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El arte moderno, ¿es arte?


El arte moderno, ¿es arte?. 3. Las señoritas de Aviñón


Por José María Arévalo
( “La raya verde”, también llamado “Madame Matisse”, óleo del pintor francés Henri Matisse, de 1905) (*)
No he tenido inconveniente en incluir, en el artículo anterior, la descalificación que incluye Wikipedia de las viejas fórmulas que basaban el arte en la creación de belleza diciendo que han quedado obsoletas –lo que también puede ocurra ya con su defensa de que hoy día el arte es una cualidad dinámica, en constante transformación-; ni en afirmar que no me gusta, por ejemplo, “Las señoritas de Aviñón” como relaté en el artículo de salida había comentado a mis compañeros acuarelistas cuando me regalaron el libro “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos” de Will Gompertz, director de Arte de la BBC, que me está dando pié a esta serie de reseñas, y que comenta –y es cierto, y yo lo sabía cuando hice aquel comentario- que esta obra de Picasso de 1907 ha sido citada por los artistas de vanguardia del siglo XXI como una de las obras de arte más importantes que se hayan producido nunca. Porque en el arte moderno es frecuente que no coincida el valor estético con el histórico e innovador de las obras. Para Gompertz, por eso lo estamos siguiendo, lo importante es comprender de qué modo y por qué encaja una obra en la historia del arte moderno. Y el tiempo se encargará de juzgar si una obra nueva es buena o mala. Pero ello no debe llevarnos al relativismo e impedir el propio juicio.
Siguiendo el criterio del impacto histórico, ya hemos dicho que dedica Will Gompertz su primer capítulo al escándalo que produjo “Fuente”, al presentar Duchamp un urinario como obra de arte en una exposición en 1917, y que representa el primer acto del llamado “arte conceptual”, que rompe el concepto clásico de arte; lo veremos en siguiente artículo. Pero ya antes “Las señoritas de Aviñón” de Picasso había roto, en 1907, el de representación formal que abrió paso al cubismo. Gompertz trata esta obra en dos capítulos posteriores, sobre primitivismo y cubismo, francamente interesantes para conocer la génesis del cuadro y su significado.
“Pablo Picasso (1881-1973) fue un artista español muy precoz – explica Will Gompertz- que destacó muy pronto, en su primera visita a París en l900, cuando era aún un adolescente. En 1906 ya estaba afincado allí, era una estrella de la vanguardia y uno de los que visitaban frecuentemente el apartamento de los Stein. Fue allí donde vió la última obra de Matisse y se puso tan verde como la nariz de madame Matisse en el retrato que le hizo su marido. Los dos hombres eran extremadamente cordiales uno con el otro, pero en su fuero interno mantenían una competencia encarnizada y se las arreglaban como podían para no perder de vista lo que andaba haciendo el otro. Ambos, en privado, reconocían que estaban inmersos en una lucha por ver cuál de los dos se llevaba el título de mejor artista vivo: un título que había quedado desierto después de muerte de Cézanne.
Pablo Picasso y Henri Matisse no tenían nada que ver entre sí. Fernande Olivier, amante y musa de Picasso en esa época, atribuyó a Matisse la frase según la cual los dos hombres «eran diferentes como el Polo Norte y el Polo Sur». Picasso venía de la costa sur española, Matisse del frío norte de Francia: cada uno tenía un temperamento acorde con su lugar de origen. Aunque Matisse era diez años mayor, en términos profesionales ambos eran contemporáneos, y dado que este había empezado carrera como abogado, su carrera como artista había comenzado más tarde.



En sus memorias, Fernande Olivier se refiere a la diferencia física entre ambos artistas. Matisse, escribió, «parecía un venerable patriarca del arte» debido a «sus rasgos faciales regulares y a su espesa barba dorada». Lo consideraba «serio y formal», con una «impresionante lucidez psíquica». Muy distinto a su novio, por lo visto, a quien describe como «pequeño, oscuro, sólido, siempre preocupado y generando preocupación a su alrededor, con unos ojos sombríos, profundos y penetrantes que estaban curiosamente quietos». Ella escribió con toda alegría que «no era especialmente atractivo» antes de admitir que «emanaba algo, una especie de fuego interior que le daba una especie de magnetismo».

(“Mujer con sombrero”. 1905. Óleo de Matisse) (*)
Cuando Picasso vio la pintura fauvista de Matisse “Mujer con sombrero” contestó con el “Retrato de Gertrude Stein” (1905-1906). Este retrato de tres cuartos de la mujer que se había convertido en su defensora y en su clienta más generosa es muy distinto al de Matisse en muchos aspectos. Picasso se ha servido de una paleta de tierras, mientras que Matisse pinta con vivos verdes y rojos que tampoco tienen el mismo aire de espontaneidad. El cuadro Picasso resulta más sólido e inmutable. Vistos uno junto al otro, parece realmente extraordinario que se hicieran en la misma época, ya que la actitud de ambos artistas no podría ser más opuesta. La obra de Matisse irradia la velocidad y la vitalidad del mundo contemporáneo, mientras que la de Picasso muestra la superestructura que la sustenta. Del cuadro de Matisse emana un torrente de emoción espontánea, el de Picasso es una respuesta meditada: Matisse es “free-jazz”, Picasso un concierto clásico; en suma, lo contrario de lo que cabría esperar.

( Retrato de Gertrude Stein 1905-1906, reelaborado en el otoño de 1906. Oleo de Picasso en, The Metropolítan Museum of Art de Nueva York. 99,6 x 81,3) (*)
La amistad con los Stein de la que gozaban ambos artistas fue catalizador de uno de los mayores pasos adelante que haya dado jamás el arte moderno. Un día de otoño de 1906, Picasso pasó por casa de los Stein y subió a tomarse una copa. Allí se encontró con Matisse. Cuando se adelantó para darle la mano a su compañero artista, vio que el pintor fauvista llevaba algo escondido bajo la ropa. La mirada aguda de Picasso y su astucia le hicieron sospechar.
-¿Qué llevas ahí, Henri?- preguntó Picasso.
-¿Eh? Nada, nada -respondió Matisse con escasa convicción.
-¿De veras?- insistió Picasso.
-En fin -dijo el antiguo abogado, mientras jugueteaba nervioso con sus gafas-. No es más que una tonta escultura.


Picasso le tendió la mano como un profesor de colegio cuando le confisca un juguete a un niño. Matisse dudó, pero terminó entregándole el objeto.
-¿De dónde lo has sacado?- murmuró Picasso, perplejo.
Matisse, al darse cuenta del estado en el que se encontraba el español, intentó quitarle importancia.
-Nada, lo he encontrado en una tienda de curiosidades según venía para aquí.
Picasso se detuvo durante varios minutos a estudiar la cabeza de madera de un negro que Matisse le había entregado. Al rato, se la devolvió.
-Recuerda al arte egipcio, ¿no te parece? - preguntó intrigado Matisse.
Picasso se levantó y caminó hacia la ventana sin decir palabra.
-Las líneas y la forma -prosiguió Matisse- son semejantes a las del arte de los faraones, ¿no te parece?
Picasso sonrió, se excusó y abandonó la casa.
No era su intención comportarse de manera tosca con Matisse, solo sucedía que se había quedado mudo, completamente acongojado por lo que había visto. Para Picasso la escultura africana era un fetiche, un objeto mágico diseñado para repeler malos espíritus. Tenía poderes extraños y oscuros que eran desconocidos e incontrolables. El español había entrado en una especie de trance, inducido por la visión de este objeto. No tenía miedo, ni frío interior, sino calor y una sensación de vida que le bullía por dentro. Esto es, pensó Picasso, lo que el arte debería transmitir. Después de algunos consejos por parte de Derain, su mente vio claro lo que tenía que hacer.
Fue al Museo Etnográfico de Trocadero para ver la colección de máscaras africanas. Cuando la tuvo delante, experimentó una sensación de rechazo por el olor y la falta de cuidado con la que estaban expuestas, pero una vez más sintió el poder que tenían esos objetos. «Estaba solo», dijo, «Y quería marcharme de allí, pero no lo hice. Me quedé. Entonces entendí algo muy importante: que me estaba sucediendo algo». Estaba asustado y creía que esos artefactos encerraban misteriosos y peligrosos fantasmas. «Miré esos fetiches y me di cuenta de que yo también estaba en contra de todo. También pensaba que todo era desconocido y hostil», dijo Picasso más adelante.



Hay muchos momentos «fundacionales» en la historia del arte; donde supuestamente el curso de la pintura y de la escultura cambia dramáticamente de un modo irreversible. Es lo que sucedió entonces. El encuentro de Picasso con la máscara provocó uno de los cambios más profundos de toda la historia del arte. A las pocas horas, el artista ya había repensado un cuadro en el que había estado trabajando durante algún tiempo. Mucho más tarde, afirmó que cuando vio las máscaras «comprendió por qué era pintor». Añadió: «Yo allí solo, en ese museo tan horrible, con las máscaras, las muñecas de los indios, los maniquíes polvorientos… Ese día debió inspirarme “Las señoritas de Aviñón”, pero no por todas esas formas, sino porque fue mi primer cuadro de exorcismo: sí, eso es».

( Las señoritas de Aviñón. Óleo de Pablo Picasso que se conserva en el Museo de Arte Moderno de Nueva York. 243,9 x 233,7) (*)
Las señoritas de Aviñón (1907) es el cuadro que condujo al cubismo, que a su vez condujo al futurismo, al arte abstracto y a muchísimas cosas más. Hoy en día muchos artistas contemporáneos lo consideran como la obra de arte más influyente de la historia. Resulta extraño pensar que es un cuadro (lo examinaremos más adelante, en el capítulo dedicado al cubismo) que quizá no habría existido si Picasso no se hubiera dejado caer por la casa de los Stein aquel día de otoño de 1906”.
Efectivamente, Will Compertz dedica el capítulo siguiente, el 7, de “150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos” al “Cubismo. Otro punto de vista, 1907-1914”, donde, entre otras cosas, explica: “Guillaume Apollinaire, el poeta francés nacido en Italia, dramaturgo y paladín de la vanguardia artística, no siempre logró atinar con sus golpes literarios. Su intelecto le hacía muy proclive a las fanfarronadas retóricas: tenía una excesiva inclinación a soltar ocurrencias ingeniosas e interpretativas sobre el arte moderno que en muchas ocasiones confundían más de lo que aclaraban. En una ocasión, sin embargo, su don para el lenguaje le permitió penetrar en la esencia de la obra de un artista de un modo al que pocos podían llegar.
Nadie ha igualado las astutas observaciones de Apollinaire sobre la naturaleza auténtica del cubismo, un movimiento que puede parecer complejo hasta el punto de resultar impenetrable. Refiriéndose a su amigo Pablo Picasso, el cofundador del movimiento, Apollinaire dijo: «Picasso estudia un objeto del mismo modo que un cirujano disecciona un cadáver». Esa es la esencia del cubismo: tomar un tema y deconstruirlo través de una intensa observación analítica.
Era un modo de hacer arte tan revolucionario que incluso al avanzado Apollinaire le llevó su tiempo poder apreciarlo. Su primer rencuentro con el cubismo se produjo cuando visitó el estudio de Picasso en 1907. El español había invitado al poeta a ver su última obra, para la que había realizado cerca de cien bocetos preparatorios. Casi acabada, era la culminación de la ambición de Picasso por combinar un amplio abanico de influencias artísticas con sus propios intereses y urgencias, como, por ejemplo, reafirmar la preeminencia de la línea abandonada por los impresionistas. Cuando el orgulloso Picasso enseñó a su confiado amigo su nueva obra, “Las señoritas de Aviñón”, Apollinaire quedó conmocionado y perplejo. El escritor se encontró a sí mismo frente a cinco mujeres desnudas que le miraban desde un lienzo cuadrado de dos metros y medio por cada lado, con los cuerpos pintados en una paleta de marrones, azules y rosas, y con una serie de líneas angulares pintadas a cuchillo, de modo que la superficie parecía la de un espejo roto. Apollinaire pensó que la carrera de Picasso estaba llegando a su fin: no podía entenderlo. ¿Por qué tenía necesidad de salir de la elegante y atmosférica figuración que hacía y que resultaba tan del gusto de la crítica y los coleccionistas para ponerse a pintar en un estilo que resultaba tan primitivo como severo?
La respuesta, en cierto modo, tiene que ver con el carácter competitivo de Picasso. Estaba molesto por la amenaza profesional que representaba Matisse para su posición como el mejor y más innovador artista de su época, preocupación latente que se convirtió en miedo real cuando el pintor fauvista presentó “La alegría de vivir” en 1906. También estaba impresionado por la exposición “Homenaje a Cézanne”, que había tenido lugar a principios de 1907, y que le decidió, además, a continuar la línea de investigación del maestro de Aix en materia de perspectiva y modos de ver.
Todo ello lo logró, con unos resultados asombrosos, en “Las señoritas de Aviñón”, una obra en la que las ideas de Cézanne servían de punto de partida para un nuevo movimiento. No hay apenas sensación de profundidad especial en esta obra de Picasso: las cinco mujeres son bidimensionales y sus cuerpos están reducidos a una serie de triángulos y rombos que podrían haber sido recortados de un trozo de papel de color terracota rosácea. Los detalles son prácticamente inexistentes: un pecho, una nariz, una boca o un brazo son poco más que una o dos líneas angulares (de una manera semejante a la forma en que Cézanne habría representado un campo). No hay intención alguna de imitar la realidad: las cabezas de las dos mujeres de la derecha, en este grupo grotesco y macabro, han sido sustituidas por máscaras africanas; la que está al fondo a la izquierda es una estatua egipcia, mientras que las dos que aparecen de frente son poco más que caricaturas estilizadas. Todos sus rasgos faciales surgen de un compuesto de ángulos diversos: los ojos elípticos no están en línea, las bocas están torcidas. .
El cuadro produce una sensación de claustrofobia en el espectador debido al drástico modo en que Picasso escorza el fondo. No se experimenta la ilusión tradicional de que las imágenes se alejan en la distancia; en lugar de eso las mujeres salen agresivamente del lienzo como en una película de 3D. Esta era la intención del artista, dado que estas mujeres son realmente prostitutas que hacen proposiciones, alineadas allí delante para que usted, el cliente, las elija. El Aviñón del título hace referencia a una calle de Barcelona conocida por sus prostitutas, no a la hermosa ciudad del sur de Francia. A los pies de las mujeres hay un cuenco con fruta, metáfora de las delicias humanas en oferta.
Picasso dijo que era «una pintura de exorcismo». En parte porque “Las señoritas de Aviñón” elimina parte de su bagaje anterior y abre un atrevido rumbo nuevo; pero también aludía al duro mensaje que contiene el cuadro y que tiene que ver con los peligros de la gratificación sexual y del andar con prostitutas. Eran tentaciones por las que algunos de sus amigos habían pagado por partida doble: una vez con su dinero y otra con sus vidas. Es una oscura advertencia sobre los peligros de las enfermedades venéreas, un problema rampante en la bohemia artística del París de fin de siglo, y que afectó tanto a Manet como a Gauguin. En los bocetos preparatorios vemos a siete personajes. Se trata de las cinco mujeres y dos hombres: un cliente vestido de marinero y un estudiante de medicina con una calavera en la mano, símbolo de la muerte. La intención original de Picasso quizá fuera una pintura más moralizante en la que demostrara «las consecuencias del pecado», pero se dio cuenta de que, eliminando elementos narrativos de la composición, se incrementaba su potencia visual.

Mientras que Picasso competía con Matisse y hacía evolucionar la obra de Cézanne, además saqueaba la historia del arte del pasado en busca de ideas. Se ha citado una y otra vez su famosa frase: «Los malos artistas copian, los buenos roban», que es un modo de abordar el arte que en nuestra época cabría calificar de posmoderno. Por ejemplo, surge una jugosa línea de interpretación si comparamos este cuadro protocubista de 1907 con la obra maestra del pintor renacentista griego afincado en España, El Greco, “La apertura del quinto sello” (1608-1614), obra que Picasso había estudiado detenidamente.

( La apertura del quinto sello, 1608-1614. Óleo de El Greco, en el Museo Metropolitano de Arte, Nueva York. 224,8 cm × 199,4) (*)
“La apertura del quinto sello” está basada en una historia bíblica del Apocalipsis (6, 9-11), en la que aquellos que han muerto sirviendo a Dios reciben la salvación como recompensa. El manto azul que lleva san Juan Bautista, al que se puede ver implorando a los cielos con sus brazos levantados, es muy semejante a la cortina del fondo de las Señoritas. Al igual que la manera en que Picasso pinta la tela, que parece deberle mucho al Greco y a su uso de la pintura blanca, los trazos fuertemente marcados y las sombras dramáticas que hacen que los pliegues y arrugas parezcan profundos y ricos. Las tres gracias que están desnudas en el centro del cuadro del Greco encuentran una cita literal en el cuadro de Picasso, incluso hasta el punto de retratar a una de las figuras de perfil mirando de frente a las otras dos. El cielo tenso, oscuro y apocalíptico tampoco pasó inadvertido a un artista que intentaba evocar una atmósfera dotada de esa intensidad.
Los historiadores del arte se han pasado cien años rascándose la cabeza a cuenta de las “Señoritas”, buscando paralelismos e identificando las fuentes originales. Sin embargo, Apollinaire, ese día, no podía decir nada a toro pasado: tampoco podía saber que los artistas de vanguardia del siglo XXI iban a citar esa pintura de Picasso de 1907 como una de las obras de arte más importantes que se hayan producido nunca, y menos aún que en un año iba a aparecer el cubismo. El poeta tenía que juzgar lo que tenía delante, que era asombrosa e incomprensiblemente nuevo y distinto. Su reacción negativa no fue la única: también Matisse se mofó de Picasso para, a continuación, mostrarse iracundo y sospechar que el español estaba intentando dinamitar el arte moderno.
Después de escuchar las opiniones desfavorables de sus amigos, Picasso dejó de trabajar en el cuadro, aunque lo consideraba inacabado. Enrolló el lienzo y lo dejó en la parte trasera de su estudio, en donde permaneció durante varios años acumulando polvo. En 1924, un coleccionista lo compró sin verlo y continuó sin exponerse a la vista del público hasta finales de los años treinta uando lo adquirió el MoMA. La pobre reacción que causó el cuadro llevó a André Derain a decir: «Un día nos encontraremos ;que Picasso se ha ahorcado detrás de su gran lienzo». Ni siquiera el pintor Georges Braque, quien, al igual que Picasso, había acudido a la muestra póstuma de Cézanne y se había sentido paralizado y transformado tras verla, lograba entender lo que el español se traía entre manos; pero, a diferencia de los demás, que llegaron, vieron, se burlaron y se fueron, Braque volvió al poco tiempo para mostrarle a Picasso sus ideas y darle su apoyo.
En algo que se podría describir como una odisea artística comparable a la de «dos montañeros encordados juntos» y que Picas so definió como «un matrimonio», los dos jóvenes artistas formaron una sociedad de intimidad creativa de la que surgió el cubismo. Era una sociedad cuya producción definiría las artes visuales del siglo xx y conduciría a la estética modernista de suelos de tarima de pino y lámparas de flexo. Era una sociedad que comenzó en 1908 y finalizó con la odiosa aparición de la I Guerra Mundial.
Lo extraordinario, además, es que nunca hubieran llegado a tener las fuerzas suficientes para promover un cambio así de no haber sido por la ayuda de un empresario visionario llamado Daniel-Henry Kahnweiler. El hombre de negocios de origen alemán comenzó como corredor de bolsa en Londres, pero se dio cuenta de que su alma aspiraba a cotas más altas que las que aportaba el mundo de las finanzas. Se mudó a París para hacerse un hueco como marchante en el mundo del arte y pronto acabó recalando en el estudio de Picasso; allí fue donde vio las “Señoritas”. Al contrario que el resto, Kahnweiler consideró que la obra era una maravilla y mostró sus deseos de comprada en ese mismo momento. Picasso se mostró reticente, pero Kahnweiler instó a Picasso a aceptar el dinero que le ofrecía para que el artista continuara su línea de trabajo y prometió comprarle la obra cuando hubiera alcanzado su cima. Cuando Braque unió sus fuerzas a las de Picasso poco después, Kahnweiler extendió su trato a Braque, aunque en unos términos menos generosos. Con sus preocupaciones económicas solventadas, los dos artistas podían afrontar riesgos sin miedo al rechazo del “establishment” artístico.




Su punto de partida, al igual que sucede en “Las señoritas tú Aviñón”, era Cézanne, cuyas innovaciones habían estudiado ambos artistas. Braque, que había pasado por el fauvismo, pintaba a menudo “en plein air” en L'Estaque, una ciudad pequeña cerca de Marsella que había elegido porque había sido uno de los lugares predilectos de Cézanne. Allí produjo obras que reutilizaban las técnicas de este y su paleta de verdes y marrones, pero los cuadros de Braque eran muy diferentes. Por ejemplo, “Casas en L'Estaque” (1908) es una obra muy representativa de las de aquel periodo. Braque pinta una colina dominada por casas entre las que aparecen dispersos árboles y arbustos. Lo hace como si le quitara el enfoque a una cámara: haciendo un zoom hacia una parte concreta, intensificando la vista general y eliminando la profundidad de campo. Algunos elementos que uno esperaría encontrarse en un paisaje, como el cielo o el horizonte, han sido eliminados a fin de acomodarse al concepto de «estampado integral» que interesa al artista.

( Casas en L'Estaque. 1908. Óleo sobre lienzo de Georges Braque, en el Kunstmuseum Bern, Berna. 73 cm × 59,5 cm) (*)
Ese era también el objetivo de Cézanne, pero, mientras que este lleva los elementos del fondo más al fondo aún, Braque lleva todo a primer plano: todo es traído hacia delante, como los pasajeros de un coche se abalanzan hacia el parabrisas cuando el conductor da un frenazo. Las casas de la colina se encaraman unas encima de otras, pero no tienen ventanas ni puertas, ni jardines ni chimeneas. Se ha sacrificado el detalle para concentrarse más en la composición y en cómo las diferentes partes se relacionan entre sí. Como en la obra de Cézanne, aunque de forma más extrema, el paisaje se ha convertido en formas geométricas: una propiedad de lujo se ha convertido en una serie de cubos de color marrón claro, con pequeños trozos de marrón más oscuro para sugerir sombra y profundidad. Las matas ocasionales de verde o los árboles dan un descanso a la monotonía de los cubos que se solapan unos a otros.
Cuando Braque presentó algunos de sus cuadros de L'Estaque en el Salón de Otoño de 1908, el comité de selección primero los rechazó y luego se burló de ellos. Matisse, que era uno de los miembros del jurado, dijo con desdén que «Braque había presentado un cuadro hecho de cubitos». El comentario se lo hizo nada más y nada menos que a Louis Vauxcelles, el hombre que había acuñado el término “fauve” para describir las primeras obras de Matisse. Como suele suceder en estos casos, ahí surgió el nombre: había nacido el cubismo.
Bueno: al menos había nombre, porque, en realidad, el movimiento no había empezado aún, lo que es una lástima, porque el término complica más la comprensión de un movimiento ya de por sí complicado. «Cubismo» podría describir razonablemente algunas de las obras que Braque pintó en L'Estaque bajo el influjo de Cézanne, pero no vale para reflejar la naturaleza de las obras pioneras que él y Picasso elaboraron desde aquel otoño en adelante. El término es un error: no hay cubos, casi lo contrario. El cubismo consiste en el reconocimiento de la naturaleza bidimensional del lienzo y categóricamente NO en el intento de recrear una tridimensionalidad, como la de un cubo, por ejemplo. Para pintar un cubo hace falta que el artista mire el objeto desde un único punto de vista, mientras que Braque y Picasso miraban su objeto desde todos los puntos de vista posibles.



Imaginemos una caja de cartón. Braque y Picasso, metafóricamente, la desmontaban y la dejaban completamente abierta en una superficie plana, mostrándonos todos los planos a la vez; pero también querían reflejar algo de la tridimensionalidad de la caja en sus lienzos, lo que una superficie plana no conseguiría, de modo que lo que hacían era darse imaginariamente una vuelta alrededor de la caja y escoger las vistas que consideraban que describían el objeto que tenían ante sí de una manera más clara.

( Violín y paleta. 1909. Óleo sobre lienzo de Georges Braque) (*)
A continuación, lo pintaban y reconstruían esas «vistas» o «piezas» en el lienzo mediante una serie de planos entrelazados. El resultado era una aproximación tosca a la forma tridimensional de la caja, de modo que esta seguía siendo discernible como cubo, pero dispuesta en dos dimensiones. Así, creían, sus composiciones generarían en el espectador una sensación más fuerte de reconocimiento sobre la naturaleza auténtica de la caja, o de lo que sirviera de tema. Se trataba de poner en marcha nuestros cerebros y hacernos prestar atención a lo cotidiano y a aquello a lo que no prestamos atención.

Se trataba también de ofrecer una representación más exacta de cómo observamos en realidad un objeto. Ese concepto se puede ver claramente en “Violín y paleta” (1909) de Georges Braque. Este pintó el cuadro durante el primer año de sociedad con Picasso, durante la fase inicial del cubismo, que recibe el nombre de «cubismo analítico» (1908-1911), así llamado por su análisis obsesivo del tema pintado y del espacio que ocupa.
Desde un punto de vista compositivo, Violín y paleta es una pintura bastante sencilla. Un violín domina las dos terceras partes del lienzo, posado debajo de unas partituras”.


                 



(Violin et guitarre. 1913. Óleo de Juan Gris) (*)
Si en algo brilla la descripción de Will Gompertz es en la puesta en escena de cada obra y las circunstancias que rodearon su creación. ¿Esto nos convence de sus valores objetivos? No lo pretende, solo que descubramos su por qué y para qué, y en eso es magistral, novelando los hechos muy atractivamente. Así que sigo pensando sobre las “Señoritas de Aviñón” lo mismo que antes: un ejercicio de destrucción de las formas, de los cánones, de la estética, que después prosperaría -desgraciadamente, en mi opinión, el tiempo dirá- en buena parte del arte contemporáneo. Pero también, justo es decirlo, daría lugar a obras extraordinariamente bellas realizadas con los nuevos cánones, también, por ejemplo, en el cubismo, como buena parte de la obra de Juan Gris, que admiro, como “Violín y guitarra” óleo que inicialmente formó parte del legado realizado al Museo del Prado por Douglas Cooper, el gran especialista en la obra de Juan Gris, con el que cerramos las ilustraciones de este artículo.
Fuente

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