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martes, 21 de enero de 2014

El arte de las vanguardias


                                                                              El simbolismo
                              
                               
                               

Sin necesidad de remontarse a los antiguos y a la Melancolía de Alberto Durero, hay que admitir que William Blake (1757-1827) fue el verdadero precursor del simbolismo. Lo es por sus alusiones alegóricas, por su Torbellino de los amantes, por su arte de visionario y de místico, en el que aparecen mezclados paganismo y cristianismo. Lo es incluso por sus profetas y su Dios barbudo, que más bien parece destinado al Walhalla de Wagner. Otro antecesor del simbolismo fue el alemán Phillip Otto Runge (1777-1810), cuyas pinturas cíclicas sobre la Mañana (Museo de Hamburgo) están sembradas de mujeres-auroras y de niños con guirnaldas. En Francia, lo es el grabador Rodolphe Bresdin (1825-1885), ese genio extravagante (vivía en un desván transformado en jardín, con cursos de agua corriente) que descubre, en la Comedia de la muerte, el obsesivo y macabro símbolo de la vida perecedera.
En 1891, como ya ha sido señalado, se publican los preceptos del simbolismo pictórico en el Mercure de France, aunque el movimiento simbolista llevaba ya cierto tiempo incubándose. En el mundo de las letras y las artes nunca había sido tan grande el deseo de recurrir a figuras e imágenes empleadas comosignos de una cosa o de una persona, y ello con carácter propio y distintivo. De este modo se pretendía suscitar o resucitar la idea de un objeto o de un personaje, en contraste con la representación concreta de la realidad.
Es el caso de la música de Wagner y el elemento místico introducido en Lohengrin que, ya en 1860, entusiasmaba a Charles Baudelaire. El año siguiente, después del resonante y escandaloso fracaso de la representación de Tanhaüser en París, el poeta de las Flores del Mal recordaba en Correspondencias:
La Nature est un temple oú de vivants piliers / Laissent parfois sortir de con/uses paroles; / L'homme y passe á travers desforéts de "symboles...".
(La Naturaleza es un templo en el que columnas vivas/ Dejan escapar a veces confusas palabras; / El hombre la recorre atravesando bosques de“símbolos”.)
En las artes plásticas, el simbolismo aparece con la pintura de Gustave Moreau, el diletante solitario, enemigo de las exposiciones. En la rué La Rochefoucauld poseía un taller que permanecía secretamente cerrado incluso para sus admiradores y que sólo se abría a los alumnos, los futuros fauves,que él mismo formaba en la Escuela de Bellas Artes, en la que entró por verdadera casualidad. Moreau había pintado, en 1864 y 1865, Edipo y la Esfinge yEl joven y la muerte, la gran composición relacionada con la desaparición prematura de Théodore Chassériau. En su arte, este maníaco genial se muestra obsesionado por la cruel figura de Salomé, hasta el punto de impregnar su obra con un demonismo secretamente erótico. Su obsesión por la belleza femenina convirtió a esta última representación -la de Salomé-en el personaje central y centrífugo de su obra.
La célebre acuarela expuesta en el Salón de 1876, la Aparición, ejerció una fortísima influencia en el arte simbolista, sobre todo por la evocación de la hija de Herodes, cuya imagen Moreau multiplicó tantas veces en una desnudez adornada con joyas, y en cuyo cuerpo dibujó filigranas de insidiosos tatuajes. La obra de Gustave Moreau está repleta de esfinges, grifos, hidras, unicornios y flores místicas, de Dalilas y liras muertas. Este arte, sobrecargado de columnas de ópalo y de paredes de crisoberilo, era exactamente lo contrario del realismo de Courbet y del antiintelectualismo. Al igual que Gustave Moreau, casi todos los artistas simbolistas fueron grandes lectores.
Su cultura estuvo alimentada por la Salambó de Flaubert, la Salomé de Oscar Wílde, el Al revés de Huysmans y las crónicas de Jean Lorrain. Eso, sin hablar de Poe, de Baudelaire y de músicos como Chausson y Duparc.
                          

Aparición, de Gustave Moreau (Museo Gustave Moreau, París). Se trata de la representación al óleo de una acuarela que el propio artista expuso en el Salón de 1876. La historia de Salomé, símbolo de la mujer atractiva, decadente y perversa, apasionó en gran medida a este pintor, máximo exponente del simbolismo francés. Aquí la plasmó en un marco de recargada suntuosidad, aterrada ante esta acusadora visión, pero, aun así, irresistiblemente seductora.
El arte de Gustave Moreau tiene ciertas afinidades con el de los prerrafaelistas ingleses y, sobre todo, un paralelismo con el Burne-Jones de los Sleeping Knights (Walker Art Gallery de Liverpool); por el contrario, no tiene relación alguna con el simbolismo con que Fantin-Latour envuelve sus litografías en honor de Ricardo Wagner. Tercera influencia preponderante: la de Odilon Redon (Burdeos, 1840-París, 1916), que impregnó a los ambientes del primer simbolismo. Causó estupefacción su álbum En el Sueño (1879), una de cuyas estampas muestra un astro extraño que adquiere la forma surrealista de un ojo desorbitado. Reflexivo y soñador a un mismo tiempo, un tanto prisionero de su ascendencia acomodada, Redon redujo a una misteriosa simplicidad las recargadas visiones de Moreau; la obsesión por las imágenes de éste se refleja en sus cabezas degolladas. Inspirado por el wagnerianismo de Parsifal(1892) y el fantástico Edgar Poe, pintó mágicos ramilletes de adormideras y margaritas, perfiles recortados en una aura luminosa, pegasos blancos elevándose hacia las nubes, conchas que parecen aprisionar todavía a Venus. Su preocupación por el ojo y por la araña sonriente, la evocación de la mujer llorosa tras el velo, su fluctuación entre el delirio y el esplendor, entre el Tao y el Evangelio, entre Cristo y Buda, sus ilustraciones del Flaubert de laTentación de San Antonio, sus ángeles caídos y sus quimeras son otras tantas ventanas abiertas al misterio ("¿De dónde procedemos? ¿Qué somos? ¿Hacia dónde vamos?", se preguntaba Gauguin en su célebre cuadro de 1897, en el que reemplazó el simbolismo por la síntesis). En Redon, todo eso se mezcla con dibujos precisos de árboles y follajes, reminiscencias de la realidad del mundo de la naturaleza.
Desde hace bastantes años, la pintura de Eugéne Garriere (Gournay, Seine-et-Marne, 1849-París, 1906) es infravalorada. Sin embargo, y a pesar de las reservas que puedan ponerse a su arte, este hombre fue uno de los artistas moralmente más puros de finales del siglo XIX. Después de su fracaso en el con curso de Roma, tuvo una vida difícil. Pobre, excluido del mundo oficial, fundó, junto con Puvis de Chavannes y Auguste Rodin, la "Société Nationale des Beaux-Arts", abierta a los nuevos talentos. Lo que impresionaba a los contemporáneos del artista, muerto de un cáncer de garganta, era su humanidad, la generosidad de su comprensión social.
Garriere no tiene relación alguna con el movimiento simbolista, salvo su oposición al naturalismo y sus reuniones en el café Voltaire con los escritores de aquella tendencia. Su pintura, ha dicho Jean Dolent, es de una realidad que posee "la magia del sueño". Garriere, como él mismo decía, era un "evolucionista ", un "visionario de la realidad". La frase de Degas ante la obra de este artista brumoso ("¡Qué feo es fumar en la habitación de un enfermo!") tal vez haya rebajado excesivamente sus méritos. Algunas de sus maternidades, sus retratos -el Verlaine y el autorretrato que se hizo antes de morir- son obras conmovedoras. Pero muchos de sus rostros, al igual que algunos bustos de Rodin, tienen el redondeado del academicismo.
Puvis de Chavannes (Lyon, 1824-París, 1898) tenía ya más motivos para ser calificado de simbolista. Nacido en el seno de una familia burguesa, se formó en el taller de Thomas Couture (entra en él un año antes de Manet). Influido por las pinturas que Chassériau hizo en la Cour des Comptes, se lanza hacia un género abandonado por los impresionistas: la decoración mural, que alterna con cuadros de caballete como La Esperanza, El Hijo pródigo (1879) y El Pobre Pescador (1881).
Esta última tela tuvo gran importancia en la evolución de la pintura simbolista. Su simplicidad alegórica, su atmósfera de recogimiento, la desnudez de las formas, la economía del color dado con sordina, concordaban bastante con el manifiesto de Aurier y con la búsqueda de lo que Gauguin llamaba la “saintaise”, lo que nos explica que precisamente Gauguin, así como Seurat y Maillol, llegaran a copiar esta tela. Pero muy pronto Puvis de Chavannes queda totalmente absorbido por los encargos.



El pobre pescador, de Puvis de Chavannes (Musée d'Orsay, París). No se trata de una reproducción detallista de unas flores, sino de la expresión de un estado emotivo. Se ha dicho que nadie, ni siquiera Degas, consiguió representar como él el color azafrán de sus heliotropos ni el rojo azul de sus anémonas, ni su gama delicada de tonos ambarinos, perlados, coralíferos. De hecho, este cuadro pintado en 1881, es una de las obras clave del simbolismo francés. Un crítico de la época dijo que el pescador no era ni carne ni pescado, ni tan sólo un buen arenque, en aquella nebulosa, simulacro de pintura que insinuaba una barca en un río inexistente. Y otro la calificó de "pintura de Viernes Santo". Sin embargo, fue copiada por los simbolistas, que vieron en ella una representación de la miseria humana, de la desolación, traducida en una serena atmósfera indiferente.
Después de Marsella, es Lyon, París (el Panteón, la Sorbona y el Ayuntamiento). Inspirado por la princesa Cantacuzéne, que fue su musa como entonces se decía, Puvis se convirtió en el autor de esa obra gris, triste, desigual, aunque respetuosa de la idea y el espíritu que desplegó en las grandes telas que preparaba en el estudio y que luego hacía pegar en los muros preparados al efecto.
Aunque esta pintura diga poco en la actualidad, es el origen de Gauguin y Seurat, quienes verán en ella la "sensación directa enmendada", el "dibujo simplificador" y la “tendencia monumental” (André Mellerio).
Casi siempre se olvida de incluir entre los pintores simbolistas al que puede ser considerado como un propagador de la alegoría: el suizo Arnold Boecklin (Basilea, 1827-San Domenico, cerca de Fiesole, 1901). De familia acomodada, tuvo una vida dura en Roma después de la ruina de su padre. Marchó entonces a Munich y la Pinacoteca de esta ciudad le compró su Pan entre las cañas. Después de haber sido profesor en Weimar, regresó a Italia y se instaló en Florencia y, más tarde, en los alrededores de esta ciudad.
Boecklin intentó dar un planteamiento y un color rejuvenecidos a los mitos de la antigüedad grecorromana. Nacido un año después que Gustave Moreau, y por tanto contemporáneo de éste y de los prerrafaelistas ingleses, pintó a sus héroes y sus semidioses con un estilo mucho más realista que aquéllos. Su simbolismo de escenógrafo teatral se hace patente en Vita somnium breve (1888), alegoría de las etapas de la vida, y en la fantástica Peste (1898) del Museo de Basilea.
En Alemania, Hans von Marees (1837-1887) es autor de un arte mixto, emparentado con el de Puvis de Chavannes, pero que presenta al mismo tiempo, en medio de reminiscencias de Tiziano y del arte tradicional, un sabor de materia que le confiere todo su valor. Marees posee una paleta cálida, un empaste jugoso. Algunas de sus obras, como los frescos decorativos realizados en 1873 para el Museo Oceanógrafico de Nápoles, no dejaron de ejercer cierta influencia en el joven Paul Klee.
También está relacionado en muchos aspectos con el simbolismo Auguste Rodin (París, 1840-Meudon, 1917). ¿Acaso no murió antes de poder terminar aquella Puerta del infierno, en la que pretendía reunir un conjunto que recordara las ideas de Blake? La obra fue encargada a Rodin el 16 de abril de 1880 por el Ministerio de Bellas Artes, por la cantidad de ocho mil francos, y nació de un proyecto de una puerta monumental destinada a un museo de artes decorativas. Está llena de lirios rotos, de caídas de Ícaro, de alegorías (Las Tres sombras) y coronada por El Pensador. Obsesionado por la Divina Comedia,Rodin no pudo ver el vaciado en bronce (realizado casi diez años después de su muerte) de esta Puerta que venía a resumir desordenadamente los principales temas de su arte.
El simbolismo, cuyos dos artífices de auténtica envergadura continúan siendo Gustave Moreau y Odilon Redon, tendrá pronto una prolongación en el parisiense Alphonse Osberg (1857-1939), quien, siguiendo el ejemplo de Puvis de Chavannes,"artista del alma" como se decía entonces, llena sus pinturas con princesas nocturnas y “liras mágicas”. C. Sellier, de Nancy pinta con mejor fortuna, ángeles etéreos, de una lactescencia de azucena. Luego llegan los belgas, que tienen en Henri Leys a una especie de prerrafaelista. Entre ellos destacan las figuras de Emile Fabry (1865-1966), que se proclama pintor ideísta e hinduista, y de Fernand Khnopff (1858-1921), el soñador de metáforas visuales de un preciosismo a la inglesa. Algunas obras logran imponerse, como La Muerte en el baile de máscaras (1880), del acuarelista Félicien Rops, y el Cristo de los ultrajes, de Henri de Groux.
Mientras tanto, el abogado belga Octave Maus, ayudado por el jurista Edmond Picard, funda en Bruselas, en el año 1881, la Revue d'art moderne y la Asociación de los XX que, a partir de 1884, organiza cada año exposiciones a las que invitan una gran participación internacional, abierta generosamente a la aportación de los simbolistas.
La sirena, de Arnold Boecklin
La sirena, de Arnold Boecklin (Kunstmuseum, Berna). Esta obra, también llamada El mar en calma, fue pintada en 1887 por el máximo exponente del simbolismo centroeuropeo, junto a otras de temática similar, se considera hoy una anticipación del movimiento surrealista. Boecklin pasó de pintar paisajes de colorido oscuro a obras de estilo monumental y de mayor luminosidad, inspiradas en temas mitológicos, como esta sirena que reposa sugestiva y sensual en una roca, mirando directamente al espectador mientras el tritón, impotente, se hunde en el mar.
Entre los belgas, Jean Delville y Emile Fabry forman parte del Salón de los Rosacruces, animado desde 1892 hasta 1897 por Joséphin Péladan, un diletante esteticista y místico a la vez. Como reacción a su época, a la que consideraba en plena decadencia, Péladan soñaba ya en 1888 -fecha de su regreso de Bayreuth, donde se enamoró locamente del wagnerianismo- en una especie de falansterio de artistas llamados a colaborar en lo que él llamaba (ya que se confesaba católico) "una tercera orden de intelectuales militantes y de agitadores estetas". Péladan, el "Sâr", como le llamaban, se había encastillado en un extraño esoterismo enraizado en Leonardo de Vinci y opuesto al realismo de Gustave Courbet. "El Salón de los Rosacruces -escribía en Le Fígaro del 2 de septiembre de 1891- será un templo dedicado al Arte-Dios, con las obras maestras como dogma y los genios como santos". Y Péladan enumera a los que en su opinión son los grandes artistas del momento: Puvis de Chavannes, Odilon Redon, Louis Anquetin y el músico Eric Satie.
En estos salones participaban también el holandés Jan Toorop, con sus árboles antropomorfos, los franceses Osbert, Armand Point y Charles Filliger, que pintaba guaches con un estilo místico; los suizos Carlos Schwabe, minucioso dibujante de lirios y de Mélisandes, y Ferdinand Hodler, que expuso las Almas frustradas, pero que más tarde abandonó el simbolismo por el paralelismo. Entre los que expusieron con los Rosacruces figuraba asimismo el bernés Albert Trachsel, un arquitecto paradójico que se complacía en construir en sueños templos y palacios que diseñaba a modo de precursor de Freud. El álbum de sus láminas fue publicado en el Mercure de Trance, en 1897, con el título de Petes réelles.
También podemos considerar obras simbolistas El Grito (1883), la Danza de la vida y algunos grabados de Edvar Munch (Engelhaug, 1863-Ekely, 1944). El pintor noruego, que, en 1887, expuso en el Salón de los Independientes de París su Friso de la vida humana, una obra dominada por las representaciones del Amor y de la Muerte, se orientará inmediatamente hacia el expresionismo.
Acaso se puede ver también cierto simbolismo en el barroquismo a veces legendario de Adolphe Monticelli (Marsella, 1824-1886), con sus bruscos saltos de empaste a los azules de turmalina, que evocan, con disfraces de baile de máscaras, lecciones de amor en un parque y noches de Walpurgis provenzales.
Ya más tardíamente, puede decirse que el simbolismo se prolonga hasta el "modern style" francés y decoradores como el vidriero Gallé, el ebanista Majorelle y el arquitecto Guimard, autor de las entradas del metro parisiense. También lo encontramos en el Jugendstil alemán, que reveló al público europeo la obra de Gustav Klimt (1862-1918), con sus retratos de mujeres con túnicas sobre un fondo de mosaicos. En Inglaterra está Beardsley (1872-1898), ilustrador de la Salomé de Osear Wilde y autor de los grabados titulados Wagnesüas. En Estados Unidos no podemos ignorar a Whistler (1834-1903) cuyo simbolismo alcanza hasta a su propia firma, convertida en mariposa, ni a A. P. Ryder (1847-1917) y su Caballo y la muerte del Museo de Cleveland. Finalmente, Suecia tuvo a Ernst Josephson y Rusia a Mihail Vroubel.
En resumen, aparte de los creadores Gustave Moreau, Odilon Redon, Puvis de Chavannes, Boecklin y Rodin (Hans von Marees, Hodler y Munch sólo fueron simbolistas momentáneamente), el movimiento denominado “simbolismo” se compone de un determinado número de prosélitos que no llegaron a producir obras importantes. Todos ellos estaban influidos por los poetas y escritores contemporáneos: Verlaine, Huysmans, Mallarmé, Jules Laforgue, Maeterlinck. El hecho de depender de autores literarios les relegó a menudo al papel de simples vinetistas. En la prensa, el movimiento tuvo como principales defensores, junto con Huysmans, a Joséphin Péladan, Albert Aurier, Jules Destrée, André Mellerio, Jean Lorrain, Gustave Geffroy, Charles Morice y Claude Roger Marx.
                             
Litografía de la serie dedicada a Edgar Alian Poe, de Odilon Redon (Biblioteca Nacional, París). Subtitulada El ojo como un globo extraño se dirige hacia el infinito, esta obra, junto con las otras seis que la acompañan, fue concebida en 1882 no como una ilustración de los textos del poeta estadounidense, sino más bien como un tributo a la pasión de éste por lo extraordinario y lo sobrenatural. El tema del ojo obsesionó a Redon y lo trató con diferentes matices, ya fuera como símbolo de conciencia universal, cuando lo representaba abierto, ya como símbolo de la vida interior y la soledad cuando lo pintaba cerrado.
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