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¿Estamos inmersos en una apocalíptica sexta extinción?

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La quinta extinción masiva se produjo hace 66 millones de años y acabó con la vida de los dinosaurios. Ahora los expertos han dado la voz de alarma: “ya no hay duda, estamos entrando en una extinción masiva“. Se trataría de la sexta y en este caso también está amenazada la existencia humana. Se trata de lanzar un SOS a la conciencia humana. El mundo perderá, en el marco de tres generaciones, muchos de los beneficios de la biodiversidad, señaló el profesor del Standford Woods Institute for the Environment, Paul Ehrlich, quien advirtió que “estamos serrando la rama sobre la que estamos sentados“. Expertos de las universidades de Standford, Nacional Autónoma de México y Florida piden, en un estudio publicado en Science Advances, tomar medidas urgentes para conservar las especies amenazadas, sus poblaciones y hábitats. Y advierten de que “la ventana de oportunidad para hacerlo se está cerrando con rapidez“. El estudio muestra, “sin ninguna duda significativa, que estamos entrando en la sexta gran extinción masiva“, alertó Ehrlich, según un comunicado de la Universidad de Standford. Los científicos coinciden en que las tasas de extinción han llegado a niveles sin precedentes desde la desaparición de los dinosaurios. Pero algunos han cuestionado esa teoría al pensar que las estimaciones previas descansaban en supuestos que sobrestimaban el nivel de la crisis. El nuevo estudio indica que, incluso con las estimaciones más conservadoras, las especies de nuestro planeta están desapareciendo unas 100 veces más rápido de lo que sería normal en un periodo entre extinciones masivas. “Si dejamos que esta situación continúe, la vida podría tardar muchos millones de años en recuperarse y nuestra especie podría desaparecer pronto“, señaló Gerardo Ceballos de la Universidad Nacional Autónoma de México. En el caso de los vertebrados, que es el grupo con los datos y fósiles más fiables, los investigadores se preguntaron si incluso las estimaciones más conservadoras justifican la conclusión de que las personas están precipitando “un espasmo global de pérdida de biodiversidad“. Y la repuesta es “un sí definitivo“. “Insistimos en que nuestros cálculos es muy posible que subestimen la gravedad de la crisis de extinción, ya que nuestro objetivo era fijar un límite inferior realista al impacto de la Humanidad en la biodiversidad”  señalan los expertos en su informe. Una población humana en constante crecimiento, el consumo per cápita y la desigualdad económica han alterado o destruidos hábitats naturales.
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El desbroce de tierras para la agricultura, la explotación forestal, la introducción de especies invasoras, las emisiones de CO2, que llevan al cambio climático y la acidificación de los océanos, las toxinas que alteran y envenenan los ecosistemas. La lista de agresiones es larga. En la actualidad, el fantasma de la extinción se cierne sobre el 41% de las especies anfibias y 26% de las de la mamíferos, según la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza. “En todo el mundo hay ejemplos de especies que son básicamente muertos vivientes“, indicó Ehrlich. A medida que desaparecen las especies, también lo hacen las funciones que cumplen, como la polinización de la cosechas por las abejas. A pesar del sombrío panorama que dibuja el informe, hay una pequeña esperanza, según los expertos. “Evitar una sexta extinción masiva real requerirá de grandes, rápidos e intensos esfuerzos para conservar las especies amenazadas y aliviar la presión sobre sus poblaciones, especialmente previniendo la pérdida de su hábitat, la sobreexplotación con fines económicos y el cambio climático“, señalaron. Según Richard Leakey: “Encerrados como estamos en nuestro mundo del presente, valorar el flujo de los procesos evolutivos que dieron forma al planeta en que vivimos es todo un reto para nosotros. El HomoSapiens no es sino una especie entre muchas, fruto de una intrincada e imprevisible interrelación entre los procesos creativos de la evolución y la mano de la extinción, caprichosa a veces”. En la mente de los biólogos quedan pocas dudas de que la Tierra se está enfrentando actualmente a una pérdida creciente de especies, de tal manera que rivaliza con las cinco mayores extinciones del pasado geológico.

Los seres humanos, a través de los respectivos gobiernos, podríamos hacer algo para reducir algunas de las causas de los riesgos existentes. Pero, desgraciadamente, no parece que sea este el camino elegido. La NASA acaba de publicar una serie de fotografías tomadas desde satélites en las que se muestran los espectaculares cambios acaecidos en las últimas décadas en diversas partes del globo. Aunque algunos de estos cambios son producto de las poderosas fuerzas de la naturaleza, la mayoría de ellos son debidos a la acción directa o indirecta del hombre. Pero, evidentemente, hay otras posibles causas no imputables al hombre. Y todos estos cambios son una muestra evidente de la fragilidad de este planeta, el único en el que actualmente podemos vivir, por lo que deberíamos protegerlo de la mejor manera posible. La controversia sobre el calentamiento global es una discusión mediática, política y científica sobre la existencia, naturaleza, causas y consecuencias del calentamiento global antropogénico. El término antropogénico se refiere a los efectos, procesos o materiales que son el resultado de actividades humanas a diferencia de los que tienen causas naturales sin influencia humana. Normalmente se usa para describir contaminaciones ambientales en forma de desechos químicos o biológicos como consecuencia de las actividades económicas, tales como la producción de dióxido de carbono por consumo de combustibles fósiles. Tras un análisis de los estudios sobre el clima, publicado en 2013, se cuantificó el grado de consenso científico alrededor de este proceso. Un 97% considera este fenómeno como de origen principalmente humano. “Nadie en este planeta se va a salvar de los impactos del cambio climático”, dijo Rajendra Pachauri cuando presentó recientemente el quinto informe mundial sobre el calentamiento global en Yokohama, Japón. El informe elaborado por el Panel Intergubernamental de Cambio Climático, que dirige Rajendra Pachauri, es el más completo que ha hecho la humanidad sobre este tema. Participaron 500 científicos de 70 países y fueron consultados más de 12.000 estudios. Por eso las conclusiones contenidas en sus 2.600 páginas han consternado al mundo. Según algunos de los calificativos dados por la prensa internacional se trata de un informe apocalíptico. Dicho informe sostiene una verdad que solo ahora es irrefutable. Como dijo el secretario de la Organización Mundial de Meteorología, Michel Jarraud, “ya no hay ninguna duda de que el clima está cambiando y que el 95 por ciento de este cambio se debe a las actividades humanas”. Esta conclusión, que parece obvia, es uno de los mayores aportes del estudio, pues hasta hace muy poco todavía se debatía si el calentamiento global existía y si la depredación de la naturaleza por parte del hombre era lo que lo provocaba.

Aquí relato un asombroso y extraño caso de predicción, hace más de 100 años, del actual calentamiento global. Después de su inicial recepción de señales enigmáticas de radio en 1899, el genial científico Nikola Tesla trabajó durante muchos años para perfeccionar el equipo receptor y transmisor que se necesitaba para recoger mejor y traducir posibles transmisiones extraterrestres. Al principio, las señales no eran otra cosa que sonidos rítmicos, casi como una transmisión de tipo clave de Morse. Alrededor de 1918, Tesla comenzó a recibir lo que consideraba eran transmisiones de voz, excepto que las voces que había estado registrando no eran humanas. Tesla escribió que “Los sonidos que estoy escuchando cada noche, en principio parecen voces humanas conversando en un lenguaje que no puedo entender. Encuentro difícil de imaginar que realmente estoy escuchando voces reales de gente que no es de este planeta. Debe haber alguna explicación más simple que hasta ahora no he encontrado”. En 1925, Tesla escribió que “Estoy escuchando cada vez más frases en estas transmisiones que son definitivamente en inglés, francés y alemán. Si no fuese por el hecho que las frecuencias que estoy registrando no son usadas por estaciones de radio terrestres, pensaría que estoy escuchando a gente en alguna parte del mundo hablando unos con otros. Este no puede ser el caso, ya que estas señales vienen de puntos en el espacio, más allá de la Tierra”. Nikola Tesla puede haber sido uno de los primeros en recibir extrañas señales de radio, que él pensó que eran de más allá de la Tierra, pero ciertamente no fue el último. Es ahora conocido en los diarios de Charles Fort que misteriosos mensajes aparentemente de origen extraterrestre han estado siendo recibidos repetidamente por aparatos electrónicos caseros. Asombrados testigos han reportado extrañas señales emanando de televisiones apagadas o radios, así como extrañas llamadas telefónicas llenas de sonidos electrónicos y voces susurrantes. Según los diarios personales de Tesla, extrañas transmisiones de voz escuchadas a través de su receptor especial de radio, discutían sobre el calentamiento del planeta. Tesla también tuvo la impresión de que las misteriosas voces estaban favorecieron este calentamiento y que pudieran realmente haber acelerado el proceso, mediante el desarrollo del motor de combustión interna. Tesla puede muy bien haber sido el primer humano en conocer lo que hoy en día conocemos como “Calentamiento Global” y “Efecto Invernadero”. Tesla, convencido de que las voces que estaba recibiendo eran de una fuente hostil extraterrestre, comenzó un plan para desarrollar un medio de energía que no usara la quema de madera o los combustibles fósiles. Una fuente de energía que fuera limpia e ilimitada y que prevendría de contaminantes hechos por el hombre, que llenaran la atmósfera y causaran la retención del calor del sol.
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Nikola Tesla se volvió consciente, a comienzos del siglo XX, de que el planeta se estaba calentando, tanto que en las primeras décadas del siglo XXI consideraba que la Tierra sería casi inhabitable para la especie humana. La fuente de información de Tesla eran las extrañas voces que estaba registrando en su receptor de radio, especialmente adaptado. ¿Tal vez voces procedentes del futuro? Estas misteriosas transmisiones de voz fueron el resultado de la investigación de Tesla sobre las extrañas señales de radio que él recogió durante sus experimentos en Colorado Springs durante 1899. Para entonces Tesla había mejorado su equipo receptor para permitirle recoger transmisiones de voz. Sin embargo, estas voces estaban siendo escuchadas en frecuencias que se suponía no estaban habilitadas para esta clase de transmisiones. Pero, sin embargo, allí estaban. Tesla escribió que estas voces eran de hombres de otros mundos. Y añadía, sorprendentemente, que pertenecían a hombres que habían vivido en la Tierra alguna vez en su prehistórico pasado, que habían desarrollado la tecnología para colonizar el espacio próximo y que estaban todavía interesados en los habitantes del planeta Tierra que habían dejado atrás. Según un informe, teóricamente secreto, del Pentágono, en Estados Unidos, el proceso de cambio climático puede implicar la destrucción de la vida en el planeta. Este informe señala que dicho cambio climático será la causa de graves desordenes y de una más que probable guerra nuclear. Este informe adelanta que muchos de los conflictos que habrá en el planeta en las próximas décadas vendrán por motivos de supervivencia más que por motivos políticos o religiosos. Este informe se basa en un análisis de la situación actual y de las consecuencias a que supuestamente llevará el proceso del cambio climático. Este mismo informe señala la década del 2010 al 2020 como la peor para Europa, ya que el descenso de las temperaturas debido a la interrupción de la Corriente del Golfo, tras un periodo de calentamiento, provocara en zonas como Gran Bretaña un clima parecido al actual de Siberia. Pero también Estados Unidos puede verse afectado. La escasez de agua generara grandes conflictos en Asia y África y Oceanía. El hambre también acarreara graves conflictos y disturbios y también significara el cierre de fronteras de Occidente para evitar la llegada de millones de refugiados. Además, el número de países que pueden tener acceso a las armas atómicas aumentan continuamente, con países como Japón, Corea del Sur, Corea del Norte, Irán, Egipto, India, China, Pakistán, etc… Por ello, las posibilidades de un conflicto nuclear, que parecía olvidado con el final de la guerra fría, volvería a cobrar importancia.

Richard Erskine Frere Leakey nació el año 1944 en Nairobi, Kenia. Es un paleontólogo, arqueólogo, ecologista y político. Es el segundo de los tres hijos de los paleoantropólogos Louis Leakey y Mary Leakey y marido de Meave Leakey. Richard Leakey nace y se cría en una familia de arqueólogos, siendo sus dos padres mundialmente famosos por el descubrimiento de fósiles homínidos e instrumentos de millones de años de antigüedad. El trabajo de campo que sus padres realizaban influyó en su formación despertando su interés por la naturaleza y por la evolución de la vida. Sin embargo, decidido a independizarse y no seguir el camino de sus progenitores, Richard opta a la edad de dieciséis años por dejar la escuela secundaria y trabajar en diversas actividades, como vendedor de animales y esqueletos a instituciones de investigación, como fotógrafo de safaris y más tarde entrenándose como piloto de avión. Sin embargo, redescubrirá paulatinamente lo que él llama su amor por la paleontología, actividad que lo acompañaba en su entorno familiar desde su infancia. Trabajando en la recolección de fósiles con Kamoya Kimeu, Leakey aprenderá a distinguirlos y clasificarlos, adquiriendo así toda su formación profesional de lo que observaba y oía en las excavaciones. Habiendo conocido en una expedición en Kenia a Margaret Cropper, Richard viaja a Inglaterra cuando ella retorna, completando allí sus estudios secundarios. Sin embargo, ambos decidirán casarse y regresar a Kenia sin proseguir estudios universitarios. La primera gran excavación en la que Richard Leakey se involucra tuvo lugar en 1967. Dicho año había asumido el liderazgo de una expedición realizada por un contingente internacional, formado por kenianos, franceses y estadounidenses, en un safari al valle inferior del Omo, en Etiopía. Al regresar en aeroplano, una tormenta obligó al piloto a desviar su curso y es entonces cuando Leaky divisa accidentalmente en las periferias del lago Turkana una vasta área de arenisca y otros depósitos sedimentarios, material donde pueden encontrarse fósiles.

Tras visitar el área más tarde y cerciorarse de ello, Leakey solicitará y obtendrá de la National Geographic Society una subvención de 25.000 dólares para una primera excavación. A lo largo de los años, el fruto del trabajo en esta zona serán los fósiles de más de 160 homínidos y la dedicación plena en los próximos años de Leakey a la paleontología. Sus descubrimientos más importantes de fósiles homínidos se verán en África Oriental. En 1967 en el valle del Omo, en Etiopía, llamado el hombre de Kibish, considerado el Homo Sapiens más antiguo. En 1969, un cráneo de Paranthropus boisei. Luego un cráneo de Homo rudolfensis en 1972 y otro que se clasificó como Homo erectus en 1975. En 1984, Kamoya Kimeu, un integrante del equipo de Leakey, encontró, cerca del Lago Turkana, el esqueleto completo de un niño de 12 años o menos, con antigüedad de por lo menos 1,5 millones de años, clasificado como Homo erectus u Homo ergaster. Leakey y Roger Lewin describieron este hallazgo del Niño de Turkana en su libro Origins Reconsidered (1992). Al poco tiempo, Leakey y su equipo descubrieron un cráneo de la especie Paranthropus aethiopicus. Su esposa Meave Leakey y su hija Louise Leakey continúan aún sus investigaciones al norte de Kenia. En 1989 el presidente de Kenia, Daniel Arap Moi, lo designó como jefe del Kenyan Wildlife Service (KWS), como respuesta a las críticas internacionales por la progresiva desaparición de los elefantes y el impacto que estaba teniendo en la vida salvaje del país. Leakey creó unidades bien armadas y adiestradas para luchar contra la caza ilegal en busca del marfil de los colmillos de elefante. Esto resultó eficaz, pero le granjeó incontables enemistades con cazadores, parte de la población y políticos locales, debido a la firmeza incorruptible con que aplicó las medidas. En 1993 Leakey perdió ambas piernas en un accidente de avioneta, y, aunque se sospechó que fue causado por un sabotaje, fue imposible probarlo. Leakey renunció en enero de 1994. Fue reemplazado por David Western, que narró sus experiencias en su libro Wildlife Wars: My Battle to Save Kenya’s Elephants (2001). En mayo de 1995 Richard Leakey se unió a un grupo de intelectuales kenianos que lanzaron un nuevo partido, Safina (‘arca’ en swahili), del que fue secretario general y diputado desde 1997. Entre 1999 y 2001 Leakey se desempeñó como secretario del gabinete de Moi y jefe del servicio civil. Entre sus obras destacan La formación de la humanidad;  Nuestros orígenes – En busca de lo que nos hace humanos; y La sexta extinción. El futuro de la vida y de la humanidad (junto a Roger Lewin), en que me he basado para escribir este artículo.
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La extinción masiva del Holoceno es un nombre dado a la extinción sostenida y generalizada de especies que ocurre en el último período geológico, el Holoceno. La extinción abarca desde el mamut hasta el dodo, incluyendo incontables especies que continúan desapareciendo cada año.  El Holoceno, una división de la escala temporal geológica, es la última y actual época geológica del período Cuaternario. El inicio de Holoceno se establece en el cambio climático correspondiente al fin del episodio frío conocido como Dryas Reciente, posterior a la última glaciación, y comprende los últimos 11784 años, tomando el año 2000 como base de referencia cronológica. Es un período interglaciar en el que la temperatura se hizo más suave y la capa de hielo se derritió, lo que provocó un ascenso en el nivel del mar. Esto hizo que Indonesia, Japón y Taiwán se separaran de Asia; Gran Bretaña, de la Europa continental y Nueva Guinea y Tasmania, de Australia. Además, produjo la formación del estrecho de Bering. La única especie humana que ha vivido en esta época ha sido el Homo Sapiens, que durante estos últimos milenios desarrolló la agricultura y la civilización, ocasionando importantes cambios en el medio ambiente. La extinción masiva del Holoceno comprende la notoria desaparición de mamíferos grandes, conocidos como mega-fauna, cerca del final de la última glaciación entre 9000 y 13000 años atrás. Tales desapariciones se han considerado como consecuencia del cambio climático, además de como resultado de la diseminación y proliferación del ser humano moderno. Estas extinciones afectan a muchas familias de plantas y animales. Durante el inicio del Holoceno, después de la última glaciación, fueron los continentes e islas recién conquistados por el Homo Sapiens los que vieron desaparecer sus principales especies. Desde principios del siglo XIX, y en aceleración constante desde la década de 1950, las desapariciones implican a especies de todos los tamaños y ocurren principalmente en las selvas tropicales, que tienen una gran biodiversidad. La actual tasa de extinción es de 100 a 1000 veces el promedio natural en la evolución.

Y en 2007 la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza consideró que una de cada ocho especies de aves, una de cada cuatro de mamíferos, una de cada tres de anfibios y el 70 % de todas las plantas están en peligro. Desde 1993 el biólogo de Harvard E. O. Wilson estimó que la Tierra está perdiendo alrededor de 30.000 especies por año, lo cual se traduce a la estadística aún más espeluznante de tres especies cada hora. Algunos biólogos han comenzado a pensar que esta crisis de la biodiversidad, conocida como “Sexta Extinción”, es aún más severa y más inminente que lo que Wilson supuso. Esta vez no se trata ni de meteoritos, ni de cambios climáticos ni de ningún otro fenómeno de carácter natural. Los responsables, en este caso, somos principalmente los seres humanos. El ser humano ha abocado a la Tierra a su sexta oleada de extinción masiva. Así lo atestiguan la mayoría de los científicos, en un amplio estudio de varias universidades, lideradas por la University College London (Reino Unido), las universidades de Stanford y California en Santa Bárbara (EEUU) e instituciones científicas de distintos países, según recoge la revista Science. En este estudio se pone de manifiesto el hecho evidente de que la biodiversidad actual del planeta está en serio peligro. Se han extinguido, desde el año 1500, más de 320 vertebrados terrestres. Y de las especies que sobreviven, su población ha disminuido una media de un 25%. Los invertebrados corren idéntica suerte. Estamos ante los inicios de una sexta oleada de extinción biológica en masa del planeta, en el que los insectos, arañas o gusanos, tan importantes en nuestra vida diaria, como en la polinización, el control de plagas de los cultivos o la descomposición y el ciclo de los nutrientes, han sufrido un descenso tal, que su pérdida y deterioro no hacen sino atestiguar la preocupante situación en la que nos encontramos. Esta pérdida en el número de invertebrados se debe, sobre todo, a la alteración del clima a escala global y a la pérdida de su hábitat. Su merma en número pone en peligro la capacidad de la naturaleza de proveer a los seres humanos de los elementos que necesita para vivir. Según Ben Collen, líder del estudio: “Nos quedamos impactados al descubrir pérdidas similares en los invertebrados a las de los animales más grandes, ya que se pensaba anteriormente que los invertebrados eran más resistentes. Aunque no entendemos completamente cuál será el impacto a largo plazo de la disminución de estos números, en la actualidad nos encontramos en la posición potencialmente peligrosa de perder una parte integral de los ecosistemas sin saber qué papel juegan”.

Probablemente seamos una rareza en la historia, pero es indudable que el Homo Sapiens es la especie actualmente dominante sobre la Tierra. Llegamos tarde al teatro evolutivo y en un momento en que la diversidad de la vida del planeta estaba cerca de la cota más alta de su historia. Y llegamos equipados con la capacidad de devastar esa diversidad dondequiera que fuésemos. Dotados de razón y conocimiento, hemos entrado en el siglo XXI en un mundo que es obra nuestra, un mundo artificial en que la tecnología proporciona, por lo menos a algunos, comodidad material. Hasta la fecha, por desgracia, la razón y el conocimiento no nos han impedido explotar colectivamente los recursos de la Tierra, tanto biológicos como físicos, en proporciones incomparables. El Homo Sapiens no es, evidentemente, la primera criatura viva que produce un impacto espectacular en la medio ambiente de la Tierra. La aparición de microorganismos fotosintetizadores, hace unos tres mil millones de años, comenzó a transformar la atmósfera, elevando relativamente sus niveles de oxígeno y llegando a cotas muy próximas a las actuales en el curso de los últimos mil millones de años. Gracias al cambio fueron posibles formas de vida muy diferentes, entre ellas los organismos pluricelulares. Y muchas formas que habían prosperado en un entorno con poco oxígeno fueron desterradas a habitats marginales. Pero el cambio no lo forjó una sola especie, sino incontables especies que, colectiva e inconscientemente, abrían nuevos senderos metabólicos. La razón y el conocimiento que aparecieron durante nuestra historia evolutiva dotó a nuestra especie de una flexibilidad de comportamiento que nos permite multiplicarnos y crecer con entera libertad prácticamente en todos los ambientes de la Tierra. La evolución de la inteligencia humana, por tanto, dilató el potencial de la expansión y el crecimiento poblacionales, de modo que, colectivamente, los varios miles de millones de humanos que viven en la actualidad representan la máxima representación en el planeta. Obtenemos nuestro sostén y nuestro mantenimiento del resto de la naturaleza de un modo sin parangón en la historia del mundo. Somos, como ha dicho Edward Wilson, «una anormalidad ambiental». Pero las anormalidades no duran eternamente, ya que al final desaparecen. «Es posible que estuviera previsto que otorgar inteligencia a la especie indebida fuera una combinación mortal para la biosfera», sugiere Wilson. «Puede que sea una ley de la evolución que la inteligencia tienda a extinguirse sola». Lo que nos preocupa es cómo evitar un destino de esta clase.
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Es dramática la extinción de especies que está teniendo lugar actualmente a consecuencia de las diversas actividades humanas. Es lamentable el rastro de destrucción biótica que los humanos dejan tras de sí cuando se lanzan sobre ambientes nuevos en el pasado prehistórico e histórico. Los colonos de nuevas tierras aniquilaban elevadas cantidades de especies de las tierras recién ocupadas, cazando y despejando habitats. Algunos estudiosos actuales arguyen que sólo fue un episodio pasajero en la aventura humana y que, a pesar de la masiva expansión poblacional de nuestros días, hablar de una extinción continua de especies es una falsedad. Pero la extinción causada por el hombre continúa en la actualidad y está aumentando a velocidad alarmante. En verdad creemos que no nos afecta que al menos el 50 por ciento de las especies de la Tierra pueda desaparecer a lo largo del siglo XXI. El futuro a largo plazo sitúa a nuestra especie en un contexto geológico mayor, con el resto de los habitantes de nuestro mundo. Lo que hemos aprendido de la revolución intelectual exige que adoptemos una postura ética ante el impacto del Homo Sapiens en la biodiversidad de que formamos parte. Los seres humanos ponemos en peligro la existencia de otras especies de tres maneras fundamentales. La primera es la explotación directa, como la caza. El deseo humano de coleccionar o devorar criaturas salvajes pone a muchas especies en trance de extinción. La segunda es el destrozo biológico que se produce ocasionalmente a raíz de la introducción, intencionada o accidentalmente, de especies foráneas en ecosistemas nuevos. La tercera y más importante forma de poner en peligro otras especies es destruir y fragmentar habitats, y en concreto talar selvas tropicales. Los bosques, que cubren sólo el 7 por ciento de la superficie terrestre del mundo, son un caldero de innovaciones evolutivas y albergan la mitad de las especies del planeta. El crecimiento continuo de las poblaciones humanas en todos los rincones del mundo estrangula los habitats vírgenes, ya sea por la expansión de la tierra cultivable, la construcción de ciudades y pueblos o el transporte de la infraestructura que los une. Conforme se reducen los habitats, se reduce igualmente la capacidad de la Tierra para sostener su herencia biológica.
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El ecólogo Norman Myers, de la Universidad de Oxford, fue el primero que llamó la atención sobre la inminente catástrofe debida a la deforestación en su libro The Sinking Ark (El arca de los despojos),  publicado en 1979. Si el porcentaje de árboles abatidos se mantenía al ritmo dominante, que según Myers llegaba a ser del dos por ciento al año, el mundo «habrá perdido en el año 2000 la cuarta parte de sus especies». Durante los más de 35 años transcurridos desde la publicación de The Sinking Ark han estallado encendidas polémicas sobre la realidad de las cifras. ¿Están desapareciendo los bosques al ritmo que se dice? Y aunque así fuese, ¿de veras desaparecería el 50 por ciento de las especies del mundo? Al principio, las profecías de Myers y otros científicos se escucharon con simpatía, hasta que al final generaron alarma y preocupación verdaderas entre los biólogos y los políticos. Los organismos de peso hicieron declaraciones serias: «La crisis de la extinción de especies es una amenaza para la civilización sólo superada por la amenaza de la guerra termonuclear», dijo el Club de la Tierra al comienzo de la importante conferencia sobre la biodiversidad que se celebró en Washington D.C. en septiembre de 1986. La declaración conjunta que hicieron la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos y la Royal Society de Londres merece una gran atención: «El ritmo general del cambio ambiental ha aumentado sin lugar a dudas a causa de la reciente expansión de la población humana. El futuro de nuestro planeta radica en el equilibrio». El biólogo Paul Ehrilch, de la Universidad de Stanford, dijo en la conferencia de Washington que «ningún biólogo discute que haya una crisis en la biodiversidad». Edward Wilson añadió en el mismo encuentro que «prácticamente todos los estudiosos del proceso de extinción están de acuerdo en que la diversidad biológica está en el centro de su sexta gran crisis, esta vez por intervención exclusivamente humana». Hace unos cuantos años, sin embargo, se ha producido una reacción, y a los apocalípticos se les acusa de exagerar las cosas o de inventarlas. En diversas publicaciones aparecieron artículos que se expresaron con escepticismo a propósito del presunto peligro. Por ejemplo, se publicó en la revista Science un artículo titulado «La extinción: ¿están los ecólogos gritando que viene el lobo?». En 1993 U.S. News and World Report traía un reportaje titulado «Mitos del Día del Juicio Final». Estos y otros artículos sugerían básicamente que, aunque los ecólogos crean que muchas especies están extinguiéndose o a punto de extinguirse, en realidad no lo saben con certeza. Julián Simón, de la Universidad de Maryland, lo viene diciendo. Simón, el más destacado de los adversarios de las teorías alarmistas, escribió en un artículo de 1986 que «los datos disponibles no se corresponden con el nivel de preocupación».

En un debate con Norman Myers, celebrado en Nueva York, en 1992, Simón repitió su idea: «Los datos reales sobre los índices de especiación comprobados están en tremendo desacuerdo con el supuesto peligro». Fue más directo en un artículo de opinión que publicó en el New York Times en 1993: de las opiniones de varios ecólogos que afirmaban que los índices de extinción actuales eran equivalentes a los de una extinción en masa dijo que «carecían de todo fundamento científico» y que eran «mera conjetura». ¿Por qué estas críticas? Es posible, entre otras razones, que a causa de lo sobrecogedor del mensaje, éste no se quiera oír; o que, si se oye, no se quiera creer. Una extinción en masa causada por el hombre es una idea sobrecogedora. Las previsiones de los ecólogos, en consecuencia, tenían que considerarse «peroratas de retorcidas Casandras de la biología», en palabras de Thomas Lovejoy, del Instituto Smithsoniano. Otro posible motivo de la incredulidad fue sin duda la disparidad entre las previsiones de distintas autoridades a propósito de la magnitud de la inminente extinción, que iba de 17.000 especies al año a más de 100.000. Si los expertos están tan inseguros de la magnitud de la presunta extinción, se preguntaban los críticos con toda justicia, ¿cómo podemos creer lo que nos dicen? Hay, según cree Leakey, otra razón, que tiene que ver con la inseguridad que tenemos sobre nosotros mismos. Si admitimos que las especies se pueden extinguir con la facilidad con que nos dicen los ecólogos, puede que el dominio del Homo Sapiens sea menos seguro de lo que nos gustaría creer. Puede que también nosotros estemos condenados a extinguirnos. Nos molestan las incertidumbres sobre nuestros orígenes, pero aún nos molestan más las incertidumbres sobre nuestro futuro. Las preguntas pertinentes son éstas: ¿se están talando los bosques tropicales a la velocidad que dicen Norman Myers y otros? Si la respuesta es afirmativa, ¿qué impacto producen en las especies que viven allí? La primera es más fácil de responder, sobre todo porque el acontecimiento se puede observar directamente. La estimación que hizo Myers en 1979 de un 2 por ciento de bosque talado al año se basaba en una acumulación de observaciones graduales realizadas en diversas partes del mundo, cuyos resultados se extrapolaron al resto del planeta. El porcentaje citado equivale a unos 200.000 kilómetros cuadrados al año, es decir, más de media hectárea por segundo.
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Durante los años ochenta y principios de los noventa se hicieron docenas de estudios para comprobar si esto era cierto. Unos dijeron que era una exageración, otros que la cantidad se quedaba corta. Actualmente, gracias a las extensivas imágenes de la superficie de la Tierra que se captan por satélite, la respuesta vence toda duda razonable. Por ejemplo, dos informes independientes de comienzos de los años noventa, uno del Instituto de Recursos Mundiales de Washington (World Resources Institute), el otro de la FAO (Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura), publicaron cifras del orden de los 200.000 kilómetros cuadrados de bosque perdidos cada año. Es decir, entre el 40 y el 50 por ciento más que una década antes. A este ritmo de destrucción, los bosques tropicales quedarán reducidos al 10 por ciento de su extensión primitiva a comienzos del siglo XXI y a una diminuta mancha en los mapas hacia el año 2050. Una reducción de esta magnitud ya es funesta para la supervivencia de las especies de los bosques, pero hay cosas peores aún. Un reciente reconocimiento por satélite revela que incluso donde no se tala el bosque, a menudo queda fragmentado en «islas» ecológicamente frágiles. En un grandioso experimento que comenzó a fines de los años setenta en la selva brasileña, Thomas Lovejoy y sus colegas se pusieron a estudiar la capacidad sustentadora de varias islas boscosas de distinto tamaño. Como las islas medían entre una y doce mil hectáreas, la empresa es el experimento biológico más grande de la historia. Un resultado que ya se esperaba dice que las especies se extinguen más rápida y extensivamente en los territorios pequeños que en los grandes. Entre las especies vulnerables está las que necesitan mucho espacio, por varios motivos. Y la extinción de estas especies origina a menudo la extinción de otras, aunque éstas no necesiten un territorio grande. Por ejemplo, a comienzos del experimento desaparecieron tres especies de ranas de un terreno de 125 hectáreas, y ello porque el hábitat era demasiado pequeño para sostener pecaríes, cuyos revolcones en el barro creaban charcas para las ranas. Estas extinciones en cadena continúan durante muchos años después de la formación de la isla. Otras especies se vuelven vulnerables a la extinción en las islas pequeñas a causa de la pequeñez del tamaño poblacional que puede mantenerse en ellas. Las poblaciones pequeñas pueden sucumbir ante la súbita declaración de enfermedades o la aparición de perturbaciones exteriores, por ejemplo las tormentas, mientras que las poblaciones grandes pueden capear estos acontecimientos.

Un resultado inesperado del experimento es que las islas grandes son menos resistentes de lo que se habían imaginado. La causa es el llamado efecto de borde. Los habitats del centro del bosque están hasta cierto punto protegidos de las perturbaciones exteriores, pero los que se encuentran en la frontera entre el bosque y los herbazales, por ejemplo, están a merced de los vientos, de microclimas que varían espectacularmente dentro de un área reducida, de las incursiones de animales foráneos y cazadores humanos, y de otras circunstancias hostiles. El resultado es que son vulnerables a la extinción las especies animales y vegetales que se encuentran en un cinturón periférico de unos ochocientos metros de anchura. El efecto de borde es, pues, importante incluso en los bosques grandes. Este descubrimiento ha adquirido particular protagonismo gracias a los últimos reconocimientos por satélite, que ponen de manifiesto que la tala ha hecho vulnerable al efecto de borde una proporción de la selva amazónica muchísimo mayor de lo que se creía. «Las consecuencias para la diversidad biológica no son alentadoras y refuerzan la voluntad de minimizar la deforestación tropical», informaron los investigadores en Science. La variable clave es el efecto de la pérdida y fragmentación del bosque sobre la supervivencia de las especies. Pero la pérdida de habitats no es una exclusiva de los bosques tropicales. Por ejemplo, un estudio del Servicio Biológico Nacional de Estados Unidos informó en febrero de 1995 que, en el curso del siglo XX, la mitad de los ecosistemas naturales del país se ha degradado hasta el punto de estar en peligro. En estos momentos hay comunidades enteras al borde de la extinción. En otro estudio publicado un mes más tarde, el mismo organismo decía que «si no se les pone freno, las actividades humanas seguirán ocasionando desequilibrios en las interacciones de las especies, alteraciones de los ecosistemas y la destrucción extensiva de habitats». Está claro que la preocupación por el futuro de nuestra herencia biológica debe tener efecto en todos los países del mundo, no sólo en los más pobres y en los que están en vías de desarrollo. El acelerado crecimiento de la población humana global está estrangulando los habitats naturales, por la construcción de aldeas, pueblos y ciudades, y de la infraestructura que los acompaña, así como por la producción de alimentos de origen vegetal y animal. La población humana se ha extendido de manera espectacular en la historia reciente. De quinientos millones que éramos en el siglo XVII pasamos a mil millones en el siglo XIX. en 1940 éramos casi tres mil millones y en el año 2015 somos 7.324.782.000 de habitantes.

Está previsto que en las próximas décadas superemos los diez mil millones de habitantes. Si todas estas personas quieren vivir por encima del nivel de pobreza que domina en muchas de las regiones menos desarrolladas del mundo actual, la actividad económica global tendrá que multiplicarse por lo menos por diez. Pero, ¿a qué precio? Incluso en la actualidad los humanos consumimos el 40 por ciento de la productividad primaria neta (PPN) del planeta, es decir, el 40 por ciento de la energía total contenida en los procesos fotosintéticos de todo el mundo, necesarios para todas las especies, directa o indirectamente, menos la que necesitan las mismas plantas para su supervivencia. En otras palabras, de toda la energía disponible para sostener a todas las especies de la Tierra, el Homo sapiens se queda con casi la mitad. Las consecuencias, según los biólogos Paul y Anne Ehrlich, de Stanford, son fatales. «Salta a la vista que un aumento sustancial de la población humana y de su movilización de recursos repercute en la reorientación y consumo creciente de la PPN. La humanidad querrá apoderarse de todo y perderá más en el proceso». Por cada uno por ciento del PPN global que nuestra especie confisque de más en las décadas venideras, habrá un uno por ciento de menos disponible para el resto de la naturaleza. Al final, conforme se elimine el espacio de los productores de energía, la productividad primaria se reducirá y caerá en picado. La diversidad biológica del mundo se vendrá abajo, y con ella la productividad energética de la que depende la supervivencia humana. El futuro de la civilización humana está, por tanto, en peligro. Pero, como ya hemos visto, no todos aceptan este enfoque apocalíptico, en particular Julián Simón. Simón, en una serie de predicciones que hay que situar entre las más atrevidas y optimistas de la historia, dijo lo siguiente en su polémica con Myers: «Tenemos en nuestras manos… tecnología para alimentar, vestir y suministrar energía a la creciente población humana durante los próximos siete mil millones de años». Pero uno de estos dos enfoques, la inminencia del Día del Juicio Final o la expansión básicamente infinita de la humanidad, se equivoca.  El método por el que los expertos en ecología calculan el porvenir de las especies de los habitats que se reducen de tamaño se basa en la teoría de la biogeografía isleña, ideada en 1963 por los biólogos Robert MacArthur y Edward Wilson, de la Universidad de Harvard. En parte es resultado de observaciones empíricas, en parte modelo matemático. Esta teoría está en la base de buena parte del actual pensamiento ecológico.
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MacArthur y Wilson nos dicen: «Ya habíamos advertido que la fauna y la flora de las islas de todo el mundo expresan una relación coherente entre la superficie de las islas y la cantidad de especies que viven en ella». MacArthur y Wilson veían esta relación dondequiera que miraban, desde las Islas Británicas hasta el archipiélago de Indonesia, pasando por las islas Galápagos. De estas observaciones dedujeron una sencilla ley aritmética que dice que la cantidad de especies se multiplica aproximadamente por dos cada vez que se decuplica la superficie. La relación cualitativa entre superficie y cantidad de especies, o sea, a más superficie, más especies, parece evidente y de sentido común. Y la relación cuantitativa procede de la observación empírica. Aunque sencilla, la teoría parece sólida. No obstante, una comprobación más rigurosa le añadiría mucho valor, y esto es precisamente lo que Lovejoy se propuso con el experimento de la selva brasileña. Condenado a proseguir durante varias décadas, el experimento, sin embargo, ya ha producido información suficiente para desechar cualquier duda sería que se tenga sobre la premisa central de la teoría. Hay muchas maneras, como es lógico, de influir al alza o a la baja en la cantidad real de especies de un hábitat de determinado tamaño. Quinientas hectáreas de terreno llano sin duda sustentarán menos especies que, por ejemplo, quinientas hectáreas de topografía variadísima. El motivo radica en que en el segundo terreno hay muchos más micro-hábitats que en el primero. Y quinientas hectáreas de terreno tropical sustentarán más especies que un terreno de igual tamaño, pero en latitudes superiores. Si las comparaciones se hacen bien, tales como latitudes parecidas y terreno parecido, la teoría de la biogeografía isleña será una herramienta poderosa para hacer previsiones. Es, además, la única herramienta disponible, aparte de la consistente en contar las especies una por una, que no suele ser viable. Cuando Julian Simon dice que el modelo matemático de Wilson «sólo está basado en especulaciones» y desestima las predicciones por ser «el cuento estadístico de la pérdida de especies», está cerrando los ojos ante las realidades que cimentan la teoría. ¿Qué podemos decir, en base a esta herramienta, sobre los efectos de la reducción de los bosques tropicales al diez por ciento de su tamaño original? La relación aritmética basada en la teoría predice que se extinguirá el 50 por ciento de las especies, unas inmediatamente, otras en el curso de varias décadas, incluso de varios siglos. Si los ecólogos aceptan mayoritariamente esta relación empírica como orientación lógica, ¿por qué varían tanto en las estimaciones sobre las especies que se extinguirán? ¿Por qué unos afirman que todos los años se perderán 17.000 especies, mientras que otros dice que serán 100.000?
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Los motivos son varios. Las estimaciones oscilan entre diez y cien millones. Aplicando a la pérdida de especies la misma proporción del 50 por ciento, quien recurra a la estimación más alta obtendrá, en consecuencia, una cantidad absoluta que será superior en un orden de magnitud a la que obtenga quien recurra a la estimación más baja. Hay más factores que siembran la confusión. Por ejemplo, las grandes diferencias de tamaño de los fragmentos de hábitat que escapan a la destrucción y las dudas sobre la extensión geográfica de muchísimas especies. Si, por ejemplo, hay una significativa proporción de especies enclaustradas en espacios pequeños, la pérdida de especies será superior al 50 por ciento y podría acercarse al porcentaje de hábitat perdido. «En realidad no es sorprendente que haya mucha disparidad en las estimaciones, habida cuenta de las dificultades para obtener información exacta», comenta Lovejoy. A continuación formula la clave de su argumentación: «Lo importante es que todos los esfuerzos por calcular los índices han obtenido un número elevado». Pocos discuten la proporción de especies condenadas a desaparecer si continúan las tendencias actuales. se trata de más o menos la mitad. El cincuenta por ciento de todas las especies que hay en el mundo son muchas especies. Aunque nos quedemos con una cantidad de la franja baja de las estimaciones, por ejemplo treinta mil especies al año, las consecuencias siguen siendo aterradoras. David Raup ha calculado, a partir del registro fósil, que durante los periodos de extinción normal, la pérdida de especies se mueve a una velocidad media de una especie cada cuatro años. A razón de treinta mil especies al año, esta extinción viene a ser como la normal multiplicada por 120.000. Podría compararse con cualquiera de las Cinco Grandes Extinciones de la historia del planeta, aunque ésta no la cause el cambio climático global, ni el posible retroceso del nivel del mar, ni la caída de un asteroide. La causa uno de los pobladores de la Tierra. El Homo Sapiens está siendo el destructor más colosal de la historia, sólo superado por el asteroide gigante que chocó con la Tierra hace sesenta y cinco millones de años, barriendo en un instante geológico la mitad de las especies de entonces.

Las cantidades mencionadas son las previstas para los índices de extinción de comienzos del actual siglo XXI si continúan las actuales tendencias de destrucción de habitats. Los detractores no sólo dudan de la validez de estas predicciones, sino que además desafían a los ecólogos a que aporten pruebas contundentes de ese alarmante nivel de extinciones que el hombre causa actualmente. Es verdad que, a falta de reconocimientos exhaustivos y generales, los ecólogos no pueden aportar tales pruebas presentando una lista completa de extinciones. Pero lo que los detractores dan a entender es que las pruebas en cuestión no existen  porque ninguna o muy pocas especies están desapareciendo por culpa de la actividad humana. A pesar de no contar con reconocimientos globales, hay una respetable cantidad de estudios aislados de muchos habitats de todo el mundo. Despreciados por los detractores por «anecdóticos», estos estudios, en conjunto, justifican con creces la preocupación. Como ejemplo podemos indicar la masiva pérdida de especies del lago Victoria. Por sí sola, la desaparición de doscientas especies en veinte años se aleja del índice de extinción normal, que es de una especie cada cuatro años. Si se aplica la extinción normal a las aves, por ejemplo, lo normal es que desaparezca una especie por siglo. Sin embargo, como informa Stuart Pimm, «en el Pacífico por lo menos hay alrededor de una extinción al año». Pimm desarrolla su trabajo de campo en las Hawai y las aves son su especialidad. Es posible que las Hawai parezcan un paraíso para los turistas, pero los ecólogos conocen las recientes y catastróficas extinciones que ha padecido el archipiélago. Desde que el primer humano puso allí el pie se ha extinguido por lo menos la mitad de las especies de aves del archipiélago, y la racha continúa. Hay 135 especies y sólo 11 medran lo suficiente para tener asegurada la supervivencia durante el siglo XXI. «Hay alrededor de una docena tan raras que tienen pocas esperanzas de salvación», dice Pimm. «Otras doce están oficialmente catalogadas como en peligro; lo que quiere decir que su futuro es dudoso». Hace pocas décadas se extinguieron noventa especies vegetales en un abrir y cerrar de ojos cuando la sierra en que vivían se desforestó para cultivar la tierra. La sierra, situada en las estribaciones occidentales de los Andes ecuatorianos, se llama del Centinela y entre los ecólogos el nombre es ya sinónimo de extinción catastrófica por causa humana. Por casualidad, dos ecólogos, Alwyn Gentry y Calaway Dodson, estuvieron en la sierra en 1978 y llevaron a cabo el primer estudio botánico de su poblado bosque. Entre la gran biodiversidad alimentada por este hábitat y puesta al descubierto por Gentry y Dodson había noventa especies, en concreto hierbas, orquidáceas y epífitos, de cuya existencia no se sabía hasta entonces en ningún otro lugar.
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Centinela era una isla ecológica que, por estar aislada, había desarrollado una flora exclusiva. Menos de ocho años después, la sierra se transformaba en tierra de laboreo y sus especies dejaban de existir. Centinela tenía una flora exclusiva, pero no tenía en exclusiva la cualidad de isla ecológica. En toda la longitud de los Andes abundan estas sierras, y es seguro que la mayoría ha desarrollado especies exclusivas. Lo notable del hábitat de Centinela era que antes de su destrucción se había efectuado un estudio botánico. Cada vez que se barre una isla ecológica, las especies desaparecen sin que nos demos cuenta. Este acontecimiento se denomina ya «extinción centinela». Cada vez que los ecólogos pueden reconocer un hábitat antes y después de una perturbación, casi siempre se aprecia alguna pérdida de especies, a menudo catastrófica. Sin embargo, en la inmensa mayoría de los casos, la destrucción de habitats se produce en zonas con la fauna y la flora sin catalogar, de modo que es más que probable que se hayan extinguido incontables especies sin que los ecólogos se hayan enterado de su existencia. Al igual que las plantas de Centinela, muchas especies tienen una distribución geográfica muy reducida, sobre todo en los trópicos, de manera que la destrucción de habitats equivale a menudo a la destrucción instantánea de especies. Esto supone que la previsión de que al final se perderá el 50 por ciento de las especies no es una exageración, sino una subestimación de la realidad. La lista de pruebas «anecdóticas» es larga. La mitad de los peces de agua dulce de la Malasia peninsular, diez especies de aves de la isla filipina de Cebú, la mitad de los cuarenta y un caracoles arborícolas de Oahu, cuarenta y cuatro de las sesenta y ocho especies de mejillones de río de los bajos del Tennessee, etc… Las pruebas podrían ser anecdóticas en el sentido de que no son fruto de un reconocimiento sistemático del terreno, pero pese a todo resultan convincentes. Con objeto de cuantificar los datos conocidos sobre extinciones, y de llegar en consecuencia a una conclusión sobre si estamos o no ante una crisis biológica producida por nosotros, Stuart Pimm y dos colegas analizaron algunos casos muy bien conocidos y documentados. Se trataba de mejillones de río y peces de agua dulce de América del Norte, mamíferos de Australia, plantas del sur de África y anfibios de todo el mundo. «¿Qué causa la extinción?», preguntan Pimm y sus colegas. «Nuestra interpretación de los cinco casos es que la introducción de especies y la alteración física del hábitat son los factores más importantes».

Si los niveles observados de la extinción conocida en estos casos son típicos y pueden aplicarse a especies parecidas de todo el mundo, la extinción actual discurre a una velocidad entre mil y diez mil veces mayor que la extinción normal. Los escépticos podrían replicar que estos ejemplos representan niveles de extinción singularmente elevados y que en consecuencia no son representativos. Aunque sea así, dicen Pimm y sus colegas, y estas extinciones conocidas sean las únicas que se producen en estos grupos de especies de todo el mundo, lo cual es muy improbable, su velocidad seguiría siendo entre doscientas y mil veces mayor que la de la extinción normal. Esto equivale a una extinción en masa. Los autores subrayan que ningún caso se refiere a zonas con densidad humana particularmente elevada, lo cual es un ejemplo de que la garra de la destrucción es también eficaz a distancia. Entonces, ¿qué eficacia no tendrá entonces en un entorno de elevadas concentraciones humanas? Pimm se pregunta por la conclusiones que debemos sacar de éste y otros estudios: «Quienes sugieren que los altos índices de extinción son un invento parecen sufrir una extraña ceguera ante los hechos».

Se diría que la documentación de las anteriores extinciones conocidas es el único medio de demostrar que estamos en plena crisis biótica y eso es lo que los escépticos exigen. Del mismo modo, si una población de una especie existe en algún lugar, entonces no está extinguida, aunque la destrucción de habitats reduzca todo su ámbito geográfico. Pero este punto de vista subestima la magnitud de la crisis actual y su complejidad. «Hay que admitir que, salvo cuando todos los individuos de una especie mueren a la vez, por culpa de un meteoro o de un huracán, la extinción es un proceso de múltiples etapas», observa Daniel Simberloff. Por poner un ejemplo, Simberloff cuenta el caso del gallo de las praderas. Su extinción suele atribuirse a la caza y a la destrucción de habitats por los humanos. El territorio de esta ave era muy grande, pues abarcaba buena parte del litoral oriental de Estados Unidos. La caza y la destrucción de habitats redujeron la especie a cincuenta individuos en 1908, año en que se fundó una reserva para salvarla de la extinción. Dos décadas más tarde la población comenzó a crecer con fuerza, aunque al final la especie sucumbió por culpa de una combinación de incendios y epidemias. El meollo de la historia es que, una vez que la población de gallos quedó reducida a un número pequeño, la extinción final estaba prácticamente garantizada. Una población pequeña es vulnerable a las fluctuaciones cuantitativas normales que acarrean las enfermedades y otras catástrofes. Una población de mil individuos puede soportar la desaparición de cien. Pero una fluctuación así significa el fin de una población que tiene sólo cien individuos. En el caso del gallo de las praderas, su supervivencia era precaria en última instancia incluso deteniendo la caza y la alteración de habitats. La valoración del impacto de la actividad humana en la biodiversidad actual debe tener en cuenta, pues, las poblaciones que se han reducido hasta el extremo de ser víctimas probables de fluctuaciones o estar en camino de serlo. Es precisamente lo que hizo Stuart Pimm al describir las expectativas de las aves de Hawai. Sólo once tienen asegurada la supervivencia en el siglo XXI. Las restantes 124 especies tienen ya una población muy reducida, algunas hasta extremos alarmantes. Y sin embargo, un simple recuento de especies dice que hay 135, sin ninguna extinción sobre la que informar. Simberloff describe gráficamente esta situación: «Muchas poblaciones, entre ellas las últimas de algunas especies, podrían tener un aspecto saludable, pero estar ya entre los muertos en vida».
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Las «anécdotas» sobre extinciones que los ecólogos nos vienen contando últimamente no son sino ejemplo de una realidad catastrófica que se viene produciendo en silencio y, en su mayor parte, lejos de nuestra vista. Dada la imposibilidad absoluta de documentar la desaparición de todas las especies condenadas por la actividad humana, es necesario sensibilizarse. Dominante como supuestamente ninguna otra especie en la historia de la vida en la Tierra, el Homo Sapiens está a punto de causar una gran crisis biológica, una extinción en masa, el sexto acontecimiento de estas características que habrá ocurrido en los últimos quinientos millones de años. Y nosotros, el Homo Sapiens, podríamos estar también entre los muertos en vida. Paul Ehrlich ha aplicado un símil a quienes arguyen que, como los ecólogos no saben decir con exactitud cuántas especies están en peligro, es prematuro alarmarse por el presunto colapso inminente de la biodiversidad. «Es como decir que no habría que preocuparse por el incendio de la única genoteca del mundo porque no se conocen los genomas individuales existentes ni siquiera en un orden de magnitud y porque los expertos en incendios no se ponen de acuerdo sobre si quedará medio calcinada en veinte años o en cincuenta», dijo en una carta a la revistaScience. «Por lo visto, a ciertos científicos no se les permite avisar a los bomberos mientras no den información exacta sobre la temperatura de las llamas en cada punto de la conflagración». Supongamos que se localiza en el espacio un asteroide gigante que va a chocar con la Tierra. Mucha gente, como es lógico, se preocupará, dado que se piensa que estos impactos produjeron extinciones en masa en el pasado. La lógica de Julián Simón y los suyos dice que no hay motivo de alarma, porque las teorías de las extinciones en masa a consecuencia de impactos de asteroide son pura especulación y conjetura. Nadie ha visto jamás una extinción de estas características; y, de todos modos, el asteroide puede pasar de largo. Si hubiera algún medio de desviar la trayectoria del asteroide, el precio de no hacerlo, en el caso de que Simón estuviera equivocado, sería catastrófico. ¿Cuál es el precio de equivocarse en el caso de la sexta extinción? ¿Hasta qué punto nos afecta, a nosotros y al resto del mundo, que la mitad de las especies desaparezca en el curso del siglo XXI? Estas preguntas tienen varias respuestas, pero dependen del marco temporal en que se formulen. Una respuesta dice que, a largo plazo, no nos afecta en absoluto. Aunque es verdad en cierto modo y muchos contrarios al alarmismo la invocan, refleja el desconocimiento de las pautas de la historia de la vida y de nuestro lugar en ellas.

Si los animales y las plantas son fuente potencial de nuevas materias primas, nuevos alimentos y nuevos fármacos, la pérdida de especies reduce dicho potencial. Si una red interactiva de plantas y animales es importante en el mantenimiento de la química de la atmósfera y el suelo, la pérdida de especies reduce la eficacia de estos servicios. Y si una diversidad abundante en especies influye en la psique humana, la pérdida de especies reduce nuestra humanidad de un modo imposible de calcular. Sin embargo, ¿podemos prescindir de algunas especies sin perjuicio? La respuesta, para Julián Simón, es evidente, y la expuso ya en relación con la pérdida de especies que se produjo cuando los colonos limpiaron el Oeste Medio de Estados Unidos. «Cuesta incluso imaginar que estaríamos infinitamente mejor en compañía de estas especies hipotéticas», adujo en su polémica con Norman Myers. Los principales parámetros que utiliza Simón para medir el valor son la economía y la utilidad inmediata, como dejó claro en una observación que hizo en el curso del mismo debate. «Los últimos avances científicos y técnicos, en concreto los bancos de semillas y la ingeniería genética, han reducido la importancia de mantener especies en su hábitat natural». Muy distinta es la valoración de las especies en su hábitat natural, que expone Les Kaufman en un capítulo de su libro The Last Extintion: «Una parte del alma americana murió con la paloma migratoria, el bisonte de las llanuras y el castaño americano». Aunque no voy a decir que hay que salvar a todas y cada una de las especies del mundo, y menos al precio de reducir el bienestar humano, parece más correcta la posición de Kaufman que la de Simón. Los humanos hemos evolucionado en un mundo natural, y apreciar la naturaleza y sentir su necesidad son componentes reales e inextirpables del psiquismo humano. Nos arriesgamos a erosionar el alma humana si permitimos la erosión de la riqueza del mundo natural que nos rodea. Pero supongamos que la psique humana sobrevive al trauma de estar en un mundo ecológicamente empobrecido. Supongamos además que la tecnología presente y futura nos proporciona todos los recursos materiales que extraeríamos del mundo natural. ¿Podríamos «alimentar, vestir y suministrar energía a la creciente población humana durante los próximos siete mil millones de años», como afirma Julián Simón? Es cierto que durante toda la historia humana la calidad material de vida ha aumentado de manera uniforme, incluso mientras aumentaba la población. Guiado por esta misma historia, Simón supone que se puede proyectar hacia el futuro la misma pauta de un modo básicamente infinito y que no hay límites para lo que los humanos pueden sacar del mundo natural sin perjudicarnos ni perjudicar a la naturaleza. En otras palabras, cree que nuestra incesante apropiación de la naturaleza es compatible con el mantenimiento de un mundo natural estable.

La historia, como se sabe, nos orienta de cara al futuro, pero también puede volvernos ciegos ante las realidades en curso. La ciencia y la tecnología han aumentado nuestro bienestar, de eso no hay la menor duda, pero este bienestar puede impedir que veamos la realidad del entorno global. Como nos hemos criado en entornos urbanos artificiales, no vemos la relación entre el debe y el haber de la economía natural de la Tierra. El debe y el haber son las interacciones entre especies a todas las escalas de la vida, desde los filamentos de hongos que contribuyen a la buena salud de las radículas de las plantas hasta los ciclos químicos globales del agua, el oxígeno y el anhídrido carbónico. Estos son los servicios del ecosistema que representan los elementos tangibles de la estabilidad y la buena salud que vienen de toda la Tierra en tanto que sistema dinámico complejo. ¿Puede reducirse el tamaño del sistema, eliminando cierta proporción de especies en todos los reinos ecológicos, sin que pierda efectividad? No lo sabemos. ¿Cuáles son sus componentes más importantes? Esto lo sabemos, pero de manera incompleta. ¿Qué especies o grupos de especies pueden eliminarse sin perjuicio del sistema que nos sostiene a nosotros y a todos los organismos vivos? Tampoco esto lo sabemos de manera completa. Nuestro desconocimiento del mundo natural del que dependemos es grande, pero no total. Sabemos que el Homo Sapiens no está al margen de las leyes que rigen la vida de todos los demás organismos. Pero no sabemos cuánta biodiversidad actual necesitamos para mantener la biodiversidad de la Tierra en estado de buena salud. En cualquier caso, muchos ecólogos, extrapolando el incompleto conocimiento que tienen de la estructura y dinámica de los servicios del ecosistema, creen que necesitamos toda o por lo menos casi toda la que tenemos actualmente. Con la incesante destrucción de biodiversidad que deja a su paso el desarrollo económico, podríamos arrastrar al mundo natural hasta un umbral más allá del cual podría ser incapaz de sostenerse primero a sí mismo y en última instancia a nosotros. Sin nada que lo detenga, el Homo Sapiens podría ser no sólo el responsable de la sexta extinción, sino también una de sus víctimas. Los humanos vivimos en el presente. Miramos a nuestro alrededor y nos cuesta imaginar los cambios que necesitan muchísimo tiempo. Pero la perspectiva del tiempo es esencial si queremos comprender a fondo los procesos biológicos que activamos con nuestros actos y, desde luego, ver dónde está nuestro futuro como especie. En consecuencia, tenemos que dirigirnos al registro fósil de la vida, pues sólo él nos puede informar de la dinámica de los sistemas vivos a escalas temporales que sobrepasan nuestra experiencia cotidiana y nuestra imaginación.
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El mensaje más inmediato del registro fósil en relación con la historia de la vida es que las grandes catástrofes que destruyen la diversidad biológica pueden ocurrir y ocurren. Además, estas crisis del flujo de la vida pueden ser rápidas, irreversibles e imprevisibles. Por este camino deberíamos aprender una importante lección sobre el mundo natural del que formamos parte. Se trata de que las especies y las comunidades de especies no son infinitamente inmunes a la agresión exterior; son vulnerables y pueden desaparecer, perderse para siempre. Sabemos que las extinciones en masa pueden producirse por el choque de objetos extraterrestres con nuestro planeta y por varias modalidades de cambio global, pero no nos vemos a nosotros mismos como agentes potenciales de tales crisis biológicas. La tala diaria de bosques tropicales y la estrangulación de habitats silvestres es un proceso menos espectacular que el impacto de un asteroide, pero el efecto final es el mismo. Sin que nos demos cuenta hay ya en curso una extinción en masa. Al ir tras nuestros objetivos, tratamos al mundo natural como si pudiera soportar nuestras agresiones sin menoscabo, cuando la verdad es que lo hacemos a nuestras expensas. El registro fósil nos dice que la vida no ha sido un fenómeno estático en la historia de la Tierra, sino más bien un proceso dinámico. Tampoco ha sido la suya una progresión uniforme, sino que ha estado jalonada de grandes mortandades, cuyas víctimas han desaparecido para siempre. La muerte de una especie es el punto final de una cadena continua de eslabones genéticos que tienen miles de millones de años de antigüedad; un paquete genético único que desaparece de la variedad planetaria para siempre. Cada vez que la actividad humana redunda en la extinción de una especie, todos tenemos una parte de responsabilidad en la destrucción irrevocable de una parte única de la vida. Pero, replican los contrarios al alarmismo, echemos otro vistazo al registro fósil y veremos que, de todos modos, la vida de las especies tiene un límite, una duración media que oscila entre uno y diez millones de años. Las especies más longevas están entre las menos visibles de nuestro mundo, mientras que las más efímeras son las más grandes, por ejemplo los vertebrados terrestres. Unas especies dan por finalizada su misión en el oleaje uniforme de la extinción normal, otras en las mortandades catastróficas. Con esta perspectiva, dicen los contrarios al alarmismo, querer salvar especies «podría ser perder tiempo, energías y dinero ya que, por mucho que hagamos, perecerán antes o después».

Como replicó Stephen Jay Gould, este punto de vista «tiene tanto sentido como argüir que no deberíamos tratar una infección infantil de fácil curación porque todos los humanos, en última instancia, somos mortales». El segundo gran mensaje del registro fósil es que la evolución es un proceso sobrecogedora y poderosamente creativo que llena rápidamente los vacíos que quedan tras cada extinción en masa. Al fin y al cabo, la diversidad de la vida, en los tiempos modernos, está en el punto más alto de la historia, a consecuencia de las reacciones experimentadas tras cinco crisis biológicas de primer orden y más de una docena de convulsiones menores. La aparición de nuevas especies tras una extinción supone a menudo la transformación de la forma de vida dominante. Estamos en la edad de los mamíferos, que advino a raíz de la desaparición de los dinosaurios, hace sesenta y cinco millones de años. En esta nueva edad, los primates han acabado por ser los más dotados mentalmente, con el Homo Sapiens en el peldaño más alto. Tras la sexta extinción, la diversidad volverá a ser la de siempre, en el caso, como es lógico, de que el responsable de la destrucción, el Homo Sapiens, pase la prueba. Y si se puede juzgar por lo acontecido en el pasado, la diversidad de la vida será incluso mayor que hoy. ¿Quién sabe qué novedades evolutivas aparecerán? Si la naturaleza se recupera tan alegremente tras una extinción en masa, puede que no debiera preocuparnos tanto la posibilidad de desencadenar otra. La respuesta es que todo depende de la escala temporal en que pensemos. Las extinciones en masa son prácticamente instantáneas, se producen en cuestión de años o de siglos, en el caso de un impacto de asteroide, a milenios o millones de años de distancia de las causas materiales. La recuperación, en cambio, es lenta a escala humana, ya que tarda entre cinco y veinticinco millones de años. Lenta no sólo en lo que se refiere al tiempo que podemos abarcar como individuos, sino también en lo que se refiere a nuestra duración como especie. No hay motivos para pensar que la duración media, de uno a diez millones de años, que se aplica a otras especies, no deba aplicarse a la nuestra. El Homo Sapiens lleva existiendo unos 150.000 años, así que es lícito esperar que duremos aproximadamente un millón de años más, ya que somos vertebrados terrestres grandes. A menos que nuestra capacidad de destrucción acelere nuestro fin. Además, en algún momento del futuro un asteroide gigante o un cometa chocará con la Tierra y acabará al instante con la mayoría de las especies, tal vez también con la nuestra. En los últimos años varios asteroides pequeños han pasado inquietantemente cerca de nosotros. Son presagios de lo inevitable que, según ciertos cálculos, nos alcanzará dentro de unos trece millones de años.

Si por una casualidad insospechada los descendientes del Homo Sapiens siguen en la Tierra por entonces, los efectos del impacto seguramente destruirían, si no todas, casi todas sus poblaciones; e incluso si alguna sobreviviera tras el primer impacto, la civilización se desmoronaría, tal vez para no recuperarse nunca. Si alguna certeza podemos inferir del conocimiento del flujo de la vida y de las fuerzas que lo forman es que llegará el día en que pereceremos todos, nosotros y nuestros descendientes. Y la Tierra y sus pobladores seguirán andando sin nosotros. La mayoría de las personas son incapaces de pensar en una época en que ya no exista el Homo Sapiens. Por eso prefieren suponer que seremos una excepción en la historia de la biología y que viviremos eternamente, por lo menos hasta que la Tierra deje de existir, dentro de miles de millones de años, cuando nuestra atmósfera se queme a causa de la dilatación solar. Es evidente que Julián Simón cree en esta posibilidad cuando habla de nuestra capacidad para florecer durante los próximos siete mil millones de años. También están los que se aferran a la idea de que podemos eludir nuestro destino viajando por el espacio y colonizando otros planetas, en cuyo caso importa poco el daño que podamos infligir en el planeta que sepamos que puede sostenernos. La película El Planeta de los Simios, nos muestra un ejemplo. Las dos posturas son fruto de la arrogante convicción de que el Homo Sapiens está aparte y por encima del resto del mundo natural, y de la creencia en nuestra invencibilidad. Si algo hemos aprendido estudiando la historia de la vida y la dinámica por la que las especies medran colectivamente es que ninguna de las dos son verdaderas. La sexta extinción es, en muchos aspectos, parecida a las catástrofes biológicas anteriores. Por ejemplo, las especies más vulnerables  son las de distribución geográfica reducida, las de los trópicos y aledaños, y también las de tamaño corporal grande. También es insólita por varios conceptos, sobre todo porque están desapareciendo cantidades elevadas de especies vegetales, un hecho sin precedentes en comparación con crisis anteriores. Pero al final, cuando pasen cinco, diez o veinte millones de años, a pesar de esta y otras distorsiones de la biodiversidad que sobreviva, se producirá la reacción. «A escala geológica, el planeta se repondrá y dejará que el tiempo borre el impacto de todas las fechorías humanas», como ha dicho Gould. Entonces, si a largo plazo no importa en absoluto lo que hagamos mientras estemos aquí, ¿por qué deberíamos preocuparnos por la supervivencia de especies que, al igual que la nuestra, dejarán de existir algún día?
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Deberíamos preocuparnos porque, por especiales que seamos en muchos aspectos, no somos más que una rareza en la historia. No aparecimos en la Tierra como quien llega del espacio exterior (!o tal vez sí!) ni nos pusieron en medio de una fabulosa diversidad biológica con el libre derecho de hacer lo que se nos antojara. Al igual que todas las especies con que compartimos el mundo, somos el resultado de multitud de sucesos que se remontan hasta la pasmosa explosión de formas de vida que se produjo hace quinientos millones de años, y antes de la explosión, hasta el origen mismo de la vida. Cuando comprendemos, pensando en nuestros orígenes, esta conexión íntima con el resto de la naturaleza, se desprende un imperativo ético. Nuestra obligación es protegerla, no causarle perjuicios. Y es nuestra obligación, no porque seamos la única criatura sensible de la Tierra y esta superioridad nos permita ser generosos, sino porque en un sentido básico el Homo Sapiens está a la misma altura que todas y cada una de las demás especies. Y cuando entendemos la biodiversidad de la Tierra en términos holísticos, es decir, viéndola funcionar como un todo interactivo que produce un mundo vivo, estable y con buena salud, acabamos por vernos a nosotros mismos como parte de ese todo, no como especie privilegiada que puede explotarla impunemente. El reconocimiento de que estamos arraigados en la vida y su bienestar exige que respetemos a las demás especies, no que las arrollemos en la ciega satisfacción de nuestros intereses. Y en virtud de este mismo principio ético, que el Homo Sapiens haya de desaparecer algún día de la faz de la Tierra no nos autoriza a hacer lo que queramos mientras estemos aquí. Se fracasará si las naciones ricas imponen soluciones que eternicen la pobreza de los ciudadanos de los países menos desarrollados. Las extinciones en masa fueron durante mucho tiempo un tema de estudio olvidado porque eran misteriosas en muchos aspectos y porque, de todos modos, pensábamos que eran simples interrupciones del flujo de la vida. Hoy se admite que son una fuerza creativa de primer orden en dicho flujo y que seguramente seguirán siéndolo durante miles de millones de años, mucho después de que el Homo Sapiens y sus descendientes hayan desaparecido. Pero buena parte del misterio sigue sin solucionarse; en concreto, que las causan exactamente. Como dijo David Raup en Extinction: Bad Genes or Bad Luck?, «la inquietante realidad es que en el pasado geológico hubo millares de extinciones y no tenemos ninguna explicación sólida de por qué se produjeron». Por lo que se refiere a las Cinco Grandes, hay teorías sobre las causas, algunas convincentes, pero ninguna demostrada. De la sexta extinción, en cambio, conocemos al culpable. Somos nosotros.

Y ahora pasemos revista a la historia de la Tierra, desde el punto de vista de la biodiversidad y de las extinciones. Uno de los hechos más asombrosos de la historia de la Tierra es que la vida apareciese tan temprano. El planeta se condensó a partir de los restos del incipiente sistema solar hace cuatro mil seiscientos millones de años, en un entorno totalmente hostil a cualquier forma de vida. Lentamente se redujo el calor y hace poco menos de cuatro mil millones de años la vida fue teóricamente posible. Es decir, las frágiles moléculas orgánicas ya no se rompían en cuanto se formaban y los ambientes acuosos persistían en vez de convertirse rápidamente en vapor. Las dos condiciones eran imprescindibles para la aparición de la vida. A la posibilidad teórica siguió rápidamente la realidad cuando hace unos tres mil setecientos cincuenta millones de años despuntó la vida primigenia en forma de sencillos organismos unicelulares, cuyos fósiles se han encontrado en la roca continental más antigua que se conoce. Aprovechando la energía del sol y explotando el entorno químico, estos sencillísimos organismos, células sin núcleo, conocidas con el nombre de procariotas, proliferaron y se diversificaron. Colectivamente construyeron las alfombras estratificadas de microorganismos que, con el tiempo, crearon la característica forma de los estromatolitos. Dado un comienzo tan temprano, cabría esperar que la vida emprendiera inmediatamente una progresión gradual y uniforme hacia formas de complejidad creciente. Primero acabaron por cuajar células más complejas, llamadas eucariotas, cuyo material genético está almacenado en un núcleo. Aparecieron orgánulos especializados, como mitocondrias y cloroplastos, que realizan funciones concretas. Luego progresó hacia los organismos pluricelulares, sencillos al principio, avanzando desde los invertebrados hasta los vertebrados, desde los anfibios y reptiles hasta los mamíferos, y finalmente hasta nosotros, el Homo Sapiens. Si algo aprendemos de la vida al analizar su historia en la Tierra es lo poco que hay en ella de gradual y uniforme. Tras fundar la primera y apremiante base, la forma de vida más compleja durante dos mil millones de años fue la célula procariótica, y su organización más compleja las colonias de estromatolitos. La vida, por lo visto, no tenía prisa. Cuando finalmente, hace unos mil ochocientos millones de años, aparecieron las células eucarióticas, se habría dicho que la escena estaba preparada para entrar en la etapa siguiente, la de los organismos pluricelulares. Pero tuvieron que pasar otros más de mil millones de años para que se desarrollaran tales organismos.

La aparición de organismos pluricelulares complejos, como los invertebrados marinos, tuvo que esperar hasta hace unos 530 millones de años, cuando había transcurrido ya el 85 por ciento de la historia de la Tierra. Pero cuando aparecieron, el fenómeno fue tan espectacular que los paleontólogos lo conocen como explosión cámbrica. En unos cuantos millones de años, en un brote de innovación evolutiva, proliferaron los principales planes estructurales, o tipos, que representan la vida planetaria actual. Entre ellos había un organismo diminuto, parecido a una criatura marina vermiforme, denominada anfioxo, y que fue bautizado con el nombre científico de Pikaia. Probablemente fue el fundador del tipo de los cordados, que comprende todos los vertebrados posteriores, incluido el Homo Sapiens. Desde nuestro presente, podemos considerar que fue un comienzo extremadamente humilde. De «sin precedentes e insuperada» calificó James Valentine, paleontólogo de la Universidad de California-Berkeley, la extraordinaria explosión cámbrica. Pero en la explosión cámbrica hay algo más que su carácter explosivo. La llegada de la vida pluricelular compleja, aunque tardía, anunciaba una progresión regular por los mundos prehistóricos que conocemos gracias al registro fósil, hasta alcanzar de manera previsible el mundo de la naturaleza que vemos actualmente. Pero las expectativas volvieron a frustrarse. La vida, desde la explosión cámbrica, se ha caracterizado por sufrir expansiones y depresiones y, aunque las especies se han diversificado de un modo fabuloso, han resultado aniquiladas en cantidades ingentes por ocasionales extinciones en masa, cinco en total. Uno de los legados de la revolución darwiniana es que impuso una nueva concepción del mundo en el pensamiento de Occidente. Según esta perspectiva, las especies sobreviven porque, de alguna manera, son superiores a sus competidoras. Del mismo modo, las especies se extinguen porque sucumben en la competencia. Pero se trata de una interpretación simplista de la idea de Darwin, la teoría de la evolución mediante la selección natural. La diversidad biológica de la vida actual está cerca de alcanzar su punto más alto en la historia del planeta. Nosotros somos una especie entre incontables millones. Es comprensible que incluyamos al Homo sapiens en el fruto colectivo del éxito gradual de especies cada vez mejor adaptadas al medio. Pero uno de los más importantes descubrimientos de la biología evolucionista en los últimos años nos advierte de que la suerte, y no la superioridad, representa un papel decisivo en la determinación de los organismos que sobreviven, sobre todo en los periodos de extinción en masa.
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Tenemos que admitir, en consecuencia, que los humanos somos una parte de los afortunados supervivientes de las convulsiones catastróficas del pasado  y no la expresión moderna de una antigua superioridad. La dinámica interactiva del origen y la extinción de las especies determina la diversidad de la vida en la Tierra en todos los puntos de su historia. La diversidad biológica dominante es el producto del pasado y prepara la escena para el futuro. La explosión cámbrica desconcertaba e inquietaba a Charles Darwin, ya que creía que la aparición repentina de muchos grupos de especies ponía seriamente en duda su embrionaria teoría de la evolución por selección natural. La esencia de la selección natural,  tal como la concebía Darwin, era el cambio gradual, la acumulación de diminutas modificaciones en el comportamiento o la anatomía como reacción ante las circunstancias ambientales dominantes. Tras periodos de tiempo muy largos podía producirse una variación evolutiva importante, a veces con aparición de especies nuevas. Pero Darwin pensaba que era un trayecto que se recorría despacio. Darwin se consolaba pensando en la imperfección del registro fósil, tema al que dedicó un capítulo entero de El origen de las especies. Decía que la explosión cámbrica se nos antojaba espectacular porque aún estaban por descubrir los antepasados de aquellos organismos. En la época de Darwin no se había encontrado aún ninguna prueba fósil anterior al cámbrico, hecho que le parecía inexplicable. Darwin sugirió que quizás los organismos precámbricos no habían llegado a fosilizarse o que, por culpa de acontecimientos geológicos posteriores, los fósiles habían resultado destruidos. Incluso especuló con que los fósiles en cuestión se hubieran concentrado en antiguos continentes hoy sumergidos bajo las masas oceánicas y, por tanto, muy lejos del alcance del paleontólogo. Todos los paleontólogos saben que, tal como lamentaba Darwin, el registro fósil está con frecuencia incompleto por diversas razones geológicas. Algún día, dijo, se exhumarán las pruebas que describirán el largo preludio de los acontecimientos aparentemente explosivos del cámbrico. Entonces se pondría de manifiesto la existencia de una trayectoria en el cambio, gradual y progresiva, que restaría importancia a la aparición brusca de formas complejas de vida. Tuvo que pasar casi un siglo para que se encontraran pruebas de la existencia de vida en el precámbrico.

El geólogo australiano R.C. Sprigg hizo en 1947 un descubrimiento histórico, al encontrar unas criaturas parecidas a medusas en sedimentos antiguos de las colinas Ediacara, en la cordillera Flinders, en Australia meridional. La importancia del descubrimiento radica en la edad de los depósitos, calculada en unos 670 millones de años, lo que los sitúa más de cien millones de años antes de la explosión cámbrica. Con el tiempo, posteriores expediciones añadieron otros organismos a la lista, entre ellos criaturas que, según se dijo, se parecían a medusas actuales, gusanos segmentados, artrópodos y corales, animales con los que estamos familiarizados en el mundo actual. Algunas no se parecían a ninguna criatura viva conocida. Todos estos organismos, conocidos colectivamente como fauna de Ediacara, eran de cuerpo blando, por lo que carecían de caparazón calcificado. Una de las explicaciones propuestas para explicar la aparente ausencia de precursores de los habitantes del mundo cámbrico sostenía que eran de cuerpo blando y en consecuencia de fosilización muy improbable. Sólo en las circunstancias geológicas más extraordinarias sería posible entrever esta frágil vida precámbrica. Los delicados sedimentos de arenisca de las colinas Ediacara reunían al parecer las condiciones idóneas para conservar las formas de estas criaturas en vez de borrar todo rastro de su existencia. Desde aquel primer descubrimiento se han encontrado otras criaturas primitivas de cuerpo blando, de la misma época, en otros lugares del mundo, eliminando así la posibilidad de que el hallazgo de Ediacara fuese una excepción geológica. La fauna de Ediacara eran elementos de una etapa al parecer importante en la progresión de los organismos unicelulares simples a los organismos unicelulares complejos, y finalmente a las formas de vida más complejas, las criaturas pluricelulares. Esta historia, la progresión de los organismos simples a los complejos, no se produjo, sin embargo, mediante un proceso inexorable y previsible. «La aparición de los animales (pluricelulares) estuvo estrechamente relacionada con los cambios sin precedentes que se habían producido en el medio físico de la Tierra, entre ellos un aumento importante del oxígeno atmosférico», ha dicho Andrew Knoll, geólogo de la Universidad de Harvard.

Antes de que los niveles de oxígeno presentes en la atmósfera subieran de un 1 por ciento a cerca del 21 por ciento actual, los organismos mayores que una célula no podían sobrevivir. Las modificaciones del medio físico pueden ser un poderoso motor del cambio evolutivo y con frecuencia ha sido el factor crítico. Es lo que tal vez pasó con el origen de la familia humana, un acontecimiento relativamente reciente que se produjo hace unos cinco millones de años. Pudo tener una función en el origen de nuestro propio género, Homo; y parece que fue lo que pasó con la primera manifestación de la vida pluricelular, hace unos 630 millones de años. El descubrimiento de la fauna de Ediacara permitió suspirar de alivio a la comunidad geológica, que apoyaba mayoritariamente la opinión darwiniana del desarrollo gradual durante largos periodos de tiempo. Allí estaba, por fin, la fauna antepasada de la vida del mundo cámbrico. La explosión cámbrica no fue una manifestación brusca, después de todo. Tal como había predicho Darwin, se trataba sólo de un registro fósil claramente incompleto. Los «vastos y sin embargo totalmente desconocidos periodos de tiempo» anteriores al mundo cámbrico habían estado, ciertamente, «plagados de criaturas vivas», tal como Darwin había dicho. Tuvieron que transcurrir varias décadas para que se plantearan dudas sobre la verdadera naturaleza de la fauna de Ediacara. Algunas criaturas eran desconocidas y no se podían vincular fácilmente con ninguna forma de vida posterior. Pero casi todas se habían identificado como antepasadas de uno u otro tipo de animal cámbrico. Pese a todo, hacia 1985 se comenzaron a poner en duda casi todos estos vínculos, con la posible excepción de las esponjas. Adolf Seilacher, paleontólogo de la Universidad de Tubinga, fue uno de los primeros en discutir la interpretación convencional y sin duda el más influyente. Seilacher admitía la existencia de semejanzas superficiales entre algunos animales de Ediacara y especies posteriores, pero arguyó que la arquitectura básica era distinta. Los organismos modernos transportan los nutrientes y gases respiratorios por varios sistemas de tubos internos. Estos sistemas no existían en la fauna de Ediacara, que poseía «una insólita construcción neumática en edredón», según Seilacher. Como la estructura interna de los animales de Ediacara era tan radicalmente distinta de la de los organismos posteriores, Seilacher adujo que no podían ser los antepasados del bestiario cámbrico. Los fósiles de Ediacara, dijo, «representan un experimento fallido de la evolución precámbrica y no los antepasados de los animales y plantas modernos».
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La opinión de Seilacher no tardó en imponerse. Por ejemplo, en octubre de 1989, Simón Conway Morris, geólogo de la Universidad de Cambridge, escribió en Science a propósito de «una asombrosa falta de continuidad entre la fauna de Ediacara y la subsiguiente fauna cámbrica». Aunque señaló la posible existencia de artefactos geológicos responsables de esta disparidad, llegó a la conclusión de que la discontinuidad «podría ser reflejo de importantes extinciones en los depósitos de Ediacara». Cuatro años más tarde remachó en Nature esta misma conclusión y presentó un diagrama de la vida en los tiempos precámbrico y cámbrico, señalando el florecimiento inicial de la fauna de Ediacara y su casi total desaparición posterior, resultado de la extinción universal de multitud de criaturas que no han vuelto a verse desde entonces. Durante cien millones de años los animales de Ediacara fueron las formas de vida más complejas que hubo en la Tierra y su aparición causó estragos entre las comunidades de microorganismos existentes. Los procariotas, a los que se sumaron después los eucariotas unicelulares, habían vivido en colonias, la forma de organización de la vida dominante durante más de tres mil millones de años. Los índices de aparición de especies nuevas y de extinción habían oscilado modestamente, con ocasionales periodos de mucho movimiento. Pero hasta entonces no había habido desapariciones en masa. Todo ello cambió cuando se descubrió el exótico bestiario de la época de Ediacara. Alrededor del 75 por ciento de las especies de organismos unicelulares que componían los estratos vivos de estromatolitos desapareció entre las fauces de las nuevas especies. Pero los animales de Ediacara acabaron también por desaparecer, prácticamente sin dejar rastro y sin que sepamos la causa.

Hoy sabemos que casi ninguno de los animales de Ediacara fue antepasado de nadie, y que no fueron sino residuos de un grandioso y fallido experimento de la evolución. Eliminada la fauna de Ediacara como la esperada precursora del mundo cámbrico que habría conducido a la gradual progresión evolutiva predicha por Darwin, la explosión cámbrica volvió a plantearse como un enigma que pedía una explicación fuera de lo común. Con razón se ha calificado como el «principal misterio de la historia de la vida». La explosión cámbrica de hace quinientos millones de años fue un estallido evolutivo sin precedentes en la historia de la vida y no se ha repetido desde entonces. En un espacio de tiempo geológicamente breve apareció una multitud de nuevas formas de vida. A los biólogos les encantaría conocer lo que originó este impresionante misterio. Según David Jablonski y David Bottjer, paleontólogos de la Universidad de Chicago, «el motor de la macroevolución es la innovación». La macroevolución describe las pautas principales de la historia de la vida y no hay pauta mayor ni más espectacular que la explosión cámbrica, momento en que el escenario de la evolución quedó básicamente preparado para que se representara el resto de la historia de la Tierra. Todas las arquitecturas básicas con que se han modelado los organismos pluricelulares modernos aparecieron en aquel breve estallido de innovación evolutiva. Hasta hace poco se creía que este periodo había durado entre veinte y treinta millones de años, duración que, medida por la escala del tiempo geológico era ciertamente breve, sobre todo si tenemos en cuenta la magnitud del cambio operado. A fines de 1993, sin embargo, un equipo de geólogos y paleontólogos de la Universidad de Harvard redujo a menos de la mitad la duración que se había estimado para la explosión cámbrica, aduciendo que a lo sumo había durado diez millones de años y tal vez sólo cinco. Stephen Jay Gould, también de la Universidad de Harvard, comentó cuando se produjo el descubrimiento: «El mayor estallido evolutivo resulta ahora que es más estallido evolutivo de lo que pensábamos». La evolución darwiniana es insuficiente para explicar un acontecimiento de esta magnitud y rapidez, y hay que buscar otros mecanismos. Jablonski y Bottjer advierten que a los biólogos les aguarda una misión difícil si quieren explicar cómo funcionó el motor de este acontecimiento extraordinario. Y han dicho: «Las clases de novedad evolutiva más espectaculares, las innovaciones principales, están entre los componentes menos comprendidos del proceso evolutivo».

Los vertebrados son cordados, uno de los treinta tipos morfológicos de animales que hay aproximadamente en la actualidad. Los vertebrados son un subgrupo muy diverso de cordados que comprende a los animales con espina dorsal o columna vertebral, compuesta de vértebras. Incluye casi 62 000 especies actuales y muchos fósiles. La mayor parte de los otros veintinueve tipos son lo que probablemente consideraríamos formas humildes de vida: artrópodos (que comprenden los arácnidos, los insectos y los crustáceos), anélidos (lombrices y afines), corales, esponjas, moluscos (entre ellos las almejas, los caracoles y los calamares) y equinodermos (erizos de mar, estrellas y lirios de mar). La actual era geológica, el Cenozoico, se denomina a menudo «edad de los mamíferos», lo que refleja una perspectiva de la vida muy parcial. Un criterio más firme diría que es la edad de los artrópodos. Los artrópodos predominan en la actualidad, como en buena parte de la historia del planeta, y representan el 40 por ciento de las especies vivas. Actualmente hay más especies animales que en ningún otro momento de la historia de la Tierra, cada cual una variante única de uno de los treinta planes estructurales antes mencionados. Este auge de la biodiversidad en el tiempo evolutivo es uno de los misterios de la vida en la Tierra y parte del empuje inexorable del motor de la evolución, que genera miríadas de variaciones alrededor de unos cuantos temas básicos. Todos estos treinta y tantos mapas estructurales modernos se remontan al Cámbrico, a aquel festival de innovaciones que tuvo lugar en el intervalo entre los 530 y los 525 millones de años anteriores a nuestra época. Si un grupo en potencia estuvo ausente en el Cámbrico, se condenó a estar ausente para toda la eternidad. Fue como si la fábrica de saltos evolutivos que produjo las principales novedades funcionales y las bases de los nuevos tipos, hubiera desaparecido al terminar el periodo cámbrico. Otro acontecimiento notable de la historia de la Tierra fue la mayor de todas las extinciones en masa. Ocurrió a finales del periodo Pérmico, hace 225 millones de años, y eliminó nada menos que el 96 por ciento de las especies marinas. Esta gigantesca catástrofe global, conocida como extinción pérmica, venía a ser un experimento natural con que cotejar lo ocurrido en dos periodos diferentes de la historia de la Tierra en que el planeta estaba ecologicamente empobrecido.
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Si el espacio ecológico estaba igual de vacío en estos dos periodos, había que esperar una reacción parecida, un brote de innovación evolutiva. Las reliquias del registro fósil ponen de manifiesto que los brotes de innovación evolutiva que siguieron a la extinción pérmica se parecían mucho a la innovación de la explosión cámbrica, aunque el parecido fue cuantitativo, no cualitativo. Por ejemplo, durante el Cámbrico aparecieron en total unas 470 familias nuevas, cantidad equivalente a las 450 que aparecieron inmediatamente después del Pérmico.  Que el motor de la evolución operase en el Cámbrico temprano bastaría por sí solo para exigirnos atención y respeto. Edward Wilson, biólogo de Harvard, describió el momento como «un periodo de experimentación salvaje durante el que planes estructurales inexistentes antes o después se inventaron y descartaron». Retroceder a aquella época investigando en profundidad el registro fósil es visitar un mundo ajeno, poblado por criaturas construidas de maneras nunca vistas. Los dinosaurios ya nos parecen pasmosos, por su tamaño gigantesco y sus defensas a menudo temibles, pero no son extraños para el ojo de un biólogo, que los ve como variaciones interesantes de los tetrápodos terrestres, que abarcan desde los cocodrilos hasta los elefantes, desde los tupayas hasta los leones. En el Cámbrico temprano había criaturas que, aunque de tamaño pequeño, parecían de ciencia ficción. El descubrimiento de que la explosión cámbrica había generado un hervidero de planes estructurales inéditos, la mayoría de los cuales desapareció muy pronto, puso sobre el tapete una cuestión de primera magnitud, qué determinaba quiénes serían los ganadores y quiénes los perdedores.  Pero que con la explosión cámbrica «el escenario de la evolución quedó básicamente preparado para que se representara el resto de la historia de la Tierra», era sólo parte de la verdad. Es cierto que todos los tipos existentes aparecieron entonces. Pero si el azar tiene un papel significativo en el desarrollo de la historia de la Tierra y la supervivencia de aquel inicial florecimiento vital no dependió de un buen proyecto, una serie completamente distinta de actores podría poblar hoy el mundo. La historia de la Tierra está sin duda formada hasta cierto punto por fuerzas casuales, sobre todo en la selección de las víctimas de las extinciones en masa. Pero salta a la vista y al sentido común que la vida ha progresado de lo simple a lo complejo, tanto en anatomía como en conducta. Donde el mundo estuvo poblado antaño por organismos que no eran mayores que una célula hay hoy miríadas de especies construidas con multitud de clases celulares.

La muerte es un fenómeno vital, como la extinción lo es para la evolución. Desde que aparecieron las primeras criaturas pluricelulares, en la explosión cámbrica, se calcula que han vivido unos treinta mil millones de especies. Según ciertas estimaciones, en la Tierra hay ahora unos treinta millones de especies. Esto significa que ha desaparecido el 99,9 por ciento de todas las especies que han vivido hasta hoy. Está claro que no todas, de lo contrario no estaríamos aquí para contemplar la asombrosa naturaleza. Pero el arraigo de la vida en la Tierra es, sin lugar a dudas, mucho más precario de lo que nos gustaría creer. En los 530 millones de años transcurridos desde la explosión cámbrica han aparecido treinta mil millones de especies, algunas de las cuales eran variaciones ligeras de temas existentes, mientras que otras anunciaban importantes innovaciones adaptativas, como las mandíbulas, el huevo amniótico y la capacidad de volar. Los biólogos, como era de esperar, han sentido curiosidad por los mecanismos que condujeron a aquellas innovaciones y en particular por los procesos que producen especies nuevas. Sin embargo, los biólogos evolucionistas han venido descuidando el tema de la extinción hasta hace unos años. Hay varias razones que explican este olvido, aunque intervinieron dos factores que le dieron la vuelta. El primero fue que hace más de una década se sugirió que los dinosaurios se habían extinguido porque un gran asteroide chocó con la Tierra hace sesenta y cinco millones de años. El segundo fue la paulatina constatación de que actualmente somos testigos de extinciones a escala monstruosa por culpa de las invasiones humanas de los ecosistemas. El primero prendió en la imaginación a causa de su espectacularidad; el segundo porque despertó la preocupación por nuestra acción en la Tierra.  Hay dos aspectos a considerar en la extinción en masa, los periodos de la historia de la Tierra en que una parte importante de las especies existentes desapareció para siempre. El primero es la verdad de tales acontecimientos, algo que Darwin y otros negaron enérgicamente. El segundo es la causa de estas desapariciones, tema sobre el que hay más polémica que acuerdo. Uno de los aspectos de la extinción en masa es su efecto en la historia de la vida y, más concretamente, qué determina cuáles especies sobreviven a estas extinciones y cuáles sucumben. El segundo es el de las consecuencias que acarrean; es decir, la reacción ante la mortandad. Como en muchos temas de biología evolucionista, la influencia de Darwin en la idea moderna de la extinción ha sido grande.

En El origen de las especies, señaló su existencia diciendo: «Creo que nadie se ha asombrado más que yo de la extinción de las especies». Darwin identificó cuatro rasgos clave en el fenómeno. El primero, que fue un proceso gradual y continuo: «especies y grupos de especies desaparecen gradualmente, uno tras otro, primero de un lugar, luego de otro, y por último del mundo». El segundo, que el ritmo de extinción fue básicamente uniforme y no tuvo aceleraciones ocasionales, produciendo extinciones en masa, como muchos paleontólogos de la época creían: «En términos generales está muy olvidada la vieja idea de que todos los pobladores de la Tierra fueron barridos en periodos sucesivos por catástrofes». El tercero, que las especies se extinguen porque de alguna manera son inferiores a sus competidores: «La teoría de la selección natural se basa en la creencia de que cada nueva variedad, y en última instancia cada nueva especie, aparece y se sostiene gracias a que posee alguna ventaja sobre aquellas con las que entra en competencia; y la consiguiente extinción de las formas menos favorecidas se produce a continuación de manera inevitable». La cuarta, que la extinción es parte integral de la selección natural, como se ve por la cita anterior. Darwin dijo además: «Así pues, la aparición de formas nuevas y la desaparición de otras antiguas están relacionadas». La comparación darwiniana de la extinción y la inferioridad adaptativa procede sin lugar a dudas de su teoría de la selección natural y hasta hace muy poco ha influido poderosamente en el pensamiento de los biólogos. Muchos paleontólogos de la época de Darwin arguyeron que el registro fósil indicaba brotes ocasionales de extinción. Los rastros que indicaban tales extinciones en masa tenían que deberse, según Darwin, a las deficiencias del registro fósil. Según Darwin, eran un defecto del registro, no un reflejo de la realidad. El hecho de la extinción lo estableció el anatomista francés Georges Cuvier, a fines del siglo XVIII, al demostrar que los huesos de mamut eran diferentes de los del elefante moderno. La inevitable conclusión era que la especie mamut no existía ya. Tras estudiar a fondo los depósitos fósiles de la cuenca de París, Cuvier llegó a identificar lo que en su opinión eran épocas de catástrofes, en la historia de la Tierra, momentos en que grandes cantidades de especies desaparecieron en poco tiempo. Se identificaban intervalos de grandes cambios que levantaban fronteras entre periodos geológicos que recibieron los siguientes nombres: Cámbrico, Ordovícico, Silúrico, Carbonífero, Pérmico, Triásico, Jurásico, Cretácico, Paleoceno, Eoceno, Oligoceno, Mioceno. Plioceno, Pleistoceno y Holoceno. Estos nombres siguen formando parte de la escala del tiempo geológico que utilizamos en la actualidad.
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Cuvier se fijó en dos de las que según él eran catástrofes particularmente devastadoras que dividían la historia de la vida pluricelular, conocida como Fanerozoico, o vida visible, en tres eras: Paleozoico (vida antigua), desde hace 530 millones de años hasta hace 225 millones, Mesozoico (vida media), desde hace 225 millones hasta hace 65 millones, y Cenozoico (vida moderna), desde hace 65 millones de años hasta el presente. Cuando se habla con geólogos hay que recitar a menudo aparatosas listas de nombres de eras y periodos, porque para ellos, como para Cuvier, representan el verdadero recuento de la historia de la vida. Cuvier vivió en una época anterior a la teoría de la evolución y, por tanto, consideraba las catástrofes como acontecimientos individuales que borraban la vida existente, preparando la escena para nuevas oleadas de creación. Se decía que el Diluvio Universal había sido uno de aquellos acontecimientos. Al final se estimó que las crisis habían sido en total unas treinta. El esquema de Cuvier acabó conociéndose como catastrofismo. El catastrofismo recibió ataques antes incluso de que apareciese la teoría darwiniana, y el movimiento lo encabezó el geólogo escocés Charles Lyell, que seguía los pasos iniciados por su paisano James Hutton. A principios de la década de 1830-1840 Lyell publicó sus Principios de geología, en tres volúmenes, donde decía que los procesos geológicos que vemos en la actualidad, como la erosión del viento y la lluvia, los terremotos y volcanes, etc… eran responsables de todos los cambios geológicos acaecidos en la historia de la Tierra. «No estamos autorizados a recurrir a agentes extraordinarios» para explicar cambios al parecer importantes en el pasado geológico, decía Lyell. Durante largos periodos de tiempo, alegaba, los cambios pequeños se acumulan y producen efectos grandes. La opinión de Lyell acabó encarnándose en la expresión «el presente es la clave del pasado», lo que significa que podernos aprovechar nuestras experiencias para comprender acontecimientos y procesos del pasado. Pero contiene un defecto lógico. La experiencia humana de lo geológicamente posible es limitadísima, porque hace muy poco que estamos aquí y es muy improbable que todos los procesos geológicos que pueden dar forma a la Tierra se hayan producido para que los presenciemos. El esquema de Lyell acabó conociéndose como uniformismo, y durante un tiempo se libró una batalla intelectual entre él y el catastrofismo. Venció el uniformismo y el catastrofismo fue desterrado de la palestra intelectual como si fuera una reliquia del pensamiento antiguo, regida, según se decía, por principios religiosos en vez de científicos.

El auge del uniformismo en biología echó los cimientos de la teoría gradualista de Darwin en biología, a saber, la selección natural, en la que durante un largo periodo de tiempo se acumulan cambios menores que redundan en un cambio evolutivo de relieve. Y así como Lyell había rechazado la idea de las catástrofes en la historia geológica, alegando que era como recurrir a «agentes extraordinarios», también Darwin rechazó la idea de crisis en la historia de la vida, aduciendo que era como recurrir a la intervención sobrenatural, la del catastrofismo. Había combatido durante mucho tiempo por sustituir una explicación sobrenatural de la precisa adaptación de la vida a sus circunstancias por otra naturalista. No transigía ante nada que oliera a sobrenatural, como la repentina extinción de millones de seres seguida de rachas creadoras. Puede que el catastrofismo fuera derrotado en el mundo académico, pero la idea catastrofista sobre las pautas seguidas por la vida en la historia de la Tierra se mantuvo con tenacidad. Cuanto más investigaban los geólogos y paleontólogos en yacimientos antiguos, y veían rastros de extinciones en masa, más convencidos estaban de que de vez en cuando se habían producido acontecimientos catastróficos. Cuando el registro se fue haciendo más completo y los vacíos indicados por Darwin se fueron llenando, la convicción de las pruebas de las crisis periódicas no hizo sino aumentar. La historia de la Tierra no es, evidentemente, una historia de progresión gradual, como habían deseado Lyell y Darwin, sino de convulsiones esporádicas y espasmódicas. Algunas tuvieron un alcance moderado y en ellas desaparecieron entre el 15 y el 40 por ciento de las especies animales marinas, pero hubo otras más implacables. Este último grupo, conocido como el de las Cinco Grandes Extinciones, comprende crisis bioambientales en las que desapareció por lo menos el 65 por ciento de las especies en un lapso geológico breve. En una, que culminó el periodo pérmico y la era paleozoica, se calcula que desapareció más del 95 por ciento de las especies animales marinas. Como observó a propósito de la extinción pérmica el geólogo David Raup, de la Universidad de Chicago, «si estas estimaciones son razonablemente seguras, la biología global (por lo menos para los organismos superiores) estuvo al borde mismo de la destrucción total». Muchos de los grandes cambios en la historia de la Tierra se han inferido del registro fósil marino, por la sencilla razón de que es mucho más completo que el terrestre. Los huesos se cubren de sedimento más rápidamente, comenzando de este modo su viaje al registro fósil. En tierra, los cadáveres son destrozados por los animales carroñeros y pisoteados por los rebaños de paso, y pueden estar durante siglos expuestos al aire seco y caliente, pulverizarse y no quedar así enterrados bajo los sedimentos.

Aunque en el pasado había probablemente entre diez y cien veces más especies animales en tierra que en el mar, como sucede actualmente, alrededor del 95 por ciento de las 250.000 especies conocidas en el registro fósil corresponde a animales marinos. El contraste ilustra la pobreza de la imagen que tenemos sobre la vida terrestre del pasado. Para que un brote de mortandad se califique de extinción en masa, sin embargo, los paleontólogos exigen que haya constancia del efecto catastrófico tanto en el registro marino como en el terrestre, pues es esto lo que revela que se trata de un acontecimiento global. Si miramos un registro de la diversidad de la vida en la Tierra, es decir, el número de especies que hay en cualquier periodo, veremos que empieza muy bajo, en el Cámbrico, y que sube hasta alcanzar el punto máximo en el presente. Darwin pensaba que este incremento seguía un curso uniforme, pero no era así. Las Cinco Grandes Extinciones lo interrumpieron de forma espectacular, hundiendo la diversidad hasta niveles peligrosamente bajos. Estos pocos acontecimientos principales, desde el más antiguo hasta el más reciente, fueron: el fin del Ordovícico (hace 440 millones de años), el Devónico tardío (hace 365 millones de años), el fin del Pérmico (hace 225 millones de años), el fin del Triásico (hace 210 millones de años) y el fin del Cretácico (hace 65 millones de años). Los paleontólogos, sin embargo, comprendieron desde el principio que las crisis fueron algo más que una interrupción en el flujo de la vida, pues con cada acontecimiento se modificó el carácter de las comunidades ecológicas, a veces de manera espectacular. Es lo que Cuvier había interpretado como resultado de nuevas oleadas de creación. La crisis más famosa fue la del fin del Cretácico, hace sesenta y cinco millones de años, y que acabó con el reinado terrestre de los dinosaurios, que había durado 140 millones de años. En la era que siguió, la cenozoica, los mamíferos acabaron dominando la vida vertebrada en tierra. Del mismo modo, la gran extinción pérmica asestó un golpe casi mortal a los reptiles mamiferoides, que habían gobernado la vida terrestre durante ochenta millones de años. No se recuperaron y su papel pasaron a representarlo muy pronto los dinosaurioides. Cada extinción en masa seguía la misma pauta.
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El Homo Sapiens es una de las especies cuya entrada en escena se debió a la influencia de la perturbación que supuso la última extinción en masa, la del fin del Cretácico. Pero, ¿qué determina las especies que sobreviven y las que sucumben en las extinciones en masa? Asimismo, ¿cuál es la causa de las extinciones en masa? En el curso de los años ha habido multitud de sugerencias para identificar los presuntos agentes causantes de las extinciones. Entre las hipótesis que se han considerado están el enfriamiento global, el descenso del nivel del mar, la depredación y la competencia entre especies. No puede negarse que la extinción ejerce sobre nosotros cierta fascinación horrible, porque si especies o grupos de especies que han sobrevivido durante millones de años, por ejemplo los dinosaurios, pueden caer en el olvido evolutivo, ¿qué puede pasarle al Homo Sapiens? Quienes han comparado las condiciones globales que dominaron durante cada una de las Cinco Grandes Extinciones han advertido que un factor común es un descenso en el nivel del mar. El nivel del mar puede bajar por diversas razones, entre ellas la glaciación polar extensiva. El efecto potencial sobre la vida marina en aguas poco profundas es espectacular. Cuando cae el nivel del mar, los escudos continentales quedan al descubierto, reduciendo así el hábitat disponible para las especies de aguas superficiales. Los biólogos conocen bien la sencilla relación entre hábitat disponible y cantidad de especies. A menor área disponible, menos especies pueden existir. La regresión marina no parece, pues, una candidata convincente a causante de una extinción en masa. Por definición, las extinciones en masa deben afectar a la vida no sólo de las aguas superficiales, sino también de las profundas, así como a la vida terrestre. Sin embargo, hay una conexión posible entre el descenso de los mares y las mortandades en tierra, como ha señalado Paul Wignall, paleontólogo de la Universidad de Leeds, a propósito de la extinción del Pérmico. Este acontecimiento aniquiló más del 95 por ciento de las especies animales marinas y casi la misma proporción de las terrestres. Pasara lo que pasase entonces, tuvo que ser muy contundente. El fin del periodo pérmico coincidió con un momento en que todos los continentes del mundo estaban unidos, en virtud de la deriva continental, y formaban un solo supercontinente, Pangea, que se extendía de un polo al otro.

Este hecho por sí solo redujo el hábitat disponible para las especies de aguas superficiales. La formación de Pangea pudo haber aniquilado las especies de esos hábitats. Combinémoslo con la regresión marina y las especies de estos hábitats sensibilizados tendrán garantizada la catástrofe. Y mientras los escudos continentales quedan al aire libre y se secan, añade Wignall, se erosionan y sufren la oxidación de la materia orgánica que antaño poblaba el fondo del mar. La oxidación extensiva de materia orgánica extrae oxígeno de la atmósfera y entrega carbono a cambio. Puede que el oxígeno atmosférico descendiera a la mitad del nivel actual. Los animales terrestres, sobre todo los vertebrados activos, habrían sido particularmente sensibles a tal modificación atmosférica. Los niveles marinos volvieron a subir rápidamente a finales del pérmico y el proceso redujo no sólo los hábitats terrestres sino también el oxígeno del agua del mar, en virtud de un mecanismo desconocido. Por lo tanto, dice Wignall, «la extinción permicotriásica parece que fue un caso de muerte por asfixia, tanto para la vida marina como para la terrestre». Douglas Erwin, del Instituto Smithsoniano, está de acuerdo en que operó más de un agente en aquella extinción en masa, la más masiva de todas. Además de la regresión y transgresiones marinas, menciona la inestabilidad climática originada por la configuración del supercontinente de Pangea y por el anhídrido carbónico liberado por la ingente actividad volcánica en Siberia, que formó una llanura de lava de más de mil kilómetros de diámetro, cerca del lago Baikal.  La siguiente candidata como generadora de la muerte masiva es el cambio climático planetario, en particular el enfriamiento global. Según Steven Stanley, paleontólogo de la Universidad Johns Hopkins, el cambio climático es la causa más importante de las crisis de la historia de la vida. Stanley, que ha estudiado el tema de la extinción de especies entre los animales de aguas superficiales de Norteamérica, echa casi toda la culpa al enfriamiento. El mecanismo es sencillo y directo, y tiene el mérito de afectar tanto a los organismos marinos como a los terrestres. «Hay un hecho sencillo que hace que el cambio climático sea la probable causa general de las extinciones en masa», observa Stanley, «y es la relativa facilidad con que un cambio en las temperaturas del planeta puede destruir miríadas de especies».
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Las especies están adaptadas a las condiciones locales, entre ellas los recursos alimentarios y la temperatura dominante, sea ártica, templada o tropical. Si el planeta se enfría, los hábitats se encogen hacia los trópicos. La temperatura global ha fluctuado mucho y rápidamente durante la historia de la Tierra, y la reacción típica de las especies a estos cambios es la migración. Hacia el ecuador en épocas de enfriamiento y alejándose de él en periodos de calor. Los mapas de los bosques de las dos Américas durante los últimos veinte mil años revelan este efecto asombroso, ya que el clima pasó de una edad glacial a un periodo interglacial, el clima de nuestros días. Al principio, los bosques amazónicos eran simples manchas dispersas, y los bosques caducifolios y de coníferas de América del Norte habían emigrado hacia el sur. Cuando retrocedieron los hielos, los refugios selváticos del Amazonas se expandieron y se fundieron, y el roble y el alerce emprendieron su excursión septentrional en Norteamérica, siguiendo los pasos radiculares de las coníferas. Estas migraciones nunca son sencillas, con hábitats que se mueven al unísono. Por el contrario, las especies se dispersan en múltiples direcciones y acaban formando comunidades de distinta composición. Sin embargo, el fenómeno ilustra la necesidad de las especies de trasladarse, si pueden, cuando cambia el clima. A veces el clima cambia con mucha rapidez y alcance, y las barreras geográficas, como los ríos y las montañas, pueden colapsar el único camino disponible. Cuando esto sucede, el resultado más probable es la extinción. En la historia de la Tierra ha habido glaciaciones generales periódicas, que unas veces han coincidido con extinciones en masa y otras no. En consecuencia, aunque el enfriamiento global es sin duda importante en muchas crisis bióticas, no puede ser la causa primaria de todas, como arguye Stanley. En el abanico de causas inmediatas y potenciales de extinción, la regresión marina y el cambio climático global sólo son dos entre otras, pero destacan como las más importantes. En ambos casos, sin em­bargo, la causa inmediata podría ser resultado de otras causas en último extremo. Por ejemplo, los cambios en la convección del manto, la configuración de las placas tectónicas, la variación de la órbita terrestre, etc… Todos estos mecanismos son familiares a la experiencia humana, o a la historia reciente, y reciben por tanto el apoyo de los paleontólogos que se han molestado en dedicar alguna reflexión a las extinciones en masa.

Como dominaba el paradigma uniformista, no fue pequeña la sorpresa que se produjo cuando, en 1979, un físico, un geólogo y dos químicos sugirieron que al menos una extinción en masa, la del Cretácico, fue resultado del choque de un asteroide o un cometa con la Tierra. La atmósfera se llenó de polvo y el planeta quedó sumido en una oscuridad que duró lo suficiente para acabar con la vida vegetal, de la que dependían las especies animales. No es de extrañar, como dijo Gould tiempo después, que la reacción de los paleontólogos «estuviera al principio entre el escepticismo y la burla». A fines de los años setenta un equipo de científicos de la Universidad de California-Berkeley, dirigido por el físico Luis Álvarez, empleaba métodos químicos para medir el ritmo de depósito de varias formaciones sedimentarias. Ante su sorpresa, mientras trabajaban en los Apeninos de la región italiana de Umbría y en Dinamarca, encontraron niveles insólitamente elevados de un metal pesado y no reactivo, el iridio, en una delgada capa de arcilla que señalaba la extinción en masa del fin del Cretácico, hace sesenta y cinco millones de años. A causa de su peso, el iridio se hundió en el interior de la Tierra durante los primeros capítulos de su historia, cuando buena parte del material rocoso estaba fundido. Es, por tanto, un metal raro en la corteza terrestre y en la roca continental. No obstante, tiene una presencia significativa entre los minerales de los meteoritos. Álvarez y sus colegas dejaron boquiabierta a la comunidad paleontológica cuando afirmaron que el acontecimiento del Cretácico lo causó el choque de un asteroide contra la Tierra. Midiendo el iridio encontrado, el equipo de Berkeley calculó que el asteroide tenía unos diez kilómetros de diámetro. La energía resultante del choque había tenido que ser tremenda, unos mil millones de veces la de la bomba atómica de Hiroshima. El impacto, al parecer, abrió un cráter de ciento cincuenta kilómetros de diámetro e introdujo en la atmósfera escombros suficientes para ocultar el sol y crear una noche continua. Al principio, Álvarez y sus colegas estimaron que la oscuridad había durado varios años, pero luego restringieron este periodo a varios meses. Un acontecimiento así habría sido suficiente para destruir la vida vegetal terrestre y marina. Dado que la vida animal depende en última instancia de la vegetación, habría sucumbido inmediatamente después.
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El descubrimiento de Álvarez, publicado en Science en junio de 1980, desató un alud de conferencias y artículos científicos sobre el impacto del asteroide. Basta con enfocar la Luna con un telescopio para ver que en el sistema solar hay impactos de asteroides. La superficie lunar está acribillada con cráteres. Si la Luna fue bombardeada, lo mismo tuvo que pasarle a la Tierra. Las huellas de los impactos terrestres son, sin embargo, menos evidentes, entre otras cosas porque dos terceras partes de la superficie del planeta están bajo el agua y costaría localizar los cráteres formados. Y como el fondo del mar se dilata, los cráteres desaparecen al final en las entrañas de la Tierra. Por otro lado, los cráteres terrestres sufren muy pronto el efecto de la erosión y su perfil, inicialmente agreste, acaba por alisarse. Pese a todo, hay una docena de grandes cráteres procedentes de impactos, como el cráter Manicougan del Quebec, de ciento veinte kilómetros de diámetro, el cráter Siljan de Suecia, de sesenta kilómetros de diámetro, y el Popigai de la antigua URSS, No puede negarse, pues, la realidad de los impactos. Sin embargo, había que acumular más indicios para que incluso los simpatizantes se tomaran totalmente en serio la idea de que los impactos pueden causar extinciones en masa. Primero tenían que encontrarse elevados niveles de iridio donde hubiera sedimentos de finales del Cretácico. Se encontraron y en la actualidad se han detectado más de cien lugares con estas características. En segundo lugar había que encontrar otros indicios de los impactos. Se hallaron también diminutas esferas cuasicristalinas que forman los minerales rocosos cuando la temperatura y la presión son enormes. Se han detectado en setenta y un puntos del planeta. Otro indicio del impacto es el llamado cuarzo fracturado, cristales en que se ven las líneas de las fracturas violentas que se producen cuando hay una presión repentina. Hasta la fecha se ha detectado cuarzo fracturado en unos treinta puntos del mundo. El mejor indicio de que hubo un impacto en el límite entre el Cretácico y el Terciario sería, desde luego, la prueba del cráter. Hay muy alta probabilidad de que el impacto de fines del Cretácico se produjera en el océano, lo que limita las posibilidades de encontrar rastros. Un candidato terrestre es la estructura Manson de Iowa. Tiene la antigüedad justa, pero es quizá algo pequeño, ya que mide sólo treinta y dos kilómetros de diámetro. Los paleontólogos y geólogos han identificado varios cráteres discretamente grandes que tienen la antigüedad justa, unos en América del Norte, otros en Asia.

De pronto, en junio de 1990, diez años después de la proclama de Álvarez, se difundió entre la comunidad geológica la noticia de que se había descubierto un cráter muy grande debajo mismo del extremo noroccidental de la península mexicana del Yucatán. Denominado cráter Chicxúlub, su estructura fue datada dos años más tarde por un equipo de geocronólogos de Berkeley, dirigido por Garniss Curtis, el mismo que, en colaboración con Louis Leakey, desbrozó el camino, allá a comienzos de los años sesenta, de la datación técnica de los fósiles humanos más antiguos. Se calculó que el cráter Chicxúlub se formó hace sesenta y cinco millones de años, precisamente el momento de la extinción del Cretácico. Todo ello, más otros cráteres menores de antigüedad parecida, sugiere que la Tierra pudo ser  bombardeada al mismo tiempo por una lluvia de asteroides, o de fragmentos de asteroide. El informe de la datación del cráter Chicxúlub, publicado en Science, ganó para su causa incluso a algunos de los que no creían en la teoría del impacto. Que los que anteriormente habían negado el gran impacto acabaran admitiéndolo fue una especie de progreso, porque minó el riguroso uniformismo de Lyell. Aceptar las catástrofes como parte normal de la historia de la Tierra supuso para los geólogos una gran ruptura filosófica. Desde el comienzo mismo de la polémica, sin embargo, un insistente grupo de paleontólogos y geólogos argumentaba que los presuntos indicios del impacto, como los altos niveles de iridio, esferas diminutas o cuarzo fracturado, podían deberse a una masiva actividad volcánica. A veces se encuentra ceniza volcánica en la frontera inferior del Cretácico. Y se conocen casos de emisiones gigantescas de lava basáltica de las profundidades de la Tierra hace sesenta y cinco millones de años, como las Trampas del Decán, en la India, que son una serie de mesetas escalonadas. También se ha sugerido hace poco que el impacto y la actividad volcánica pudieron estar relacionados. La energía generada por el impacto habría podido transmitirse por el fundido interior de la Tierra y producir vulcanismo en la cara opuesta del globo. Un vínculo causal así explicaría el impacto del Chicxúlub y el vulcanismo de las Trampas del Decán. Aunque la polémica continúa, es más que probable que el impacto de un asteroide o un cometa ocasionara, o contribuyera, a las mortandades de fines del periodo cretácico. La suposición de que el impacto pudo ser sólo el tiro de gracia se basa en la hipótesis de que la vida ya estaba en dificultades cuando se produjo el choque.
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El argumento inicial de Álvarez y sus colegas se replicó con el contraargumento de que los dinosaurios y los amonites, héroes de la tragedia terrestre y marina, respectivamente, ya estaban en seria decadencia. Pero los dinosaurios y los amonites gozaban de buena salud en la época del impacto. No obstante, hay indicios de decadencia entre algunos grupos de organismos, sobre todo marinos. Y como por entonces estaba en curso una regresión marina, no debería sorprendernos. El argumento de que las grandes crisis bióticas son resultado de una confluencia de efectos perjudiciales, entre ellos tal vez los impactos de asteroides o cometas, parece muy sensato. La extinción en masa es sin duda un proceso complejo. Basando sus cálculos en una recién creada base de datos de especies fósiles marinas, David Raup y Jack Sepkoski, geólogos de la Universidad de Chicago, señalaron en 1984 que las veintitantas extinciones del Fanerozoico, entre ellas las Cinco Grandes Extinciones, se habían producido a intervalos regulares de unos veintiséis millones de años. El único agente capaz de generar tal regularidad, adujeron, tenía que ser extraterrestre, a saber, el bombardeo periódico de asteroides o cometas. Los cometas son mejores candidatos, y por varios motivos. Si la teoría de Álvarez fue recibida con escepticismo y burla, cabe imaginar la acogida de los bombardeos periódicos: incredulidad total. Aquello era ya catastrofismo a gran escala. El punto polémico de Raup y Sepkoski es un análisis estadístico de las extinciones en el tiempo, que revela que se concentran cada veintiséis millones de años, a veces de forma masiva. Según este cálculo, la siguiente gran extinción ocurrirá dentro de trece millones de años, así que se supone que podríamos estar tranquilos por ahora. Si Raup y Sepkoski están en lo cierto, tendría que haber indicios de impacto en todas las grandes extinciones. Hasta el presente se han encontrado rastros de iridio en siete de los veinte acontecimientos, entre ellos el del final del Cretácico. Pero no en el de fines del Pérmico, el mayor de todos. Y cráteres con la misma antigüedad que las grandes extinciones hay media docena.

Raup y Sepkoski siguen convencidos de la fuerza de su análisis estadístico. Si tienen razón, la causa del sesenta por ciento de todas las extinciones del Fanerozoico fue el impacto de un asteroide o cometa. Raup no aduce que el impacto sea la única causa de la extinción. Dice que es el «primer golpe» que debilita la biota, volviéndola vulnerable a otros procesos ambientales hostiles que podrían estar madurando. La idea de que la biosfera terrestre sufre periódicamente impactos de asteroides o cometas parece cosa de ciencia ficción. Sin embargo, la NASA estadounidense no quiere correr riesgos y promueve la fundación de un servicio de vigilancia espacial consistente en un sistema de telescopios para detectar la llegada de cuerpos celestes, respaldado por mísiles de cabeza nuclear para desviar lo que vengan directamente hacia nosotros. Dos asteroides recientes, uno en marzo de 1989, el otro en enero de 1991, que no colisionaron con la Tierra por poco, nos recuerdan que una colisión es posible. Los dos eran pequeños, no medían más de trescientos metros de diámetro, pero pasaron tan cerca de nosotros corno la Luna. Y en julio de 1994 los astrónomos observaron una lluvia de veintitantos fragmentos cometarios cayendo en la superficie de Júpiter y abriendo grandes heridas en la densa atmósfera del planeta. Fue una demostración muy oportuna de que lo impactos masivos pueden suceder y de hecho suceden en el sistema solar. En este caso, el presente bien puede ser la clave del pasado, aunque dicho presente se vea en otro planeta. Geólogos y paleontólogos seguirán discutiendo la viabilidad de los impactos frente a los volcanes como agentes de las extinciones en masa. A fin de cuentas, los efectos del anunció que hizo Álvarez hace década y media han desembocado en un catastrofismo de nuevo cuño que tiene en cuenta fuerzas ajenas a la experiencia humana normal, como serían los ocasionales y devastadores impactos de espacio exterior. Este hecho representa la segunda gran revolución en las ciencias geológicas de este siglo. La primera fue el hallazgo de que la corteza terrestre está fragmentada en una serie de placas cuyo movimiento gradual durante el discurrir de los eones desplaza los continentes por todo el planeta.

Fuentes:

  • Richard Leakey & Roger Lewin – La sexta extinción: el futuro de la vida y de la humanidad
  • Thomas E. Lovejoy  – Biodiversidad y globalización
  • David Skole y Compton Tucker – Tropical deforestation and habitat fragmentation in the Amazon
  • Paul R. Ehrlich – Population diversity and the future of ecosystems
  • Edward O. Wilson – La Humanidad, ¿se suicida?
  • Antón Uriarte Cantolla – Historia del Clima de la Tierra
  • PICC – Quinto informe mundial sobre el calentamiento global
  • Fuente
  • https://oldcivilizations.wordpress.com
  •                                                                

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