, ya sea como autor, comentador o editor. Sin embargo, según la moderna erudición Confucio no fue ni autor, ni comentador, ni tan siquiera editor de ninguno de los clásicos. Sus ideas llegaron a conocerse a través del Lun Yü o Analectas, colección de aforismos recopilada por algunos de sus discípulos. El creador del taoísmo fue Lao Tse, cuyo nombre literalmente significa “El Viejo Maestro” y que fue, según la tradición, contemporáneo de Confucio, aunque bastante mayor que éste. Se dice que fue el autor de un breve libro de aforismos que está considerado como el principal texto taoísta. En China, normalmente se le denomina simplemente como el Lao-Tsemientras que en Occidente es usualmente conocido corno el Tao Te King. Es remarcable el estilo paradójico y el potente y poético lenguaje de este libro, que Joseph Needham, historiador preeminente de la Ciencia y Tecnología en China, considera como “la más profunda y bella obra de la lengua china“. El segundo libro taoísta en importancia es el ChuangTzu, mucho más extenso que el Tao Te King, cuyo autor, Chuang Tzu, se dice que vivió doscientos años después que Lao Tse. Según la moderna erudición, tanto el Chuang-Tzu, como probablemente también el Lao-Tse, no pueden ser considerados como obras de un solo autor, sino que más bien constituyen una colección de escritos taoístas, recopilados por diferentes autores en épocas también diferentes. Tanto los fragmentos literarios confucionistas como el Tao Te King están escritos en un estilo sugestivo y compacto, típico de la forma de pensar china. La mentalidad china no era muy dada al pensamiento abstracto y así desarrolló un lenguaje que resulta muy diferente del que evolucionó en Occidente. Muchas de sus palabras podían ser empleadas indistintamente como nombres, adjetivos o verbos, y su secuencia no estaba determinada por reglas gramaticales sino por el contenido emocional de la frase. La palabra china clásica era muy diferente de signos abstractos que representan conceptos claramente delimitados. Se trataba más bien de un símbolo con sonido que poseía una gran carga sugestiva y evocaba un complejo indeterminado de imágenes pictóricas y de emociones. La intención del orador no era expresar una idea intelectual, sino más bien afectar e influenciar al oyente. De acuerdo con esto, el carácter escrito no era simplemente un signo abstracto, sino un patrón orgánico o una “gestalt“, que conservaba todo el complejo de imágenes y todo el poder sugestivo de la palabra. Gestalt es una palabra alemana que significa un conjunto mayor y diferente a la suma de las partes que lo componen. Por ejemplo, una melodía se oye diferente que si oírnos cada una de las notas que la componen por separado).
Al expresarse los filósofos chinos en un lenguaje tan adecuado a su forma de pensar, sus escritos y proverbios podían ser breves e inarticulados y, pese a ello, ricos en imágenes sugestivas. Es evidente que muchas de estas metáforas se pierden al realizar su traducción a otra lengua. Una traducción de una frase del Tao Te King, por ejemplo, sólo podrá representar una pequeña parte del rico complejo de ideas contenidas en el original, y ésta es la razón por la cual las diferentes traducciones de este polémico libro con frecuencia dan la impresión de referirse a textos distintos. Como ha dicho Fung Yu-Lan: “Sería necesario combinar todas las traducciones hechas hasta ahora y muchas otras todavía no realizadas, para desvelar la riqueza que los fragmentos literarios de Confucio y del Lao-Tse tienen en sus formas originales“. Los chinos, al igual que los hindúes, creían que existe una realidad última que sirve de base y unifica a la multiplicidad de las cosas y acontecimientos que observamos: “Hay tres términos: “completo”, “todoabarcante” y “total”. Sus nombres son diferentes pero la realidad que todos ellos buscan es la misma: se refieren a la Única cosa”. A esta realidad la llamaron Tao, que inicialmente significaba “el Camino“. Se trata del camino o proceso del universo, del orden de la naturaleza. Posteriormente, los confucionistas le dieron una interpretación diferente. Ellos hablaban sobre el Tao del hombre, o el Tao de la sociedad humana, y lo entendían como la forma correcta de vida en un sentido moral. En su sentido original cósmico, el Tao es la realidad última, indefinible y, como tal, es el equivalente del Brahman hinduista o del Dharmakaya budista. Difiere de estos conceptos hindúes, no obstante, por su cualidad intrínsecamente dinámica que, desde el punto de vista chino, constituye la esencia del universo. El Tao es el proceso cósmico en el que todas las cosas se encuentran y el mundo es percibido como un flujo y un cambio continuos. El budismo hindú, con su doctrina de la impermanencia, tenía un concepto bastante similar, aunque lo tomaba meramente como premisa básica de la situación humana y continuaba elaborando sus consecuencias psicológicas. El chino, sin embargo, no sólo creía que el flujo y el cambio eran los rasgos esenciales de la naturaleza, sino también que en estos cambios existían unos patrones constantes, que debían ser observados por el hombre. El sabio reconoce estos patrones y dirige sus obras de acuerdo con ellos. De esta manera, se hace “uno con el Tao”, viviendo en armonía con la naturaleza y triunfando en todo lo que emprende. En palabras de Huai Nan Tzu, filósofo del siglo 11 a.C.: “El que se conforma al curso del Tao, siguiendo los procesos naturales del Cielo y la Tierra, encuentra fácil dirigir el mundo entero”.
¿Cuáles son esos patrones del Camino cósmico? La principal característica del Tao es la naturaleza cíclica de su movimiento y cambio incesantes, “El retomo es el movimiento del Tao”, dice Lao Tse, y “el ir más allá significa retornar“. La idea es que todos los sucesos naturales, tanto los del mundo físico como los de las situaciones humanas, muestran patrones cíclicos de ida y vuelta, de expansión y de contracción. Sin duda, esta idea fue deducida de los movimientos del Sol y de la Luna, y de la sucesión de las estaciones, siendo tomada como regla de vida. Los chinos creen que cada vez que una situación se lleva a su punto extremo, está destinada a darse la vuelta y convertirse en su opuesta. Esta creencia básica les ha infundido valor y perseverancia en los momentos de aflicción y les ha hecho cuidadosos y modestos en los momentos de éxito. Les ha conducido a la doctrina del “medio de oro” en la que creen taoístas y confucionistas. Según Lao Tse, “el sabio, evita los excesos, la extravagancia y el desenfreno“. Desde la perspectiva china, es mejor tener poco que tener mucho, y mejor dejar las cosas sin hacer que exagerarlas, porque, aunque de esta manera no se llegará muy lejos, es seguro que se irá en la dirección correcta. Exactamente del mismo modo que el hombre que va siempre hacia el Este acabará en el Oeste, aquellos que acumulen cada vez más dinero para aumentar su riqueza acabarán siendo pobres. La moderna sociedad industrial, que constantemente está tratando de incrementar el “nivel de vida” y no consigue sino disminuir la calidad de vida de sus miembros, es una elocuente evidencia de esta antigua sabiduría china. A la idea de la existencia de unos patrones cíclicos en el movimiento del Tao se le confirió una estructura definitiva mediante la introducción de los opuestos ying y yang. Son los dos polos que establecen los límites a los ciclos de cambio: “Cuando el yang alcanza su punto culminante, se retira, dejando paso al yin. Cuando el yin alcanza su punto culminante, se retira, dejando paso al yang”. Desde el punto de vista chino, todas las manifestaciones del Tao son generadas por la interacción dinámica de estas dos fuerzas opuestas. La idea es muy antigua y muchas generaciones trabajaron sobre el simbolismo del arquetípico par yin y yang hasta que se convirtió en el concepto fundamental del pensamiento chino. El significado original de las palabras yin y yang era el de los lados sombreado y soleado de una montaña, significado que da una buena idea de la relatividad de ambos conceptos: “Aquello que deja aparecer ahora la oscuridad, ahora la luz, eso es el Tao”.
Desde los tiempos antiguos, los dos polos arquetípicos de la naturaleza fueron representados no sólo por la luz y la oscuridad, sino también por lo masculino y femenino, lo firme y blando, y arriba y abajo. Yang, lo fuerte, lo masculino, el poder creativo, se relacionó con el Cielo, mientras que yin, la oscuridad, lo receptivo, lo femenino y el elemento materno, estaba representado por la Tierra. El Cielo está arriba y en movimiento, mientras que la Tierra, según la antigua visión geocéntrica, está abajo y en reposo. Y, de esta manera, yang vino a simbolizar el movimientoy yin el reposo. En el reino del pensamiento, yin es la compleja y femenina mentalidad intuitiva, mientras que yang el claro y racional intelecto masculino. Yin es la tranquilidad, la quietud contemplativa del sabio, yang la fuerte acción creativa del rey. El carácter dinámico de yin y yang está ilustrado por el antiguo símbolo chino denominado T’ai-chi T’u o “diagrama del fin supremo“. Este diagrama es una ordenación simétrica de lo oscuro, yin, y de lo luminoso, yang. Pero su simetría no es estática. Es una simetría rotacional que sugiere, de modo muy enérgico, un continuo movimiento cíclico: “El yang regresa cíclicamente a su principio, el yin alcanza su punto máximo y genera al yang”. Los dos puntos simbolizan la idea de que cada vez que una de las dos fuerzas alcanza su límite, contiene en sí misma la semilla de su opuesta. El par de yin y yang constituye la base filosófica de toda la cultura china y determina todos los rasgos de su forma de vida tradicional. “La vida –dice Chuang Tzu-, es la armonía combinada del yin y el yang“. Como nación de granjeros y agricultores, los chinos siempre han estado familiarizados con los movimientos del Sol y de la Luna y con la sucesión de las estaciones. Los cambios estacionales y los fenómenos resultantes de crecimiento y decline que se dan en la naturaleza orgánica fueron considerados por ellos como las más evidentes expresiones de la interacción entre el yin y el yang, entre el frío y oscuro invierno y el luminoso y cálido verano. La interacción alternada de los dos opuestos también se refleja en los alimentos que comemos, que contienen elementos yin y yang. Una dieta saludable consiste, para los chinos, en consumir alimentos que equilibren los elementos yin y yang. También la medicina tradicional china, está basada en el equilibrio yin y yang del cuerpo humano, y cualquier enfermedad se considera como una interrupción de este equilibrio. El cuerpo está dividido en partes yin y partes yang. En términos generales, el interior del cuerpo es yang; su superficie yin; la espalda es yang, la frente yin; en el interior existen órganos que son yin o yang.
El equilibrio entre todas estas partes se mantiene mediante un continuo flujo del ch’i, o energía vital, a través de todo el sistema de “meridianos” que contienen los puntos de acupuntura. Cada órgano posee un meridiano relacionado con él, de tal manera que los meridianos yang pertenecen a los órganos yin y viceversa. Siempre que el flujo entre yin y yang quede bloqueado, el cuerpo caerá enfermo, y la enfermedad es curada colocando agujas en los puntos de acupuntura, a fin de estimular y restaurar el flujo del ch’i. Esta interacción entre yin y yang, el par primordial de opuestos, constituye el principio que guía todos los movimientos del Tao, pero los chinos no se detuvieron ahí. Continuaron estudiando varias combinaciones de yin y de yangque desarrollaron en un sistema de arquetipos cósmicos. Este sistema figura muy elaborado en el I Ching o Libro de los Cambios. El Libro de los Cambios -o Libro de las Mutaciones es el primero de los seis clásicos confucianos y se trata de una obra que encarna el propio corazón del pensamiento y de la cultura china. La autoridad y estima de que ha disfrutado en China durante miles de años se puede sólo comparar a la de las escrituras sagradas, como los Vedas o la Biblia, en otras culturas. El célebre sinólogo Richard Wilhelm comienza la introducción a su traducción del Libro de los Cambios con las siguientes palabras: “El Libro de los Cambios -en chino I Ching- es indiscutiblemente uno de los libros más importantes de la literatura universal. Su origen se remonta a la antigüedad mítica, y ha ocupado la atención de los más destacados eruditos chinos hasta nuestros días. Casi todo lo más significativo y más importante que durante tres mil años tuvo lugar en la historia y en la cultura china, obtuvo su inspiración en este libro, o fue, de alguna manera, influenciado por la interpretación de su texto. De modo que bien puede afirmarse con toda tranquilidad que en el I Ching se asienta, elaborada, la más madura sabiduría recogida durante milenios”.
Así, el Libro de los Cambios es una obra que ha crecido orgánicamente durante miles de años y está por ello compuesta de muchas capas, procedentes de los períodos más importantes del pensamiento chino. El punto de partida del libro fue una colección de sesenta y cuatro figuras, o “hexagramas“, basadas en el simbolismo yin-yang, que fueron desde tiempos inmemoriales empleadas como oráculos. Cada hexagrama consiste en seis líneas que pueden ser partidas (yin) o enteras (yang) completando entre los sesenta y cuatro, todas las combinaciones posibles. Estos hexagramas eran considerados como arquetipos cósmicos, representantes de los patrones del Tao tanto en la naturaleza como en las situaciones humanas. A cada uno de ellos se le dio un nombre y se lo complementó con un breve texto, llamado el Juicio, que indica el curso de acción más apropiado al patrón cósmico en cuestión, la llamada Imagen, es otro texto breve, añadido en fecha posterior, que elabora con breves palabras el significado del hexagrama, algunas veces de un modo excesivamente poético. Un tercer texto interpreta cada una de las seis líneas del hexagrama en un lenguaje cargado de imágenes míticas que muchas veces resultan difíciles de entender. Estos tres textos constituyen la parte básica del libro, que se empleaba para la adivinación. Para hallar el hexagrama correspondiente a la situación personal de quien hacía la consulta se empleaba un elaborado ritual, que incluía cincuenta tallos de milenrama. La idea era hacer visible en el hexagrama el patrón cósmico de ese momento y aprender a través del oráculo qué línea de conducta era la más adecuada: “En los Cambios hay imágenes que revelar, hay juicios añadidos que interpretar, la buena y la mala fortuna se determinan para decidir”. La finalidad de la consulta del I Ching no era simplemente para conocer el futuro, sino más bien para descubrir la disposición de la situación presente a fin de que pudieran tomarse las medidas adecuadas. Esta actitud elevaba al I Ching por encima del nivel de un libro ordinario de adivinación, convirtiéndolo en un libro de sabiduría. El empleo del I Ching como libro de sabiduría es, de hecho, de mayor importancia que su uso oracular. Inspiró, a través de los siglos, a las mentes más brillantes de China, entre ellos a Lao Tse, quien extrajo algunos de sus más profundos aforismos de esta fuente. Confucio lo estudió intensamente y la mayoría de los comentarios del texto que constituyen los últimos estratos del libro pertenecen a su escuela. Estos comentarios, denominados las Diez Alas, combinan la interpretación estructural de los hexagramas con explicaciones filosóficas.
En el núcleo de los comentarios confucianos, como en todo el I Ching, está el énfasis sobre el aspecto dinámico de todos los fenómenos. El mensaje esencial del Libro de los Cambios es la incesante transformación de todas las cosas y situaciones: “Los Cambios es un libro del cual no podemos mantenernos apartados. Su Tao es siempre cambiante. Alteración, movimiento sin descanso, Fluyendo a través de los seis espacios vacíos, Emergiendo y sumergiéndose sin ley establecida, Lo firme y lo blando se transforman uno en otro. No se los puede reducir a una regla. Aquí sólo el cambio funciona”. De las dos principales tendencias chinas de pensamiento, el confucionismo y el taoísmo, esta última es la que está más orientada místicamente y por lo tanto resulta la más adecuada para ser comparada con la física moderna. Al igual que el hinduismo y el budismo, el taoísmo se interesa más en la sabiduría intuitiva que en el conocimiento racional. Reconociendo las limitaciones y la relatividad del mundo del pensamiento racional, el taoísmo es, básicamente, una vía de liberación de este mundo y en este sentido, se lo puede comparar con el yoga o el Vedanta del hinduismo, o con el Octuple Sendero del Buda del budismo. En el contexto de la cultura china, la liberación taoísta significaba muy concretamente una liberación de las estrictas reglas convencionales. La desconfianza hacia el conocimiento y el razonamiento convencionales es más fuerte en el taoísmo que en cualquier otra escuela de filosofía oriental. Está basada en la firme creencia de que el intelecto humano nunca podrá comprender el Tao. En palabras de Chuang Tzu: “El conocimiento más amplio no Lo conoce necesariamente. El razonamiento no hará hombres sabios en El. Los sabios se han decidido contra estos dos métodos”. El libro de Chuang Tzu está lleno de pasajes que reflejan el desprecio taoísta hacia el razonamiento y la argumentación. Por eso dice: “A un perro no se le considera bueno porque ladre bien; a un hombre no se le considera sabio porque hable hábilmente. La disputa es una prueba de que no se ve con claridad”. Los taoístas consideraban que el razonamiento lógico formaba parte del mundo artificial del hombre, junto con la etiqueta social y las pautas morales. No tenían el mínimo interés en ese mundo sino que concentraban su atención en la observación de la naturaleza, a fin de discernir las “características del Tao”. De este modo, desarrollaron una actitud que era esencialmente científica y sólo su profunda desconfianza hacia el método analítico les impidió construir apropiadas teorías científicas. Sin embargo, la cuidadosa observación de la naturaleza, combinada con una fuerte intuición mística, condujo a los sabios taoístas a profundas percepciones, que han sido confirmadas por las modernas teorías científicas.
Una de las más importantes percepciones taoístas fue la idea de que la transformación y el cambio son rasgos esenciales de la naturaleza. Un pasaje de Chuang-Tzu muestra con claridad cómo la importancia fundamental del cambio era discernida mediante la observación del mundo orgánico. “En la transformación y el crecimiento de todas las cosas, cada brote y cada característica tiene su propia forma. En ella está implícita su gradual maduración y su decadencia; el flujo constante de la transformación y el cambio”. Los taoístas consideraban a todos los cambios que se dan en la naturaleza como manifestaciones de la interrelación dinámica existente entre los opuestos polares yin y yang. Y, de este modo, llegaron a creer que cualquier par de opuestos constituye una relación polar, donde cada uno de los dos polos está dinámicamente unido al otro. Para la mentalidad occidental, esta idea de la unidad implícita de todos los opuestos es extremadamente difícil de aceptar. A nosotros nos parece de lo más absurdo que las experiencias y valores que siempre habíamos considerado contrarios sean, a fin de cuentas, aspectos de una misma cosa. En Oriente, sin embargo, siempre se consideró que para lograr la iluminación es esencial “trascender los opuestos del mundo”. Y, en China, la relación polar de todos los opuestos constituye la misma base del pensamiento taoísta. Dice Chuang Tzu: ““Este” es también “aquél”. “Aquél”, es también “éste”… Que “aquél” y “éste” dejen de ser opuestos constituye la esencia misma del Tao. Sólo esta esencia, como un eje es el centro del círculo, que responde a los cambios sin fin”. De la noción de que los movimientos del Tao son una interacción continua entre los opuestos, los taoístas dedujeron dos reglas básicas de la conducta humana. Siempre que desees lograr algo, deberás comenzar por su opuesto. Según Lao Tse: “Quien quiera contraer algo, deberá antes expandirlo. Quien quiera debilitar algo, deberá antes fortalecerlo. Quien quiera destruir algo, deberá antes levantarlo. Quien quiera obtener algo, debe antes haberlo dado. A esto se llama conocimiento profundo”. Por otro lado, siempre que se desee retener algo, deberá admitirse en él algo de su opuesto: “Doblégate y permanecerás erecto. Vacíate y permanecerás lleno. Úsate, y permanecerás nuevo”. Así vive el sabio que ha alcanzado el punto más elevado, punto desde el cual la relatividad y la relación polar de todos los opuestos es claramente percibida. Estos opuestos incluyen, antes que nada, a los conceptos del bien y del mal, que se interrelacionan del mismo modo que el yin y el yang.
Reconociendo la relatividad del bien y el mal, así como la de las pautas morales, el sabio taoísta no se esfuerza en lograr el bien sino que más bien trata de mantener un equilibrio dinámico entre el bien y el mal. Chuang Tzu es muy claro en este punto: “Los dichos: “¿No debemos seguir y honrar lo correcto sin tener nada que ver con lo erróneo?” y “¿No debernos seguir y honrar a aquellos que aseguran el buen gobierno sin tener nada que ver con los que producen desorden?” muestran una falta de conocimiento de los principios del Cielo y de la Tierra y de las diferentes cualidades de las cosas. Es como seguir y honrar al Cielo sin tomar en consideración a la Tierra. Es como seguir y honrar al yin sin preocuparse del yang. Está claro que una conducta así no debe seguirse”. Es sorprendente que, al mismo tiempo que Lao Tse y sus seguidores desarrollaban su visión del mundo, los rasgos esenciales de esta cosmovisión fueran también enseñados en Grecia por un sabio de cuyas enseñanzas han llegado hasta nosotros sólo fragmentos, y que fue, y todavía es, usualmente mal comprendido. Este “taoísta” griego fue Heráclito de Efeso. Compartió con Lao Tse, no sólo su énfasis en el continuo cambio, que plasmó en su afirmación de que “todo fluye“, sino también el concepto de que todos los cambios son cíclicos. Comparó el orden del mundo con un “fuego siempre vivo, que en cierta medida se enciende y en cierta medida se extingue“, imagen muy similar a la idea china del Tao en su manifestación cíclica del yin y el yang. Es fácil ver cómo el concepto de cambio corno interacción dinámica de los opuestos condujo tanto a Heráclito como a Lao Tse al descubrimiento de que todos los opuestos son polares, y por lo tanto, están unidos. “El camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y el mismo” y “Dios es día-noche, invierno-verano, guerra-paz, saciedad-hambre”, dijo Heráclito. Igual que los taoístas, podemos considerar que todo par de opuestos formaba una unidad y fue muy consciente de la relatividad de todos estos conceptos. Sus palabras: “las cosas frías se calientan por sí solas, las calientes se enfrían, lo húmedo se seca, lo seco se humedece”, nos recuerdan vivamente a las de Lao Tse: “Lo fácil origina lo difícil, el silencio armoniza al sonido, el después sigue al antes“. Asombra ver que la gran similitud existente entre las visiones del mundo de estos dos sabios del siglo VI a.C. no sea generalmente conocida. A Heráclito se le relaciona a veces con la física moderna, pero casi nunca con el taoísmo. Y sin embargo, es esta relación la que mejor demuestra que su visión del mundo era la visión de un místico y, por consiguiente, sitúa los paralelismos existentes entre sus ideas y las de la física moderna en la perspectiva correcta.
Al hablar sobre el concepto taoísta del cambio, es importante advertir que este cambio no se considera consecuencia de fuerza alguna, sino más bien como una tendencia innata e inherente en todas las cosas y situaciones. Los movimientos del Tao no son forzados, sino que ocurren de un modo natural y espontáneo. La espontaneidad es el principio de acción del Tao. Y, puesto que la conducta humana debe conformarse al Tao, la espontaneidad debe también ser característica de todos los actos humanos. Actuar así, en armonía con la naturaleza, significa para los taoístas obrar espontáneamente y de acuerdo con la verdadera naturaleza de uno. Significa confiar en nuestra inteligencia intuitiva, innata en la mente humana, del mismo modo que las leyes del cambio son innatas en todas las cosas que nos rodean. Los actos del sabio taoísta, por tanto, nacen de su sabiduría intuitiva, de un modo espontáneo y en total armonía con su entorno. No necesita forzarse a sí mismo, ni a lo que le rodea, sino que simplemente adapta sus obras a los movimientos del Tao. En palabras de Huai Nan Tzu: “Quienes siguen el orden natural, fluyen en la corriente del Tao”. Esta forma de actuar es denominada wu-wei, término que literalmente significa “no acción“, y que Joseph Needham traduce como “abstenerse de toda actividad que vaya contra la naturaleza“, justificando su interpretación con una cita de Chuang-Tzu: “La no-acción no significa no hacer nada y guardar silencio. Permitamos que todo haga lo que hace naturalmente, a fin de que satisfaga su naturaleza”. Si nos abstenemos de actuar en contra de la naturaleza o, como dice Needharn, de “ir contra las cosas“, nos hallaremos en armonía con elTao. Y, de este modo, nuestros actos triunfarán. Este es el significado de las palabras aparentemente absurdas de Lao Tse: “mediante la no acción todo puede hacerse“. El contraste entre yin y yang no sólo constituye el principio básico de la cultura china, sino que también se refleja en las dos tendencias dominantes del pensamiento chino. El confucionismo era racional, masculino, activo y dominante. El taoísmo, sin embargo, resaltaba todo aquello que fuese intuitivo, femenino, místico y flexible. “Es mejor no saber que se sabe” y “el sabio lleva sus asuntos sin acción y da sus enseñanzas sin palabras“, dice Lao Tse. Los taoístas pensaban que exteriorizando lo femenino, las cualidades más tiernas de la naturaleza humana, era más fácil llevar una vida perfectamente equilibrada y en armonía con el Tao. Esta idea queda resumida en un pasaje de Chuang-Tzu que describe una especie de paraíso taoísta: “El hombre de la antigüedad, cuando todavía no se había desarrollado la condición caótica, compartía la plácida tranquilidad del mundo entero. En aquel tiempo el yin y el yang estaban en armonía y calma; su descanso y su movimiento discurrían sin ser alterados; las cuatro estaciones tenían sus épocas definidas; nada recibía daño alguno, y ningún ser humano llegaba a un final prematuro. Los hombres poseían la facultad del conocimiento, pero no tenían ocasión de emplearlo. Era el estado de unidad perfecta. En aquel tiempo, no existía la acción por parte de nadie, sino que todo era una manifestación constante de la espontaneidad”.
Al entrar la mentalidad china en contacto con el pensamiento hindú bajo la forma del budismo, alrededor del primer siglo de nuestra era, dos sucesos paralelos tuvieron lugar. Por un lado, la traducción de los sutras budistas estimuló a los pensadores chinos y los condujo a interpretar las enseñanzas de Buda de acuerdo con sus propias filosofías. Así apareció un inmensamente fructífero intercambio de ideas, que culminó con la Hua-yen (en sánscrito: Avatamsaka), escuela de budismo china, y en Japón con la escuela Kegon. Al mismo tiempo, el aspecto pragmático de la mentalidad china respondió al impacto del budismo hindú concentrándose en sus aspectos prácticos y desarrollándolos dentro de un tipo especial de disciplina espiritual a la que se dio el nombre de Ch’an, término que usualmente se traduce corno “meditación“. Esta filosofía Ch’an fue adoptada por Japón a principios del siglo XIII, siendo desde entonces cultivada como una tradición viva, hasta la actualidad, con el nombre de Zen. De este modo, el Zen es una mezcla de las filosofías y las particularidades de tres culturas diferentes. Es algo típicamente japonés y sin embargo refleja el misticismo de la India, el amor a la naturalidad y a la espontaneidad de los taoístas y el meticuloso pragmatismo de la mentalidad confuciana. Pese a su carácter tan especial, el Zen es puramente budista, porque su finalidad no es otra que el Buda mismo: el logro de la iluminación, conocida en Zen como Satori. La experiencia de la iluminación constituye la esencia de todas las escuelas de filosofía orientales, pero el Zen es el único en concentrarse exclusivamente en dicha experiencia, sin interesarse en interpretaciones más extensas. En palabras de Suzuki, el “Zen es la disciplina de la iluminación“. Desde el punto de vista del Zen, el despertar del Buda y la enseñanza del Buda, en el sentido de que todo el mundo puede alcanzar ese despertar, constituyen la esencia del budismo. Todo el resto de la doctrina, expuesto en los voluminosos sutras, se considera como algo suplementario. La experiencia del Zen es pues, la experiencia del satori. Y dado que tal experiencia, a fin de cuentas, trasciende todas las categorías de pensamiento, el Zen no muestra ningún interés por la abstracción o la conceptualización. No posee ninguna doctrina especial y ninguna filosofía, ningún credo formal y ningún dogma, y sostiene que esta libertad de toda creencia es lo que lo hace verdaderamente espiritual. Más que ninguna otra escuela de misticismo oriental, el Zen está convencido de que las palabras nunca pueden expresar la verdad última. Tal vez heredó esta convicción del taoísmo, que muestra la misma actitud sin compromisos. “Si uno pregunta sobre el Tao y otro le responde, según Chuang Tzu, ninguno de los dos lo conoce“.
Un kōan es, en la tradición zen, un problema que el maestro plantea al alumno para comprobar sus progresos. Muchas veces el kōan parece un problema absurdo, ilógico o banal. Para resolverlo el novicio debe desligarse del pensamiento racional y aumentar su nivel de conciencia para intuir lo que en realidad le está preguntando el maestro, que trasciende al sentido literal de las palabras. Quizá el kōan más famoso es aquel en el que el maestro hace un palmoteo y dice: “Este el sonido de dos manos, ¿cuál es el sonido de una sola mano?”. Este kōan también es famoso en la cultura occidental por habérsele dado un buen número de respuestas espurias o incorrectas tales como: chasquear los dedos, el silencio de mover una mano en el aire, darle una bofetada al profesor, poner la mano debajo de la axila para hacer ruidos obscenos, etc. Los kōan se originan con los dichos y hechos de iluminados y figuras legendarias, generalmente aquellos que tienen autoridad para enseñar por descender de la línea de Bodhidharma. Los kōan reflejan la iluminación o despertar de tales personas, y tienen el propósito de desconcertar el pensamiento discursivo lógico-racional y provocar un shock mental que lleve a un aumento de conciencia (despertar). Los maestros zen, a menudo recitan y comentan kōan, y algunas veces se concentran en ellos durante sus sesiones de meditación. Los profesores pueden utilizar los kōan como una manera de sondear a los estudiantes acerca de sus progresos iniciáticos y comprobar si ya han tenido experiencias de entendimiento de la doctrina y de despertar (Satori). Las respuestas pueden ser orales pero también pueden ser gestos o acciones. En la cultura occidental, un tanto ajena a las sutilezas de la filosofía oriental, a veces se encuentra el término kōan referido a preguntas que no tienen respuesta o a enunciados sin sentido. Sin embargo para un monje zen, un kōan no es algo que no tenga sentido, y los profesores zen aguardan una respuesta adecuada cuando formulan un kōan. Hay que aclarar que un kōan no es un acertijo, y aunque en la literatura hay respuestas ortodoxas, dependiendo de las circunstancias en que el kōan es formulado puede variar la respuesta apropiada. El maestro no está buscando que el discípulo sepa la respuesta correcta, sino evidencias acerca de sus progresos en la filosofía zen y la aplicación en su vida diaria.
Sin embargo, la experiencia Zen puede ser transmitida de maestro a alumno y, de hecho, ha sido transmitida durante muchos siglos mediante métodos especiales propios de Zen. En un clásico resumen de cuatro líneas, el Zen es descrito corno: “Una transmisión especial fuera de las escrituras. No basada en palabras y letras. Que señala directamente hacia la mente humana. Viendo la naturaleza real y alcanzando el espíritu de Buda”. Esta técnica de “señalamiento directo” constituye el rasgo principal del Zen. Es típica de la mentalidad japonesa, más intuitiva que intelectual y que gusta de anunciar los hechos como hechos, sin mucho comentario. Los maestros Zen no eran muy dados a la verborrea y despreciaban todo lo teorizante y toda especulación. De este modo desarrollaron métodos que señalaban directamente hacia la verdad, con acciones o palabras súbitas y espontáneas, que exponen las paradojas del pensamiento conceptual y, como loskoanes, están destinadas a detener el proceso del pensamiento y a preparar al estudiante para la experiencia mística. Esta técnica queda bien ilustrada mediante los ejemplos de breves conversaciones entre maestro y discípulo. En estas conversaciones, que componen la mayor parte de la literatura Zen, los maestros hablan tan poco como sea posible y utilizan sus palabras para llevar la atención del discípulo de los pensamientos abstractos a la realidad concreta. A. W. Watts, en El camino del Zen, relata lo siguiente: “Un monje pidiendo ser instruido, dijo a Bodhidharma: No tengo paz mental. Por, favor, da paz a mi mente. -Trae tu mente aquí, ante mí –contestó Bodhidharma-, y le daré la paz. -Pero, cuando busco mi puente -dijo el monje-, no la encuentro. -¡Ya ves! -exclamó Bodhidharma, ya la tienes pacificada”. Y P. Reps, en su obra “Zen Flesh, Zen Bones” nos dice: “Un monje dijo a Joshu: “Acabo de entrar en el monasterio. Por favor, enséñame”. Joshu le preguntó: “¿Has comido ya tu sémola de arroz?” El monje contestó: “Ya la he comido”. Joshu dijo: “Entonces deberías lavar tu tazón””. Estos diálogos nos muestran otro aspecto también peculiar del Zen. La iluminación en el Zen no significa renuncia al inundo, sino, al contrario, la participación activa en los asuntos cotidianos. Este punto de vista tenía gran atractivo para la mentalidad china, que concedía mucha importancia a la vida práctica y productiva y a la idea de la perpetuación de la familia, y no podía aceptar el carácter monástico del Budismo hindú. Los maestros chinos siempre resaltaban que el Ch’an, o Zen, es nuestra experiencia diaria, la “mente de cada día” como proclamaba Ma-tsu. Su énfasis estaba en despertar en medio de los asuntos cotidianos y aclaraban que veían la vida diaria no sólo como el camino hacia la iluminación, sino como la iluminación misma.
En Zen, el satori significa la experiencia inmediata de la naturaleza búdica de todas las cosas. Entre ellas, están antes que nada los objetos, los asuntos y las personas implicadas en la vida cotidiana. De este modo, al mismo tiempo que resalta las cosas prácticas de la vida, el Zen es profundamente místico. Viviendo totalmente el presente y prestando atención a todos los asuntos cotidianos, el que ha alcanzado el satori experimenta la maravilla y el misterio de la vida en cada acto por sencillo que este sea: “¡Qué maravilla, qué misterio! Transporto leña, saco agua”. La perfección del Zen es que cada uno viva su vida cotidiana de una manera natural y espontánea. Cuando pidieron a Po-chang que definiese el Zen, dijo: “Cuando tengo hambre, como; cuando estoy cansado, duermo“. Aunque suena simple y evidente, como tantas cosas en Zen, resulta de hecho una tarea difícil. Para recuperar la naturalidad de nuestra situación original se necesita de un largo entrenamiento y ello constituye un gran logro espiritual. En las palabras de un famoso dicho Zen: “Antes de estudiar el Zen, las montañas son montañas, y los ríos son ríos. Mientras estás estudiando el Zen, las montañas ya no son montañas y los ríos ya no son ríos, pero una vez obtenida la iluminación, las montañas vuelven a ser montañas, y los ríos vuelven a ser ríos”. El énfasis del Zen sobre la naturalidad y la espontaneidad muestra sin lugar a dudas sus raíces taoístas, pero la base de este énfasis es estrictamente budista. Es la creencia en la perfección de nuestra naturaleza original, la consciencia de que el proceso de la iluminación consiste simplemente en llegar a ser lo que ya somos desde el principio. Cuando le preguntaron al maestro Zen Po-chang sobre la búsqueda de la naturaleza del Buda, respondió, “es muy parecido a buscar un buey mientras estás montado sobre él“. En Japón existen dos escuelas principales de Zen, que difieren en sus métodos de enseñanza. La Rinzai o escuela “súbita” utiliza el método de los koanes y da mucha importancia a periódicas entrevistas formales con el maestro, llamadas sanzen, durante las cuales se pide al estudiante que presente su opinión sobre el koan que está tratando de resolver. La solución de un koan implica largos períodos de concentración muy intensa, que sirven de preparación e introducción a la percepción súbita del satori. Un maestro experto sabe cuándo el estudiante ha alcanzado el borde de la iluminación repentina y puede empujarle a la experiencia del satori con actos inesperados, como un golpe con un bastón o un fuerte grito. La escuela Soto o “gradual”, evita los bruscos métodos de la Rinzai y pretende la maduración gradual del estudiante, “como la brisa de primavera que acaricia la flor ayudándola a florecer“. Es partidaria del “estar sentado tranquilamente” y de la utilización del trabajo usual como modos de meditación.
Ambas escuelas, la Soto y la Rinzai dan una gran importancia al zazen, o meditación sentada, la cual se practica en los monasterios Zen todos los días durante muchas horas. La postura y la respiración correctas de esta forma de meditación es lo primero que todo estudiante de Zen debe aprender. En el Zen Rinzai, se emplea zazen en la preparación de la mente intuitiva para el manejo del koan, y la escuela Soto considera al zazen como el medio más importante para ayudar al estudiante a madurar y a evolucionar hacia el satori. Incluso se considera al zazen como la realización de la propia naturaleza de Buda: cuerpo y mente fundidos en una armoniosa unidad que no necesita de ningún otro perfeccionamiento. Como dice un poema Zen: “Sentado tranquilamente, sin hacer nada. La primavera llega y la hierba crece por sí sola”. Al afirmar el Zen que la iluminación se manifiesta en los asuntos cotidianos, su influencia sobre todos los aspectos de la tradicional forma de vida japonesa ha sido enorme. No sólo se manifiesta en las artes de la pintura, caligrafía, jardinería y otras habilidades diversas, sino también en las actividades ceremoniales como servir el té o colocar las flores, en las artes marciales, en el tiro con arco, en la esgrima y en el judo. Cada una de estas actividades se conoce en Japón como undo, es decir, un Tao o “vía” hacia la iluminación. Todas ellas exploran varias características de la experiencia Zen y pueden ser empleadas para entrenar la mente y ponerla en contacto con la realidad última. Ya he mencionado la lenta y ritual actividad del cha-noyu o ceremonia del té, el movimiento espontáneo de la mano requerido para la caligrafía y la pintura, y la espiritualidad del bushido o “camino del guerrero“. Todas estas artes expresan la espontaneidad, la simplicidad y la total presencia mental característica del Zen. Aunque todas ellas requieren una gran perfección técnica, la verdadera maestría sólo es alcanzada cuando se trasciende la técnica y el arte se convierte en “arte sin arte“, espontáneo, que surge de la inconsciencia. Tenemos la suerte de disponer de una maravillosa descripción de un tal “arte sin arte“, en el librito de Eugen Herrige El Zen en el arte del tiro con arco. Herrigel pasó más de cinco años con un célebre maestro japonés, a fin de aprender su “místico” arte, y en su libro nos da un informe personal de cómo experimentó el Zen a través del tiro con arco. En él describe cómo el tiro con arco le fue presentado como un ritual religioso que se “baila” con movimientos espontáneos. Aprender a tensar el arco “espiritualmente“, con una especie de esfuerzo fácil, y a soltar la cuerda “sin intención“, dejando que el disparo “caiga como una fruta madura” le llevó muchos años de ardua práctica, que llegó a transformar todo su ser. Cuando finalmente logró la cima de la perfección, arco, flecha, blanco y arquero, se hicieron uno, y ya no era él quien disparaba, sino que “eso” lo hacía por él. La descripción de Herrigel sobre el tiro con arco constituye uno de los testimonios más puros del Zen, pues no habla del Zen en absoluto.
Fuentes:
- Fritjof Capra – El Tao De La Fisica
- Edouard Schure – Los Grandes Iniciados
- Hua Hu Ching – El Tao Te King de Lao Tse
- René Guenon – Oriente y Occidente
- Paul Brunton – La India secreta
- Lao Tzu – Tao Te Ching
- Fuente
- https://oldcivilizations.wordpress.com
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