La abdicación del rey, por Toral
03-09-2014
Por Juan Carlos Rodríguez. Fotografías de Luis de las Alas
Su obsesión por las maletas le impulsa a buscarlas en contenedores. Con ellas, Cristóbal Toral, uno de los pintores españoles vivos más internacionales, realiza sus famosos ensamblajes. Esta semana inaugura una retrospectiva en Madrid.
Cuando veo una maleta, lo primero que hago es emocionarme; casi hasta las lágrimas”, afirma el pintor Cristóbal Toral (Torre-Alháquime, Cádiz, 15 de abril de 1940) en su estudio toledano, vestido con su traje de faena y sentado en un viejo sillón que perteneció a Antonio El Bailarín. Tal es su obsesión por este objeto ligado al viaje –icono recurrente de su obra pictórica– que acostumbra a husmear en los contenedores de Madrid en busca de nuevas piezas. “Si encuentro una, la meto en el coche y me la llevo. Para mí es un trofeo, como lo es un conejo o una perdiz para un cazador”, confiesa.
Toral empezó a inquietarse cuando los equipajes que adquiría en el madrileño Rastro o le regalaban sus amigos –conocedores de su extraña afición– no le bastaban para abordar su nueva línea artística: los ensamblajes de maletas. Básicamente, un conjunto de valijas usadas que él va encajando como si fuesen piezas de un tetris y después pinta. Así que, ni corto ni perezoso, llamó a un mandamás de Iberia y le preguntó cómo podía comprar las que perdían los pasajeros en el aeropuerto. La solución que este le dio fue que pujara por uno de los lotes que se subastan periódicamente. Dicho y hecho: “El que me adjudicaron incluía 2.000 maletas, bolsos de señora, trolleys y 640 carritos de bebé”. Un momento… ¿carritos de bebé? “Sí, muchos casi nuevos, para los nietos que vengan o para quien los pueda necesitar”, afirma.
Son las 12 del mediodía de una mañana de agosto. Nacho, el ayudante boliviano de Toral, nos recoge en la estación del AVE de Toledo y nos lleva en un Mercedes 600 de color negro hasta El Torcal, la finca del pintor, situada a unos 50 km. Por el camino nos va contando la primera impresión que tuvo al conocerle, hace ya siete años. “Al verle con la chaqueta raída, embadurnado de pintura y rodeado de cachivaches, pensé: ‘Este señor no está bien’. Pero leí su libro [La vida en una maleta. Autorretrato de un pintor, Ed. Temas de Hoy] y mi opinión sobre él cambió”.
En su autobiografía, publicada en 2003, Toral relata una infancia asalvajada y solitaria en el campo de Antequera, cortijo de Las Lomas, donde vivió hasta los 19 años en un chozo sin más compañía que la de su padre, un humilde carbonero que le enseñó las letras y que, a falta de escuela, puso a su alcance la Enciclopedia Álvarez. La madre los abandonó cuando el crío tenía 3 años, y aquella ausencia quedaría reflejada más tarde en su pintura. En sus cuadros predominan las mujeres solas en tránsito; “figuras que no se sabe si van, si vienen, si esperan”.
Ejemplo de “purísima vocación”, el niño empezó a pintar a los 5 o 6 años con el tizón negro a la luz del candil. Aquellos primeros dibujos –un caballo, un pájaro, una encina–, trazados con impulso atapuerca, llamaron la atención de un cazador que le enseñó el camino de la civilización: la Escuela de Artes y Oficios de Antequera. El joven aprendiz obtuvo la mejor calificación de ese año y acabó graduándose en Bellas Artes con el Premio Fin de Carrera de España, curso del 64. Una beca March le dio el pasaporte a Manhattan (EEUU) y sus cuadros acabaron colgados en museos de medio mundo, como el Guggenheim de Nueva York o el Centro Pompidou de París. Entre medias, pasó tres años en un hospicio, trabajó segando arroz en las marismas de Sevilla, malvendió algunas piezas, quedó impactado con la inmigración de la posguerra, e incluso, se disfrazó de astronauta.
Llegamos. Nuestro anfitrión, afable y enérgico a sus 74 años, sale a saludarnos en compañía de sus mastines Kioto, Frida y Filippa. Ocultos bajo una lona, los carritos de bebé se achicharran a 40ºC en medio del secarral. El resto del botín está repartido en tres naves, una de las cuales aloja el espacioso estudio del artista. A primera vista parece la guarida de un chamarilero. O de un pobre hombre afectado por el síndrome de Diógenes. “Sí, tengo la costumbre de guardarlo todo, pero porque sé que lo puedo necesitar en cualquier momento. En mis estudios de Madrid y Nueva York no tengo tanto espacio”, tranquiliza Toral mientras da los últimos retoques a su inminente exposición, que se inaugurará el próximo 4 de septiembre en el Centro Cultural Tomás y Valiente (CEART) de Fuenlabrada, en Madrid.
La retrospectiva abarca desde 1975 hasta las obras más actuales, entre las que destacan sus ensamblajes de maletas y una escultura-contenedor titulada La abdicación del Rey. Del recipiente, lleno de escombros y trastos viejos, sobresale una fotografía oficial de Don Juan Carlos. El artista explica su composición: “El Rey ha hecho su servicio y, tras ser sustituido, termina metafóricamente en el contenedor. La inclinación del cuadro añade dramatismo a esta obra: es un símbolo del declive. Cuando eres joven, mantienes la verticalidad. Luego la edad te va inclinando”.
PREGUNTA. ¿Cómo se le ocurrió tirar al ex rey Juan Carlos al contenedor?
RESPUESTA. Yo no he tirado al Rey al contenedor; lo ha tirado la realidad, que es muy dura.
P. ¿No teme que le tachen de oportunista?
R. No. El artista debe estar atento a la realidad, y una de las realidades que se ha producido en el ámbito nacional es la abdicación del Rey. Yo solo tomo nota de la realidad y la reinterpreto. Tenía muchas ganas de hacer un contenedor (una metáfora de la vida) y ya lo tenía listo cuando se produjo la renuncia real. No tuve más que coger la foto y echarla ahí. Luego en esta obra no hay oportunismo, sino coherencia.
P. Habrá quien piense que es obra de un republicano…
R. Probablemente habrá muchas interpretaciones, pero no ha sido ninguna irreverencia hacia Don Juan Carlos, entre otras cosas porque a mí me cae muy bien. Además, creo que tiene una acuarela mía en su habitación…
P. Nacho, su ayudante, admira su tenacidad y capacidad de trabajo. ¿Su oficio le sigue llenando plenamente?
R. Sí, hasta el punto de que, si dejo de pintar una semana, me siento mal. El trabajo es una terapia.
P. La Wikipedia le presenta como un “pintor famoso por sus cuadros realistas”. ¿Le parece una simpleza?
R. Yo me siento más cómodo en la figuración, porque voy más allá de la realidad. En mi realismo hay un 50% de imaginación; es un realismo liberado.
P. ¿Qué queda de aquel niño salvaje que ayudaba a su padre a fabricar carbón?
R. La soledad que yo viví de niño en el chozo, ese contacto tan directo con la naturaleza, me convirtió en una persona independiente. En mi carrera artística también he ido por libre; por eso tengo poco que ver con el grupo realista en el que a veces me meten. No puedo pertenecer a grupos.
P. Su hija María Toral, comisaria de exposiciones y conocedora cercana de su obra, dice que “todas sus creaciones son el espejo de un carácter luchador, perfeccionista y, sobre todo, inconformista”. ¿Está de acuerdo?
R. Totalmente, sobre todo con lo de inconformista. Pero no soy nada original, porque inconformista es quien quiere superarse constantemente. Salvo los cretinos, claro, que se creen que han llegado a lo máximo. El cretinismo es todo lo contrario a lo que yo quiero ser: un pintor insatisfecho. Tengo la sensación de que siempre estoy empezando. Y de que a partir de ahora voy a empezar a hacer cosas importantes.
P. Me adelantó por teléfono que su producción más reciente es “mucho más vanguardista, rompedora y agresiva”. ¿A qué se debe ese giro tan radical?
R. A mi permanente insatisfacción (un artista tiene que tener la capacidad de arriesgarse) y a una especie de milagro inexplicable que a veces surge en la carrera de un creador. Goya, por ejemplo, empezó haciendo cartones antes de que estallara su modernidad. Rothko hacía una pintura impersonal que recordaba a Mattisse y a otros pintores; pero a partir de los cuarenta y tantos empieza a surgir su propia personalidad, que culmina en los 70 con obras maravillosas. En mi caso, creo que ese milagro, esa explosión, se ha producido en estos últimos años, pero dentro de una coherencia artística.
P. ¿Se refiera a los ensamblajes de maletas y a obras como La abdicación del Rey?
R. Sí, creo que es de lo más vanguardista que se puede hacer en estos momentos. Esto es difícil de decir y no lo puede afirmar cualquier artista, ¿eh? Yo he llegado a la vanguardia pasando por los clásicos, por Velázquez, que es lo más moderno que hay. Los que empiezan siendo vanguardistas me parecen sospechosos…
P. En su afán por desenmascarar la industria del arte, ha escrito polémicos artículos como Yo acuso a Damien Hirst (2008) o La cúpula de Barceló, perfecta para un casino en Las Vegas (2009). ¿Hacia qué artista dirige hoy sus dardos?
R. Me chirría que se hayan pagado más de 40 millones de euros por el perrito de Jeff Koons [Balloon dog (Orange)] mientras un Greco, un Goya o un Zurbarán rara vez superan los 10. Es la locura del marketing. Critiqué a Hirst, pero comparado con Koons, me parece extraordinario.
P. Siempre le ha obsesionado la maleta como símbolo del tránsito. ¿Cómo acaba un objeto tan cotidiano convertido en un arma de expresión?
R. Es un proceso muy bonito. En la maleta hay una ausencia y una presencia. Esas maletas han pertenecido a alguien: ¿quiénes son?, ¿qué llevaban?, ¿dónde han viajado? Al transformarlas en obra de arte, lo que hago es salvarlas del olvido. De alguna forma, se ganan la eternidad.
P. La maleta está muy vinculada a su propia biografía…
R. Sí, la primera vez que hice una fue para ir a las marismas de Sevilla a segar arroz, que es el trabajo más duro que existe. Luego, durante mi formación como pintor, viajé a Antequera, Madrid... Esos viajes llevaban acarreado el equipaje, la idea del tránsito. A la vez, se me quedó muy grabada la inmigración que se producía hacia Alemania, como reflejé en El emigrante muerto, el cuadro que llevé a la Bienal de Sao Paulo de 1975.
P. Usted sufrió en carne propia el desdén del señorito. Este incluso llegó a aconsejar a su padre que le quitara su afición, por considerarla propia de muertos de hambre. ¿Cómo le marcó políticamente esa experiencia?
R. Por mis orígenes y mi actividad artística, por coherencia, por el señoritismo que sufrí y que sufrió mi padre durante mucho tiempo, es lógico que uno se incline más hacia la izquierda. Pero creo que en política los radicalismos y los fundamentalismos son peligrosos.
P. ¿Comulga con Podemos?
R. Tiene razón de ser que un grupo de gente desencantada de la situación haya visto la posibilidad de votar a un partido que ha sabido aprovechar el terreno abonado. Pero el tema económico es difícil de resolver. Que vengan con cantos de sirena a estas alturas es sospechoso. Como pintor, el discurso de Podemos me resulta antiguo, obsoleto y alejado de la vanguardia. Los problemas no se solucionan cogiendo el dinero a los ricos, eso es tener muy poca imaginación. A mí los ricos me dan mucho optimismo.
P. ¿Usted es rico?
R. Soy rico en ideas [risas]. No puedo quejarme. Teniendo en cuenta que hasta los 14 años no me senté en una silla y que ahora estoy sentado en un sillón de Antonio El Bailarín que compré en una subasta…
P. ¿Es cierto que pasó apuros económicos cuando acabó Bellas Artes?
R. Sí, cuando vi que tenía 500 pesetas en la caja de ahorros me dije que no podía seguir así. Entonces empecé a hacer dibujos para vender en una tienda de muebles, pero me pareció humillante lo que me pagaban y dejé de hacerlos. Y entonces fue cuando me vestí de astronauta para llamar la atención de la prensa, porque en ese momento los pintores conocidos eran Benjamín Palencia, Ortega Muñoz, Tàpies, Saura…
P. ¡Puro marketing!
R. Fue una extravagancia relativa: yo estaba obsesionado con el espacio y admiraba a los astronautas. Encargué el traje a Cornejo y salí a pasear de esta guisa. Convoqué a la prensa y la repercusión fue fantástica. A partir de ahí empecé a vender cuadros. Años después, estando ya en Nueva York, tuve la suerte de conocer personalmente al astronauta Michael Collins.
P. ¿Se apuntaría a un viaje espacial, aunque para ello tuviera que vender todos sus cuadros?
R. Hombre, para hacer un viaje espacial hay que echarle coraje. Me apañaría con la imaginación. En todo caso, los vendería por tener un Van Gogh o un Leonardo da Vinci.
P. ¿Cuál es su cuadro soñado, el que le gustaría realizar?
R. Sueño con hacer una obra (en este mundo mío de la maleta como símbolo) que se convirtiera en un icono de nuestro tiempo. Una especie de Guernica.
P. ¿Volvería a vivir esta “vida en una maleta”?
R. Sí, y me sentiría muy a gusto con esa visión mía del mundo. Lo único que rectificaría en mi trayectoria sería que este giro, o esta explosión de modernidad que se ha producido a los 74 años, se hubiera producido con 40. Y luego mantendría a todos mis amigos. Estar rodeado de tu familia, tus amigos y de esa ilusión por el trabajo que te hace entusiasmar, me resulta imprescindible para transitar por la vida.
Testigo de su tiempo
Por María Toral, hija del artista y comisaria de la exposición.
“Esta exposición, titulada Cristóbal Toral. Cartografía de un viaje, traza un recorrido por la trayectoria del artista andaluz a través de más de una treintena de obras que van desde los años 70 hasta nuestros días. Una cuidada selección de piezas claves que siguen una narrativa cronológica y que nos muestran la capacidad creativa del polifacético Toral. Óleos, acuarelas, esculturas, ensamblajes e instalaciones, nos trasladaran al particular mundo del viaje, de la inmigración y, de una manera más metafísica, del paso del tiempo y del devenir de la existencia, sin olvidarnos de hechos socioculturales de la Historia moderna. Una exposición que muestra a este artista en su imagen más vanguardista y que reivindica su faceta más comprometida con obras como La abdicación, en referencia a la renuncia real, o La tierra prometida (La valla de Melilla), un acercamiento a la compleja política migratoria de nuestro país. En definitiva, dos instalaciones en las que Toral se erige como un fiel testigo de su tiempo”.
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