Se acercó a los lápices y a los pinceles con la misma naturalidad que a los árboles de la plaza de Tomelloso donde creció jugando. Heredó la sangre de artista y el nombre de su tío paterno que le llevó de la mano al dibujo: "Eso fue providencial". Pero nunca creyó que se dedicaría al arte: "Siendo un crío aprendí a escribir a máquina y también contabilidad porque aceptaba que trabajaría en alguna fábrica o en algo así. Pero cuando irrumpió la pintura, a mí me pareció que se me abría el mundo".
Con 13 años, la memoria impregnada por el aroma de los alhelíes y el morado de los lirios de la finca familiar, por el sabor del pan frito en aceite y de la carne de membrillo, llegó al madrileño barrio de Las Letras. Allí hizo partícipe de su descanso y de su inicial soledad a un camastro de una pensión cercana a la casa donde murió Espronceda. El arte llama al arte. Un dibujo de estatua en un papel de un metro se convirtió en el símbolo de su porvenir: con él aprobó el ejercicio de acceso a la Escuela de Bellas Artes de San Fernando y se convirtió en el alumno más joven de aquella institución: "El niño que fui es la misma persona que el viejo que soy".
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