Joaquín Cortés/Román Lores. Archivo fotográfico del Museo Nacional Reina Sofía
Un artista negro que vivía como si fuera blanco y un artista blanco que habita y critica un país muy negro son los protagonistas de este otoño en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Krazy Kat es Krazy Kat es Krazy Cat, la exposición sobre el creador estadounidense de tiras cómicas George Herriman, y Basta y sobra, la retrospectiva de la producción teatral y operística del artista sudafricano William Kentridge, son dos proyectos extrañamente complementarios que bien merecen una visita doble.
Aunque uno trate sobre los inicios del cómic en Estados Unidos durante la primera mitad del siglo XX y el otro se enfoque en las estrategias poéticas, visuales, dramáticas y audiovisuales para llevar al escenario el colonialismo, el apartheid y la reconciliación nacional, los dos están atravesados por tres fuertes ejes: el dibujo, la ironía y la raza. Herriman y Kentridge comparten un pensamiento secuencial en el que los dibujos se articulan de un modo libre pero punzante, con grandes dosis de humor crítico, que aunque traten de infinitos temas siempre apuntan oblicuamente hacia la cuestión racial.
Más de un siglo antes de ser azotado por el huracán Katrina y de convertirse en una serie de televisión, Tremé —el mestizo barrio de Nueva Orleans—, fue el hogar de la familia Herriman. Allí nació el futuro artista; pero en 1890, con tan sólo diez años de edad y a causa de las políticas de segregación, George se mudó con sus padres a Los Ángeles, donde comenzó su vida de hombre blanco. Como el protagonista de El gran Gatsby, de Francis Scott Fitzgerald, y el de La mancha humana, de Philip Roth, era una de esas personas cuyo origen afroamericano no era detectable a simple vista.
Si se hubiera sabido, como dice Brian Walker en su texto del catálogo, no solo se hubiera interrumpido su trayectoria como historietista de prestigio: “No habría podido casarse con una mujer blanca, ni adquirir una propiedad inmobiliaria en Outpost Estates, un distrito de Hollywood Hills exclusivamente reservado para la población blanca”. Ese secreto, que se llevó literalmente a la tumba, latía sin embargo en su obra maestra: las tiras cómicas de Krazy Kat. Porque, sin que nadie lo supiera, eran rara, absurda y hermosamente autobiográficas.
Se trata de grandes páginas de diario que narran, autoconclusivas, las aventuras de un gato, un ratón y un perro, sin marcas claras de género. El gato está enamorado del ratón y permite que éste le lance, una y otra vez, ladrillos a la cabeza. No solo toca un banjo de calabaza, lo que lo identifica como negro, sino que además habla de una forma híbrida que remite directamente a la comunidad criolla de Nueva Orleans. El paisaje donde se persiguen esos personajes protagonistas y tantos otros secundarios está inspirado en el de los indios navajos. De modo que cuando el gran público estadounidense disfrutaba complacido de aquellas páginas de The World —el diario de William Randolph Hearst— estaba asistiendo, en realidad, a un cuestionamiento de la familia heteropatriarcal y de la Norteamérica Blanca.
La discusión sobre la necesidad de un arte genuinamente estadounidense duró décadas y condujo, tras la Segunda Guerra Mundial, a esa operación académica, artística, económica y política que se conoce como el expresionismo abstracto. Como dice Manuel Borja-Villel en el prólogo del catálogo: “El cómic se ha considerado un arte menor durante toda su existencia”. Por eso los críticos no fueron capaces de darse cuenta de que ya existía un arte propio, original, con raíces en la Europa de los siglos XVIII y XIX pero suficientemente alejado y evolucionado como para constituirse en el santo y seña de una nueva tradición made in USA.
En otras palabras: durante la primera mitad del siglo XX en Estados Unidos no había grandes pintores vanguardistas, pero sí eran de allí los mejores autores de cómic del mundo, como Richard Outcault, Winsor McCay o el propio Herriman. Grandes artistas que al fin están siendo considerados por la institución que debe hacerlo: el museo de arte contemporáneo.
La exposición del Reina Sofía es un completo recorrido por la obra del autor de Krazy and Ignatz, a copia de historietas originales enmarcadas en las paredes y de publicaciones enmarcadas en las vitrinas. Se echa de menos tanto ese contexto de pioneros de su época como una ampliación del espectro: las vanguardias históricas estaban utilizando en paralelo procedimientos parecidos a los del cómic (de hecho, es muy posible que unas tiras cómicas que le regaló Gertrude Stein a Picasso fueran uno de los detonantes del cubismo).
También hubiera sido deseable que se mencionara la influencia de Herriman en el futuro del arte, cuyo rastro se bifurca y trifurca, fascinante. En su exhaustiva investigación Cómic, arquitectura narrativa, Enrique Bordes recuerda que el genial Chris Ware (que también colabora en el catálogo de Krazy Kat es Krazy Kat es Krazy Kat) estudió las páginas dominicales como “un lienzo de gran formato donde trabajar la página como unidad narrativa” y diseñó para la edición en 2005 de la obra de Herriman “un conjunto de hermosas cubiertas a color inspiradas en motivos indígenas (Herriman era un coleccionista de alfombras navajas)”.
Para que la exposición no fuera una mera traducción espacial del libro editado por Norma —que permite acceder a todas las historietas en un formato mucho más adecuado para la lectura— hubiera sido en verdad estimulante ver tanto las cubiertas de Ware como las alfombras de Herriman en alguna sala del museo. O viñetas de otros maestros del cómic, como Charles Schulz, Bill Watterson o Will Eisner, que le rinden tributo. O la serie de la pintora abstracta Charline von Heyl que dialoga con el gato y el ratón y el perro.
alguna videocreación animada del propio William Kentridge. Porque en la gramática ilustrada de los cortometrajes de animación, de los espectáculos de marionetas o de las óperas del artista sudafricano se observa una interpretación de las claves de la fábula que viene de esa tradición del cómic estadounidense. Arthur C. Danto, en su comentario de la pieza Sobriety, Obesity and Growing Old, dice que la alegoría que forman sus tres personajes es tan rica como la creada por las tres criaturas de Herriman (Unnatural Wonders: Essays from the Gap between Art and Life, Columbia University Press, 2005, pág. 115). Pero es cierto que, aunque en su mundo esté muy presente la figura del gato, su complejidad es mucho mayor que la de sus bisabuelos del tebeo.
En la deslumbrante exposición del Reina Sofía —que coge el testigo de la que ya me impresionó fuertemente hace siete años en el MOMA— encontramos rinocerontes, búhos, zorros y otros ejemplares de un variado animalario, que conviven con un repertorio infinito de figuras humanas, paisajes y mapas. El modus operandi básico de Kentridge consiste en trasladar personajes de la tradición literaria europea —como Ulises, Woyceck o Ubú—, al contexto sudafricano. Y provocar un cortocircuito. Un cortocircuito que incendia el legado colonial, las representaciones racistas, el archivo de la memoria, a través de relatos simbólicos, en los que la crítica no está reñida con el sueño.
La muestra recorre una trayectoria ejemplar, a través de siete piezas performativas en las que Kentridge ha actuado como showrunner, es decir, como creador en el sentido más actual de la palabra: escritor, diseñador, artista plástico, coordinador de equipos artísticos y técnicos. Siete obras de teatro y óperas, siete creaciones narrativas que son, sobre todo, el centro de proyectos de pintura, escultura, cartografía, vídeo, animación, escenografía o maquetas. Todo parte de un mismo gesto: el artista con un lápiz en la mano, dibujando. Porque dibujar es pensar.
Fuente
https://www.nytimes.com
Fuente
https://www.nytimes.com
No hay comentarios:
Publicar un comentario