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Desde la antigüedad más remota hasta nuestros días, los pensadores han estudiado la posibilidad de tender puentes entre el mundo visible y el invisible. Siempre han existido dos grandes bloques. Unos niegan que existan tales puentes y sostienen posiciones que van desde el materialismo hasta el agnosticismo, y otros afirman que los puentes existen y son transitables. En la época moderna, estas discusiones se encuentran frecuentemente relacionadas con el progreso de las ciencias. El sentido de la vida y de la muerte es una cuestión con la que se enfrenta el hombre desde el origen: es el único ser que piensa en la muerte, que piensa en su muerte. Y para iluminar su camino en las tinieblas no tiene más que dos faros: la religión, o la metafísica, y la ciencia. Para la mayor parte de los espíritus ilustrados la ciencia y la religión se oponen mutuamente. La ciencia refuta a la religión en cada uno de sus descubrimientos, mientras que la religión, por su parte, prohíbe a la ciencia ocuparse de la Causa Primera. Por otro lado, hay algunas preguntas esenciales: ¿de dónde viene el universo? ¿Qué es lo que es real? ¿Tiene sentido la noción de mundo material? ¿Por qué hay algo en lugar de nada? Por mucho que se busque, para estas preguntas y sus eventuales respuestas no hay más que tres caminos posibles: la religión (o metafísica), la filosofía y la ciencia. Hasta ahora, sólo la religión (o metafísica) y la filosofía, cada una a su manera, han intentado aportar respuestas a estas preguntas. Pero en un mundo cada vez más ocupado por la ciencia y sus modelos de pensamiento, por la tecnología y por las formas de vida que ella genera, el discurso filosófico ha perdido su antigua autoridad sobre la verdad. Amenazado por las ciencias humanas, impotente para producir sistemas ideológicos que sean, al menos, una guía, el filósofo parece a punto de perder su último privilegio: el de pensar.
Jean Guitton (1901 –1999) fue un importante filósofo y escritor francés. Nació en una familia numerosa y católica. Su hermano Henri, fue un reconocido economista. Jean hizo estudios brillantes que lo llevaron a la École normale supérieure de la rue d’Ulm. Obtuvo una diplomatura en filosofía y en 1923 y en 1933 un doctorado en letras. Su tesis tenía como título «Le temps et l’éternité chez Plotin et Augustin d’Hippone» (“El tiempo y la eternidad en Plotino y San Agustín“). Se dedicó luego algunos años a la enseñanza secundaria hasta que fue destinado a la Universidad de Montpellier en 1937. Durante la Segunda Guerra Mundial fue prisionero de guerra. Amigo íntimo de Monseñor Montini (futuro papa Pablo VI), fue llamado por Juan XXIII para participar en la preparación del concilio Vaticano II donde, además, fue el único laico que participó activamente en su desarrollo. Paralelamente publicaba sus obras de filosofía y apologética que lo transformaron en una de los pensadores católicos más importantes del siglo XX. El 8 de junio de 1961 fue elegido para la Academia francesa ocupando el sillón número 10 de Léon Bérard. En 1987, también obtuvo su lugar en la Académie des sciences morales et politiques, en el sillón de Ferdinand Alquié. Continuó escribiendo hasta el fin de su vida, en 1999. Junto al físico francés Igor Bogdanov escribió un interesante libro titulado Dios y la Ciencia, en que me he basado principalmente para escribir este artículo.
La metafísica es una rama de la filosofía que estudia la naturaleza, estructura, componentes y principios fundamentales de la realidad. La metafísica aborda problemas centrales de la filosofía, como lo son los fundamentos de la estructura de la realidad y el sentido y finalidad última de todo ser. La metafísica tiene dos tópicos principales: el primero es la ontología, que en palabras de Aristóteles viene a ser la ciencia que estudia el ser en tanto que ser. El segundo es el de la teología, que es el estudio de Dios como causa última de la realidad. Existe, sin embargo, un debate que sigue aún hoy sobre la definición del objeto de estudio de la metafísica, sobre si sus enunciados tienen propiedades cognitivas. La metafísica estudia los aspectos de la realidad que son inaccesibles a la investigación científica. Según el filósofo Immanuel Kant, una afirmación es metafísica cuando afirma algo sustancial o relevante sobre un asunto («cuando emite un juicio sintético sobre un asunto») que por principio escapa a toda posibilidad de ser experimentado sensiblemente por el ser humano. Algunos filósofos han sostenido que el ser humano tiene una predisposición natural hacia la metafísica. Kant la calificó de «necesidad inevitable». Arthur Schopenhauer incluso definió al ser humano como «animal metafísico». La metafísica pregunta por los fundamentos últimos del mundo y de todo lo existente. Su objetivo es lograr una comprensión teórica del mundo y de los principios últimos generales más elementales de lo que hay, porque tiene como fin conocer la verdad más profunda de las cosas, por qué son lo que son; y, aún más, por qué son. Tres de las preguntas fundamentales de la metafísica son: ¿Qué es ser?, ¿Qué es lo que hay?, ¿Por qué hay algo, y no más bien nada? No sólo se pregunta entonces por lo que hay, sino también por qué hay algo. Además aspira a encontrar las características más elementales de todo lo que existe: la cuestión planteada es si hay características tales que se le puedan atribuir a todo lo que es y si con ello pueden establecerse ciertas propiedades del ser. Algunos de los conceptos principales de la metafísica son: ser, nada, existencia, esencia, mundo, espacio, tiempo, mente, Dios, libertad, cambio, causalidad y fin.
Queda la metafísica, o la religión, así como una de sus variantes, que constituye el ocultismo . Pero parece que un hipotético Dios y la ciencia pertenecen a mundos tan diferentes, el uno del otro, que nadie soñaría siquiera en correr el riesgo de aproximarlos. Según H. P. Blavatsky, en “La voz del silencio“, dice lo siguiente: “Ayuda a la Naturaleza y trabaja con ella; y la naturaleza te mirar como uno de sus creadores y obedecerá. Y ella ante esto abrirá de par en par los portales de sus cámaras secretas, y un lamento saldrá ante de mirada fija de los tesoros ocultos en las mismas profundidades de su pecho virginal y puro“. La ciencia moderna y la sabiduría antigua comparten muchos requisitos previos, como son la curiosidad, un agudo sentido de observación, autodisciplina, etc.. Pero la ciencia moderna postula un universo material que pueda ser explicado y totalmente entendido a través de la materia y su organización. La ciencia moderna se basa, en gran parte, en tradiciones antiguas. Sin embargo, ciertos signos precursores nos dicen que ha llegado el momento de abrir nuevos caminos en el saber profundo, de buscar, más allá de las apariencias mecanicistas de la ciencia, el rastro casi metafísico de algo diferente, a la vez científico e inexplicable. A causa de los desplazamientos que la filosofía y la religión han experimentado bajo el formidable empuje de la ciencia, es imposible intentar una descripción de lo real sin recurrir a las ideas más recientes de la física moderna. Poco a poco somos conducidos hacia otro mundo, extraño y fascinante, donde la mayor parte de nuestras certezas sobre el tiempo, el espacio y la materia no son más que ilusiones, pero más fáciles de captar que la misma realidad. En uno de los descubrimientos más grandes de la física moderna, la física cuántica, el mundo «objetivo» no parece existir fuera de la conciencia, que es la que determina sus propiedades. Así, el universo que nos rodea se vuelve cada vez menos material y cada vez más un vasto pensamiento. De ahí que si el universo de Einstein y de los agujeros negros de Laplace se derrumban, es todo el conjunto de modelos materialistas y realistas los que se tambalearían y desaparecerían. Pero, ¿qué será lo que los sustituirá? Si se observa de cerca la historia de las ideas, se verá cómo se codean, y a veces se enfrentan duramente, dos corrientes conceptuales adversas: el espiritualismo metafísico, o su versión del esoterismo, y el materialismo.
Según Werner Heisenberg, uno de los más importantes físicos de nuestra época: “Probablemente, una verdad muy general en la historia del pensamiento humano la constituya el hecho de que los más fructíferos descubrimientos tienen lugar en aquellos puntos en los que se encuentran dos líneas de pensamiento distintas. Estas líneas pueden tener sus raíces en sectores muy diferentes de la cultura humana, en diferentes épocas, en diferentes entornos culturales o en diferentes tradiciones religiosas. Por ello, si tal encuentro sucede, es decir, si entre dichas líneas de pensamiento se da, al menos, una relación que posibilite cualquier interacción verdadera, podemos entonces estar seguros que de allí surgirán nuevos e interesantes descubrimientos”. Fritjof Capra, un reconocido físico austriaco, ha puesto al descubierto en su libro, El Tao de la Física, los paralelismos existentes entre la visión del mundo de los científicos y la del misticismo oriental. En su opinión, la terminología china del ying y el yang parece muy adecuada para describir este desequilibrio cultural. Nuestra cultura ha favorecido los valores y actitudes yang o masculinas y ha descuidado sus contrapartes ying o femeninas, que le son complementarias. Hemos favorecido el análisis sobre la síntesis o el conocimiento racional sobre la sabiduría intuitiva. Según Fritjof Capra, estamos siendo testigos del inicio de un tremendo movimiento, que parece ilustrar el antiguo refrán chino que dice: “Cuando el yang ha alcanzado su punto culminante, retrocede dejando paso al ying“. La creciente preocupación por la ecología, el intenso interés por el misticismo, el surgimiento de la conciencia feminista y el redescubrimiento de los enfoques holísticos sobre la salud y la curación, son todas manifestaciones de una misma tendencia. La profunda armonía existente entre la visión del mundo de la ciencia y la del misticismo oriental nos lleva a una nueva visión de la realidad, visión que requerirá un cambio fundamental en nuestros pensamientos, en nuestras percepciones y nuestros valores. La relación existente entre la ciencia y el misticismo no es sólo muy interesante, sino también de extrema importancia. Los resultados de la ciencia moderna han abierto a los científicos dos caminos muy diferentes. Nos pueden llevar -poniéndolo en términos extremos- al Buda o a la Bomba Atómica, y a cada científico le corresponde decidir qué camino va a tomar.
La exploración de los mundos atómico y subatómico llevada a cabo durante el siglo XX ha puesto de manifiesto la limitación de las ideas clásicas y ha motivado una revisión radical de muchos de nuestros conceptos básicos. Así, el concepto de materia en la física subatómica es totalmente diferente de la idea tradicional asignada a la sustancia material en la física clásica. Lo mismo ocurre con los conceptos de tiempo, espacio, causa y efecto. Y dado que nuestra perspectiva del mundo está basada sobre tales conceptos fundamentales, al modificarse éstos, nuestra visión del mundo ha comenzado a cambiar. Estos cambios, originados por la ciencia moderna, han sido ampliamente discutidos durante las últimas décadas tanto por científicos como por filósofos. Pero en raras ocasiones se ha observado que todos ellos parecen llevar hacia una misma dirección, hacia una visión del mundo que resulta muy parecida a la que presenta el misticismo oriental. Los conceptos de la ciencia moderna muestran con frecuencia sorprendentes paralelismos con las filosofías religiosas del lejano Oriente. Aunque estos paralelismos no han sido todavía explorados en profundidad, sí fueron advertidos por algunos de los grandes científicos del siglo XX, cuando con motivo de sus conferencias en la India, China y Japón, entraron en contacto con la cultura del lejano Oriente. Las tres citas siguientes son un ejemplo de ello. Según Julius Robert Oppenheimer: “Las ideas generales sobre el entendimiento humano, ilustradas por los descubrimientos ocurridos en la física atómica, no constituyen cosas del todo desconocidas, de las que jamás se oyera hablar, ni tampoco nuevas. Incluso en nuestra propia cultura tienen su historia y en el pensamiento budista e hindú ocupan un lugar muy importante y central. Lo que hallaremos es un ejemplo, un desarrollo y un refinamiento de la sabiduría antigua“. Según Niels Bohr: “De un modo paralelo a las enseñanzas de la teoría atómica, al tratar de armonizar nuestra posición como espectadores y actores del gran drama de la existencia (tenemos que considerar) ese tipo de problemas epistemológicos, con los que pensadores como Buda y Lao Tse tuvieron ya que enfrentarse“. Según Werner Heisenberg: “La gran contribución a la física teórica llegada de Japón desde la Última guerra puede indicar cierta relación entre las ideas filosóficas tradicionales del lejano Oriente y la sustancia filosófica de la teoría cuántica“.
Los dos pilares de la física del siglo XX, la teoría cuántica y la teoría de la relatividad, nos hacen ver el mundo del mismo modo que lo ve un hindú, un budista o un taoísta. Y esa similitud cobra fuerza cuando contemplamos los recientes intentos por combinar ambas teorías, a fin de lograr una explicación para los fenómenos del mundo submicroscópico, que contempla las propiedades y las interacciones de las partículas subatómicas de las que toda materia está formada. En este campo, los paralelismos con el misticismo oriental son más que sorprendentes y, con frecuencia, tropezaremos con afirmaciones que será casi imposible decir si fueron efectuadas por científicos o por místicos orientales. Por misticismo oriental nos referimos básicamente a las filosofías religiosas del hinduismo, del budismo y del taoísmo. De esta manera vemos que la ciencia moderna nos lleva a una visión del mundo que es muy similar a la de los místicos de todas las épocas y tradiciones. Los paralelismos con la ciencia moderna no sólo aparecen en los Vedas, en el I Ching o en los sutras del budismo, sino también en fragmentos de Heráclito o en el sufismo de lbn Arabi. La diferencia entre Oriente y Occidente se encuentra en que en éste último las escuelas místicas siempre han jugado un papel marginal, mientras que en Oriente constituyen la corriente principal del pensamiento filosófico y religioso. Los elementos básicos de la concepción oriental del mundo son los mismos que se desprenden de la ciencia moderna. El pensamiento oriental, y de un modo más general, todo el pensamiento místico, ofrece una base filosófica relevante y congruente con las teorías de la ciencia contemporánea, una concepción del mundo en la que los descubrimientos científicos pueden estar en perfecta armonía con las metas espirituales y las creencias religiosas. Los dos temas básicos de esta concepción son la unidad e interrelación de todos los fenómenos y la naturaleza intrínsecamente dinámica del universo. Cuanto más penetremos en el mundo submicroscópico, más nos daremos cuenta de que el científico moderno, al igual que el místico oriental, ha llegado a ver al mundo como un sistema de componentes inseparables, interrelacionados y en constante movimiento, en el que el observador constituye una parte integral de dicho sistema. La filosofía oriental, al contrario que la griega, siempre mantuvo que el espacio y el tiempo son creaciones de la mente. Los místicos orientales los trataron como a todos los demás conceptos intelectuales y como algo relativo, limitado e ilusorio. En un texto budista, por ejemplo, hallamos estas palabras: “El Buda enseñó, oh monjes, que el pasado, el futuro, el espacio físico y las individualidades, no son más que nombres, formas de pensamiento, palabras de uso común, realidades meramente superficiales”.
Así, los antiguos filósofos y científicos orientales tenían ya la disposición, que sería tan básica para la teoría de la relatividad, de considerar que nuestras nociones de geometría no son propiedades de la naturaleza, absolutas e inamovibles, sino construcciones intelectuales. En palabras del filósofo y poeta indio Ashvaghosha: “Que quede claro que el espacio no es más que un modo de particularización y que no tiene una existencia real por sí mismo. El espacio sólo existe en relación con nuestra consciencia particularizante”. Los místicos orientales parecen ser capaces de alcanzar estados de consciencia no ordinarios, en los cuales trascienden el mundo tridimensional de la vida cotidiana, llegando a experimentar una realidad multidimensional, más elevada. Así, Sri Aurobindo, descubridor de nuevos caminos de acercamiento a la divinidad y conocimientos sobre La Tierra y el universo, habla de “un cambio sutil que hace que la vista vea en una especie de cuarta dimensión“. Las dimensiones de estos estados de consciencia tal vez no sean las mismas que las que estamos tratando en la física relativista, pero resulta sorprendente que hayan guiado a los místicos hacia conceptos de espacio y tiempo muy similares a los manejados en la teoría de la relatividad. El Avatamsaka Sutra, que constituye el fundamento de esta escuela, da una vívida descripción de cómo se experimenta el mundo en el estado iluminado. La consciencia de la “interpenetración del espacio y el tiempo“, expresión perfecta para describir la realidad espacio-temporal, es repetidamente resaltada en dicho sutra y está considerada como la característica esencial del estado mental iluminado. En palabras de Daisetsu Teitaro Suzuki, filósofo japonés que estuvo trabajando en la difusión del Zen en Occidente: “El significado del Avatamsaka y de su filosofía será incomprensible a menos que experimentemos un estado de completa disolución, donde no exista diferenciación entre la mente y el cuerpo, entre el sujeto y el objeto… Entonces miramos alrededor y vemos eso… que cada objeto está relacionado con todos los demás objetos, no sólo espacialmente, sino temporalmente. Experimentamos que no hay espacio sin tiempo, que no hay tiempo sin espacio, que se interpenetran”. Los sabios orientales hablan también de una ampliación de su experiencia del mundo en estados de consciencia más elevados. Y afirman que estos estados contienen una experiencia del tiempo y del espacio radicalmente diferente. No sólo afirman que en la meditación van más allá del espacio tridimensional ordinario, sino también, e incluso con más fuerza, que trascienden la consciencia ordinaria del tiempo. En lugar de una sucesión lineal de instantes, experimentan, según dicen, un presente infinito, eterno, y sin embargo, dinámico.
En los párrafos siguientes, tres místicos orientales hablan sobre la experiencia de este “eterno ahora“; el sabio taoísta Chuang Tzu; Hui-neng, el Sexto Patriarca Zen; y D. T. Suzuki. Según Chuang Tzu: “Olvidemos el paso del tiempo, olvidemos el conflicto de opiniones. Hagamos nuestra llamada a lo infinito, y tomemos allí nuestras posiciones”. Según Hui-neng: “La tranquilidad absoluta es el momento presente. Aunque es en este momento, este momento no tiene límite, y en esto radica su eterna delicia”. Según D. T. Suzuki: “En este mundo espiritual no existen divisiones de tiempo tales como pasado, presente y futuro, porque se han contraído a sí mismas en un simple momento del presente, donde la vida palpita en su verdadero sentido. En ese momento presente, de iluminación, están envueltos el pasado y el futuro y no es algo que permanezca inmóvil con todos sus contenidos, sino que se mueve incesantemente”. Según los planteamientos espiritualistas, tal como surgen por primera vez en Occidente, con Santo Tomás de Aquino, y, posteriormente con Leibniz o Bergson, lo real es una idea pura y, por lo tanto, no tiene ningún sustrato material. Gottfried Wilhelm Leibniz (1646 – 1716), fue un filósofo, lógico, matemático, jurista, bibliotecario y político alemán. Fue uno de los grandes pensadores de los siglos XVII y XVIII, y se le reconoce como “El último genio universal“. Realizó profundas e importantes contribuciones en las áreas de metafísica, epistemología, lógica, filosofía de la religión, así como a la matemática, física, geología, jurisprudencia e historia. Incluso Denis Diderot, el filósofo deísta francés del siglo XVIII, cuyas opiniones no podrían estar en mayor oposición a las de Leibniz, no podía evitar sentirse sobrecogido ante sus logros, y escribió en la Enciclopedia: “Quizás nunca haya un hombre leído tanto, estudiado tanto, meditado más y escrito más que Leibniz. Lo que ha elaborado sobre el mundo, sobre Dios, la naturaleza y el alma es de la más sublime elocuencia. Si sus ideas hubiesen sido expresadas con el olfato de Platón, el filósofo de Leipzig no cedería en nada al filósofo de Atenas“. De hecho, el tono de Diderot es casi de desesperanza en otra observación, que contiene igualmente mucho de verdad: “Cuando uno compara sus talentos con los de Leibniz, uno tiene la tentación de tirar todos sus libros e ir a morir silenciosamente en la oscuridad de algún rincón olvidado“. La reverencia de Diderot contrasta con los ataques que otro importante filósofo, Voltaire, lanzaría contra el pensamiento filosófico de Leibniz. A pesar de reconocer la vastedad de la obra de éste, Voltaire sostenía que en toda ella no había nada útil que fuera original, ni nada original que no fuera absurdo y risible.
En cuanto a Henri-Louis Bergson (1859 –1941), fue un filósofo francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1927. El bagaje británico de Bergson explica la profunda influencia que Spencer, Mill y Darwin ejercieron en él durante su juventud, pero su propia filosofía es en gran medida una reacción en contra de sus sistemas racionalistas. También recibió una notable influencia de Ralph Waldo Emerson. No podemos dar por segura otra existencia que la de nuestros pensamientos y nuestras percepciones. Por el contrario, la lectura materialista de lo real impone una determinación inversa. Desde el filósofo griego presocrático y matemático Demócrito al filósofo, intelectual y militante comunista alemán, de origen judío, Karl Marx, el espíritu,o el ámbito del pensamiento, no es más que un fenómeno derivado de la materia, más allá de la cual nada existe. Estas dos doctrinas sobre la naturaleza del Ser deben ser completadas con sus correspondientes teorías del conocimiento: el idealismo y el realismo. Una pregunta evidente es si se puede conocer lo real. El idealista responderá que es imposible, ya que solamente podemos llegar a las representaciones dispersas alrededor del Ser. A esto, el realista opondrá lo contrario, ya que, para él, el mundo es cognoscible porque descansa sobre mecanismos que, aunque complicados, son racionales. Ahora bien, nos encontramos en el lindero de una revolución del pensamiento, de una ruptura como la filosofía no ha conocido desde hace varios siglos. A través de la vía conceptual abierta por la teoría cuántica, está emergiendo una nueva representación del mundo que se apoya en las dos corrientes anteriores y las sobrepasa, sintetizándolas. Podemos situar esta naciente concepción entre el espiritualismo y el materialismo. Se trata de un pensamiento nuevo porque borra las fronteras entre el espíritu y la materia. Por eso podemos llamarlo metarrealismo. Y había sido presentido por numerosos pensadores, especialmente por Michel Foucault, historiador de las ideas, psicólogo, teórico social y filósofo francés del siglo XX. Michel Foucault ha descrito las variaciones de los modos de pensar desde el Renacimiento hasta nuestros días. Después de haber sido analógico y haberse ocupado en establecer las relaciones entre diversas clases de objetos o de fenómenos, entra en el pensamiento lógico. Pero, ¿dónde estamos a inicios del siglo XXI? Del saber científico está emergiendo una concepción muy diferente del mundo, una visión del universo que entra en conflicto con la razón común. Este nuevo espacio del saber, en cuyo seno se organiza poco a poco un pensamiento revolucionario, de tipo metarrealista, está situado más allá de la lógica clásica.
Mientras que el campo del pensamiento lógico se limita al análisis sistemático de los fenómenos desconocidos, el nuevo pensamiento se sitúa más allá de los lenguajes, incluso más allá de las categorías del entendimiento. Sin perder nada de su rigor, toca el misterio e intenta describirlo. Como ejemplo podemos hacer referencia a la complementariedad en física, que enuncia que las partículas o, más exactamente, los fenómenos elementales son, a la vez, corpusculares y ondulatorios. Por lo tanto, el primer acto del nuevo pensamiento consiste en admitir que existen límites físicos al conocimiento, que trascienden la realidad y que de ninguna manera es posible franquearlos. Un caso especialmente significativo de barrera física fue puesto de manifiesto por el físico alemán Max Planck, en 1900. Se trata del «quantum de acción», más conocido por el nombre de «constante de Planck». De una pequeñez extrema, ya que su valor es de 6.626,11−34 julio-segundos, representa la más pequeña cantidad de energía conocida que existe en nuestro mundo físico. Ello es, a la vez, fuente de misterio y de asombro, ya que estamos frente a un muro dimensional. La constante de Planck señala el límite último de toda divisibilidad. La existencia de un límite inferior en el ámbito de la acción física introduce naturalmente otras fronteras absolutas alrededor del universo perceptible. Entre otras, nos encontramos con una longitud límite, llamada «longitud de Planck», que representa el intervalo más pequeño posible entre dos objetos aparentemente separados. Del mismo modo, el «tiempo de Planck» designa la unidad de tiempo más pequeña posible. Esto nos plantea preguntarnos por qué existen esas fronteras, y quién, o qué,ha decidido su existencia y su valor, así como qué hay más allá.
Max Karl Ernest Ludwig Planck (1858 –1947) fue un físico alemán considerado como el fundador de la teoría cuántica y galardonado con el Premio Nobel de Física en 1918. Planck era originario de una familia con gran tradición académica. Como de joven mostraba talento para la música (tocaba el órgano, el piano y el cello), la filología clásica y las ciencias, dudó a la hora de elegir su orientación académica. Al consultar al profesor de física Philipp von Jolly, éste respondió que en física lo esencial estaba ya descubierto, y que quedaban pocos huecos por rellenar, concepción que compartían muchos otros físicos de su tiempo. Planck, que repuso a su profesor que no tenía interés en descubrir nuevos mundos sino en comprender los fundamentos de la física, finalmente se decidió por esta materia. Bajo la tutela del profesor Jolly, Planck condujo sus propios experimentos (por ejemplo sobre la difusión del hidrógeno a través del platino caliente) antes de encaminar sus estudios hacia la física teórica. Durante la Segunda Guerra Mundial, Planck intentó convencer a Adolf Hitler de que perdonase a los científicos judíos. Los descubrimientos de Planck, que fueron verificados posteriormente por otros científicos, fueron el nacimiento de un campo totalmente nuevo de la física, conocido como mecánica cuántica y proporcionaron los cimientos para la investigación en campos como el de la energía atómica. Reconoció en 1905 la importancia de las ideas sobre la cuantificación de la radiación electromagnética expuestas por Albert Einstein, con quien colaboró a lo largo de su carrera.
Si se admite que lo incognoscible reside en el corazón mismo de la moderna andadura científica, se comprenderá por qué los descubrimientos más recientes de la nueva física se acercan a la esfera de la intuición metafísica. De paso, se entenderá mejor en qué sentido se equivocó Einstein, el último de los físicos clásicos, persuadido de que el universo y la realidad eran cognoscibles. Hoy, todos los físicos, sin excepción, experimentan el agnosticismo ante las extrañas e inestables fronteras establecidas por la teoría cuántica. La realidad no es cognoscible; está velada y destinada a permanecer así. ¿Debe desarrollarse una lógica de lo extraño? Seguramente sería necesaria para fundar el nuevo edificio conceptual de la teoría más potente y también más desconcertante de nuestro siglo: la teoría cuántica. Frente a ella, las interpretaciones del universo, como la objetividad y el determinismo, no se sostienen. Debemos admitir que la realidad «en sí» no existe. Que depende del modo en que decidamos observarla. Que las entidades elementales que la componen pueden ser, al mismo tiempo, una una onda y una partícula. Y que, en cualquier caso, esta realidad es, en el fondo, indeterminada. Aunque formada por varios siglos de teorías físicas y de experimentos, la visión materialista del mundo desaparece de nuestra vista. Debemos prepararnos para penetrar en un mundo totalmente desconocido.. ¿Qué hay de común entre una columna de humo, un relámpago en el cielo, una bandera que ondea al viento o el agua que mana de un grifo? Aparentemente, estos fenómenos son caóticos y desordenados. Sin embargo, al examinarlos a la luz de un nuevo enfoque, que es la teoría del caos, se descubre que acontecimientos en apariencia desordenados, imprevisibles, entrañan un orden tan sorprendente como profundo. ¿Cómo explicar la existencia de un orden en un universo sometido a la entropía, irresistiblemente arrastrado hacia un desorden creciente? ¿Por qué y cómo aparece el orden? Se abre paso una nueva cosmología, una manera profundamente diferente de pensar la realidad misma. Detrás del orden evanescente de los fenómenos, más allá de las apariencias, la física cuántica roza de manera sorprendente con la Transcendencia mística. Hoy existe una suerte de convergencia entre el trabajo del físico y el del filósofo, ya que ambos plantean las mismas preguntas esenciales. Continuamente hay revisiones teóricas acerca de las líneas fronterizas que envuelven nuestra realidad: lo infinitamente pequeño y lo infinitamente grande. Tanto la teoría cuántica como la cosmología empujan cada vez más lejos los límites del saber, hasta casi rozar el más fundamental enigma con que se enfrenta el espíritu humano: la existencia de un Ser transcendente, a la vez causa y significado del gran universo.
Y encontramos lo mismo en la teoría científica y en la creencia religiosa. A lo largo de sus existencia, el pensamiento humano ha estado ocupado por el problema del sentido de la vida y de la muerte. En el fondo, esta es la única cuestión con la que se enfrenta el animal pensante desde el origen. El animal pensante es el único que entierra a sus muertos, el único que piensa en la muerte, en concreto en su muerte. Y para iluminar su camino en las tinieblas, para adaptarse a la muerte, este animal, tan bien adaptado a la vida, no tiene más que dos faros: uno se llama la metafísica, o religión; el otro, la ciencia. Pero la ciencia y la religión se opusieron mutuamente hasta hace poco. La ciencia refutaba a la religión en cada uno de sus descubrimientos, mientras que la religión, por su parte, prohibía a la ciencia ocuparse de la Causa Primera. Pero hace poco hemos comenzado a vivir, sin todavía ser conscientes, el inmenso cambio que ha impuesto a nuestra razón, a nuestro pensamiento, a nuestra filosofía, el trabajo invisible de los físicos y los teóricos del mundo. ¿Qué es la realidad? ¿De dónde viene? ¿Descansa sobre un orden y sobre una inteligencia subyacente? La idea de materia que se tenía antes de 1900 era sencilla: si yo rompía una piedra, obtenía polvo; y en ese polvo, moléculas compuestas de átomos, especie de «canicas» de materia que se suponía indivisibles. En esta idea, ¿había sitio para el espíritu? ¿Dónde estaba? En ninguna parte. En ese universo, mezcla de certezas y de ideas absolutas, la ciencia no podía dirigirse sino a la materia. El camino la conducía incluso a una especie de ateísmo virtual, en que se levantaba una frontera «natural» entre el espíritu y la materia, entre Dios y la ciencia, sin que nadie osara ponerla en duda. Pero, a comienzos del siglo XX, la teoría cuántica nos dice que para comprender lo real hay que renunciar a la noción tradicional de materia tangible, concreta, y sólida. Que el espacio y el tiempo son ilusiones. Que una partícula puede ser detectada en dos sitios a la vez. Que la realidad fundamental no es cognoscible. Estamos ligados a la realidad de esas entidades cuánticas que transcienden las categorías del tiempo y del espacio ordinario. Existimos a través de «algo» cuya naturaleza y cuyas asombrosas propiedades son difíciles de captar, pero que se asemeja más al espíritu que a la materia tradicional. Bergson presintió como nadie los grandes cambios conceptuales producidos por la teoría cuántica. A sus ojos, al igual que en la física cuántica, la realidad no es ni causal ni local: el espacio y el tiempo son abstracciones, puras ilusiones.
Las consecuencias de esta transformación superan, con mucho, todo lo que hoy podemos basar en nuestra experiencia y en nuestra intuición. Poco a poco, empezamos a comprender que lo real es inaccesible, y que de ello apenas percibimos la sombra que proyecta, en forma de espejismo. Pero, ¿qué hay tras esta sombra?¿Por qué hay algo en lugar de la nada? ¿Por qué apareció el universo? Ninguna ley física que se deduzca de la observación permite responder a estas preguntas. Sin embargo, las mismas leyes nos autorizan a describir con precisión lo que sucedió al comienzo. ¿Qué pasó en el origen, hace quince mil millones de años? Para saberlo, vamos a remontarnos hasta el tiempo cero, hasta ese muro originario que los físicos llaman «muro de Planck». En ese tiempo lejano, todo lo que contiene el gran universo, planetas, soles y miles de millones de galaxias, estaba concentrado en una «singularidad» microcósmica de una pequeñez inimaginable. Pero al hablar del surgimiento del universo se plantea una pregunta inevitable: ¿de dónde viene el primer «átomo de realidad»? ¿Qué sucedió al principio de los tiempos y dio origen a todo lo que hoy existe? ¿Qué fuerza ha dotado al universo con las formas que lo cubren? Estas preguntas son la materia prima de la filosofía. Podemos proseguir nuestro viaje al pasado hasta ese tiempo en el que la Tierra y el Sol todavía no existían. Sin embargo, la esencia de los metales ya estaba allí, flotando en el espacio interestelar en forma de nube que contenía una gran cantidad de elementos pesados, necesarios para la formación de nuestro sistema solar. Pero, ¿de dónde venía esta nube? De una estrella que existía antes que nuestro sol y que explotó, hace diez o doce mil millones de años. En ese momento, el universo estaba constituido esencialmente por inmensas nubes de hidrógeno que se condensaban, se calentaban, y acababan por encenderse y formar las primeras estrellas gigantes. En cierto modo, estas estrellas pueden ser comparadas a gigantescos hornos, destinados a fabricar los núcleos de los elementos pesados que son necesarios para la ascensión de la materia hacia la complejidad. Al final de su relativamente breve vida, apenas algunas decenas de millones de años, estas estrellas gigantes explotan y lanzan al espacio interestelar los materiales que servirán para fabricar otras estrellas más pequeñas, llamadas estrellas de segunda generación, así como los planetas y los metales que contienen. Todo lo que se encuentra en nuestro planeta no es más que un «residuo» engendrado por la explosión de esa antigua estrella. Un pequeño trozo de metal contiene toda la historia del universo, una historia que comenzó hace miles de millones de años, antes de la formación del sistema solar.
Pero aquella primera materia había nacido en el torbellino ardiente de una nube de hidrógeno primordial. Por ello tenemos que remontarnos a un pasado todavía más remoto, anterior a la formación de las primeras estrellas. Hay que remontarse lo más lejos posible, hasta el origen del propio universo. Nos encontramos, pues, quince mil millones de años atrás. ¿Qué pasó en ese momento? La física moderna nos dice que el universo nació de una gigantesca explosión que provocó la expansión de la materia. Todavía hoy podemos observarla, por ejemplo, en las galaxias. Esas nubes, constituidas por centenares de miles de millones de estrellas, continúan alejándose unas de otras por el empuje de esa explosión originaria. Basta medir la velocidad con que estas galaxias se separan para deducir el momento inicial, en el que se encontraban concentradas en un punto. Es algo así como contemplar una película al revés. Al rebobinar la gran película cósmica, imagen por imagen, acabaremos por descubrir el momento preciso en el que todo el entero universo tenía el tamaño de una cabeza de alfiler. Los astrofísicos toman como punto de partida las primeras milmillonésimas de segundo que siguieron a la creación. En este tiempo fantásticamente pequeño, el universo entero, con todo lo que contendrá más tarde, las galaxias, los planetas, la Tierra, etc., todo eso está contenido en una esfera de una pequeñez inimaginable: 10−43centímetros; es decir, miles y miles y miles de millones de veces más pequeña que el núcleo de un átomo. Como comparación, el diámetro del núcleo de un átomo es de 10 centímetros. La densidad y el calor de ese universo original alcanzan magnitudes que la mente no puede captar. Se llega a una desmesurada temperatura de 10³² grados. Estamos aquí frente al «muro de la temperatura», una frontera de calor extremo, más allá de la cual nuestra física se derrumba. A esta temperatura, la energía del universo naciente es monstruosa. Por lo que se refiere a la «materia», o algo equivalente, está constituida por una «sopa» de partículas primitivas, antepasados lejanos de los quarks, partículas que interaccionan continuamente entre sí. Aún no hay ninguna diferencia entre estas partículas primarias, que interaccionan todas de la misma manera, empleando las cuatro interacciones fundamentales: gravitación, fuerza electromagnética, fuerza fuerte y fuerza débil, que son todavía indistinguibles, confundidas como están en una sola fuerza universal. Y todo ello en un universo que es miles de millones de veces más pequeño que la cabeza de un alfiler.
Este es quizá el momento más apasionante de toda la historia cósmica. Los acontecimientos se precipitan a un ritmo alucinante, hasta tal punto que suceden muchas más cosas en estas milmillonésimas de segundo que en los miles de millones de años que seguirán. Algo así como si esta efervescencia de los comienzos fuera una especie de eternidad. Porque si seres conscientes hubieran podido vivir esos primeros momentos del cosmos, habrían tenido la sensación de que un tiempo casi eterno transcurría entre un acontecimiento y otro. Ello era debido a que, en esos momentos, la extremada densidad de los acontecimientos implicaba una distorsión de la duración. Después del instante originario de la creación, fueron suficientes algunas milmillonésimas de segundo para que el universo entrara en una fase extraordinaria, que los físicos llaman la «era inflacionaria». Durante ese tiempo fabulosamente breve, que se extiende de 10 −43a 10 −32segundos, el universo se expandió 1050 veces. Su longitud característica pasó del tamaño de un núcleo de átomo al de una manzana de diez centímetros de diámetro. Estamos, pues, frente a un universo tan grande como una manzana. El reloj cósmico marca 10 segundos y la era inflacionaria acaba de terminar. En ese instante no existe todavía más que una sola partícula, a la cual los astrofísicos han dado el poético nombre de «partícula X». Es la partícula originaria, la que ha precedido a todas las demás. Su cometido consiste simplemente en transmitir fuerzas. Si en ese momento alguien hubiera podido observar el universo, habría comprobado que la manzana del comienzo era perfectamente homogénea. Era un campo de fuerzas que aún no contenía materia. Pues bien, exactamente a 10 −31segundos algo va a suceder. Las partículas X van a dar origen a las primeras partículas de materia: los quarks, los electrones, los fotones, los neutrinos y sus antipartículas. Este universo naciente ahora alcanza el tamaño de un balón grande. Las partículas que existen en ese momento son, al principio, fluctuaciones de la densidad que dibujan, aquí y allá, estrías, irregularidades de todas clases. Hoy debemos nuestra existencia a esas primeras irregularidades. Porque esas estrías microscópicas se desarrollarán hasta dar origen, mucho más tarde, a las galaxias, a las estrellas y a los planetas. En resumen, la «tapicería cósmica» de los orígenes engendra, en unas milmillonésimas de segundo, todo lo que hoy conocemos.
Entre los 10 −32y los 10 segundos prosigue la diferenciación. Sin embargo, en ese lapso de tiempo sobreviene un acontecimiento esencial: los quarks se asocian en neutrones y protones y la mayor parte de las antipartículas desaparece para dejar sitio a las partículas del universo actual. Así pues, en una diezmilésima fracción de segundo, las partículas elementales son engendradas en un espacio que acaba de ordenarse. El universo sigue dilatándose y enfriándose. Aproximadamente 200 segundos después del primer instante, las partículas elementales se reúnen para formar los isótopos de los núcleos de hidrógeno y de helio. Progresivamente, el mundo, tal como lo conocemos, se coloca en su sitio. La historia que hemos recorrido ha durado alrededor de tres minutos. A partir de este momento, las cosas van a ir mucho más despacio. Durante millones de años, todo el universo será anegado por radiaciones y por un turbulento plasma de gas. Al cabo de unos 100 millones de años, en medio de inmensos torbellinos de gas, se forman las primeras estrellas. En su seno van a fusionarse los átomos de hidrógeno y de helio para dar origen a los elementos pesados que acabarán apareciendo miles de millones de años después. No se puede dejar de sentir un vértigo de irrealidad ante tales cifras, como si, al acercarnos a los comienzos del universo, el tiempo se estirase y se dilatase, hasta volverse infinito. Tal vez hay que ver en este fenómeno una interpretación científica de la eternidad divina. Se admite que es posible describir con mucha precisión lo que sucedió 10 −43segundos después de la creación, pero, ¿qué sucedió antes? La ciencia parece impotente para describir, o incluso imaginar, algo razonable, en el más profundo sentido de la palabra, a propósito del momento originario, cuando el tiempo estaba todavía en el cero absoluto y nada había sucedido aún. En efecto. Los físicos no tienen la menor idea acerca de lo que podría explicar la aparición del universo. Pueden remontarse hasta 10−43segundos, pero no más allá. Tropiezan entonces con el famoso Muro de Planck, llamado así porque el célebre físico alemán fue el primero en señalar que la ciencia es incapaz de explicar el comportamiento de los átomos cuando la fuerza de la gravedad llega a ser extrema. En el minúsculo universo del comienzo, la gravedad no tiene todavía ningún planeta, ninguna estrella o galaxia sobre los que ejercer su poder. Sin embargo, esa fuerza ya está ahí, interfiriendo con las partículas elementales que dependen de las fuerzas electromagnética y nuclear. Esto es precisamente lo que nos impide saber qué sucedió antes de los 10−42segundos. La gravedad levanta una barrera infranqueable ante cualquier investigación. Más allá del Muro de Planck entramos en un misterio total.
El Tiempo de Planck, según los físicos, es también el límite último de nuestros conocimientos, el fin de nuestro viaje hacia los orígenes. Detrás de este muro, se esconde todavía una realidad inimaginable. Algo que probablemente nunca podremos comprender, un secreto que los físicos ni siquiera sueñan con desvelar algún día. Algunos de ellos han intentado echar una mirada al otro lado del muro, pero no han podido decir nada realmente comprensible sobre lo que han creído ver. Algún físico que había podido remontarse hasta el Tiempo de Planck y echar un vistazo furtivo al otro lado del muro, afirmaba que había advertido una realidad vertiginosa, ya que la estructura misma del espacio se había hundido en un cono gravitacional tan intenso que el tiempo iba del porvenir al pasado y estallaba, en el fondo del cono, en una miríada de instantes iguales a la eternidad. Eso es lo que este científico había creído adivinar detrás del Muro de Planck. Era como una extraña sensación de alucinación metafísica. Las más recientes teorías relativas a los orígenes del universo echan mano, literalmente, de nociones de orden metafísico. Por ejemplo, la descripción que el físico teórico estadounidense John Wheeler hace de ese «algo» que precedió a la creación del universo: «Todo lo que conocemos procede de un infinito de energía que tiene la apariencia de la nada». Según la teoría cuántica, el universo físico observable no está hecho de otra cosa que de pequeñas fluctuaciones sobre un inmenso océano de energía. Así, las partículas elementales y el universo tendrían por origen ese «océano de energía». No solamente el espacio-tiempo y la materia nacerían de ese plano primordial de infinita energía y de flujo cuántico, sino que incluso estarían permanentemente animados por él. El físico estadounidense David Bohm piensa que la materia y la conciencia, el tiempo, el espacio y el universo no representan más que un ínfimo «chapoteo» respecto a la inmensa actividad del plano subyacente, el cual proviene de una fuente eternamente creadora situada más allá del espacio y del tiempo. ¿Cuál es, desde un punto de vista físico, la naturaleza de ese misterioso «plano subyacente»? En física existe un nuevo concepto que ha demostrado su riqueza operativa: el devacío cuántico. Antes debemos decir que el vacío absoluto, caracterizado por una ausencia total de materia y de energía, no existe. Incluso el vacío que separa las galaxias no está totalmente vacío, ya que contiene algunos átomos aislados y diversos tipos de radiación.
El vacío en estado puro no es más que una abstracción, ya que no se conseguirá eliminar de la realidad el campo electromagnético residual que forma el «fondo» del vacío. Si planteamos que en el seno del vacío existe una energía residual, ésta puede perfectamente convertirse en materia durante el curso de sus «fluctuaciones de estado», en que nuevas partículas surgirán entonces de la nada. El vacío cuántico es, por tanto, el escenario de un incesante ballet de partículas, que aparecen y desaparecen en un tiempo extremadamente breve, inconcebible a escala humana. Si se admite que la materia puede surgir de ese casi nada que es el vacío, tal vez dispondremos de una posible respuesta con respecto a de dónde viene el big bang. O dicho de otra manera, ¿qué pasó antes de los 10 −43 segundos? La teoría cuántica demuestra que, si le transferimos una cantidad suficiente de energía, la materia puede surgir de un espacio vacío. Por extensión, se puede suponer que, justo antes del big bang, un flujo de energía inconmensurable fue transferido al vacío inicial y generó una fluctuación cuántica primordial de la que habría de nacer nuestro universo. Entonces, ¿de dónde vendría esa colosal cantidad de energía en el comienzo del big bang? podemos intuir que lo que se esconde tras el Muro de Planck es una forma de energía primordial de una potencia ilimitada. También podemos suponer que lo que reina antes de la Creación es un tiempo inagotable, que todavía no ha sido troceado en pasado, presente y futuro. A ese tiempo absoluto que no transcurre, corresponde la misma energía, total e inagotable. Desde el punto de vista metafísico, puede presuponerse que el océano de energía ilimitada es el hipotético Creador. Si no podemos comprender lo que hay detrás del Muro es porque todas las leyes de la física pierden pie ante el misterio absoluto de un supuesto Dios creador y de la propia Creación. pero, ¿por qué ha sido creado el universo? ¿Qué ha empujado a un hipotético Creador a crear el universo tal como lo conocemos? Antes del Tiempo de Planck, nada existía. Era el reino de la Totalidad intemporal, de la integridad perfecta, de la simetría absoluta. Sólo el Principio Original está allí, en la nada, una fuerza infinita, ilimitada, sin comienzo ni fin. En ese «momento» primordial, esta fuerza no tiene quizá la intención de crear nada. Se basta a sí misma. Sin embargo, «algo» va a suceder. Quizá en una fluctuación del vacío y en un instante fantástico, el supuesto Creador decide crear un espejo de su propia existencia. En cierto modo, el hipotético Dios acaba de crear una imagen de sí mismo. Tal vez así comenzó todo.
El big bang descansa sobre lo que los astrofísicos, en su mayoría, admiten hoy como el modelo estándar. Pero, ¿tenemos pruebas tangibles de que el big bang sucedió realmente? En realidad, existen por lo menos tres indicios que nos permiten pensar que sí. El primero es la edad de las estrellas. Los datos que se refieren a las más antiguas indican una edad entre los doce y los quince mil millones de años, lo cual es coherente con la duración del universo desde su supuesta aparición. El segundo argumento se basa en el análisis de la luz emitida por las galaxias, que indica sin ambigüedad que los objetos galácticos se alejan unos de otros a una velocidad tanto más elevada cuanto más alejados están. Lo cual sugiere, a su vez, que antaño las galaxias estaban concentradas en una única región del espacio, en el seno de una nube primordial de quince mil millones de años de antigüedad. Queda el tercer indicio, el más decisivo. En 1965 se puso de manifiesto la existencia, en todas las regiones del universo, de una radiación muy poco intensa, análoga a la de un cuerpo a muy baja temperatura, de unos 3 grados por encima del cero absoluto. Pues bien, esta radiación uniforme no es otra cosa que una especie de fósil o eco fantasmal de los torrentes de calor y de luz de los primeros instantes del universo. Seguramente estamos rozando el borde metafísico de lo real. Parece cierto que la sopa primordial, la mezcla materia/radiación del comienzo, contenía, en la primera centésima de segundo, protones y neutrones en interacción constante. Estas primeras interacciones habrían creado la asimetría materia-antimateria del universo, que hoy se manifiesta por la inestabilidad del protón. En compensación, si nos remontamos más lejos en dirección al origen, hasta la primera milmillonésima de milmillonésima de segundo, esas partículas no existían todavía. En resumidas cuentas, la materia no es más que el fósil de una edad más remota, en la que reinaba una simetría perfecta entre las formas de interacción. Hacia el Tiempo de Planck, en el momento en que la temperatura estaba en su punto más alto, la sopa primordial debía de estar constituida por partículas más fundamentales que los quarks: las partículas X. Y lo extraordinario es que, en el primerísimo instante de la Creación, en ese universo de energías muy altas donde aún no existían interacciones diferenciadas, el universo tenía una simetría perfecta. En resumen, el cosmos, tal como lo conocemos hoy, con todo lo que contiene, desde las estrellas hasta una lámpara de mesa, no es sino el vestigio asimétrico de un universo que antaño era perfectamente simétrico.
La energía de la bola de fuego primordial era tan elevada que las cuatro interacciones, la gravedad, la fuerza electromagnética, la fuerza nuclear fuerte y la fuerza de desintegración, estaban entonces unificadas en una sola interacción, de una simetría perfecta. Después, esa bola de fuego, compuesta de quarks, electrones y fotones, conoció la fase de expansión, el universo se enfrió, y la perfecta simetría fue rota instantáneamente. Esto recuerda una intuición de Bergson, que decía que “la Creación era un gesto que cae“; en otras palabras: la huella de un acontecimiento que se deshace. Y seguramente Bergson captó, mucho antes que los físicos, algo del misterio de la Creación. Comprendió que el Mundo que hoy conocemos es la expresión de una simetría imperfecta. Si Bergson estuviera todavía entre nosotros, probablemente diría que es de esta misma imperfección de donde ha podido surgir la vida. El mensaje más importante de la física teórica de los últimos diez años es haber sabido descubrir la perfección en el origen del universo, un océano de energía infinita. Tomemos como ejemplo el planeta Tierra, aunque el ejemplo sería válido para otros planetas en el Universo. Hace mil millones de años que el sol brillaba sobre la Tierra. En aquel tiempo no se distinguen más que inmensos desiertos de lava fundida que vomitan sin interrupción columnas de vapor y de gas de varios kilómetros de altura. Poco a poco, esas nubes oscuras se acumulan y forman la primera atmósfera de la Tierra. Gas carbónico, amoníaco, óxido de carbono, nitrógeno e hidrógeno: esa mezcla opaca, mortal, abruma entonces el horizonte, aún vacío. Pasan millones de años. Lentamente, el calor comienza a decaer. Ahora la lava forma una pasta, tibia aún, sobre la que ya se podría andar. El primer continente acaba de nacer. Es entonces cuando un acontecimiento capital viene a romper la monotonía de esa edad remota. Las nubes inmensas que giran en el cielo se condensan y la primera lluvia del mundo comienza a caer. Durará siglos. El agua invade casi todo el planeta, llenando las depresiones hasta formar el océano primitivo. Durante centenares de miles de años, olas gigantes golpean la roca negra. La Tierra, el cielo y las aguas están todavía vacías. Sin embargo, las moléculas primitivas son constantemente agitadas por las monstruosas tormentas que se desencadenan, quebrantadas incansablemente por la formidable radiación ultravioleta del sol. En ese estadio surge lo que, retrospectivamente, parece un milagro. En el corazón de este caos, se juntan, se combinan algunas moléculas para formar progresivamente estructuras estables, reflejo de un orden. Ahora, una veintena de aminoácidos existe en los océanos, constituyendo los primeros ladrillos de la materia viva.
Cada uno de nosotros somos los descendientes lejanos de esos primeros «habitantes» de la Tierra o de otros planetas. De este modo, al cabo de una ascensión muy larga y misteriosa hacia la complejidad, emerge por fin la primerísima célula viva. Pero, ¿cómo puede un flujo de energía que se derrama sin aparente objetivo esparcir la vida y la conciencia por el mundo? Antes de remontarnos a los orígenes de la vida, empecemos por comprenderla mejor, tal y como hoy existe. Consideremos un perro y su caseta. Entendemos que el perro es un ser vivo, mientras que la caseta no lo es. ¿Cuál es la diferencia entre los dos? Si nos situamos en el nivel nuclear, es decir, en la escala de las partículas elementales, el perro y la caseta son idénticos. Un escalón por encima, en el nivel atómico, se manifiestan algunas diferencias, pero no atañen más que a la naturaleza de los átomos y, por lo tanto, son todavía reducidas. Pero, ¿qué es la vida? ¿por qué «milagro» apareció esta vida? Hemos visto que, detrás del nacimiento del universo, había algo, como una fuerza organizadora que parece haberlo planificadoo todo, con una minuciosidad inimaginable. Pero, ¿qué hay detrás de la vida? ¿Apareció la vida por azar o es fruto de una secreta necesidad? Entramos en el reino de las moléculas. Esta vez, las diferencias son mucho más importantes y atañen a las segregaciones de materia entre el mundo mineral y el mundo orgánico. Pero el salto decisivo se da en el nivel de las macromoléculas. En ese estadio, el perro parece infinitamente más estructurado, más ordenado que la caseta. En realidad, la única diferencia de fondo entre lo inerte y lo viviente es que lo viviente es simplemente más rico en información que el inerte. Pero, si la vida no es otra cosa que materia mejor informada, ¿de dónde proviene la información? Es sorprendente que todavía haya numerosos biólogos y filósofos que piensen que las primeras criaturas vivas nacieron «por azar» en el océano primitivo, hace cuatro mil millones de años. Desde luego, las leyes de la evolución, enunciadas por Darwin, existen y dejan mucho sitio a lo aleatorio. Pero, ¿quién ha determinado esas leyes? ¿Por qué «azar» se han aproximado ciertos átomos para formar las primeras moléculas de aminoácidos? Y, aún más, ¿por qué azar esas moléculas se han ensamblado hasta llegar a ese edificio terriblemente complejo que es el ADN? El biólogo François Jacob, biólogo francés, galardonado con el Premio Nobel de Fisiología o Medicina en 1965, planteo esta simple pregunta: “¿quién ha elaborado los planos de la primera molécula de ADN, portadora del mensaje inicial que permitirá reproducirse a la primera célula viva?“. Estas preguntas, y muchas otras, quedan sin respuesta si uno se atiene únicamente a las hipótesis que hacen intervenir el azar. Por esta razón, las ideas de los biólogos han comenzado a cambiar desde hace algunos años.
Los investigadores más avanzados ya no se contentan con recitar irreflexivamente las leyes de Darwin. Construyen nuevas teorías, con frecuencia muy sorprendentes, e hipótesis que se apoyan en la intervención de un principio organizador, que transciende la materia. Según esos nuevos enfoques, que dejan en evidencia el dogma del «azar creador», la vida es una propiedad que emerge de la materia, un fenómeno que obedece a una especie de necesidad inscrita en el corazón mismo de lo inanimado. Todo esto es tanto más sorprendente cuanto que, a escala cósmica, la vida debe abrirse un difícil camino, sembrado de miles de obstáculos, antes de emerger por fin. Por ejemplo, el espacio vacío es tan frío que, dentro de él, cualquier criatura viva, incluso la más sencilla, sería congelada instantáneamente, ya que la temperatura desciende a menos de 273 grados. En el otro extremo, la materia de las estrellas es tan ardiente que ningún ser vivo podría resistir allí. Es decir, en el universo hay perpetuas radiaciones y bombardeos cósmicos que dificultan, casi en todas partes, la manifestación de lo viviente. Ahora bien, a pesar de todo eso, la vida ha aparecido, al menos sobre nuestro planeta, aunque cada vez hay más evidencias de una vida extendida por todo el universo. En consecuencia, el problema que se plantea a los científicos y a los filósofos es saber si entre la materia y la vida hay una transición continua o no. Hoy en día, la ciencia trabaja sobre esa relación entre lo inerte y lo viviente. Tiende a mostrar que existe una zona de continuidad y que lo viviente proviene de un ascenso necesario de la materia. Parece que la vida esté irremediablemente llamada a recorrer una escala ascendente, desde las formas más próximas a la materia a las formas más elevadas, siguiendo una ascensión dentro de la evolución. La aventura de la vida está ordenada por un principio organizador. En el origen de las investigaciones del premio Nobel de Química, el físico belga, de origen ruso, Ilya Prigogine, se encuentra la idea de que el desorden no es un estado «natural» de la materia, sino, por el contrario, un estadio que precede a la aparición de un orden más elevado. Esta concepción, que iba claramente en contra de las ideas admitidas, suscitó inicialmente la hostilidad de los medios científicos. Pero él insistió en que leyes desconocidas debían explicar cómo el universo y la vida habían nacido del caos primordial. Esa convicción no era solamente teórica sino que también descansaba en el resultado de un experimento extremadamente inquietante. Era el experimento de Bénard. Si tomamos un líquido, como agua, y la calentamos en un recipiente, observamos que las moléculas de líquido se organizan y se reagrupan de una manera ordenada para formar células hexagonales. Este fenómeno, más bien inesperado, conocido por el nombre de inestabilidad de Bénard, intrigó mucho a Prigogine. ¿Qué podía provocar el nacimiento de una estructura ordenada en el seno del caos?
En el comienzo de la vida, ¿no habría un fenómeno de autoestructuración comparable al que se observa en el agua caliente? La conclusión a la que llegó Prigoginees es que, lo que es posible en la dinámica de líquidos, debe serlo igualmente en química y en biología. pero primero es obligado reconocer que las cosas que se encuentran a nuestro alrededor se comportan como sistemas abiertos, es decir, que intercambian continuamente con su entorno materia, energía, e información. Dicho de otro modo; esos sistemas en continuo movimiento varían regularmente a lo largo del tiempo y deben ser considerados como fluctuantes. Ahora bien, las fluctuaciones pueden ser tan importantes que la organización que las acoge se encuentre incapacitada para tolerarlas sin transformarse. A partir de este umbral crítico, hay dos posibles soluciones, descritas por Prigogine: o el sistema es destruido por la amplitud de las fluctuaciones, o alcanza un nuevo orden interno, caracterizado por un nivel superior de organización. Y aquí llegamos al núcleo del descubrimiento de Prigogine: la vida descansa en estructuras dinámicas, que llama «estructuras de disipación», cuyo cometido consiste, precisamente, en disipar el influjo de energía, de materia y de información responsable de una fluctuación. Este nuevo enfoque del orden da un mentís al segundo principio de la termodinámica, que ordena que, en el curso del tiempo, los sistemas cerrados pasen inevitablemente del orden al desorden. Ese famoso principio de la termodinámica fue formulado por el físico francés Carnot en 1824. Según él y las generaciones posteriores de científicos, no había la menor duda: el universo está en perpetua lucha contra la irreversible ascensión del desorden. ¿Pero no sucede lo contrario en los sistemas vivos? Si examinamos la historia de los fósiles, vemos que de modo constante las organizaciones celulares se han transformado y estructurado en niveles de complejidad creciente. En otras palabras, la vida no es sino la historia de un orden cada vez más elevado y general. Porque a medida que el universo vuelve a su estado de equilibrio, se las arregla, a pesar de todo, para crear estructuras cada vez más complejas. Eso es lo que demuestra Prigogine. A sus ojos, los fenómenos de autoestructuración iluminan una propiedad radicalmente nueva de la materia.
Existe una especie de trama continua que une lo inerte, lo previviente y lo viviente. Por su construcción, la materia tiende a estructurarse para llegar a ser materia viva. Es en el nivel molecular donde se opera esa estructuración, de acuerdo con leyes que son todavía enigmáticas en gran parte. Se comprueba, efectivamente, el comportamiento extrañamente «inteligente» de esas moléculas o agregados moleculares. Pero, sin embargo, no se pueden explicar estos fenómenos. Extremadamente impresionado por la omnipresencia de ese orden, subyacente al caos aparente de la materia, Prigogine declaró: «Lo asombroso es que cada molécula sabe lo que harán las otras moléculas, simultáneamente y a distancias macroscópicas. Nuestros experimentos muestran que las moléculas se comunican. Todo el mundo acepta esta propiedad en los sistemas vivos, pero es, por lo menos, inesperada en los sistemas inertes». Debemos considerar que hay continuidad entre la materia llamada inerte y la materia viva. En realidad, la vida extrae sus propiedades directamente de esa misteriosa tendencia de la naturaleza a organizarse espontáneamente y a marchar hacia estados cada vez más ordenados y complejos. Parece que el universo sea un vasto pensamiento. En cada partícula, átomo, molécula, célula de materia, vive y obra una omnipresencia. Desde el punto de vista filosófico, esta observación está cargada de consecuencias. Es decir, el universo tiene un sentido. Este sentido profundo se encuentra en su interior, bajo la forma de una causa transcendente. Si hay un progreso constante de la materia hacia estados más ordenados; si hay una evolución de las especies hacia una «superespecie», todo lleva a pensar que, en el fondo mismo del universo, hay una causa de la armonía de las causas, una inteligencia. La presencia manifiesta de esa inteligencia en el corazón mismo de la materia nos aparta de la concepción de un universo que habría aparecido «por azar», que habría producido la vida «por azar» y la inteligencia también «por azar». Una célula viva está compuesta de una veintena de aminoácidos que forman una «cadena» compacta. La función de estos aminoácidos depende, a su vez, de alrededor de 2.000 encimas específicas. Siguiendo el razonamiento, los biólogos han sido inducidos a calcular que la probabilidad de que un millar de encimas diferentes se una ordenadamente para formar una célula viva, a lo largo de una evolución de varios miles de millones de años, es tan pequeña, que es tanto como decir que la probabilidad es nula. Lo cual impulsó a Francis Crick, premio Nobel de Biología por el descubrimiento del ADN, a concluir en idéntico sentido: «Un hombre honesto, que estuviera provisto de todo el saber que hoy está a nuestro alcance, debería de afirmar que el origen de la vida parece actualmente provenir del milagro, tantas condiciones es preciso reunir para establecerla».
Regresemos a hace unos cuatro mil millones de años. En esa lejana época, lo que llamamos vida no existe todavía. Sobre la tierra de esos primeros tiempos, barrida por los vientos eternos, las nacientes moléculas son agitadas sin tregua, reformadas, y después dispersadas de nuevo por el rayo, el calor o las radiaciones. Pues bien, a partir de ese primitivo estadio, los primeros cuerpos simples van a unirse según leyes que nada deben ya al azar. En química, por ejemplo, existe un principio hoy conocido por el nombre de «estabilización topológica de cargas». Esta «ley» implica que las moléculas que incluyen en su estructura cadenas de átomos en alternancia, como el carbono, el nitrógeno y el oxígeno, forman sistemas estables al unirse. Se trata nada menos que de las piezas fundamentales que forman la mecánica de lo viviente, los aminoácidos. Siguiendo la misma ley de afinidad atómica, los aminoácidos van a unirse a su vez para formar las primeras cadenas de esos materiales de la vida que son los péptidos. En las negras olas de los primeros océanos del mundo, comienzan a surgir así, según el mismo proceso, las primerísimas moléculas nitrogenadas, que llamamos «purinas» y «pirimidinas», de las que nacerá más tarde el código genético. Y comienza la gran aventura, arrastrando la materia hacia lo alto, en una irresistible espiral ascendente, las primeras partículas nitrogenadas se fortalecen al asociarse al fosfato y a los azúcares hasta elaborar los prototipos de los nucleótidos, los famosos elementos de base que, al formar a su vez interminables cadenas, conducirán a esa etapa fundamental de lo viviente que es la aparición del ácido ribonucleico, el célebre ARN, casi tan conocido como el ADN. Así, en algunos centenares de millones de años, la evolución engendra sistemas bioquímicos estables, autónomos, protegidos del exterior por membranas celulares, los cuales se parecen ya a ciertas bacterias primitivas. Pero el verdadero problema que hubieron de afrontar estas células arcaicas fue el de la reproducción. En efecto, ¿cómo mantener esas uniones y asegurar la perennidad de esas pequeñas maravillas de la naturaleza? Acabamos de ver que los aminoácidos que las forman obedecen a un orden preciso. Por lo tanto, era necesario que estas primeras células aprendiesen a «recopiar» en alguna parte el encadenamiento en la elaboración de sus proteínas de base, con el fin de estar en condiciones de fabricar ellas mismas nuevas proteínas enteramente iguales a las precedentes. Por lo tanto, la cuestión está en saber cómo sucedieron las cosas en ese estadio. ¿Cómo inventaron esas primerísimas células las innumerables estratagemas que han conducido a este prodigio de la reproducción?
Una vez más, una «ley» inscrita en el corazón mismo de la materia permitió el milagro: los aminoácidos más «polares», que contienen una elevada carga electrostática, son espontáneamente atraídos por moléculas nitrogenadas, mientras que los menos polares se unen sobre todo a otras familias, como la citosina. Así nació el primer esbozo del código genético. Al acercarse a ciertos nucleótidos, y no a otros, los aminoácidos elaboraron lentamente los planos de su propia construcción y, más tarde, las herramientas y los materiales para llevarla a cabo. Hay que volver a insistir en que ninguna de las operaciones mencionadas antes podía llevarse a cabo por azar. Para que la unión de los nucleótidos conduzca «por azar» a la elaboración de una molécula de ARN utilizable, es necesario que la naturaleza multiplique a tientas los ensayos durante al menos un tiempo cien mil veces más largo que la edad total de nuestro universo. Dicho de otro modo, un solo intento al azar sobre la Tierra habría bastado para agotar el universo entero. Es como si todos los esquemas de la evolución hubieran sido escritos de antemano, desde los orígenes. Pero otra pregunta vuelve aquí. Si la evolución de la materia hacia la vida y la conciencia es muestra de un orden, ¿de qué orden se trata? debemos insistir en que si el azar tiende a destruir el orden, la inteligencia se manifiesta, al contrario, por la organización de las cosas, por la introducción de un orden en el caos. Al observar la pasmosa complejidad de la vida, podemos deducir que el universo es «inteligente», con una inteligencia que transciende lo que existe en nuestro plano de realidad y que ordenó, en el instante de la Creación, la materia que ha dado origen a la vida. Una vez más: ¿cuál es la naturaleza profunda del «orden» y de la inteligencia que se percibe en todas las dimensiones de lo real? Para responder, es preciso reflexionar más profundamente sobre lo que llamamos azar. Antes hemos visto que la aventura de la vida proviene de una tendencia universal de la materia a organizarse espontáneamente en sistemas cada vez más heterogéneos. El movimiento se dirige desde la unidad hacia la diversidad, creando orden a partir del desorden, elaborando estructuras de organización cada vez más complejas. Pero, ¿por qué la naturaleza produce orden? No se puede responder si no se recuerda que el universo parece haber sido regulado minuciosamente con el fin de permitir la aparición de una materia ordenada, de la vida después y, por fin, de la conciencia. Si las leyes físicas no hubieran sido en rigor lo que son, entonces, como subraya el astrofísico canadiense Hubert Reeves, «no estaríamos aquí para contarlo».
Si, en un principio, alguna de las grandes constantes universales, como, por ejemplo, la constante de gravitación, la velocidad de la luz o la constante de Planck, hubiera sido sometida a una ínfima alteración, el universo no habría tenido ninguna posibilidad de albergar seres vivos e inteligentes. Incluso es posible que él mismo universo no hubiera aparecido jamás. Este ajuste, de una precisión asombrosa, ¿está hecho de puro «azar» o proviene de la voluntad de una inteligencia organizadora que transciende nuestra realidad? Después de recorrer el largo camino de la vida, desde las primeras moléculas orgánicas hasta el hombre, henos aquí, confrontados de nuevo con una pregunta inevitable: la evolución cósmica que ha conducido hasta el hombre, ¿es fruto del azar, como pensaba el biólogo Jacques Monod, o bien se inscribe en un gran propósito universal, cada elemento del cual habría sido planificado minuciosamente? ¿Hay un orden subyacente detrás de lo que, sin comprenderlo, llamamos el azar? Para responder a esta pregunta, debemos ir hacia el azar del enigma y los misterios. ¿Cuál es el significado de lo que se llama, sencillamente, el orden de las cosas? Observemos un copo de nieve. Ese pequeño objeto obedece a leyes matemáticas y físicas de una sutileza sorprendente, que dan lugar a figuras geométricas ordenadas, aunque todas diferentes entre sí: cristales y policristales, agujas y dendritas, plaquetas y columnas, etc. Lo más asombroso es que cada copo de nieve es único en el mundo. Después de haber flotado en el viento durante una hora, es sometido a toda clase de condiciones, tales como temperatura, humedad, presencia de impurezas en la atmósfera, que inducirán una figura específica. La forma final de un copo contiene la historia de todas las condiciones atmosféricas que ha atravesado. Lo que es fascinante es que en el corazón mismo del copo de nieve se contempla la esencia de un orden y de un equilibrio delicado entre fuerzas de estabilidad y de inestabilidad; una interacción entre fuerzas a escala humana y fuerzas a escala atómica. ¿De dónde viene este equilibrio? ¿Cuál es el origen de ese orden y de esa simetría? Para encontrar una respuesta, tenemos que descender un poco más en lo infinitamente pequeño. Miremos lo que sucede en el nivel del átomo. El comportamiento de las partículas elementales parece desordenado, aleatorio e imprevisible. En física cuántica no existe, en efecto, ningún medio de predecir acontecimientos individuales o singulares. Imaginemos que encerramos un kilo de radio en una cámara acorazada y que, mil seiscientos años después, volvemos para ver lo que ha pasado. La mitad de los átomos de radio habrá desaparecido, según el proceso bien conocido de desintegración radioactiva. Los físicos dicen que la «semivida», o período del radio, es de mil seiscientos años, el tiempo que necesita la mitad de los átomos de un bloque de radio para desintegrarse.
Pero, ¿podemos determinar qué átomos de radio van a desintegrarse? Aunque les pese a los defensores del determinismo, no tenemos ningún modo de saber por qué tal átomo se desintegra en lugar de tal otro. Podemos predecir cuántos átomos van a desintegrarse, pero somos incapaces de decir cuáles. Ninguna ley física permite describir el proceso de selección. La teoría cuántica puede describir con una precisión muy grande el comportamiento de un grupo de partículas, pero cuando se trata de una partícula individual no puede adelantar más que probabilidades. Parece evidente que el azar no existe. Lo que llamamos azar no es sino nuestra incapacidad para comprender un grado superior de orden. Ahí encontramos las ideas del físico inglés David Bohm, para quien los movimientos de las motas de polvo en un rayo de sol no son aleatorios más que en apariencia. Bajo el desorden visible de los fenómenos existe un orden profundo, de un grado infinitamente elevado, que permitiría explicar lo que nosotros interpretamos como fruto del azar. Al respecto hay un célebre experimento de física: el de las «dobles rendijas». El dispositivo es de una gran simplicidad. Se coloca una pantalla, con dos perforaciones verticales en forma de rendija, entre una placa fotográfica y una fuente luminosa que envía fotones, es decir, granos de luz, hacia la pantalla. Al proyectar una a una las partículas luminosas hacia las rendijas no podemos decir qué rendija atravesará cada partícula, ni exactamente dónde cada partícula alcanzará la placa fotográfica. Desde ese punto de vista, los movimientos y la trayectoria de cada una de las partículas luminosas son aleatorios e imprevisibles. Sin embargo, alrededor de un millar de disparos después, los fotones no dejan una mancha aleatoria sobre la placa fotográfica. El conjunto de partículas que fueron enviadas por separado forma ahora una figura perfectamente ordenada, bien conocida por el nombre de franjas de interferencias. En conjunto, esta figura era perfectamente previsible. Dicho de otro modo, el carácter «aleatorio» del comportamiento de cada partícula aislada encubría, de hecho, un grado muy elevado de orden que no podíamos interpretar. Este experimento refuerza la intuición de que el universo no contiene azar sino diversos grados de orden cuya jerarquía nos toca descifrar.
A escala macroscópica, la presencia de estructuras que caracterizan al universo sigue siendo un misterio. Tomemos la cuestión, de la homogeneidad de las galaxias. La uniformidad e isotropía en la distribución de la materia son pasmosas. Ahora bien, ¿cómo la heterogeneidad que reina a pequeña escala ha podido engendrar a gran escala un orden tan elevado? Si un orden subyacente gobierna la evolución de lo real, es imposible sostener, desde un punto de vista científico, que la vida y la inteligencia han aparecido en el universo después de una serie de acontecimientos aleatorios sin ninguna finalidad. Al contrario, al observar la naturaleza y las leyes que se desprenden de ella, parece que el universo entero tiende hacia la conciencia. En su inmensa complejidad, el universo está hecho para engendrar vida, conciencia e inteligencia, ya que «materia sin conciencia no es más que la ruina del universo». Sin una conciencia que dé testimonio de sí, el universo no podría existir. Nosotros somos el universo mismo, su vida, su conciencia, su inteligencia. Rozamos aquí el gran misterio. Recordemos que toda la realidad descansa sobre un pequeño número de constantes cosmológicas. Son la constante de gravitación, de la velocidad de la luz, del cero absoluto, la constante de Planck, etc. Conocemos el valor de cada una de ellas con una notable precisión. Ahora bien, a poco que hubiera sido modificada una sola de esas constantes, el universo, al menos, tal como lo conocemos, no hubiera podido aparecer. Un ejemplo contundente lo proporciona la densidad inicial del universo. A poco que esta densidad hubiera sido desviada del valor crítico que mantiene desde los 10 −35segundos después del big bang, el universo no hubiera podido constituirse. Hoy, la relación entre la densidad del universo y la densidad crítica original es del orden de 0,1. Ahora bien, esta relación estuvo increíblemente cerca de 1 en el momento muy lejano:a los 10−40segundos. Un instante después del big bang, la desviación con respecto al umbral crítico fue extraordinariamente pequeña, de modo que el universo se «equilibró» justo después de su nacimiento, lo que permitió el desencadenamiento de todas las fases que siguieron. Otro ejemplo de este fantástico ajuste es que, si aumentáramos apenas en un uno por ciento la intensidad de la fuerza nuclear que controla la cohesión del núcleo atómico, suprimiríamos cualquier posibilidad de que los núcleos de hidrógeno permanecieran libres, y éstos se combinarían con otros protones y neutrones para formar núcleos pesados. Entonces, al no existir el hidrógeno, no podría combinarse con los átomos de oxígeno para producir el agua indispensable para el nacimiento de la vida. Por el contrario, si disminuimos ligeramente esa fuerza nuclear, la fusión de los núcleos de hidrógeno se hace entonces imposible. Sin fusión nuclear, no hay soles, no hay fuentes de energía, no hay vida.
Lo que es cierto para la fuerza nuclear lo es también para otros parámetros, como la fuerza electromagnética. Si la aumentáramos muy ligeramente, intensificaríamos la relación entre el electrón y el núcleo. Entonces no serían ya posibles las reacciones químicas que resultan de la transferencia de electrones a otros núcleos. Una gran cantidad de elementos no podría formarse y, en un universo así, las moléculas de ADN no tendrían ninguna posibilidad de aparecer. Pero tenemos otras pruebas del perfecto ajuste de nuestro universo. Si la fuerza de la gravedad hubiera sido apenas un poco más débil en el momento de la formación del universo, las primitivas nubes de hidrógeno nunca habrían podido condensarse y alcanzar el umbral crítico de la fusión nuclear, por lo que las estrellas nunca se habrían encendido. En el caso contrario, una gravedad más fuerte habría conducido a un verdadero «desbocamiento» de reacciones nucleares y las estrellas se habrían abrazado furiosamente y habrían muerto tan deprisa, que la vida no habría tenido tiempo de desarrollarse. En realidad, cualesquiera que sean los parámetros considerados, la conclusión es siempre la misma. Si se modifica su valor, por poco que sea, suprimimos cualquier posibilidad de eclosión de la vida. Las constantes fundamentales de la naturaleza y las condiciones iniciales que han permitido la aparición de la vida parecen, pues, ajustadas con una precisión asombrosa. Por ejemplo, si la tasa de expansión del universo hubiera experimentado al comienzo una desviación del orden de 10−40, la materia inicial se habría desparramado por el vacío y el universo no habría podido dar a luz a las galaxias, a las estrellas y a la vida. Para dar una idea de la inconcebible finura con la que parece haber sido ajustado el universo, es suficiente imaginar la proeza que debería realizar un jugador de golf que, desde la Tierra, consiguiese meter la pelota en un agujero situado en el planeta Marte. Esas cifras no hacen sino reforzar la convicción de que ni las galaxias y sus miles de millones de estrellas, ni los planetas y las formas de vida que albergan, son un accidente o una simple «fluctuación del azar». No hemos aparecido porque un par de dados cósmicos hayan caído bien. Lo cierto es que el cálculo de probabilidades aboga en favor de un universo ordenado, minuciosamente regulado, cuya existencia no puede ser engendrada por el azar. Sin duda, los matemáticos no nos han contado todavía toda la historia del azar, ya que probablemente ignoran incluso lo que es. Pero han podido llevar a cabo ciertos experimentos gracias a ordenadores que generan números aleatorios. A partir de una regla derivada de las soluciones numéricas a las ecuaciones algebraicas, se han programado máquinas para producir azar.
Las leyes de probabilidad indican que esos ordenadores deberían estar calculando durante miles y miles de millones de años, durante un período casi infinito, antes de que pudiese aparecer una combinación de números comparable a la que ha permitido la eclosión del universo y de la vida. Dicho de otro modo, la probabilidad matemática de que el universo haya sido engendrado por azar es prácticamente nula. Si el universo existe tal como lo conocemos es para permitir que se desarrollen la vida y la conciencia. En cierto modo, nuestra existencia fue minuciosamente programada desde el principio, en el Tiempo de Planck. Todo lo que hoy nos rodea, ya existía en germen en el minúsculo universo de los comienzos. El universo ya sabía que el hombre llegaría en su momento. Aquí encontramos el «principio antrópico», que emitió, en 1974, el astrofísico inglés Brandon Carter, para quien, en efecto, «resulta que el universo se encuentra, exactamente, con las propiedades necesarias para engendrar un ser capaz de conciencia y de inteligencia». Consecuentemente, las cosas son lo que son simplemente porque no habrían podido ser de otra manera. En realidad no hay sitio para un universo diferente del que nos ha engendrado. Salvo si aceptamos la idea de que existe, a los lados de nuestro universo, una infinidad de otros universos «paralelos», que presentan diferencias más o menos importantes con el nuestro. Si, efectivamente, no hay sitio para otro universo que aquél en el que vivimos, ello quiere decir, una vez más, que un orden implícito, muy profundo e invisible, está manos a la obra por debajo del desorden explícito que se manifiesta. La naturaleza modela en el mismo caos las formas complicadas y altamente organizadas de lo viviente. En oposición a la materia inanimada, el universo de lo viviente se caracteriza por un creciente grado de orden: mientras que el universo físico se dirige hacia una entropía de desorden cada vez más elevada, lo viviente va de algún modo a contracorriente y crea mucho más orden. Por consiguiente, es preciso que revaluemos el papel de lo que llamamos «azar». El médico psiquiatra, psicólogo y ensayista suizo, Carl Jung, sostenía que la aparición de «coincidencias significativas» implicaba necesariamente la existencia de un principio explicativo que debía ser añadido a los conceptos de espacio, de tiempo y de causalidad. Este gran principio, llamado principio de sincronicidad, se funda en un orden universal de comprensión, complementario de la causalidad. En el origen de la Creación, no parece que haya acontecimiento aleatorio alguno. No hay azar, sino un grado de orden infinitamente superior a todo lo que podemos imaginar. Un orden supremo que regula las constantes físicas, las condiciones iniciales, el comportamiento de los átomos y la vida de las estrellas. Potente, libre, infinitamente existente, misterioso, implícito, invisible, sensible, está ahí, eterno y necesario detrás de los fenómenos, muy lejos sobre el universo y presente en cada partícula.
De este modo, la realidad, tal como la conocemos, parece el fruto de un orden transcendente en que se basa su aparición y su desarrollo. Pero, ¿qué es lo real que constituye el mundo físico que nos rodea? La concepción mecanicista del universo que propone la física de Newton se funda en la idea de que la realidad comprende objetos sólidos y un espacio vacío. En la vida cotidiana esta concepción funciona sin fallos, ya que los conceptos de espacio vacío y de cuerpos sólidos forman íntegramente parte de nuestra manera de pensar y de aprehender el mundo físico. El ámbito cotidiano puede así ser visto como una «región de dimensiones medias», en donde las reglas de la física clásica continúan aplicándose. Ahora bien, todo cambia si dejamos el universo de nuestra vida diaria y nos sumergimos en lo infinitamente pequeño en busca de sus fundamentos últimos. Hasta principios de siglo XX, gracias al descubrimiento de las sustancias radiactivas, no fue posible comprender la verdadera naturaleza de los átomos, que no eran bolas indivisibles de materia, sino que estaban compuestas de partículas aún más pequeñas. Los experimentos de Rutherford, las investigaciones de Heisenberg y de los físicos cuánticos han mostrado que los elementos constituyentes de los átomos, electrones, protones, neutrones y las decenas de otros elementos infranucleares que fueron descubiertos más tarde, no manifiestan ninguna de las propiedades asociadas a los objetos físicos. Las partículas elementales no se comportan de ninguna manera como partículas «sólidas», sino que parecen conducirse como entidades abstractas. ¿De qué se trata realmente? Para intentar saberlo, debemos abandonar nuestro mundo, sus leyes y sus certidumbres. Y admitir entonces que el universo no sólo es más extraño de lo que pensamos, sino mucho más extraño aún de lo que podemos imaginar. Hace ahora casi un siglo que entramos en la era cuántica, que pone en tela de juicio nuestra comprensión de los objetos que nos rodean a diario. Imaginemos cualquier objeto, como un lápiz. Lo que hemos aprendido nos obliga en lo sucesivo a admitir que se trata de un lápiz hecho de entidades que pertenecen a otro mundo: el de lo infinitamente pequeño, el del átomo y las partículas elementales. Pero, ¿podemos hacer coincidir nuestros conocimientos teóricos con la experiencia que nos llega de la realidad de todos los días? Todo lo que la física cuántica nos ha enseñado sobre este lápiz, no impide sentirlo como un «objeto» material, cuyo peso y consistencia puedo experimentar. Pero eso no es más que una ilusión en el teatro de la realidad. ¿Qué hay más allá de su sustancia sólida? Veamos lo que escribió Bergson, en 1912, a un jesuita, el padre de Tonquédec. «Las consideraciones expuestas en mi ensayo Materia y memoria rozan, así lo espero, la realidad del espíritu. De todo ello se desprende naturalmente la idea de un Dios creador y libre generador de la materia y de la vida».
Llegó a esta certidumbre apoyándose en la idea de que en el origen del universo hay un impulso de pura conciencia, una ascensión hacia lo alto que, en cierto momento, se interrumpe y «cae». Esta caída de la conciencia divina es lo que ha engendrado la materia tal como la conocemos. Nada hay de sorprendente, entonces, en que esta materia tenga una memoria «espiritual», ligada a sus orígenes. Después de los grandes descubrimientos de la teoría cuántica, podemos afirmar la creencia en la «espiritualidad» de la materia, o incluso en la materialidad del espíritu. Una gota de agua está compuesta de miles y miles de millones moléculas, cada una de las cuales mide 10 −9metros. Penetremos ahora en esas moléculas: descubriremos allí átomos más pequeños, cuya dimensión es de 10 −10metros. Continuemos nuestro viaje. Cada uno de estos átomos está compuesto de un núcleo todavía más pequeño, 10 −14metros, y de electrones que «gravitan» a su alrededor. Pero nuestra exploración no se detiene aquí. Un nuevo salto, y estamos en el corazón del núcleo. Esta vez encontramos una multitud de nuevas partículas, los nucleones, los más importantes de los cuales son los protones y los neutrones, de una pequeñez extraordinaria, puesto que alcanzan la dimensión de 10 −15metros. Pero aún no hemos llegado a la última frontera, más allá de la cual no hay nada. Hace unos años se descubrieron unas partículas todavía más pequeñas, los hadrones, compuestas a su vez de entidades infinitesimales, los quarks, que alcanzan el inimaginable «tamaño» de 10−18metros. Estas partículas representan una especie de «muro dimensional», ya que se considera que no existe ninguna magnitud física más pequeña de 10−18metros. Volviendo a nuestros lápiz, ahora estamos seguros de que está hecha de vacío. Imaginemos que nuestro lápiz crece hasta alcanzar el tamaño de la Tierra. A esa escala, los átomos que componen el lápiz gigante tendrían apenas el tamaño de cerezas. Pero hay aquí algo más sorprendente aún. Supongamos que cogemos con la mano uno de esos átomos del tamaño de una cereza. Por más que lo examinemos, incluso con ayuda de un microscopio, nos será absolutamente imposible observar el núcleo, demasiado pequeño a esa escala. En realidad, para ver algo sería necesario de nuevo cambiar de escala. Por lo tanto, la cereza que representa a nuestro átomo crece hasta convertirse en un enorme globo de doscientos metros de alto. A pesar de este impresionante tamaño, el núcleo de nuestro átomo no será sin embargo más grueso que una minúscula mota de polvo. Eso es el vacío del átomo.
Tenemos la desconcertante paradoja de una multitud de elementos que desembocan finalmente en el vacío, en lo inaprensible. Para comprenderla, supongamos que queramos contar los átomos de un grano de sal. Y supongamos también que seamos lo suficientemente rápidos como para contar mil millones de átomos por segundo. A pesar de esta notable hazaña, necesitaríamos más de cincuenta siglos para realizar el censo completo de la población de átomos que contiene ese minúsculo grano de sal. Por otro lado, si cada átomo de nuestro grano de sal tuviera el tamaño de una cabeza de alfiler, el conjunto de átomos que componen el grano de sal cubriría toda Europa con una capa uniforme de veinte centímetros de espesor. Parece realmente ciencia-ficción. Sin embargo, reina un inmenso vacío entre las partículas elementales. Si representamos el protón de un núcleo de oxígeno por una cabeza de alfiler y la colocamos encima de una mesa, el electrón que gravita a su alrededor describe entonces una circunferencia que pasa a unos 1000 km. Por eso, si todos los átomos que componen el cuerpo de una persona se juntaran hasta tocarse, no se vería a la persona. Tendría el tamaño de una ínfima mota de polvo de apenas unas milésimas de milímetro. Durante su alucinante inmersión en el corazón de la materia, los físicos se dieron cuenta de que su viaje, lejos de pararse en la frontera del núcleo, desemboca en realidad en el inmenso océano de esas partículas nucleares que hemos designado antes con el nombre de hadrones. Todo sucede como si, después de haber abandonado el río sobre el que navegábamos, nos encontráramos frente a un mar sin límites, surcado por enormes olas que se pierden en un horizonte negro y lejano. Esto también podría aplicarse también a lo infinitamente grande. Si volvemos los ojos hacia las estrellas, encontramos, una vez más, el vacío. Un enorme vacío entre las estrellas y, aún más lejos, a miles de millones de años luz de aquí, el vacío intergaláctico, una inmensidad inconcebible, en la que no se encuentra absolutamente nada, excepto, quizá, un átomo vagabundo, perdido para siempre en la oscuridad infinita, silenciosa y glacial. Hay como una similitud entre lo infinitamente grande y lo infinitamente pequeño. Según Hermes Trimegisto: “El TODO es Mente; el universo es mental. Como es arriba, es abajo; como es abajo, es arriba. Nada está inmóvil; todo se mueve; todo vibra. Todo es doble, todo tiene dos polos; todo, su par de opuestos: los semejantes y los antagónicos son lo mismo; los opuestos son idénticos en naturaleza, pero diferentes en grado; los extremos se tocan; todas las verdades son medias verdades, todas las paradojas pueden reconciliarse. Todo fluye y refluye; todo tiene sus períodos de avance y retroceso, todo asciende y desciende; todo se mueve como un péndulo; la medida de su movimiento hacia la derecha, es la misma que la de su movimiento hacia la izquierda; el ritmo es la compensación. Toda causa tiene su efecto; todo efecto tiene su causa; todo sucede de acuerdo a la ley; la suerte no es más que el nombre que se le da a la ley no reconocida; hay muchos planos de casualidad, pero nada escapa a la Ley. La generación existe por doquier; todo tiene su principio masculino y femenino; la generación se manifiesta en todos los planos“.
Si las estrellas son objetos materiales, las partículas subatómicas no son pequeñas motas de polvo. Más bien son, como hemos visto, tendencias a existir. Por ejemplo, cuando un simple electrón atraviesa una placa fotográfica, deja una señal que parece una sucesión de puntitos en forma de línea. Normalmente, tenemos tendencia a pensar que esa «pista» resulta del paso de un único electrón sobre la placa fotográfica, como si una pelota de tenis rebotase sobre una superficie de tierra batida. Pues bien, nada de eso. La mecánica cuántica afirma que la relación entre los puntos que representan un «objeto» en movimiento es producto de nuestra mente. En realidad, no existe el supuesto electrón que ha dejado la señal puntual. En términos más rigurosos y ajustados a la teoría cuántica, postular que una partícula está dotada de existencia independiente es una convención, cómoda para nuestra comprensión, pero infundada. Pero, ¿qué es lo que deja huella en la placa fotográfica? Los físicos piensan ahora que las partículas elementales, en vez de objetos, son en realidad el resultado, siempre provisional, de incesantes interacciones entre «campos» inmateriales. Esta nueva teoría parece desembocar en un enfoque verdadero de lo real. El tejido que forma las cosas, el último sustrato, no es material sino abstracto, es decir, una idea pura cuya silueta sólo es distinguible indirectamente, por un acto matemático. A este respecto, la ciencia que nos hace penetrar en el interior de los secretos del cosmos, no es tanto la física como la matemática, o la física matemática. Ello es visible en el destino de los dos hermanos Broglie. El mayor, Maurice, era ante todo físico; pero su hermano Louis, matemático de formación, hizo más descubrimientos delante de su pizarra que Maurice en su laboratorio. Probablemente la razón es que el universo esconde un secreto de abstracta elegancia, un secreto en el que la materialidad es poca cosa. Cuando consideramos el orden matemático que aparece en lo real, la razón obliga a decir que lo desconocido que se esconde detrás del cosmos es, al menos, una inteligencia hipermatemática, calculante y fabricante de relaciones, de modo que esa inteligencia debe de ser un ente abstracto y espiritual. Tras el rostro visible de lo real hay, pues, lo que los griegos llamaban un «logos», un elemento inteligente, racional, que regula, que dirige, que anima el cosmos, y que hace que ese cosmos no sea caos, sino orden.
¿Cuál es la naturaleza profunda de los campos físicos fundamentales? Antes es indispensable delimitar lo que hoy llamamos partícula elemental.Primero, hay que saber que, en el mundo atómico, no hay en total más que cuatro partículas estables conocidas: el protón, el electrón, el fotón y el neutrón. Existen centenares de otras partículas, pero son infinitamente menos estables, ya que se desintegran casi instantáneamente nada más aparecer, o lo hacen al cabo de un tiempo más o menos largo. A medida que avanzan las investigaciones se encuentran más partículas nuevas, cada vez más fundamentales. En realidad, durante su inmersión en el corazón del núcleo, los físicos han descubierto el inmenso océano de las partículas nucleares que, desde entonces, se acostumbra a llamar hadrones. Pero no hay más que tres posibilidades en relación con lo que está detrás de la frontera del núcleo. La primera hipótesis es que la carrera hacia lo infinitamente pequeño puede no tener fin. Desde hace una veintena de años, gracias a los cada vez más potentes aceleradores de partículas, los físicos han identificado una multitud de partículas siempre más fundamentales, más pequeñas, más inestables, más inasibles, de manera que parece existir un número infinito de niveles sucesivos de realidad. Frente a esta proliferación vertiginosa, que se ha acelerado aún más en los últimos años, algunos investigadores tienen la sospecha de que tal vez no existiese ninguna partícula verdaderamente «elemental», y que las partículas identificables constituidas por partículas cada vez más pequeñas, en un proceso de ajuste que jamás tendrá fin. El segundo enfoque, desarrollado por una minoría de especialistas del núcleo, se basa en la idea de que un día llegaremos a encontrar el nivel fundamental de la materia, una especie de «fondo rocoso», constituido por partículas indivisibles, más allá de las cuales será absolutamente imposible encontrar nada más. Queda, por fin, la tercera hipótesis: en este último nivel, las partículas identificadas como fundamentales serían a la vez elementales y compuestas. En este caso, las partículas estarían constituidas por elementos, pero estos elementos serían de la misma naturaleza que ellas. Por poner un ejemplo: todo sucede como si, al cortarla en dos, una tarta de manzana proporcionara dos nuevas tartas de manzana enteras, absolutamente idénticas a la tarta original. Se hiciera lo que se hiciera, en este caso sería imposible obtener dos medias tartas. Este tercer enfoque es el que parece conseguir la adhesión de la mayoría de los físicos nucleares y ha permitido diseñar la teoría de los quarks.
Pero cualquiera que sea el enfoque que se adopte, la inmersión en el corazón de la materia presenta aspectos desconcertantes. Por eso el filósofo debe plantearse una sencilla pregunta: ¿cuál es hoy la partícula más elemental, las más fundamental? Parece que esa entidad última ha sido alcanzada, al menos en teoría, y los físicos la han bautizado como quark. ¿Por qué? Porque esas partículas existen en grupos de tres, igual que los famosos quarks inventados por el famoso escritor irlandés James Joyce en su novela Finnegans Wake. La palabra fue originalmente designada por Murray Gell-Mann como una palabra sin sentido que rimaba con pork, pero sin ortografía. Después, él encontró la palabra «quark» en un libro de James Joyce titulado Finnegans Wake y de ahí se usó su ortografía: “Three quarks for Muster Mark! Sure he has not got much of a bark, and sure any he has it’s all beside the mark“. Del libro Finnegans Wake, de James Joyce, Gell-Mann dijo: “En 1963, cuando asigné el nombre de quark a los constituyentes fundamentales de los nucleones, yo tenía el primer sonido, sin ortografía, que podría haber sido kwork. Luego, en uno de sus ocasionales lecturas de Finnegans Wake, por James Joyce, me crucé con la palabra quark en la frase “Three quarks for Muster Mark”. Entonces quark (que significa, por un lado, el grito de la gaviota) fue el claro intento de rimar con Mark, como con bark y otras palabras parecidas. Yo tuve que encontrar una excusa para pronunciarla así como kwork. Pero el libro representa el sueño de un publicano llamado Humphrey Chimpden Earwicker. Las palabras en el texto suelen proceder de varias fuentes a la vez, como la palabra portmanteau, en “Through the Looking Glass”. De vez en cuando, las frases que aparecen en el libro son determinadas para denominar a las bebidas en un bar. Yo argumenté, por lo tanto, que uno de los múltiples recursos de la frase Three quarks for Muster Mark podría ser “Three quarts for Mister Mark”, en ese caso la pronunciación de “kwork” podría justificarse totalmente. En cualquier caso, el número tres encajaba a la perfección en el modo en que los quarks aparecen en la naturaleza“. La frase tres quarks (three quarks en inglés) encajaba particularmente bien, ya que en ese tiempo sólo había tres quarks conocidos y entonces los quarks estaban en grupos de tres en los bariones. En el libro de Joyce, se da a las aves marinas tres quarks. Quark toma un significado como el grito de las gaviotas (probablemente onomatopeya, como cuac para los patos). La palabra es también un juego de palabras entre Munster y su capital provincial Cork.
Para descubrir los quark debemos sumergirnos en el corazón del núcleo. Allí encontraremos a los hadrones, hoy bien identificados, que participan en todas las interacciones conocidas. Ahora bien, estas partículas parecen descomponerse, a su vez, en entidades más pequeñas: los quarks. Con los quarks comienza el ámbito de la abstracción pura, el reino de la matemática. Hasta ahora no ha sido posible comprobar la dimensión física de los quarks. Mediante innumerables experimentos de laboratorio, han sido buscados por todas partes en los rayos cósmicos, pero nunca han sido observados. En resumen, el modelo del quark descansa sobre una especie de ficción matemática que, curiosamente, tiene la ventaja de funcionar. Tal como hemos indicado, la teoría de esta partícula hipotética fue propuesta por vez primera en 1964 por el físico Murray Gell-Mann. Según ella, todas las partículas hoy conocidas resultarían de la combinación de algunos quarks fundamentales, diferentes unos de otros. Lo más sorprendente es que la mayor parte de los físicos acepta hoy la idea de que los quark permanecerán siempre irreversiblemente confinados «al otro lado» de la realidad observable, como si estuviesen en otra dimensión. Por lo tanto, se reconoce implícitamente que nuestro conocimiento de la realidad está basado en una dimensión no material, en un conjunto de entidades sin modos ni forma, que transciende el espacio-tiempo, y cuya «sustancia» no es más que una nube de cifras. Eso es una muestra de declaración puramente metarrealista, con unas entidades fundamentales que pudiesen tener una doble cara. Una, abstracta, estaría en relación con el ámbito de las esencias; otra, concreta, estaría en contacto con nuestro mundo físico. En este orden de ideas, el quark sería una especie de misterioso «mediador» entre los dos mundos. Hoy comienza a ser conocido, en los círculos de la física, algo misterioso al que se llama «matriz S». ¿De qué se trata? Contrariamente a las teorías clásicas, no se esfuerza por describir el quark en sí mismo, sino que permite captar la sombra que arroja en sus interacciones. Desde ese punto de vista, las partículas elementales no existen como objetos o como entidades significativas por sí mismas, sino que son únicamente perceptibles a través de los efectos que producen. Así, los quarks pueden ser considerados como «estados intermediarios» en una red de interacciones. Pero, ¿dónde se detendrá nuestra búsqueda de los materiales últimos? Quizá sobre tres partículas que parecen constituir ellas solas todo el universo: el electrón y, a sus lados, dos familias de quarks: el quark U (por up) y el quark D (por down), en los que U y D representan un carácter que los físicos han llamado «sabor», como si estuviésemos en una cocina. Estas tres familias parecen garantizar ellas solas toda la prodigiosa variedad de fuerzas, de fenómenos y de formas que se encuentra en la naturaleza.
Con ello ya estamos al final de nuestro viaje por lo infinitamente pequeño. Pero, ¿qué hemos encontrado en nuestro viaje al corazón de la materia? Casi nada. Una vez más, la realidad se disuelve, se disipa en lo evanescente, en lo impalpable. La «sustancia» de lo real no es sino una nube de probabilidades, humo matemático. La verdadera cuestión es saber de qué está hecho ese impalpable. ¿Qué hay bajo ese «nada» en cuya superficie reposa el ser? Hemos llegado ya al borde del mundo material. Enfrente de nosotros están esas entidades tenues y extrañas que, con el nombre de «quarks», hemos encontrado en nuestro camino. Son los últimos testigos de la existencia de «algo» que todavía se parece a una «partícula». Pero, ¿qué hay más allá? La observación nos enseña que el comportamiento de los quarks está estructurado, ordenado. Pero, ¿quién o qué lo ordena? ¿Qué es esa huella invisible que interviene por debajo de la materia observable? Para responder, vamos a tener que abandonar todas nuestras referencias y todas las señales sobre las que se apoyan nuestros sentidos y nuestra razón. Por encima de todo, vamos a tener que renunciar a la creencia ilusoria de que hay «algo sólido», de lo cual estaría hecho el tejido del universo. Lo que vamos a encontrar en el camino no es ni una energía, ni una fuerza, sino algo inmaterial, que la física designa con el nombre de «campo». En física clásica, la materia está representada por partículas, mientras que las fuerzas son descritas por campos. La teoría cuántica, al contrario, no ve en lo real más que interacciones, que son transportadas por entidades mediadoras llamadas «bosones». Más exactamente, esos bosones transportan fuerzas y aseguran las relaciones entre las partículas de materia que la física designa con el nombre de «fermiones», que forman los «campos de materia». Por lo tanto, deberemos recordar que la teoría cuántica anula la distinción entre campo y partícula y, al mismo tiempo entre lo que es material y lo que no lo es. Dicho de otro modo: entre la materia y su más allá. No se puede describir un campo más que en términos de transformaciones de las estructuras del espacio-tiempo en una región dada. Por lo tanto, lo que se llama realidad no es otra cosa que una sucesión de discontinuidades, de fluctuaciones de contrastes y de accidentes de terreno que, en conjunto, constituyen una red de informaciones. Todo consiste en saber cuál es el origen de tal información.
Estamos, por fin, frente a la última frontera, la que limita misteriosamente lo que llamamos la realidad física. Pero, ¿qué hay más allá? Nada más que sea tangible. Ahí comienza el supuesto dominio del espíritu. El soporte físico ya no es necesario para transportar esa inteligencia, ese orden profundo que observamos alrededor nuestro. Ahora bien, ese «casi nada», como decía el filósofo francés Vladimir Jankélévitch, es precisamente eso, la sustancia de lo real. Pero, ¿de qué se trata? Para ello debemos descender nuevamente a lo infinitamente pequeño, al corazón de la materia. Supongamos que podemos introducirnos en el núcleo del átomo. ¿Cómo será entonces el «panorama» que percibiremos allí? La física nuclear nos indica que, en ese nivel, debemos encontrar partículas de las llamadas «elementales», en la medida en que no existe nada más «pequeño» que ellas. Es decir, los quarks, los leptones y los gluones. Pero, una vez más, ¿de qué están hechas tales partículas? Hasta mediados del siglo XX no se supo responder a una pregunta así. Hasta ahora hemos explicado la potencia de esos dos grandes logros del pensamiento que son la relatividad y la mecánica cuántica. Ahora bien, una descripción completa de la materia implicaba una fusión de estas dos teorías en un conjunto nuevo. Eso fue, precisamente, lo que una nueva generación de físicos comprendió hacia finales de los años cuarenta. Así, tras años de tanteos y de esfuerzos, apareció lo que se llama la «teoría cuántica relativista de los campos». Ello nos acerca a la concepción espiritualista de la materia. En esta perspectiva, una partícula no existe por sí misma sino únicamente a través de los efectos que origina. Este conjunto de efectos se llama «campo». Así, los objetos que nos rodean no son otra cosa que conjuntos de campos, tales como el campo electromagnético, el campo gravitatorio, el campo protónico, o el campo electrónico. Pero la realidad esencial, fundamental, es un conjunto de campos que interaccionan permanentemente entre ellos. Pero,¿cuál es la sustancia de ese nuevo objeto físico? En sentido estricto, un campo no tiene otra sustancia que la vibratoria. Se trata de un conjunto de vibraciones potenciales, a las cuales están asociadas diferentes clases de «quanta», es decir, de partículas elementales. Estas partículas, que son las manifestaciones «materiales» del campo, pueden desplazarse en el espacio e interactuar unas con otras. En un marco así, la realidad subyacente es el conjunto de campos posibles que caracterizan a los fenómenos observables, los cuales, a su vez, sólo pueden ser observados por mediación de las partículas elementales.
Por lo antes indicado, lo que describe la teoría cuántica relativista de los campos no son las partículas como objetos, sino sus interacciones incesantes e innumerables. Pero no se puede encontrar el «fondo» de la materia, al menos en forma de objeto, de una última parcela de realidad. A lo sumo, podemos percibir los efectos originados por el encuentro entre esos seres fundamentales, a través de acontecimientos fugitivos, fantasmales, a los que llamamos «interacciones». Acabamos de atravesar una etapa importante en el camino que, a través de la ciencia, nos conduce a un hipotético Dios. En efecto, el conocimiento cuántico que tenemos de la materia nos lleva a comprender que no existe nada estable en el nivel fundamental. Todo está en perpetuo movimiento, todo cambia y se transforma sin cesar, en el curso de ese ballet caótico e indescriptible, que agita frenéticamente las partículas elementales. Lo que creemos inmóvil revela de hecho innumerables vaivenes: zigzags, inflexiones desordenadas, desintegraciones o, por el contrario, expansiones. En el fondo, los objetos que nos rodean no son más que vacío, frenesí atómico y multiplicidad. La danza de miles de millones de, átomos que vibran y oscilan alrededor de equilibrios inestables. En nuestro universo existe algo semejante a aquello que los antiguos filósofos llamaban «formas», es decir, tipos de equilibrio que explican que los objetos son así porque son así y no de otra manera. Ahora bien, ninguno de los elementos que componen un átomo, nada de lo que sabemos sobre las partículas elementales, puede explicar por qué y cómo existen tales equilibrios. Éstos se apoyan en una causa que, en sentido estricto, no parece que pertenezca a nuestro universo físico. Lo que llamamos «campo» no es otra cosa que una ventana abierta sobre un segundo plano mucho más profundo, quizá el que llamamos divino. En el fondo, nada de lo que podemos percibir es verdaderamente «real», en el sentido que habitualmente damos a esta palabra. En cierto modo, nos hemos sumergido en el corazón de una ilusión, que despliega a nuestro alrededor un cortejo de apariencias, de señuelos que identificamos con la realidad. Ya lo decían los sabios antiguos: “todo lo que nos ocurre es maya(imagen ilusoria o irreal) y el mundo es una ilusión“.
Todo lo que creemos sobre el espacio y sobre el tiempo, todo lo que imaginamos a propósito de los objetos y de la causalidad de los acontecimientos, lo que podemos pensar acerca del carácter separable de las cosas que existen en el universo, todo eso no es más que una inmensa y perpetua alucinación, que cubre la realidad con un velo opaco. Una realidad extraña, profunda, existe bajo ese velo. Una realidad que no estaría hecha de materia, sino de espíritu; un vasto pensamiento que, después de medio siglo de tanteos, la nueva física empieza a comprender. Lo cual nos incita a iluminar la noche de nuestros sueños con una nueva luz. Estamos alcanzando el nivel fundamental de lo real, aprehendiendo su sustancia última, la materia de la que está hecho. Ahora bien, ¿qué es esta materia? La realidad observable no es nada más que un conjunto de campos. Ahora bien, en este punto los físicos comienzan a percibir que lo que caracteriza a un campo es la simetría, o, más exactamente, la invariante global de simetría. Ese «orden subyacente» sobre el que reposa la naturaleza y del que proviene todo lo que vemos es, de hecho, la manifestación de algo muy inquietante, hasta ahora totalmente inexplicable: la simetría primordial. Supongamos que hacemos girar un disco alrededor de su eje de rotación. Cualquiera que sea el número de vueltas que dé, o su velocidad, la simetría del disco alrededor de su eje permanece inalterada. Como demostraron hacia finales de los años sesenta algunos físicos especialmente audaces, toda simetría requiere la existencia de un «campo de aforo», destinado a conservar la invariante global del disco a pesar de las transformaciones locales que sufre cuando gira. El campo de aforo sería lo que impide al disco deformarse y perder así su simetría original. Sin embargo, no olvidemos que estamos evocando fenómenos que se producen en el seno del mundo infinitamente pequeño. Nuestro universo descansa en un orden subyacente, en una especie de equilibrio estructural que tiene algo de admirable, de bello, como puede tenerlo el carácter simétrico de un objeto. Por eso, la física moderna debe explicar en qué parte de su intimidad la naturaleza es «simétrica». En resonancia con la fórmula bíblica, podríamos decir que en ese tiempo lejano, comprendido entre los quince y veinte mil millones de años, regía la simetría. Recordemos que en el big bang, durante el Tiempo de Planck reina la simetría absoluta, que se manifiesta por la presencia, en el naciente universo, de las partículas elementales denominadas gluones, que evolucionan de cuatro en cuatro. Ahora bien, la masa de estos gluones es nula y todos ellos son rigurosamente iguales, es decir, simétricos.
A partir de aquí se puede adelantar la siguiente hipótesis. Esta simetría primordial se quiebra por una repentina ruptura del equilibrio entre las masas de gluones: mientras que sólo uno de los gluones conserva nula su masa y se convierte así en el soporte de la fuerza electromagnética, los tres restantes, por el contrario, alcanzan una masa extremadamente elevada, cien veces superior a la del protón. Así apareció lo que se llama la interacción débil. La simetría, es decir, el perfecto equilibrio entre las entidades originales, caracterizaba al universo en sus comienzos, ¿por qué se quebró? Nadie lo sabe, al menos todavía. Una de las explicaciones, propuesta por el físico Peter Higgs, es que existen «partículas-fantasma», todavía indetectables, cuyo papel ha consistido en quebrar la simetría que reinaba entre los quanta originales. Algo así como una bola que rueda entre un conjunto ordenado de bolos. Y uno de los desafíos de la física del futuro consistirá en poner de manifiesto esas partículas fantasmas, mediante el uso de aceleradores de partículas suficientemente potentes. De todos modos, el universo granular, compuesto de materia inerte, no existe. Lo real está subtendido por campos, el primero de los cuales es un campo primordial, caracterizado por un estado de supersimetría, un estado de orden y de perfección absolutos. Este estado de perfección, que la ciencia sitúa en los orígenes del universo, parece propio de un Dios. Sabemos que, en sentido estricto, las partículas elementales no existen y no son más que manifestaciones provisionales de campos inmateriales. Lo cual nos obliga a responder a esta pregunta: ¿son los campos la última realidad? De todo lo que precede se desprende que el espacio y el tiempo no tienen ninguna clase de existencia independiente y son, a su vez, proyecciones ligadas a los campos fundamentales. En otras palabras, la imagen de un espacio vacío, que sirve de escena al mundo material, no tiene más sentido que la de un tiempo absoluto donde nacen y se desarrollan fenómenos en el curso de una cadena inmutable de causas y efectos. En realidad los campos son los verdaderos soportes de lo que podríamos llamar el espíritu de realidad. Sin embargo, las anteriores reflexiones dejan intacta la pregunta: ¿de qué están constituidos estos campos?
Hemos visto que el vacío no existe. No hay ninguna región del espacio-tiempo donde no se encuentre «nada». Por todas partes encontramos campos cuánticos más o menos fundamentales. Más aún: este vacío es el teatro de acontecimientos permanentes, de fluctuaciones incesantes, y de violentas «tempestades cuánticas», en cuyo transcurso se crean nuevas entidades infra-atómicas que son destruidas casi inmediatamente. Estas partículas virtuales, engendradas por los campos cuánticos, son algo más que abstracciones; por muy fantasmales que sean. Sus efectos existen en el mundo físico ordinario y son, por consiguiente, mensurables. Si los seres cuánticos son generados por campos fundamentales y provienen del vacío, debemos deducir que la realidad fundamental es «algo» cuyo tejido no es otra cosa que pura información. Son cada vez más numerosos los físicos para quienes el universo no es otra cosa que una especie de tablero informático o una vasta matriz de información. En tal caso, la realidad aparecería ante nosotros como una red infinita de interconexiones, una reserva ilimitada de planos y de modelos posibles que se cruzan y se combinan según leyes que son inaccesibles para nosotros y que quizá nunca comprenderemos. Sin duda, el físico David Bohm piensa en esto cuando afirma que existe un orden implícito, escondido en las profundidades de lo real. En este sentido, deberíamos admitir que es como si el universo entero estuviera lleno de inteligencia y de intención, de la más mínima partícula elemental a las galaxias. Y lo extraordinario es que, en los dos casos, se trata del mismo orden, de la misma enigmática inteligencia. Es útil precisar lo que piensan los físicos cuando afirman que el universo no es otra cosa que una inmensa red de información. Uno de los investigadores que con más entusiasmo ha formalizado esta hipótesis es un teórico de nombre Edward Fredkin, un físico norteamericano. A sus ojos, bajo la superficie de los fenómenos, el universo funciona como si estuviera compuesto por un enrejado tridimensional de interruptores, algo así como las unidades lógicas de un ordenador gigante. Por eso, en este universo, las partículas infraatómicas y los objetos que ellas engendran, con sus combinaciones, no son otra cosa que «esquemas de información» en perpetuo movimiento. Si Fredkin está en lo cierto, cuando sea posible la puesta al día de las leyes que permiten a la información universal ordenar lo real, comprenderemos por qué funcionan las leyes de la física. La próxima etapa será la de la física «semántica», la de los significados. Esta revolución científica abre la tercera era de la física. La primera fue la de Galileo, Kepler y Newton, en cuyo transcurso fue redactado el catálogo de movimientos sin explicar qué es el movimiento; la segunda es la física cuántica, que estableció el catálogo de leyes del cambio sin explicarlas; la tercera, todavía por llegar, es el desciframiento de la ley física misma.
Pero la devaluación de los conceptos de materia y energía en beneficio de la «nada» de la información no se hará sin dolor: ¿cómo abandonar el material físico que fundamenta nuestra existencia y reemplazarlo por un «programa» o «software»? Y, ¿cómo pueden ser convertidos a estos nuevos fundamentos los elementos de conocimiento adquiridos por la ciencia? ¿Cómo y dónde ir a extraer los secretos de ese universo de significados? Una vez más, los procesos fundamentales que gobiernan el universo en el nivel de la «red de información» se sitúan más allá de los quanta. Cuando nuestra tecnología nos permita penetrar en niveles de existencia todavía más ínfimos quizá comencemos a asegurar nuestra precaria-posición en el reino nebuloso de la información cósmica. En el fondo, todo sucede como si el espíritu, en sus intentos por traspasar los secretos de lo real, descubriese que esos secretos tienen algo en común con él. El campo de la conciencia podría pertenecer al mismo continuo que el campo cuántico. No olvidemos el principio esencial de la teoría cuántica que dice que el acto mismo de la observación, es decir, la conciencia del observador, interviene en la definición y, aún más profundamente, en la existencia del objeto observado. El observador y la cosa observada forman un único sistema. Esta interpretación de lo real, resultado directo de los trabajos de la Escuela de Copenhague, abolió toda distinción fundamental entre materia, conciencia y espíritu. Sólo queda una misteriosa interacción entre esos tres elementos de una misma totalidad. Recordemos una de las experiencias más fascinantes de la física cuántica, la de las rendijas de Young o «experimento de la doble rendija». Según la ecuación de Schródinger, cuando las partículas de luz pasan a través de la rendija de una pantalla y golpean el muro situado detrás de ella, el 10 por ciento de las partículas chocará contra una zona A, mientras que el 90 por ciento restante chocará contra una zona B. Ahora bien, el comportamiento de una partícula aislada es imprevisible. Sólo el modelo de distribución de un gran número de partículas obedece a leyes estadísticas previsibles. Si enviamos las partículas una a una a través de la rendija, una vez que el 10 por ciento de ellas haya chocado contra la zona A, nos parecerá que las siguientes partículas «saben» que la probabilidad ya se ha cumplido y que deben esquivar esa zona. ¿Por qué? ¿Qué tipo de interacción existe entre las partículas? ¿Intercambian algo parecido a una señal? ¿Obtienen de la misma red del campo cuántico la información adecuada para guiar su comportamiento?
Para encontrar en el seno de la materia lo que llamamos el «espíritu», vamos a explicar un experimento sorprendente que, desde hace muchos años, sigue desembocando en un misterio. El experimento es conocido por el nombre de «experimento de la doble rendija» y constituye el elemento fundamental de la teoría cuántica. Según el físico norteamericano Richard Feynman, este experimento pone de manifiesto «un fenómeno que es imposible de explicar de una manera clásica y que alberga el corazón de la mecánica cuántica». Pero si querernos llegara hacernos una vaga idea de lo que se oculta, debemos abandonar nuestras referencias al mundo cotidiano. Cuando alguien venía a exponerle una idea nueva a Niels Bohr, susceptible de resolver alguno de los enigmas de la teoría cuántica, le respondía, divertido: «Su teoría es absurda, aunque no lo suficiente como para ser verdadera». En este sentido, el acierto de la teoría cuántica es estar edificada al margen de la razón ordinaria. Por eso hay algo de «loco» en esa teoría, algo que desde entonces sobrepasa a la ciencia. Sin que aún lo sepamos claramente, lo que está en juego y comienza irreversiblemente a tambalearse es nuestra representación del mundo. Por ejemplo, tomemos una flor. Si decido colocarla fuera de mi vista, en otra habitación, no deja por eso de existir. Al menos, esto es lo que la experiencia cotidiana me permite suponer. Ahora bien, la teoría cuántica nos dice otra cosa diferente: sostiene que si nosotros observamos la flor con suficiente detalle, es decir, en el nivel del átomo, su realidad profunda y su existencia se ligan íntimamente al modo en que la observamos. El mundo atómico no tiene ninguna existencia definida mientras no dirijamos hacia él algún instrumento de medida. Lo que cuenta es el juego de conciencia a conciencia. El cometido recae ahora en el espíritu, como «cuantificador existencial» en el corazón de esa realidad que seguimos llamando material. Para comprender este juego de conciencia a conciencia debemos fijarnos en el famoso experimento que el físico inglés Thomas Young realizó por primera vez en 1801. Imaginemos una superficie plana, horadada por dos rendijas; una fuente luminosa, situada delante; y una pantalla, colocada detrás. A partir de aquí, ¿qué sucede cuando los «granos de luz» de fotones atraviesan las dos rendijas y encuentran la pantalla que hay detrás? Desde 1801, la respuesta es clásica. Se observa en la pantalla una serie de rayas verticales, alternativamente oscuras y claras, cuyo trazado general evoca inmediatamente el fenómeno de las interferencias.
En tal caso, se debería poder concluir, como hizo Young, que la luz es comparable a un fluido, que se propaga por ondas que son de la misma naturaleza que las ondas en el agua. Ahora bien, ésa no es la conclusión de Einstein. Para él, la luz está hecha de pequeños granos, los fotones. ¿Cómo pueden miríadas de granos turbulentos, separados unos de otros, configurar las coherentes y precisas formas de las bandas alternativamente claras y oscuras? Ahí está precisamente el misterio. Supongamos, en primer lugar, que cerramos una de las dos rendijas, la izquierda, por ejemplo. Ahora, los fotones deberán pasar por la única rendija existente, la derecha. Reduzcamos la intensidad de la fuente luminosa hasta que emita los fotones de uno en uno. «Disparemos» ahora un fotón. Un instante más tarde, el fotón pasa por la única rendija abierta y alcanza la pantalla. Como conocemos su origen, su velocidad y su dirección, podríamos, con ayuda de las leyes de Newton, predecir exactamente el punto de impacto de nuestro fotón en la pantalla. Introduzcamos ahora en el experimento un elemento nuevo. Vamos a abrir la rendija de la izquierda. Seguimos después la trayectoria de un nuevo fotón en dirección a la misma rendija, la de la derecha. Recordemos que nuestro segundo fotón parte del mismo lugar que el primero, se desplaza a la misma velocidad y en la misma dirección. La única diferencia en este segundo «disparo de fotón» es que, al contrario que en el primer caso, la rendija de la izquierda ahora permanece abierta. En buena lógica, el fotón número dos debería golpear la pantalla exactamente en el mismo sitio que el fotón número uno. Pues bien, no sucede nada de eso. El fotón número dos golpea, efectivamente, la pantalla en un sitio muy diferente, completamente distinto del punto de impacto del primero. Es decir, todo sucede como si el comportamiento del fotón número dos hubiera sido modificado por la apertura de la rendija de la izquierda. El misterio es saber cómo ha «descubierto» el fotón que la rendija izquierda estaba abierta. Si continuamos despachando fotones de uno en uno en dirección a la placa, sin apuntar a ninguna rendija, al cabo de cierto tiempo constatamos que, en contra de lo esperado, la acumulación de impactos de los fotones en la pantalla forma progresivamente la trama de interferencia producida instantáneamente en el curso del experimento inicial. Aquí se plantea de nuevo una pregunta sin respuesta: ¿cómo «sabe» cada fotón qué parte de la pantalla debe golpear para formar una imagen geométrica que representa una sucesión perfectamente ordenada de rayas verticales? Ésta es, precisamente, la pregunta que, en 1977, planteó el físico norteamericano Henry Stapp, profundamente conmocionado por estos resultados: «¿Cómo sabe la partícula que hay dos rendijas? ¿Cómo es acopiada la información sobre lo que sucede en los demás sitios para determinar lo que es probable que suceda aquí?»
Se tiene casi la impresión de que los fotones están dotados de una especie de conciencia rudimentaria, lo cual conduce al punto de vista del religioso, paleontólogo y filósofo francés Teilhard de Chardin, para quien todo en el universo, hasta la más ínfima partícula, es portador de un cierto grado de conciencia. En el estado actual de la ciencia, la mayoría de los científicos no comparten la opinión de Teilhard de Chardin. Sin embargo, algunos dan un salto y llegan hasta a imaginar que las partículas elementales están dotadas de una propiedad más o menos comparable con el libre albedrío. Es, por ejemplo, el caso del físico norteamericano Evan Walker, quien, en 1970, expuso esta sorprendente tesis: «La conciencia puede ser asociada a todos los fenómenos cuánticos, ya que todo acontecimiento es en última instancia el producto de uno o varios acontecimientos cuánticos; el universo está habitado por un número casi ilimitado de entidades conscientes, discretas (en el sentido matemático), generalmente no pensantes, que tienen la responsabilidad de hacer funcionar el universo». Sin llegar a hablar de conciencia, es inquietante comprobar, sin embargo, hasta qué punto la realidad observada está ligada al punto de vista adoptado por el observador. Supongamos que conseguimos identificar la rendija por la que pasa cada uno de los fotones que participan en el experimento. En este caso, por muy sorprendente que pueda parecer, no se forma ninguna trama de interferencias en la pantalla. En otras palabras, si decido verificar experimentalmente que el fotón es una partícula que atraviesa una rendija definida, entonces nuestro fotón se comporta exactamente como una partícula que atraviesa un orificio. Por el contrario, si no me empeño en seguir la trayectoria de cada fotón durante el experimento, entonces la distribución de las partículas en la pantalla termina por formar una trama de interferencias de onda. En resumen, se tiene la impresión de que los fotones «saben» que son observados y, aún más exactamente, de qué manera son observados. Aunque es ilusorio pensar que el concepto de conciencia es trasladable a las entidades que pueblan el universo cuántico, este experimento asombroso confirma que no tiene sentido hablar de la existencia objetiva de una partícula elemental en un punto definido del espacio. Se comprueba de nuevo que una partícula no existe en forma de objeto puntual, definido en el espacio y en el tiempo, más que cuando es observada directamente.
En el fondo, la única manera de comprender los resultados de un experimento así consiste en abandonar la idea de que el fotón es un objeto determinado. En realidad, sólo existe en forma de onda de probabilidad, que atraviesa simultáneamente las dos rendijas e interfiere consigo misma en la pantalla. De aquí puede concluirse que no existe mejor ejemplo de interpenetración entre la materia y el espíritu. Cuando intentamos observarla, esta onda de probabilidad se transforma en una partícula precisa. Por el contrario, cuando no la observamos, conserva abiertas todas sus opciones. Lo cual conduce a pensar que el fotón manifiesta tener conocimiento del dispositivo experimental, incluso de lo que hace y piensa el observador. En cierto sentido, pues, las partes están en relación con el todo. En resumidas cuentas, el mundo se determina en el último momento, en el instante de la observación. Antes, nada es real, en sentido estricto. Tan pronto como el fotón abandona la fuente luminosa, deja de existir como tal y se convierte en un tren de probabilidad ondulatoria. El fotón original es entonces reemplazado por una serie de «fotones-fantasma», una infinidad de dobles que siguen itinerarios diferentes hasta llegar a la pantalla. Y basta observar la pantalla para que todos los fantasmas, excepto uno solo, se desvanezcan. El fotón restante se vuelve entonces real. Esto plantea la cuestión de saber en qué se convierte un objeto cuántico cuando dejamos de observarlo: ¿se divide nuevamente en una infinidad de partículas-fantasma y deja, simplemente, de existir? Desde el punto de vista filosófico, esta noción de partículas-fantasma tiene una consecuencia interesante, que no se le escapó a Niels Bohr. A partir de 1927, el gran teórico sugirió que la idea de un mundo único podría ser falsa. Volvamos al experimento de la doble rendija. Según Bohr, nada nos impide concebir que los dos casos de figura de interferencia de ondas corresponden, de hecho, a dos mundos totalmente diferentes uno de otro. Es decir, en el mundo posible, la partícula pasa por el orificio A; y que existe un segundo mundo, en el cual atraviesa el orificio B. Para l legar al fondo del razonamiento hay que añadir que nuestro mundo real es el resultado de la superposición de esas dos realidades alternativas, que corresponden a los dos itinerarios posibles del fotón. En cuanto observamos la pantalla para saber por cuál de las rendijas ha pasado la partícula, la segunda realidad se desvanece instantáneamente, lo cual suprime las interferencias. Esto autoriza a arriesgar dos conclusiones extremas. La primera desemboca en esta idea nueva, nunca tratada en filosofía, de que no solamente existirían partículas-fantasma en el costado de nuestra realidad, sino universos completos, mundos «paralelos» al nuestro. En tal caso, estaríamos caminando por un laberinto en el que una infinidad de mundos posibles rodearía nuestro estrecho sendero, todos igualmente reales y verdaderos, aunque inaccesibles.
El segundo punto es que nadie está en condiciones de explicar lo que sucede a nivel del fotón en el momento en el que «elige» pasar por A o por B. El misterio es que, frente a la rendija A, el fotón parece saber que la rendija B está abierta o cerrada. En resumen, parece conocer el estado cuántico del universo. Ahora bien, ¿qué es lo que permite al fotón elegir un itinerario u otro? Simplemente, la conciencia del observador. Aquí volvemos al espíritu. En los extremos invisibles de nuestro mundo, por debajo y por encima de nuestra realidad, se palpa el espíritu. Es quizá allí donde nuestros espíritus humanos y el de ese ser transcendente que llamamos Dios son llevados a encontrarse. El experimento que hemos descrito nos muestra que no vivimos en un mundo determinado. Al contrario, somos libres y tenemos el poder de cambiar todo a cada instante. Por eso, las partículas elementales no son fragmentos de materia sino, simplemente, los dados de Dios, que viene de la famosa frase de Einstein: “Nunca creeré que Dios juega a los dados con el mundo”. Aquí podemos reconciliar a Einstein con los defensores de la teoría cuántica. En efecto, como afirma la teoría en cuestión, los dados existen, aunque no lo parezca. Sin embargo, conforme al punto de vista de Einstein, no es Dios quien juega con los dados, sino el mismo hombre. Acabamos de ver que la existencia y la evolución del universo dependen de la precisión rigurosa con la que han sido establecidas las condiciones iniciales y las grandes constantes que de ellas se derivan. Parece, pues, que estemos en el mejor de los mundos. ¿Y si nuestro universo no fuera el único universo posible? En otras palabras: ¿existen, al lado del nuestro, otros universos «paralelos», inaccesibles para nosotros? Entonces, si nuestro universo no es más que una versión entre otras de una cantidad infinita de universos posibles, la fabulosa precisión en la regulación de las condiciones iniciales y de las constantes físicas no es nada sorprendente. Sin embargo, es forzoso reconocer que la noción de universos múltiples no descansa sobre ningún fundamento científico verificable. Una vez más, estamos confrontados con un universo único, el único posible, cuyas condiciones iniciales de aparición y cuyas constantes físicas fueron fijadas con una precisión vertiginosa. Pues desde el primer instante, la materia contiene una chispa que, en el gran fresco cósmico, permitirá la aparición de la vida, de la conciencia y, por último, de nosotros mismos.
Sucede a veces que las ideas que pensamos que nunca tendrán la menor oportunidad de ser un día ejecutadas, acaban por desembocar en una formulación científica. Eso es lo que está sucediendo con una cuestión que parece poco razonable. Después de haber realizado una acción cualquiera, a menudo nos preguntamos qué habría sucedido si no la hubiéramos realizado. ¿En qué medida nuestra vida cotidiana habría sido modificada por eso? Es todavía más frecuente que intentemos imaginar, a la inversa, lo que habría podido sobrevenir si hubiéramos realizado tal o cual proyecto. ¿En qué habría cambiado entonces el mundo que nos rodea? Y poco a poco, a veces sin apenas darnos cuenta, nos ponemos a imaginar otros mundos posibles, con una derivación histórica diferente, salida de un universo paralelo al nuestro. Por ejemplo, ¿qué habría pasado si Napoleón hubiera vencido en Waterloo? Lo primero que llama la atención es el carácter, a menudo «gratuito», que reviste tal o cual desarrollo de la historia. Cada vez que estudiamos la génesis de un acontecimiento, tan pronto como intentamos comprender por qué se ha producido tal cosa, vemos aparecer una multitud de factores, hasta entonces invisibles, enlazados arbitrariamente por una cadena que parece responder más al «azar» que a un destino explícito. Por lo tanto, cuando nos inclinamos sobre nuestra vida cotidiana, tenemos lógicamente derecho a decirnos que una nadería habría sido suficiente para que tal acontecimiento no hubiera tenido lugar, o, por el contrario, que habría bastado una pequeñez para que tal otro ocurriera. En los dos casos, la realidad que conocemos habría sido diferente. A partir de aquí, es grande la tentación de plantearse si existen, quizá, otros universos, paralelos al nuestro, en los que la historia se ha desarrollado de otra manera. Por ejemplo, hay quizá un mundo donde se puede encontrar a alguien totalmente semejante a mí, pero cuya historia ha sido distinta. Nuestra vida, ¿habría podido tomar un camino diferente? ¿Hay un momento en nuestra vida en que hubiésemos podido elegir otro camino que nos hubiese llevado a otra historia y a otro “universo“? Siguiendo a Niels Bohr, no sólo habría podido aparecer otro personaje como yo mismo, sino que realmente existe en otro universo, un universo de alguna manera paralelo al nuestro, aunque separado de él para siempre. A partir de ahí, nada nos impide pensar que pueda existir una tercera, luego una cuarta y, poco a poco, una infinidad de versiones diferentes de mi yo.
Esta hipótesis de los universos paralelos ha sido propuesta para resolver ciertas paradojas procedentes de la física cuántica, que describe la realidad en términos de probabilidades. Hay que recordar que esa interpretación de un mundo en el que numerosos acontecimientos no pueden ser pronosticados con exactitud, sino simplemente descritos como probables, disgustaba a un gran número de físicos, entre ellos al mismo Albert Einstein. Y para mostrar los límites de las ideas probabilistas, el físico austríaco Erwin Schródinger propuso esta pequeña y famosa historia. Imaginemos que un gato es encerrado en una caja que contiene un frasco de cianuro. Encima del frasco hay un martillo cuya caída es provocada por la desintegración de una materia radioactiva. Tan pronto como el primer átomo se desintegra, cae el martillo, rompe el frasco y libera el veneno: el gato muere. Hasta aquí, el experimento no revela nada de sorprendente. Pero todo se complica cuando, sin abrir la caja, intentamos predecir lo que ha ocurrido en su interior. Según las leyes de la física cuántica, no hay, en efecto, ningún medio de saber en qué momento tendrá lugar la desintegración radioactiva que pondrá en funcionamiento el dispositivo mortal. A lo sumo, se puede decir que, en términos de probabilidad, hay, por ejemplo, un 50 por ciento de posibilidades de que una desintegración se produzca al cabo de una hora. Por consiguiente, si no miramos en el interior de la famosa caja, nuestro poder de predicción será muy pobre. Por ejemplo, tendremos una posibilidad entre dos de equivocarnos al afirmar que el gato está vivo. En realidad, en el interior de la caja reina una extraña mezcla de realidades cuánticas, compuesta de un 50 porciento de gato vivo y un 50 por ciento de gato muerto, situación que Schródinger consideraba inadmisible. Para remediar esta paradoja, el físico norteamericano Hugh Everett recurrió entonces a la teoría de los «universos paralelos», según la cual el universo se dividiría en dos en el momento de la desintegración y daría origen a dos realidades distintas. En el primer universo, el gato está vivo; en el segundo, está muerto. Tan real uno como otro, estos dos universos se habrían desdoblado en cierta forma para no volver a encontrarse jamás. Y también se puede postular la existencia de una infinidad de universos que nos estarían vedados.
Desde el punto de vista cuántico, todos estos universos posibles, en cierto modo adyacentes unos de otros, coexisten. Volvamos al gato de Schródinger. Antes de la observación, en la caja hay dos gatos superpuestos. Uno está muerto mientras que el otro está vivo. Estos dos gatos pertenecen a dos mundos posibles, totalmente diferentes el uno del otro. Sin embargo, si aplico al pie de la letra la interpretación de Copenhague, en el momento de la observación se derrumba la función ondulatoria que transporta simultáneamente a los dos gatos y, en su caída, arrastra a uno de los dos felinos, cuya desaparición provoca instantáneamente la anulación del segundo mundo posible. Con más precisión aún. La interpretación de Copenhague enuncia que los dos estados del gato, que corresponden a dos aspectos posibles de la función ondulatoria, son, tanto uno como otro, irreales. Simplemente, uno de los dos se materializa cuando miramos en el interior de la caja. En este sentido, el acto mismo de observación y la toma de conciencia que genera, no solamente modifican la realidad sino que la determinan. La mecánica cuántica subraya con brillantez la evidencia de una íntima relación entre el espíritu y la materia. Ello confirmaría la supremacía del espíritu sobre la materia. Sin embargo, un pequeño número de físicos se esfuerza en soslayarlo recurriendo a una hipótesis cuando menos extraña, cuyas consecuencias van mucho más allá de lo que la mayor parte de los hombres de ciencia está dispuesta a admitir: la hipótesis de los mundos múltiples. Esta sorprendente interpretación de la mecánica cuántica fue propuesta por primera vez hace algunos años por un joven físico de la Universidad de Princeton, Hugh Everett. Pero volvamos a nuestro ya célebre gato de Schrödinger. Deseoso de proponer ideas originales para su tesis doctoral, Hugh Everett partió del siguiente punto de vista: no hay uno sino dos gatos dentro de la caja, ambos reales. Simplemente, mientras el primero está vivo, el segundo está muerto; y cada uno, en un mundo diferente. ¿Qué significa este misterioso fenómeno de desdoblamiento? En el pensamiento de Everett significa que, enfrentado a una «elección» ligada a un acontecimiento cuántico, el universo es forzado a dividirse en dos versiones de sí mismo, idénticas en todos sus puntos. De este modo, existiría un primer mundo, en el que el átomo se volatiliza y causa la muerte del gato, verificada por el observador. Sin embargo, habría igualmente un segundo mundo, también real, donde el átomo no se habría desintegrado y donde, por consiguiente, el gato seguiría vivo. En lo sucesivo, estaríamos, por lo tanto, en relación con dos mundos diferentes uno de otro, dos universos entre los cuales no habría ya ninguna comunicación posible. Dos mundos cuyas respectivas historias podrían diferenciarse progresivamente, diverger hasta volverse ajenas entre sí. En tal caso, nuestra realidad no sería única, sino que estaría rodeada de una miríada de dobles más o menos diferentes, cada uno de los cuales iría dividiéndose a lo largo de un vertiginoso proceso sin fin.
Pero si aceptamos esta hipótesis, en cada estrella y en cada galaxia, en la Tierra lo mismo que en el resto del cosmos, se producen a cada instante transiciones cuánticas, es decir, fenómenos que llevan a nuestro mundo a dividirse en una infinidad de copias, que dan a su vez origen a otras copias, y así sucesivamente. Habría, pues, en este mismo momento, un número de diez elevado a cien copias de mí mismo, más o menos semejantes, cada una de las cuales daría origen a su vez a un número de copias igual a diez elevado a cien, y así hasta el infinito. Haya varias razones para juzgar esta teoría inaplicable a nuestra realidad, desde el punto de vista filosófico. Es difícil aceptar que mi otro yo vive realmente en «otra» parte, tan cierta como ésta, aunque inaccesible. Afirmar que existen, como las imágenes en un espejo, una miríada de mundos paralelos al nuestro, es suponer que realmente adviene no solo todo lo que es posible sino, igualmente, todo lo que es imaginable. Deberíamos entonces postular la existencia, mucho más allá de las simples variantes procedentes de nuestro universo, de mundos monstruosamente diferentes, de realidades errantes, basadas en estructuras y leyes totalmente ajenas a todo lo que podemos incluso pensar. Ahora bien, frente a todos esos innumerables mundos encadenados a la trama de las virtualidades, ¿cuál sería «el bueno»? ¿Habría un mundo de referencia, un mundo-modelo del que procederían los demás? forzoso reconocer que no: cada uno de esos universos extraería su legitimidad de su propia existencia, en igualdad con una infinidad de otros universos. Nuestra propia realidad, perdida como una gotita en un océano sin límites, no sería, pues, ni mejor ni más legítima que cualquier otra. Tenemos que precisar que la mayor par te de los físicos rechaza esta tesis, siguiendo así el ejemplo de algunos de los fundadores de dicha teoría, especialmente John Wheeler. Con ocasión de un simposio consagrado a Albert Einstein, alguien le preguntó su opinión sobre la teoría de los mundos múltiples, y él respondió: «Confieso que he tenido que desprenderme a disgusto de esta hipótesis, a pesar del vigor con el que la apoyé al principio, porque temo que sus implicaciones metafísicas no sean excesivas». Esta interpretación de la mecánica cuántica lleva a conclusiones radicalmente inversas de las propuestas por el grupo de Copenhague. Se puede decir, para simplificar, que en la interpretación de Copenhague nada es real, mientras que para los teóricos de los mundos múltiples, por el contrario, todo es real.
El pensamiento de Copenhague excluye, en efecto, la posibilidad de mundos alternativos. Detrás de cada elemento de nuestra realidad hay innumerables elementos virtuales, cada uno de los cuales hace referencia a universos fantasmales, a realidades que podrían existir pero que no tienen ninguna consistencia mientras no sean «materializadas» por un observador. El estado cuántico remite a un mundo situado más allá del mundo humano, a un mundo en el que una infinidad de soluciones virtuales, de mundos potenciales, son inducidos a coexistir. Desde esta perspectiva, se puede, por lo tanto, admitir que los universos llamados paralelos sólo existen en el ámbito cuántico, es decir, en estado virtual. Antes de ser observada, una partícula elemental existe en forma de «paquete de ondas». Es decir, todo sucede como si hubiera una infinidad de partículas, cada una con una trayectoria, una posición, una velocidad; o sea, con características diferentes de las demás. Ahora bien, en el momento de la observación, la función ondulatoria se derrumba y sólo una de esas innumerables partículas es llevada a materializarse y a anular de golpe a todas las «partículas paralelas». Y en el momento en que un acontecimiento se materializa en la larga cadena de fenómenos que forman la historia de nuestro universo, una infinidad de acontecimientos virtuales se desvanece y una miríada de mundos fantasmales es engullida por su estela. Sólo queda entonces nuestra realidad, única e indivisible. Pero, ¿qué es lo que provoca el derrumbamiento de la función ondulatoria que caracteriza a un fenómeno? Nada menos que el acto de observación. En este sentido y por analogía, podemos perfectamente considerar que nuestro universo proviene del derrumbamiento de una especie de «función ondulatoria universal», derrumbamiento que es provocado por la intervención de un observador exterior. Supongamos que nuestro universo aparezca como rodeado por un halo de realidades alternativas, cada una de las cuales descanse sobre una infinidad de funciones ondulatorias. A partir de ahí, nada impide adelantar la hipótesis según la cual esa compleja red de funciones ondulatorias en interacción se derrumba sobre un mundo único cuando es observada. Ahora bien, la incógnita está en quién observa el universo. Podemos deducir que los universos paralelos, las realidades alternativas, no existen. No hay más que realidades virtuales, ramificaciones posibles que se eclipsan para dejar sitio a nuestra realidad única tan pronto como interviene ese gran observador que, desde fuera, modifica a cada instante la evolución cósmica. Se comprenderá entonces por qué este observador, único y transcendente a la vez, al que tal vez podemos llamar Dios, es absolutamente indispensable para la existencia y la realización de nuestro universo.
Si aceptamos la idea según la cual la realidad no es más que el fruto de interacciones de campos entre entidades fundamentales, de las que ignoramos todo o casi todo, deberemos admitir que el mundo es en parte comparable a un espejo deformante del que recogemos, mal que bien, los reflejos de algo que siempre será incomprensible. La física cuántica nos ha forzado a superar nuestras nociones habituales de espacio y de tiempo. El universo descansa sobre un orden global e indivisible, lo mismo a escala del hombre que de las estrellas. Cada parte contiene la totalidad: todo refleja al resto. Todos tenemos el infinito en el hueco de nuestra mano. Hemos abierto una fisura en las altas murallas construidas por la ciencia clásica. Detrás de ellas, adivinamos ahora un decorado rodeado de brumas, un paisaje infinitamente sutil, cuyo horizonte está inmensamente lejos. A la luz de la teoría cuántica, muchos misterios se iluminan con una interpretación nueva, encuentran una especie de coherencia, sin perder nada, sin embargo, de su verdad original. La física moderna deja entrever que el espíritu del hombre emerge de las profundidades y se sitúa mucho más allá de la conciencia personal. Cuanto más se profundiza, más se aproxima uno a un fundamento universal que enlaza la materia, la vida y la conciencia. Basta con recordar un insólito experimento realizado en 1851 por el físico francés León Foucault. En esa época aún no se tenía la prueba experimental de que la Tierra giraba sobre sí misma. Para hacer su demostración, Foucault suspende una piedra muy pesada de una larga cuerda cuyo extremo queda fijado a la bóveda del Panteón. Nuestro experimentador dispone así de un péndulo de gran tamaño, que un buen día de primavera es puesto en marcha. Y aquí comienza el enigma. Con gran asombro, Foucault comprueba que en realidad el plano de oscilación de su péndulo, es decir, la dirección de sus idas y venidas, no está fijo, sino que gira alrededor de un eje vertical. El péndulo, que había comenzado a oscilar en dirección este-oeste, unas horas más tarde se mueve en dirección norte-sur. ¿Por qué razón? La respuesta de Foucault fue sencilla: este cambio de dirección era sólo una ilusión. Era la Tierra lo que realmente giraba, mientras el plano de oscilación del péndulo permanecía rigurosamente fijo. Cierto, pero, ¿fijo en relación con qué? Puesto que en el universo todo es movimiento, ¿dónde encontrar un punto de referencia inmóvil? La Tierra gira alrededor del Sol, que, a su vez, gira alrededor del centro de la Vía Láctea. ¿Dónde se detiene este movimiento? Esta es la verdadera cuestión, que reveló el péndulo de Foucault. Porque la Vía Láctea está en movimiento hacia el centro del grupo local de galaxias vecinas, que son arrastradas, a su vez, hacia un grupo de galaxias todavía más vasto. Ahora bien, ese mismo gigantesco conjunto de galaxias se dirige hacia lo que se llama «el gran atractor», un inmenso complejo de masas de galaxias situado a una distancia muy grande.
Pues bien, la conclusión que se extrae del experimento de Foucault es pasmosa. Indiferente a las considerables masas de los soles y galaxias próximas, el plano de oscilación del péndulo se alinea con objetos celestes que se encuentran en el horizonte del universo, a vertiginosas distancias de la Tierra. En la medida en que la totalidad de la masa visible del universo se encuentra en los miles de millones de galaxias lejanas, esto significa que el comportamiento del péndulo está determinado por el universo en conjunto y no solamente por los objetos celestes que están próximos a la Tierra. En otras palabras, si levanto un simple vaso de la mesa, pongo en juego fuerzas que implican al universo entero. Todo lo que sucede en nuestro minúsculo planeta está en relación con la inmensidad cósmica, como si cada parte llevase dentro la totalidad del universo. Con el péndulo de Foucault estamos, pues, forzados a reconocer que existe una misteriosa interacción entre todos los átomos del universo, interacción en la que no interviene ningún intercambio de energía ni fuerza alguna pero que, sin embargo, conecta el universo en una única totalidad. Parece que todo sucede como si una especie de «conciencia» estableciese una conexión entre todos los átomos del universo. Como escribió Teilhard de Chardin: «En cada partícula, en cada átomo, en cada molécula, en cada célula de materia, viven escondidas y trabajan a espaldas de todos la omnisciencia de lo eterno y la omnipotencia de lo infinito». El físico Harris Walker se hace eco de los pensamientos de Teilhard cuando sugiere que el comportamiento de las partículas elementales parece estar gobernado por una fuerza organizadora. La física cuántica nos revela que la naturaleza es un conjunto indivisible en el que todo está relacionado. La totalidad del universo se hace presente en cualquier lugar y en cualquier tiempo. Consecuentemente, la noción de espacio que separa dos objetos por una distancia más o menos grande no parece tener ya mucho sentido. Desde el momento en que dos objetos físicos son llevados a interactuar, se debe considerar que forman un sistema único y que, por consiguiente, son inseparables. La noción de inseparabilidad apareció en los años veinte con las primeras teorías cuánticas. En esa época, suscitó terribles controversias, incluso entre los físicos más grandes, como Einstein, quien en 1935 publicó un artículo de gran repercusión destinado a mostrar que la teoría cuántica era incompleta.
Con dos de sus colegas, Podolsky y Rosen, Einstein propuso un experimento imaginario, célebre hoy con el nombre de «experimento EPR», según las iniciales de los tres autores. Supongamos que hacemos rebotar dos electrones, A y B, uno contra otro y que esperamos a que se alejen lo suficiente para que el uno no pueda influir de ninguna manera en el otro. Desde ese momento, realizando mediciones sobre A, se puede extraer conclusiones válidas sobre B y nadie podrá pretender que al medir la velocidad de A hemos influido en la de B. Ahora bien, si uno se atiene a la mecánica cuántica, criticaba Einstein, es imposible saber qué dirección tomará la partícula A antes de que su trayectoria sea registrada por un instrumento de medida, ya que, siempre según la teoría cuántica, la realidad de un acontecimiento depende del acto de observación. Por lo tanto, si A «ignora» qué dirección tomar antes de ser registrado por un instrumento de medida, ¿cómo podrá B «conocer» de antemano la dirección de A y orientar su trayectoria de manera que pueda ser captado en la dirección opuesta exactamente en el mismo instante? Según Einstein, todo esto es absurdo y la mecánica cuántica era una teoría incompleta, por lo que los que la aplicaban al pie de la letra erraban el camino. En realidad, Einstein estaba convencido de que las dos partículas representaban dos entidades distintas, dos «granos de realidad» separados en el espacio, que no podían influirse mutuamente. Ahora bien, la física cuántica dice exactamente lo contrario. Afirma que estas dos partículas, aparentemente separadas en el espacio, no constituyen más que un único sistema físico. En 1982, el físico francés Alain Aspect quitó definitivamente la razón a Einstein al mostrar que existe una inexplicable correlación entre dos fotones, es decir, dos granos de luz, que se alejan el uno del otro en direcciones opuestas. Cada vez que, mediante un filtro, se modifica la polaridad de uno de los dos fotones, el otro parece «saber» inmediatamente lo que le ha sucedido a su compañero e instantáneamente experimenta la misma alteración de polaridad. ¿Cómo explicar un fenómeno así? Demasiado confusos para resolver la cuestión, los físicos han propuesto dos interpretaciones. La primera es que el fotón A «hace saber» lo que sucede al fotón B mediante una señal que va de uno a otro a una velocidad superior a la de la luz. Tras haber conseguido una adhesión más bien prudente, hoy día esta interpretación es rechazada cada vez más por los físicos, que prefieren lo que Niels Bohr llamaba la «indivisibilidad del quantum de acción», o también la inseparabilidad de la experiencia cuántica.
Según esta segunda interpretación, debemos aceptar la idea de que los dos granos de luz, aunque estén separados por miles de millones de kilómetros, forman parte de la misma totalidad. Existe entre ellos una especie de interacción misteriosa que los mantiene en contacto permanente. Por poner un ejemplo, digamos que si me quemo la mano izquierda, mi mano derecha será informada inmediatamente y experimentará un movimiento de retroceso semejante al de la izquierda, porque mis dos manos forman parte de la totalidad de mi organismo. Estos resultados vuelven a poner en tela de juicio las nociones mismas de espacio y de tiempo, en el sentido en el que entendemos estas palabras. Según Louis de Broglie: «A cierta distancia de un río se distingue nítidamente el agua agitada del remolino de la corriente más tranquila del río. Son percibidos como dos “cosas” separadas. Pero de cerca, se hace imposible decir dónde acaba el remolino y dónde comienza el río. El análisis en partes distintas y separadas no tiene ningún sentido: el remolino no es realmente algo separado, sino un aspecto del todo». Incluso se puede ir más lejos e intentar comprender a los físicos cuando afirman que el todo y la parte son una misma cosa. Un ejemplo sorprendente lo constituye el holograma. La mayor parte de la gente que ha visto una imagen holográfica, que se obtiene proyectando un haz de rayos láser a través de la placa en la que ha sido fotografiada una escena, ha tenido la extraña impresión de contemplar un objeto real de tres dimensiones. Uno puede desplazarse alrededor de la proyección holográfica y observarla desde diferentes ángulos, como a un objeto real. Al pasar la mano a través del objeto es cuando se comprueba que no hay nada. Pues bien, si usted utiliza un potente microscopio para observar la imagen holográfica de, por ejemplo, una gota de agua, verá los microorganismos que se encontraban en la gota original. Eso no es todo. La imagen holográfica posee una característica todavía más curiosa. Admitamos que hago una fotografía del templo de la Sagrada Familia. Si rompo en dos el negativo de mi foto y mando a revelar una de las dos mitades, no obtendré, desde luego, sino la mitad de la imagen original del templo de la Sagrada Familia. Pues bien, todo cambia con la imagen holográfica. Por extraño que pueda parecer, si uno rompe un trozo de negativo holográfico y lo coloca bajo un proyector láser, no se obtiene una «parte» de la imagen, sino la imagen entera. Incluso si rompo una docena de veces el negativo y no conservo más que una parte minúscula de él, esta parte contendrá la totalidad de la imagen.
Esto muestra de manera espectacular que no existe correspondencia unívoca entre las partes de la escena original y las regiones de la placa holográfica, como sucedía en el caso del negativo de una fotografía habitual. La escena ha sido registrada por completo en todas partes sobre la placa holográfica, de manera que cada una de las partes de la placa refleja la totalidad de la escena. Para David Bohm, el holograma representa una sorprendente analogía con el orden global e indivisible del universo. Pero, ¿qué ocurre en la placa holográfica para producir ese efecto según el cual cada parte contiene la totalidad? Según Bohm, se trata sólo de una versión instantánea, petrificada, de lo que, a una escala, infinitamente más vasta, se produce en cada región del espacio, a través de todo el universo, del átomo a las estrellas, de las estrellas a las galaxias. Ello puede dar respuesta a la pregunta de por qué Dios creó al hombre a su imagen. Probablemente nosotros somos la imagen misma de Dios. Como la placa holográfica, que contiene el todo en cada parte, cada ser humano es la imagen de la totalidad divina. La materia también son ondas, como lo demostró Louis de Broglie. La materia de los objetos está compuesta de configuraciones ondulatorias, que interfieren con configuraciones de energía. La imagen que se desprende de ahí es la de una configuración codificante, es decir, similar al holograma, de materia y energía, que se propaga sin cesar a través de todo el universo. Cada región del espacio, por pequeña que sea, hasta llegar al simple fotón, que también es una onda o un «paquete de ondas», contiene la configuración del conjunto, como cada región de la placa holográfica. Lo que sucede en nuestro pequeño planeta está dictado por todas las jerarquías de las estructuras del universo. Hay que reconocer que es una visión alucinante la de un universo holográfico infinito en el que cada región, aun siendo distinta, contiene el todo. Henos, pues, devueltos, una vez más, a la imagen de la totalidad divina, tanto en el espacio como en el tiempo. Es así como desembocamos en un universo sin discontinuidad, holísticamente ordenado, en que todo refleja a todo lo demás. Hay que ver ahí una de las más importantes conquistas de la teoría cuántica. Incluso si nuestro espíritu no ha asimilado todavía todas las consecuencias de esta revolución. El vaso de agua encima de la mesa, la ropa que vestimos, este mar azul, todos esos objetos que identificamos como partes llevan la totalidad insertada en ellos. Son motas de polvo cósmicas y átomos de un hipotético Dios, ya que todos tenemos el infinito en el hueco de nuestra mano.
El antiguo materialismo, incluso el que arrojaba el espíritu al vaporoso universo de la metafísica, ya no tiene actualidad. En cierto modo «tranquilizador y completo», el materialismo ejercía en nosotros la irresistible seducción de la antigua lógica. Los elementos del universo eran firmes y estables, y los misterios del cosmos, sus aparentes incertidumbres, no eran sino el reconocimiento de nuestra propia incompetencia, de nuestros límites interiores: problemas, en suma, que, un día más o menos lejano, serían resueltos. Pero la nueva física y la nueva lógica han cambiado esta concepción de manera radical. El principio de complementariedad enuncia que los constituyentes elementales de la materia, como los electrones, son entidades con una doble cara, al modo del dios Jano. Unas veces aparecen como granos de materia sólida; otras, como ondas inmateriales. Estas dos descripciones se contradicen, y sin embargo el físico tiene necesidad de las dos a la vez. Es, pues, forzoso tratarlas como si fueran simultáneamente exactas y coexistentes. De ahí que Heisenberg fuese el primero en comprender que la complementariedad entre el estado de grano y el de onda ponía para siempre fin al dualismo cartesiano entre materia y espíritu. Una y otro son los elementos complementarios de una misma realidad. Resulta así modificada, de manera profunda e irreversible, la distinción fundamental entre materia y espíritu. De ahí, una nueva concepción filosófica, a la que hemos dado el nombre de metarrealismo. Esta nueva vía que ofrece la física cuántica transforma, de manera mucho más radical que la de la revolución copernicana, la imagen que el hombre se hace del universo. Incluso si la gran mayoría todavía no ha tomado conciencia de un cambio así, incluso si los dogmas y los tabúes de la ciencia del siglo XIX sobre los conceptos de espacio, de tiempo, de materia y de energía, prisioneros de la causalidad y del determinismo, dominan todavía el pensamiento del hombre corriente, no está lejos el momento en el que estas nociones del pasado serán consideradas nada más que como anacronismos en la historia de las ideas. Los físicos, que han desmaterializado el concepto mismo de materia, nos han ofrecido, al mismo tiempo, la esperanza de una nueva vía filosófica: la del metarrealismo, vía de un cierto más allá, abierta a la última fusión entre materia, espíritu y realidad.
La búsqueda de un más allá es un viejo debate que durante mucho tiempo enfrentó a las dos doctrinas fundamentales sobre la naturaleza del Ser: el materialismo y el espiritualismo, o entre el realismo y el idealismo. Al término de una síntesis entre el espíritu y la materia, encontraremos esta nueva visión del mundo: el metarrealismo. Pero, ¿cuáles son las diferencias entre espiritualismo e idealismo, por una parte, y entre materialismo y realismo, por otra. Aunque complementarias, estas dos parejas de conceptos abordan dos problemas diferentes uno de otro. Mientras que el espiritualismo, que se opone al materialismo, es una doctrina sobre el Ser, el idealismo, opuesto al realismo, es una teoría del conocimiento. A ojos de un espiritualista, la realidad tiene una dimensión puramente espiritual. Por el contrario, el materialista reduce lo real a una dimensión estrictamente mecánica, en la que el espíritu no juega ningún papel y no tiene, por lo demás, ninguna existencia independiente. Veamos ahora el idealismo. Según él, lo real no es accesible. ¿Existe como realidad independiente? Es imposible afirmarlo: sólo existen las percepciones que tenemos de él. Por el contrario, para el realismo, el mundo tiene una realidad objetiva, independiente del observador, y nosotros lo percibimos tal como es. Pero ninguna de estas actitudes coincida hoy con lo real ni con las representaciones que suscita. El único modelo del mundo admisible a partir de ahora descansa en la física moderna. Según Heisenberg: «Teniendo presente la estabilidad intrínseca de los conceptos del lenguaje normal en el transcurso de la evolución científica, se ve que —tras la experiencia de la física moderna —nuestra actitud hacia conceptos como el espíritu humano, el alma, la vida o Dios será diferente de la que tenía el siglo XIX». Consideraciones análogas condujeron, por otra parte, al físico Eddington a hacer la observación siguiente: «Se podrá decir, quizá, que la conclusión que se extrae de esos argumentos de la ciencia moderna es que, para un científico razonable, la religión se ha vuelto posible en torno al año 1927». Ese año de 1927 es uno de los más importantes en la historia del pensamiento contemporáneo. Señala el disparo de salida de la filosofía metarrealista. Es el año en el que Heisenberg expone su principio de incertidumbre, en que el canónigo Lemaitre da a conocer su teoría sobre la expansión del universo, en que Einstein propone su teoría del campo unitario, en que Teilhard de Chardin publica los primeros elementos de su obra. Y es el año del congreso de Copenhague, que marca la fundación oficial de la teoría cuántica. Pero, ¿no es significativo que las conmociones epistemológicas hayan sido provocadas por hombres de ciencia en lugar de hombres religiosos o pensadores filosóficos? Los filósofos mismos deben preguntarse por el significado profundo de esas conmociones y responder sobre todo a esta pregunta: ¿qué es lo que la ciencia intenta transmitirnos para forjar una nueva visión del mundo?
Las incursiones de la ciencia en el campo filosófico nos proporcionan por primera vez los medios para hacer la síntesis entre el materialismo y el espiritualismo, para conciliar el realismo y el idealismo. La realidad inmanente que percibimos alcanza entonces el principio transcendente que se supone le dio origen. Recordemos que los filósofos espiritualistas niegan de manera unánime un origen material al espíritu humano y afirman que el pensamiento es un dato del universo, anterior a la materia. De entre ellos, algunos todavía más extremistas niegan incluso la existencia autónoma de la materia. Es el caso de Berkeley, para quien el universo no es más que una imagen de Dios. Asimismo, las «mónadas» de Leibniz son una forma de espiritualismo llevada al extremo. El sistema filosófico de Leibniz conduce a una especie de espiritualismo objetivo en la medida en que postula, como en Platón o en Hegel, la existencia de una base espiritual «objetiva», distinta de la conciencia humana e independiente de ella. Esta base espiritual objetiva no es otra cosa que la Idea Absoluta de Hegel, o más sencillamente, Dios. En este caso, Dios transciende el universo y no se confunde con él. La pregunta se plantea en este punto: si el universo descansa en la existencia de un Ser transcendente, ¿cómo acceder a este Ser? ¿No estamos, en realidad, separados de la esencia profunda del universo? Ese es el punto de vista que desarrollan las corrientes idealistas. Bajo el nombre de idealismo se reagrupan las filosofías para las cuales la realidad «en sí» no es cognoscible. La única evidencia de un mundo exterior reside en nuestras percepciones, en nuestras sensaciones de color, de dimensión, de gusto y de forma. Desde el día en que nacemos, se nos enseña que debemos tener una percepción común del mundo. Lo que una persona percibe como un árbol, una flor, o un río, otra distinta debe percibirlo como un árbol, una flor o un río. Eso es la consecuencia directa de nuestras creencias comunes en un mundo «en sí». Pues bien, el cibernético Heinz von Foerster expone que el espíritu humano no percibe lo que está ahí sino lo que cree que está ahí. Nuestra facultad de ver depende de la retina que absorbe la luz del mundo exterior y transmite después señales al cerebro. Por lo demás, este mismo esquema se aplica a todas nuestras percepciones sensoriales. Sin embargo, la retina no percibe el color, explica von Foerster; ella es ciega a la calidad del estímulo y sólo es sensible a su cantidad. «Esto no debería constituir una sorpresa —añade—, porque en realidad no hay luz ni color en sí: sólo hay ondas electromagnéticas».
Del mismo modo, no hay sonidos ni músicas: solamente variaciones momentáneas de la presión del aire en nuestros tímpanos. No hay calor ni frío: solamente moléculas en movimiento con más o menos energía cinética, y así sucesivamente. En resumen, según los idealistas, no nacemos formando parte del mundo: nacemos formando parte de algo que construimos en el interior del mundo. El idealismo impone la idea de que cada uno de nosotros vive en una especie de «esfera de conciencia» que interfiere a la vez con lo real desconocido y con otras esferas de conciencia. Una vez más, la concepción de una realidad objetiva se evapora. Preguntarse por la realidad que nos rodea sin tener en cuenta a los que la observan no tiene ningún sentido en ese caso. En el fondo, mi propia esfera de conciencia nada me informa de la realidad misma. Mi conocimiento del mundo se reduce a las ideas que me hago de él. En cuanto a lo real que se sitúa más allá de mis sentidos, permanece oscuro, velado, misterioso y, probablemente, incognoscible. Ahí encontramos el idealismo en física: lo real no es comprensible, evaluable, y, en último extremo, no existe más que a través de un acto de observación. Pero, ¿qué podemos decir de ese real enigmático? Parece que estamos inmersos en ese famoso campo de información, hecho de conciencia y de materia, que hemos descrito antes. Y volvemos de nuevo a la teoría del campo cuántico. En ella, las partículas elementales son consideradas como manifestaciones de un campo cuántico en el que la materia y todos sus movimientos son producidos por una especie de campo de información subyacente. El físico Hamilton va más lejos todavía cuando enuncia que la materia es quizá el resultado de una serie de interacciones entre «campos de información». Es decir, una partícula no se despliega en el «mundo real», sino en un movimiento de onda procedente de un océano de informaciones, como una gran ola de agua que fuese producida por el movimiento general del océano. Es este flujo constante, esta especie de «marea», lo que da origen a un objeto que tiene todas las propiedades de una partícula material. De manera análoga, según la interpretación causal de David Bohm, las partículas elementales proceden de un campo cuántico global. La información juega aquí un papel determinante al dar origen, no solamente a los procesos cuánticos, sino también a las partículas mismas. Ella es responsable de la manera en que los procesos cuánticos se despliegan a partir del campo cuántico del universo. Todo esto confirma que el orden del espíritu y el de la materia no son irreductibles sino que se sitúan dentro de un espectro de orden general, que se extiende desde el orden mecánico hasta el orden «espiritual». Si el espíritu y la materia tienen por origen a un espectro común, está claro que su dualidad es una ilusión, debida al hecho de que no se consideran sino los aspectos mecánicos de la materia y la cualidad intangible del espíritu.
Llegamos a una idea análoga al principio de incertidumbre de Heisenberg, según el cual nosotros no observamos el mundo físico, sino que participamos en él. Nuestros sentidos no están separados de lo que existe «en sí», sino que están íntimamente implicados en un complejo proceso de feedback cuyo resultado final es, en realidad, crear lo que existe «en sí». Según la nueva física, nosotros soñamos el mundo. Lo soñamos como algo durable, misterioso, visible, omnipresente en el espacio y estable en el tiempo. Pero más allá de esta ilusión, se desvanecen las categorías de lo real y lo irreal. Del mismo modo que ya no se puede considerar que el gato de Schródinger esté o bien vivo, o bien muerto, no se puede percibir el mundo objetivo como existente o no existente. El espíritu y el mundo no forman sino una única realidad. Como dice Williams Pearce: «El espíritu humano refleja un universo que refleja el espíritu humano» A partir de ahí, no se puede simplemente decir que el espíritu y la materia coexisten, sino que existe el uno a través del otro. En cierto modo, el universo está soñándose a sí mismo a través nuestro. El metarrealismo comienza en el momento en que el soñador toma conciencia de sí mismo y de su sueño. Parece interesante ver el punto de vista de un gran físico norteamericano, Heinz Pagels:«¿Qué es el universo? ¿Es un gran film en relieve cuyos involuntarios actores somos nosotros? ¿Es una broma cósmica, un ordenador gigante, la obra de arte de un Ser supremo o, lisa y llanamente, un experimento? Nuestras dificultades para comprender el universo proceden de que no sabemos con qué compararlo». Sin embargo, el mismo Heinz Pagels, expresando el punto de vista de la mayor parte de los físicos, prosigue: «Creo que el universo es un mensaje redactado en un código secreto, un código cósmico, y que la tarea del científico consiste en descifrar ese código». Para admitir la existencia de ese código cósmico y para comprenderlo, hay que situar el pensamiento en un marco metarrealista. El espíritu y la materia forman una única realidad; por lo que el Creador de este universo materia/espíritu es transcendente. La realidad en sí de este universo no es cognoscible. ¿Es legítimo este planteamiento? En todo caso, encuentra un eco sorprendente en la filosofía de un pensador que, en el corazón de la Edad Media, tuvo sin embargo la intuición de lo que anuncia el metarrealismo: Santo Tomás de Aquino. A la vez metafísico, lógico y teólogo, Santo Tomás se propuso conciliar la fe cristiana con la filosofía racional de Aristóteles. Si Santo Tomás de Aquino ejerce una influencia tan profunda sobre el pensamiento contemporáneo es quizá por ser el primero en haber intentado instalar la armonía entre lo que se cree y lo que se sabe: entre el acto de fe y el acto de saber; en una palabra: entre Dios y la ciencia.
Pero, ¿a dónde nos lleva todo esto? ¿Por qué hay algo en lugar de nada?. Ante esta interrogación, los que piensan profundamente conocerán de golpe el vértigo filosófico más intenso. Teilhard de Chardin tenía apenas siete años cuando, súbitamente, se encontró frente al misterio. Su madre le había enseñado un mechón de pelo, había acercado una cerilla: el mechón había desaparecido. En cuanto se extinguió la llama, el pequeño Teilhard sintió el absurdo de la nada. Y como las experiencias de negación, de muerte, de angustia y de pecado son más fuertes que sus contrarias, Teilhard se pregunta: ¿por qué hay cosas? ¿Por qué tienen fin? ¿De dónde ha surgido este Ser que hay en mí —que soy yo —y que no sabe la razón profunda de su existencia? El universo: centenares de miles de millones de estrellas, dispersas por miles de millones de galaxias, a su vez perdidas en una inmensidad silenciosa, vacía y helada. El pensamiento se aterroriza ante ese universo tan diferente de él, que le parece monstruoso, tiránico y hostil: ¿por qué existe? Y, ¿por qué existimos nosotros a través de él? Veinte mil millones de años después de su aparición, la materia continúa su recorrido por el espacio-tiempo. Pero, ¿adónde nos lleva este recorrido? La cosmología responde que el universo no es eterno. Que tendrá un final, aunque sea infinitamente remoto. No podrá escapar a una de estas dos muertes posibles: la muerte por frío o la muerte por fuego. En el primer caso, se llama «abierto» al universo: su expansión se prosigue indefinidamente; las galaxias se pierden en el infinito mientras las estrellas se extinguen una a una, después de haber irradiado sus últimas reservas. Más allá de la duración de la vida del protón, la materia misma se disgrega. Llega el último instante, aquél en el que las últimas motas cósmicas de polvo son engullidas a su vez por el inmenso agujero negro en que se ha convertido el universo agonizante. Por fin, el mismo espacio-tiempo se reabsorbe: todo vuelve a la nada. Desde un punto de vista metafísico, nada hay más angustioso que esta consunción, esta ascensión de una nieve de materia, esta lenta disgregación, esta irradiación ilimitada que reviste todos los colores del arco iris antes de desvanecerse.
¿De qué estará hecha esta nada? ¿Qué quedará de la información acumulada en todo el universo durante centenares de miles de millones de años? Una respuesta pasa, quizá, por poner de manifiesto la relación entre la información de un sistema, o su organización, y la entropía, o degradación del orden de ese sistema. Se puede admitir, con la mayor parte de los físicos, que la adquisición de información, es decir, de un conocimiento, consume energía y provoca, en consecuencia, el aumento de la entropía global en el seno de un sistema. En otras palabras, si la entropía mide el desorden físico de un sistema, también es un indicador indirecto de que ese mismo sistema guarda localmente cierta cantidad de información. La teoría de la información desemboca, pues, sobre esta afirmación sorprendente: el caos es un indicio de la presencia, en el seno de un sistema, de cierta cantidad de información. En el extremo, el estado de desorden máximo que caracteriza al universo en el momento de su desaparición puede quizá ser interpretado como signo de la presencia, más allá del universo material, de una cantidad de información igualmente máxima. La finalidad del universo se confunde aquí con su final: producir y liberar el conocimiento. En este último estadio, toda la historia del cosmos, su evolución durante centenares de miles de millones de años, se convierte en una Totalidad de conocimiento puro. ¿Qué entidad guardará este conocimiento si no es un Ser infinito, que transciende el mismo universo? Y, ¿qué uso hará de este saber infinito que lo constituye y cuyo origen es, al mismo tiempo, él mismo? El destino del universo a largo plazo no es previsible. Al menos, por ahora. Si su masa total es superior a un cierto valor crítico, entonces, al cabo de un tiempo más o menos largo, la fase de expansión llegará a su fin. La materia que forman las galaxias, las estrellas, los planetas, todo eso será comprimido hasta convertirse de nuevo en un simple punto matemático que anulará el espacio y el tiempo. Aunque este argumento sea opuesto al anterior, también aquí, todo vuelve a la nada. También aquí, al término de un lento proceso de desmaterialización, la información se separa de la materia y se libera de ella para siempre. ¿Hay alguna conclusión que extraer de esta observación del destino cósmico? ¿Qué se puede pensar de un universo situado entre dos nadas? Esencialmente el universo no tiene el carácter del Ser en sí. Supone la existencia de otro Ser, situado fuera de él. Si nuestra realidad es temporal, la causa de esta realidad es ultratemporal, transcendente al tiempo y al espacio.
Henos aquí muy cerca de ese Ser al que la religión llama Dios. Pero entre las diferentes constataciones científicas establecidas sobre lo real, existen tres que sugieren con fuerza la existencia de una entidad que transciende nuestra realidad. Primera constatación: el universo aparece como acabado, cerrado sobre sí mismo. Si lo comparamos con una pompa de jabón que abarque todo, ¿qué hay a su «alrededor»? ¿De qué está hecho el «exterior» de la pompa? Es imposible imaginar un espacio exterior al espacio y que lo contenga; desde un punto de vista físico, un exterior así no puede existir. Estamos, pues, obligados a colocar más allá de nuestro universo la existencia de «algo» mucho más complejo: una totalidad en el seno de la cual nuestra realidad está, en resumidas cuentas, inmersa, algo así como una ola en un vasto océano. La segunda pregunta es ésta: ¿es necesario el universo? O, al contrario: ¿existe un determinismo superior a la indeterminación cuántica? Si la teoría cuántica ha demostrado que la interpretación probabilista es la única que nos permite describir lo real, debemos concluir de ahí que, frente a una naturaleza irresuelta, debe existir, fuera del universo, una Causa de la armonía de las causas, una Inteligencia discriminante, distinta de ese universo. Terminemos por el tercer argumento, el más importante: el principio antrópico. El universo parece construido y regulado, con una precisión inimaginable, a partir de algunas grandes constantes. Se trata de normas invariables, calculables, de las que no se puede saber por qué la naturaleza escogió tal valor en lugar de tal otro. Se debe asumir la idea de que, en todos los casos, con valores diferentes del «milagro matemático» sobre el que descansa nuestra realidad, el universo habría presentado los caracteres del caos absoluto. Ello implicaría la danza desordenada de átomos, que se juntarían un instante y se separarían al instante siguiente para recaer sin cesar en sus insensatos torbellinos. Y puesto que el cosmos remite a la imagen de un orden, este orden nos conduce, a su vez, hacia la existencia de una causa y de un fin exteriores. En la estela de todo lo que precede podemos aprehender el universo como un mensaje expresado en un código secreto, una especie de jeroglífico cósmico que acabamos de empezar a descifrar. Pero, ¿qué hay en ese mensaje? Cada átomo, cada fragmento, cada grano de polvo existe en la medida en que participa de un sentido universal. Así se descompone el código cósmico: primero la materia, después la energía y, por fin, la información. ¿Hay algo aún más allá? Si aceptamos la idea de que el universo es un mensaje secreto, ¿quién ha compuesto el mensaje? Si el enigma de ese código cósmico nos ha sido impuesto por su autor, ¿no forman nuestros intentos de descifrarlo una suerte de trama, de espejo cada vez más nítido, en el cual el autor del mensaje renueva el conocimiento que tiene de sí mismo?
Fuentes:
- Jean Guitton: Dios y la Ciencia
- Fritjof Capra: El Tao de la Física
- Sarah Belle Dougherty: Ciencia Moderna, Sabiduría Antigua
- Fuente
- https://oldcivilizations.wordpress.com
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