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Los hunos, el pueblo que hizo temblar al mundo civilizado

Según el historiador romano Amiano Marcelino, los hunos eran “seres imberbes, musculosos, salvajes, extraordinariamente resistentes al frío, al hambre y a la sed, desfigurados por los ritos de deformación craneana y de circuncisión que practicaban, e Imagen 36ignorantes del fuego, de la cocina y de la vivienda“. Pero estas palabras escritas por el historiador romano no reflejaban la auténtica realidad. Corría el año 376 d.C. cuando los romanos, en su ya fracturado imperio, comenzaron a recibir las primeras noticias de unos seres terribles que, al parecer, habían surgido de la nada, empujando a las tribus bárbaras de Oriente y obligándolas a fuertes migraciones, propagando mensajes desoladores sobre su apariencia y comportamiento. Fue así como aquellos demonios irrumpieron en Europa. Habían llegado los terribles hunos. El origen del pueblo huno es incierto, pero muchos datos recogidos a lo largo de los siglos, nos hacen pensar que los hunos aparecieron en algún punto de las extensas llanuras del Asia central, desde donde iniciaron su expansión posiblemente al ser rechazados por los chinos, bien parapetados detrás de su magnífica gran muralla. Pronto arrasaron grandes zonas de Asia subdividiendo su poder en varios grupos, asentándose unos en los territorios conquistados, y nomadeando el resto buscando nuevas latitudes para continuar la rapiña. Aquellas hordas invencibles hicieron del mar de Azov su cuartel general, y desde el sur de Rusia se lanzaron a la conquista del Occidente Europeo. El mar de Azov es un mar interior europeo, localizado al noreste de la península de Crimea, entre Rusia y Ucrania. Comunica con el mar Negro a través del estrecho de Kerch y en él desembocan el río Don y el río Kuban. La tradición popular dice que el nombre actual proviene de un príncipe cumano llamado Azum o Asuf, que murió mientras defendía una ciudad de la región en 1067. La mayor parte de los estudiosos lo hacen derivar de la ciudad de Azov, cuyo nombre ruso proviene del tártaro Azaq (‘bajo‘), en referencia a su situación geográfica. La teoría del diluvio del mar Negro hace remontar la génesis del mar de Azov al 5.600 a. C., y hay restos de asentamientos neolíticos en el área actualmente cubierta por este brazo de mar. Antiguamente se conocía como el lago o el mar de Meótida. El mar de Azov fue muy importante antiguamente cuando las colonias griegas comenzaron a establecerse en sus orillas.
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Las colonias griegas de Panticapaeum y Phanagoria, ambas fundadas en el siglo 6 a.C., y otras colonias controlaron la entrada al mar de Azov a través del estrecho de Kerch. La entrada por el otro lado era controlada por Tanais, construida en la desembocadura del río Don en el siglo VII a.C. Entre los siglos I d.C. y III d.C., estas ciudades estado eran vasallas de Roma. Solían comerciar con habitantes del interior para poder abastecer primero a Grecia, y luego a Italia con pescado y grano. Todas las ciudades cayeron en la invasión de los hunos en el siglo IV. Durante el periodo de migración entre los siglos III y IX, todas las ciudades estado del mar de Azov fueron devastadas. Entonces, entre los siglos IV y VII, se empezaron a asentar tribus eslavas en la zona, como la tribu de los severianos.  Basados en evidencias arqueológicas y lingüísticas, los historiadores creen que los eslavos formaron un grupo étnico a mediados del segundo milenio antes de Cristo en una zona ahora repartida entre Polonia, República Checa, Eslovaquia, Bielorrusia occidental y Ucrania noroccidental. Sobre el siglo VIII a.C. los eslavos entraron en la edad de hierro y comenzaron su expansión gradual al Este y al Sur. En el siglo XIII la región fue conquistada por los mongoles y anexionada por la Horda de Oro. Durante la desintegración de la Horda de Oro a mediados del siglo XV, la zona cayó bajo control de Turquía. La Horda de Oro, u Horda Dorada, fue un estado mongol que abarcó parte de las actuales Rusia, Ucrania y Kazajistán, tras la ruptura del Imperio mongol en la década de 1240. El mar de Azov permaneció bajo la dominación de Turquía durante unos trescientos años hasta que Rusia, valiéndose de su alianza con los cosacos locales, conquistara la zona en el año 1739. Tras el tratado de paz del año 1774 el mar de Azov perteneció oficialmente al Imperio Ruso. Desde que los hunos extendieron su amenaza en el siglo IV hacia los territorios de Oriente y de Occidente fueron objeto de descripción por numerosos historiadores griegos y romanos. Pero fue sin duda alguna Jordanes, historiador del Imperio romano de Oriente durante el siglo VI d. C, el autor que más se documentó sobre ellos, al manejar escritos provenientes de aquellos que les trataron, como Olimpodoro o Priscus. Éste último viajó por los territorios hunos en el 449, siendo muy útiles las descripciones que pudo hacer sobre las costumbres y forma de vida de las tribus hunicas. Al perderse los escritos originales de los primeros, Jordanes se convierte en una referencia obligada a la hora de contar la historia de aquellos guerreros.
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Cuando el historiador romano Amiano Marcelino escribía la frase indicada al inicio del artículo, nacía en la Panonia un tal Etil. Corría el año 395 d.C. Panonia es el nombre de una región de Europa Central, bañada por el río Danubio, que corresponde actualmente a la parte occidental de Hungría y la oriental de Austria. En la Antigüedad fue habitada por los panonios, pueblo de etnia iliria. Conquistada por Roma entre 35 a. C. y 10 a. C., esta región en la frontera del Imperio romano sufrió el choque de incontables invasiones bárbaras y fue fuerte e intensamente romanizada. La potencia dominante de la época, Roma, no se podía imaginar la terrorífica ormenta de hierro y fuego que se estaba preparando en algún lugar del Este europeo. El infierno había pactado el juicio final del imperio romano con Atila. Tras la invasión de Europa, los hunos se volvieron a dividir, creándose dos grandes tribus: la de los blancos, asentados en el Cáucaso, y la de los negros, que se expandió por el Danubio, haciendo de la Panonia su base de operaciones. La separación no les hizo olvidar costumbres y rituales que mantuvieron perennes, hasta la reunificación promovida por Atila. Lo cierto es que su presencia aterrorizó a los romanos de Oriente y Occidente que, temerosos, inventaron un buen número de leyendas oscuras sobre el origen de los hunos, llegando a recurrir a la demonología cristiana para afirmar que los hunos descendían de ángeles caídos y brujas. El asunto llegó a tal extremo que acuñaron monedas donde se podía ver a los hunos representados en forma de serpiente demoniaca con cabeza humana. Eran, en consecuencia, los auténticos ogros de su época. Los propios hunos escuchaban complacidos estas narraciones que, sin pretenderlo, se habían transformado en una aterradora propaganda previa a sus devastadores asaltos a ciudades y pueblos.  Zósimo, historiador griego pagano de finales del siglo V d. C. e inicios del siglo VI, los describió como una tribu bárbara de guerreros que vivían, comían, luchaban, pactaban, y prácticamente dormían a caballo. Y es que no se podía concebir la vida del guerrero huno sin su equino. En él pasaba buena parte de la jornada. Cuando los hunos iniciaban una campaña, eran capaces de marchar más de cien kilómetros al día, siempre a lomos de su caballol. Esto quiere decir que no disponían de mucho tiempo para cocinar. Era frecuente que situaran bajo la montura varios trozos de carne cruda que iba macerando a lo largo de los días. Cuando estaba a punto, se convertía en un bocado exquisito para los jinetes. También había tiempo para preparar platos más elaborados. Uno de sus favoritos consistía en guisar un enorme trozo de carne de oso. Cuando ésta estaba al gusto del cocinero, le añadía varias setas silvestres y posteriormente todo era regado con leche agria. El resultado era excelente, al menos para ellos.
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En la vestimenta, los hunos no eran exigentes y gustaban de las pieles de rata, un animal por el que sentían gran estimación. Se puede decir que era su indumentaria favorita. Unían varias de estas pieles para proteger su cuerpo. Tampoco eran muy aficionados al agua en ninguno de los usos que nosotros solemos hacer de ella. Lo cierto es que muchas veces no se ha sabido si los pueblos asediados por los hunos huían por el ardor combativo de estos, o por el hedor que desprendía aquella horda. Las historias negras rodeaban a los hunos a finales del siglo IV d.C. Todo esto cambiaría significativamente con la llegada del personaje más importante surgido de aquellas tribus bárbaras llegadas de Oriente. Su nombre era Atila (Etil). No sabemos gran cosa sobre el origen de los hunos, un pueblo asiático que asoló y aterró durante mucho tiempo al mundo civilizado. Los autores no se han puesto de acuerdo acerca de su procedencia étnica, ya que algunos los consideran mongoles y, otros, turcos. Muchos historiadores los suponen descendientes de los xiongnu, una confederación de pueblos procedente de los montes Altai, una cordillera de Asia central, que ocupa territorios de Rusia, China, Mongolia y Kazajistán, que creó uno de los llamados imperios de las estepas en el siglo III a. C. y que, tras largo tiempo de espera, de asedio y de ataques, consiguió dominar la China de los Han. Los xiongnu fueron un pueblo nómada y ganadero de Asia Central, generalmente establecidos en el territorio de la actual Mongolia. Desde el siglo III a. C. controlaban una vasto imperio de la estepa que se extendía hacía el oeste, llegando tan lejos como al Cáucaso. Eran activos en áreas de Siberia meridional, Manchuria occidental y las modernas provincias chinas de Mongolia Interior, Gansu y Xinjiang. Sin embargo, sus orígenes y composición étnica siguen sin ser aclarados. Las relaciones entre los chinos y los xiongnu fueron complicadas e incluyeron el conflicto militar, intercambios en tributos y comercio, y también matrimonios concertados. La abrumadora cantidad de información sobre los xiongnu viene de fuentes chinas. Pero no hay ninguna manera de reconstruir alguna parte sustancial de la lengua de los xiongnu. Lo poco que conocemos de sus títulos y nombres proviene de tranlisteraciones chinas. Los términos chinos para el pueblo -“xiongnu“-, o sus líderes -“chanyu” -, presumiblemente reflejan el sonido de la lengua original.
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Según Sima Qian (145 a. C. – 90 a. C.), historiador chino, los Xiongnu eran descendientes de los Chunwei. Posiblemente de un hijo de Jié, último rey de la dinastía Xia de China. En el 209 a. C., justo tres años antes a la fundación de la dinastía Han, los Xiongnu se reunieron en una poderosa confederación, bajo el mando de un nuevo chanyu llamado Modu. La unidad política xiongnu les transformó en un enemigo formidable, capacitándoles para concentrar ejércitos más grandes y ejercitar una mejor coordinación estratégica. La causa de la confederación, sin embargo, no está clara. Se ha sugerido que la reunificación de China empujó a los nómadas a reunirse alrededor de un centro político, con el objetivo de reforzar su posición. Otra teoría es que la reorganización fue su respuesta a la crisis política que sufrieron en el 215 a. C., cuando los ejércitos chinos Qin los desahuciaron de sus pastos en el río Amarillo. Tras fraguar la unidad interna, Modu expandió el imperio en todas las direcciones. En el norte conquistó a varios pueblos nómadas, incluyendo a los Dingling del sur de Siberia. Aplastó el poder de los Dong-hu en Mongolia oriental y en Manchuria, así como a los Yuezhi en el corredor del Gansu, que limita al oeste con Qinghai y Xinjiang, al norte con Mongolia Interior y Ningxia y con el estado soberano de Mongolia, al este con Shaanxi y al sur con Sichuan. Fue capaz, además, de recuperar todas las tierras tomadas por el general Meng Tian, de la dinastía china Qin. Antes de la muerte de Modu, en el 174 a. C., los Xiongnu habían desplazado a los Yuezhi completamente del corredor del Gansu y afianzado su presencia en las regiones occidentales en la moderna Xinjiang. En el invierno del 200 a. C., siguiendo a un asalto en Taiyuan, el emperador Gao, primer emperador de la dinastía china Han,  lideró personalmente una campaña militar contra Modu. En la batalla de Pingcheng se cuenta que sufrió una emboscada por parte de 30.000 miembros de la élite de la caballería xiongnu, impidiendo que les llegaran suministros y refuerzos durante siete días, escapando de ser capturado en el último momento. Después de la derrota en Pingcheng, el emperador abandonó el camino de una solución militar para evitar la amenaza Xiongnu. En su lugar, en el 198 a. C., el cortesano Liu Jing fue enviado para negociar. En el acuerdo de paz alcanzado entre las dos partes se incluía una princesa Han, dada en matrimonio al chanyu, con periódicos regalos de seda, licor y arroz, e igualdad de estatus entre los estados, estableciéndose  la Gran Muralla como frontera común. Este primer tratado fijó el patrón para las relaciones entre los Han y los Xiongnu por unos sesenta años. Hasta el 135 a. C., el tratado fue renovado no menos que nueve veces, con un incremento de “regalos” en cada acuerdo sucesivo.
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En el 192 a. C., Modu incluso pidió la mano de la enviudada Lü Zhi, la Emperatriz Madre de China. El hijo y sucesor de Modu, conocido como el chanyu Laoshang, continuó con las políticas expansionistas de su padre. Laoshang tuvo éxito al negociar con el emperador Wen, de la dinastía china Liu Song, los términos para mantener un sistema de mercado a larga escala, auspiciado por el gobierno. Mientras que se ganó mucho por parte de los Xiongnu, desde la perspectiva China los tratados matrimoniales eran costosos y poco eficientes. Laoshang mostró que no se tomaba el tratado de paz seriamente. En una ocasión sus exploradores penetraron hasta un punto cercano a Chang’an. En el 166 a. C. lideró personalmente a 140.000 jinetes para invadir Anfing, llegando tan lejos como el retiro imperial chino, en Yong. En el 158 a. C., su sucesor envió 30.000 caballeros para atacar la comandancia Shang y a otros 30.000 a Yunzhong. Por otra parte, la China de los Han se encontraba realizando los preparativos para una confrontación militar contra el reino del emperador Wen. El emperador han Wudi había intentado llevar a cabo una operación diplomática en el año 138 a. C., enviando un emisario, Zhang Qian, hacia el territorio de los llamados Yuezhi, con el fin de organizar un frente común para frenar el poder y agresividad de los Xiongnu, aunque no consiguieron su objetivo. El choque militar llegó en el 134 a. C., consistiendo en una emboscada al chanyu, en Mayi, que fue abortada. En ese punto, el imperio se encontraba consolidado política, militar y financieramente, y estaba liderado por una aventurera facción pro-guerra dentro de la corte. En ese mismo año el emperador Wu revirtió la decisión que había tomado el año anterior de renovar el tratado de paz. La guerra a nivel global estalló en el otoño del 129 a. C., cuando 40.000 soldados de caballería chinas llevaron a cabo un ataque sorpresa contra los Xiongnu en los mercados fronterizos. En el 127 a. C., el general Han Wei Qing retomó el Ordos. En el 121 a. C., los Xiongnu sufrieron otro golpe cuando Huo Qubing lideró una fuerza de caballería ligera hacía el oeste de Longxi. Y en el periodo de seis días se abrió camino luchando a través de cinco reinos Xiongnu. El rey xiongnu Hunye fue forzado a rendirse junto a 40.000 hombres. En el 119 a. C. Huo y Wei, cada uno liderando a 50.000 hombres de caballería y entre 30.000 y 50.000 soldados de a pie, y avanzando por diferentes rutas, forzaron al chanyu xiongnu y a su corte a huir al norte del desierto del Gobi.
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Las considerables dificultades logísticas limitaron la duración y la continuación de estas campañas. Según el análisis de Yan You, las dificultades fueron dobles. Primero estaba el problema de proveer comida a través de largas distancias. En segundo lugar, el clima en las regiones septentrionales de los Xiongnu era difícil de soportar para los soldados Han, que nunca podían llevar suficiente combustible. Según los informes oficiales, cada facción perdió entre 80.000 y 90.000 hombres. De los 140.000 caballos que las fuerzas Han habían traído al desierto, menos de 30.000 volvieron a China. Como resultado de estas batallas, los chinos controlaron una región estratégica, desde el corredor del Gansu hasta Lop Nor. Tuvieron éxito en separar a los Xiongnu de los pueblos Qiang del sur, y también obtuvieron acceso directo a las regiones occidentales. Según se expandía el imperio Xiongnu, se hizo claro que las estructuras originales de liderazgo carecían de flexibilidad y no podían conservar una cohesión efectiva. La sucesión tradicional hacia el hijo mayor daba cada vez peores resultados en afrontar emergencias en tiempo de guerra durante el siglo I a. C. Para enfrentarse a los problemas de sucesión, el chanyu Huhanye (58 a. C.-31 a. C.) impuso posteriormente la norma de que su sucesor debía ceder el trono a un hermano más joven. Este esquema de sucesión fraternal se convirtió de hecho en la norma. El crecimiento del regionalismo se hizo claro durante este periodo, al rechazar los reyes locales asistir a los encuentros anuales en la corte del chanyu. A lo largo de este periodo, los chanyu fueron forzados a desarrollar bases de poder en sus propias regiones para conservar el trono. En el periodo desde el 114 a. C. hasta el 60 a. C. los Xiongnu dieron lugar a siete chanyu. Dos de ellos, Chanshilu y Huyanti, tomaron el poder mientras aún eran niños. En el 60 a. C., Tuqitang, el “sabio rey de la derecha“, se convirtió en el chanyu Wuyanjuti. Apenas llegó al trono, comenzó a expulsar del poder a aquellos cuya base estaba en el grupo de la izquierda. Enfrentada a este antagonismo, en el 58 a. C. la nobleza de la izquierda impulsó a Huhanye como su propio chanyu. En el año 57 a. C. se presenció una lucha por el poder entre los cinco grupos regionales, cada uno con su propio chanyu. En el 54 a. C. Huhanye abandonó su capital en el norte después de ser derrotado por su hermano, el chanyu Zhizhi. En el 53 a. C., Huhanye decidió entrar en relaciones tributarias con la China de los Han. Las condiciones originales que impuso la corte Han fueron que, primero, el chanyu o sus representantes debían acudir a la capital para rendir homenaje; segundo, el chanyu debía enviar un príncipe rehén; y tercero, el chanyu debía presentar tributo al emperador Han. La posición política de los Xiongnu en el orden mundial chino fue reducida de “estado hermano” a “vasallo exterior“. Durante este periodo, sin embargo, los Xiongnu mantuvieron la soberanía política y una completa integridad territorial. La Gran Muralla continuó sirviendo como la línea de demarcación entre los Han y los Xiongnu.
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Huhanye envió a su hijo, “el rey sabio de la derecha” Shuloujutang, a la corte Han como rehén. En el 51 a. C. visitó personalmente Chang’an para rendir homenaje al emperador en el Año Nuevo chino. En la parte financiera, Huhanye fue ampliamente recompensado con grandes cantidades de oro, moneda, ropas, seda, caballos y grano por su participación. Huhanye hizo dos viaje más de homenaje, en el 49 a. C. y en el 33 a. C., en que cada uno los regalos imperiales eran incrementados. En el último viaje, Huhanye aprovechó la oportunidad para pedir que se le permitiera ser convertido en un yerno imperial. En un signo de la disminución de la posición política de los Xiongnu, el Emperador Yuan lo rechazó, dándole en su lugar a cinco damas casaderas. Una de ellas era Wang Zhaojun, famosa en el folclore chino como una de las Cuatro Bellezas. Cuando Zhizhi supo de la sumisión de su hermano, envió también un hijo a la corte Han como rehén en el 53 a. C. Entonces, por dos veces, en el 51 a. C. y en el 50 a. C. mandó emisarios a la corte Han con tributos. Pero habiendo fracasado en rendir homenaje de forma personal, nunca fue admitido dentro del sistema tributario. En el 33 a. C., un oficial joven llamado Cheng Tang, con la ayuda de Gan Yanshou, general-protector de las regiones occidentales, reunió una fuerza expedicionaria que derrotó a Zhizhi y envió su cabeza como un trofeo a Chang’an. Las relaciones tributarias se interrumpieron durante el reinado de Huduershi (18-48), coincidiendo con los levantamientos políticos de la Dinastía Xin en China. Los Xiongnu aprovecharon la oportunidad para recuperar el control de las regiones occidentales, al igual que de los pueblos vecinos, tales como los wuhuan. En el 24, Huduershi incluso habló seriamente acerca de invertir el sistema tributario. El nuevo poder de los Xiongnu se encontró con una política de apaciguamiento por parte del emperador chino Guangwu. En la cumbre de su poder, Huduershi se llegó a comparar a sí mismo con su ilustre antecesor, Modu. Sin embargo, debido al creciente regionalismo entre los Xiongnu, Huduershi nunca fue capaz de consolidar una autoridad incuestionable. Cuando nombró a su hijo como su heredero manifiesto, contraviniendo el principio de la sucesión fraternal establecido por Huhanye, Bi, el rey Rizhu de la derecha, rechazó acudir al encuentro anual en la corte del chanyu.
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Como el primogénito del chanyu precedente, Bi tenía una demanda legítima por la sucesión. En el año 48, dos años después de que el hijo de Huedershi, Punu, ascendiera al trono, ocho tribus xiongnu, bajo el control de Bi en el sur y con un poderío militar de entre 40.000 y 50.000 hombres, aclamó a Bi como su propio chanyu. En dinastía Han oriental estos dos grupos fueron llamados, respectivamente, los Xiongnu meridionales y los Xiongnu septentrionales. Presionado duramente por los Xiongnu septentrionales y sufriendo desastres naturales, Bi llevó a los Xiongnu meridionales a entrar en relaciones tributarias con la china de los Han en el año 50. El sistema tributario fue ajustado considerablemente para mantener a los Xiongnu meridionales bajo la supervisión Han. El chanyu ordenó establecer su corte en el distrito Meiji, de la comandancia Xihe. Los Xiongnu meridionales fueron recolocados en ocho comandancias fronterizas. Al mismo tiempo, grandes cantidades de chinos fueron forzados a migrar a estas comandancias, con lo que empezaron a aparecer asentamientos mixtos. Económicamente, los Xiongnu meridionales dependían casi totalmente en la asistencia de los Han. Las tensiones eran evidentes entre los chinos asentados y los practicantes del estilo de vida nómada. Por lo que, en el 94, elchanyu Anguo unió sus fuerzas con los Xiongnu septentrionales, recientemente subyugados, y comenzó una rebelión a gran escala contra los Han. Hacia el final de la dinastía Han oriental, los Xiognu meridionales se vieron envueltos en las rebeliones para posteriormente acosar a la corte Han. En el 188, el chanyu fue asesinado por algunos de sus propios súbditos por estar de acuerdo en enviar tropas a los Han para suprimir una rebelión en Hebei. Muchos de los Xiongnu temieron que sentaría un precedente para un servicio militar  para la corte Han. El hijo delchanyu asesinado le sucedió, pero luego fue derrocado por la misma facción rebelde, en el 189. Viajó a Luoyang (la capital Han) para buscar ayuda de la corte, pero en ese momento la corte estaba agitada por la disputa entre el general He Jin y los eunucos, así como por la intervención del militar Dong Zhuo. El chanyu (llamado Yufuluo, con el título de Chizhisizhu) no tuvo elección y se estableció junto con sus seguidores en Pingyang, una ciudad en Shanxi. En el 195 murió y fue sucedido por su hermano Hucuquan.
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En el 216, el militar y hombre de estado Cao Cao retuvo a Hucuquan en la ciudad de Ye, y dividió a sus seguidores en Shanxi en cinco divisiones: izquierda, derecha, sur, norte y central. Esto tenía el objetivo de prevenir que los Xiongnu exiliados en Shanxi se vieran metidos en la rebelión, y permitía también que Cao Cao utilizará a los Xiongnu como fuerza auxiliar de su caballería. Eventualmente, la aristocracia Xiongnu, en Shanxi, cambió su apellido de Luanti a Liu por razones de prestigio, proclamando que estaban emparentados con el clan imperial de los Han a través de la vieja política de acuerdos matrimoniales. La complicada situación étnica en los asentamientos mixtos de la frontera, instituidos durante la dinastía Han oriental, tuvieron graves consecuencias, no siendo completamente percibidas por el gobierno chino hasta finales del siglo tercero. En ese momento, la inquietud de los no-chinos alcanzó proporciones alarmantes a lo largo de la frontera Jin occidental. En el 304, los descendientes de los Xiongnu meridionales se alzaron en rebelión en Shanxi, aprovechándose de la guerra civil de los príncipes y atacando luego la capital Jin occidental, Luoyang. Bajo el liderazgo de Liu Yuan, nieto de Yufu Luo, que se había adaptado a la cultura china, se les unieron una gran cantidad de chinos residentes en la frontera. Liu Yuan usaba ‘Han‘ como el nombre de su estado, esperando despertar la nostalgia yacente por la gloria pasada de la dinastía Han, y estableció su capital en Pingyang. El uso, por parte de los Xiongnu, de numerosas caballerías con armaduras de hierro, tanto para jinete como para caballo, les dio una decisiva ventaja sobre los ejércitos Jin ya debilitados y desmoralizados por los tres años de guerra civil. En el 311, capturaron Luoyang, y con ella al emperador Jin Sima Chi (Emperador Huai). En el 316, el siguiente emperador Jin fue capturado en Chang’an, y la totalidad del norte de China quedó bajo el control de los Xiongnu, mientras restos de la dinastía Jin sobrevivieron en el sur, conocidos para los historiadores como la dinastía Jin Oriental.
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En el 318, después de reprimir un golpe de estado de un poderoso ministro en la corte Xiongnu-Han, en el que el emperador Xiongnu-Han y una gran parte de la aristocracia fueron masacrados, el príncipe xiongnu Liu Yao trasladó la capital Xiongnu-Han desde Pingyan a Chang’an y rebautizó a la dinastía como Zhao, siendo conocida posteriormente por los historiadores como dinastía Han Zhao. Sin embargo, la parte oriental del norte de China paso al control de un general rebelde de los Xiongnu-Han, de antepasados Jie, probablemente Sogdiano, llamando Shi Le. Liu Yao y Shi Le combatieron en un larga guerra que duró hasta el 329, cuando Liu Yao fue capturado durante la batalla y ejecutado. Chang’an cayó poco después, y la dinastía Xiongnu fue barrida. El norte de China permaneció en manos de la dinastía Zhao posterior durante los siguientes 20 años. Sin embargo, los Xiongnu siguieron activos en el norte, por al menos otro siglo. La rama tiefu ganó el control de la región de Mongolia Interior durante los 10 años que iban entre la conquista del estado de Dei, del clan Tuoba Xianbei, por el antiguo imperio Qin, en el 376, y su restauración en el 386 como los Wei septentrionales. Después del 386, los tiefu fueron destruidos gradualmente y sometidos a los Tuoba, con los aspirantes tiefu siendo conocidos como los Dugu. Liu Bobo, un príncipe superviviente de los tiefu, huyó al lado del Ordos, donde fundó un estado llamado Xia (llamado así a causa de los supuestos antepasados de la dinastía Xia por parte de los Xiongnu), y cambió su nombre de familia a Helian. El estado Helian-Xia fue conquistado por los Wei septentrionales durante el periodo 428-431, y de ahí en adelante los Xiongnu cesaron de forma efectiva de representar un papel significativo en la historia China, siendo asimilados dentro de las etnias Xianbei y Han. Los Xiongnu han sido a menudo relacionados con los hunos, que poblaron las fronteras de Europa, a partir de los escritos del historiador francés Joseph de Guignes en el siglo XVIII. Esta teoría sigue aún siendo una especulación, aunque es aceptada por varios académicos, incluyendo a varios chinos. Las pruebas de ADN de restos de hunos no han sido decisivas a la hora de determinar el origen de este pueblo.
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Es interesante mencionar que una lectura distinta del carácter Xiong puede ser encontrado en dialectos chinos que conservan pronunciaciones antiguas, tal como el cantonés. Esto podría dar credibilidad a la teoría de que los hunos fueron, de hecho, descendientes de los Xiongnu occidentales que emigraron hacia el oeste, o que los Hunos tomaron prestado el nombre de los Xiongnu occidentales, o que los Xiongnu fueron una parte de la confederación huna. Algunos historiadores están de acuerdo en que los hunos eran xiongnu oriundos del norte de Siberia, de raza mongoloide y lengua altaica. En una época difícil de determinar, descendieron hacia el sur abandonando la civilización del reno por la del caballo y cambiando el bosque por la estepa. Tampoco se han puesto de acuerdo los historiadores sobre el salvajismo y barbarie de los hunos. Para algunos, como Amiano Marcelino, eran salvajes antes de abalanzarse sobre el mundo civilizado, superaban en barbarie cuanto se pueda imaginar, vivían como animales y se alimentaban de carne cruda. Incluso  las gentes llegaron a creer que comían carne humana. «Preguntad a esos hombres de dónde vienen y dónde han nacido», dice el historiador romano. Y añade: «lo ignoran». Pero para otros, los hunos no eran tan salvajes, sino que limitan esa conocida imagen de hordas a caballo y de ciudades saqueadas a las épocas de guerra o de grandes migraciones. El retrato que hizo Prisco de Atila y su gente no se parece en nada al de Amiano Marcelino. La corte de Atila contó con intelectuales romanos y, para el propio caudillo, no hubo mayor deseo en el mundo que llegar a ser ciudadano de Roma y lucir insignias, cosa que nunca consiguió. Las descripciones de un historiador romano de origen godo, Jordanes, son sin embargo similares a las de Amiano Marcelino y no a las de Prisco. Parece que Jordanes utilizó a Marcelino como fuente directa, ya que él no vivió la invasión huna. La mayor parte del conocimiento que tenemos de los hunos nos ha llegado en los escritos de historiadores griegos y romanos, sobre todo, en las crónicas de Prisco de Panio, el embajador que el emperador Teodosio II envió a la corte de Atila, acompañando al embajador Maximino, donde vivió algún tiempo observando y escribiendo sobre las costumbres, los actos y hasta la vestimenta de los hunos del siglo V. Sabemos que el último emperador romano de Occidente, Rómulo Augusto, fue hijo de uno de los secretarios de Atila, el poeta romano Orestes. Hemos visto tribus nómadas vagando entre el Don y Mongolia, en las estepas del Asia Central. Los cronistas del siglo II a. C., vieron aparecer gentes con rasgos mongoles junto a la muralla china. Los chinos los denominaron Xiongnu y, aunque trataron de civilizarlos y enseñarles algo de su cultura, cayeron un día bajo su poder y sufrieron su crueldad y sus impulsos destructores. Diversos historiadores, entre ellos el inglés Edward Gibbon, los denominaron hunos.
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El empleo del hierro fue muy tardío en todas partes. Al menos, del hierro terrestre. En Egipto, sólo empiezan a explotarlo hacia el año 1400 a.C. Se ha encontrado un bloque, intacto, en una pirámide del año 1600 a.C. En Palestina no es trabajado hasta el 1200 a.C., aproximadamente. Esto se debió a que muchos meteoritos que cayeron sin duda durante el neolítico en diversas regiones del Globo, y que son mencionados por todas las tradiciones como lluvias de fuego. Contenían hierro en estado puro, lo cual hacía innecesaria su extracción de los minerales. En fecha tan tardía como el siglo XII de nuestra Era, Averroes refiere que se fabricaron espadas y sables excelentes con el hierro de un bloque caído del cielo, cerca de Córdoba. Y, según la leyenda, Atila, y mucho más tarde Timur Lenk (Tamerlán), debieron sus victorias a que sus armas habían sido  forjadas con un metal enviado por Dios. Desde la más remota antigüedad se habla de poderosos Señores, dueños de la Tierra, con respeto y temor.  Son voluntades Superiores que condicionan el curso de la historia conforme a enigmáticas finalidades, sólo por ellos conocidas.  Pueblos e individuos son señalados para cumplir destinos y así el devenir humano no es un ciego acontecer del azar sino un camino predeterminado. Gustavo Meyrinck, en su obra El dominico blanco, los define como un grupo de hombres que rigen los destinos humanos para evitar el caos y orientar a la sociedad hacia un plano de justicia accesible a todos. Este gobierno oculto se serviría de emisarios que actuarían en el seno de la sociedad humana, sirviendo ciegamente a los Desconocidos en el cumplimiento de sus objetivos.  Provistos de excepcionales poderes, los emisarios se ubican cerca de los grandes conductores y líderes, influenciando su voluntad o imponiendo directamente sobre su mente las directivas que se desean alcanzar.  Benjamín Disraeli, estadista inglés, y el mismo Lenin, lo dejaron entrever al afirmar que por encima de lo conocido, existían hombres enigmáticos que eran quienes verdaderamente imprimían las determinantes históricas. No obstante sus altruistas declaraciones, los Superiores superponen sus objetivos a cualquier consideración humanitaria, ya que el fin justificaría, según su filosofía, los medios, y si es necesario se echará mano de cualquier recurso para el cumplimiento de sus designios. Un personaje de la historia, para el juicio humano, puede haber sido nefasto, pero útil para ellos.  Entonces lo dimensionarán con un poder increíble, como tal vez hicieron con Atila.
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Los hunos, ¿fueron enviados por el reino de Agarttha? La obra póstuma de Saint-Yves d´Alveydre,  titulada Mission de l´Inde, que fue publicada en 1910, contiene la descripción de un centro iniciático misterioso designado bajo el nombre de Agarttha. Pero muchos lectores de dicho libro debieron suponer que eso no era más que un relato puramente imaginario, una suerte de ficción que no reposaba sobre nada real. En efecto, si se quiere tomar todo al pie de la letra, hay algunas inverosimilitudes que, al menos para aquellos que se atienen a las apariencias exteriores, podrían justificar una tal apreciación. Y sin duda Saint-Yves había tenido buenas razones para no hacer aparecer él mismo esta obra, escrita desde hacía bastante tiempo, y que verdaderamente no estaba puesta a punto. Por otra parte, hasta entonces, en Europa no se había hecho apenas mención del Agarttha y de su jefe, el Brahmâtmâ, más que por el escritor Louis Jacolliot. Se cree que éste había oído hablar realmente de estas cosas en el curso de su estancia en la India, pero que después las había arreglado de una  manera eminentemente fantasiosa. Pero, en 1924, se produjo un hecho inesperado: el libro titulado “Bestias, Hombres, Dioses”, en el que Ferdinand Ossendowski cuenta las peripecias de un viaje accidentado que hizo en 1920 y 1921 a través de Asia central, encierra, sobre todo en su última parte, relatos casi idénticos a los de Saint-Yves; y el ruido que se produjo alrededor de este libro proporciona una ocasión favorable para romper el silencio sobre esa cuestión del Agarttha, también conocida o denominada Agarthi, Agharta o Agarttha. Según la tradición oriental, es un reino constituido por numerosas galerías subterráneas que conectan con decenas de ciudades intraterrestres habitadas por seres de un altísimo nivel de conocimiento, que custodian y preservan la evolución planetaria. Diferentes culturas de todo el planeta, especialmente en Asia, han dejado importantes referencias acerca de este misterio. La situación geográfica de su capital, de nombre Shambala, se encontraría bajo el desierto de Gobi. Estas teorías son tan antiguas como la humanidad y en algunas leyendas se habla del reino subterráneo de Agartha, que se encuentra bajo los montes del Tibet.  Se ha dicho en muchas ocasiones que los tan discutidos ovnis no proceden del espacio, sino que tienen sus bases en el interior de la Tierra, que abandonan saliendo precisamente por las dos aberturas que existen en ambos Polos.
Ahí vive la raza superior, la misma que un día subirá a aniquilarnos“. Esta teoría, defendida hace dos siglos por el inglés Bulwer Lytton, sería aceptada por los filósofos del nazismo, quienes se mostrarían convencidos de la existencia de un sol interior. Este sol iluminaría a una tierra hueca cuyos habitantes serían de raza aria y odiarían a muerte a los que vivimos en la superficie del planeta. El mito de este mundo secreto en las profundidades de la tierra nos conduce hasta a la religión Brahamánica. En el libro “El rey del Mundo” (1927), el esotérico francés René Guénon enumera gran cantidad de tradiciones antiguas que hablan de una tierra santa localizada en lugares legendarios, como la Atlántida, el Reino del Preste Juan o el propio Castillo de Camelot entre otros. Louis Jaccolliot, Alexandre Saint-Yves d”Alveydre y Ferdinand Ossendowski fueron los primeros en difundir la descripción de Agartha. La teosofa Helena Blavatsky mantiene la opinión y creencia de que el reino de Agartha fue fundada por semi-dioses provenientes del planeta Venus. Las doctrinas esotéricas mas fantasiosas retrasan su fundación hasta hace unos quince millones de años. La idea de mundos subterráneos se pudo haber inspirado en creencias religiosas antiguas como el Hades, el Sheol y el infierno. La palabra Agharta es de origen budista. Se refiere al Mundo o Imperio Subterráneo, en cuya existencia creen los budistas. Ellos también creen que este Mundo Subterráneo tiene millones de habitantes y muchas ciudades, con Shamballah como su capital. Allí vive el Gobernante Supremo del Imperio, conocido en oriente como el Rey del Mundo. Se cree que el Dalai Lama del Tíbet es su representante en la superficie. Transmite sus mensajes utilizando algunos túneles secretos que conectan el mundo subterráneo con el Tíbet. Brasil, en el oeste, y Tíbet, en el este, parecen ser las dos partes del mundo donde se accede con mayor facilidad a este Mundo Subterráneo. El famoso artista, filósofo y explorador ruso Nicholas Roerich, que viajó por Asia central, sostenía que Lhasa, la capital del Tíbet, estaba conectada mediante un túnel con la ciudad de Shamballah, capital del imperio subterráneo de Agharta. La entrada al túnel estaba vigilada por lamas, a los que el Dalai Lama había hecho jurar secreto sobre su ubicación. Se creía que había un túnel similar que conectaba la base de la pirámide de Gizeh con el Mundo Subterráneo, por el que se supone que se podía establecer contacto con los “dioses” del mundo subterráneo.
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Las diferentes estatuas gigantes de los primeros dioses y reyes egipcios, así como las de Buda, hallados en todo Oriente, representan los “dioses” subterráneos que vinieron a la superficie para ayudar a la raza humana. Eran emisarios de Agharta, el paraíso subterráneo al que todos los budistas desean llegar. La tradición budista dice que la primera colonización de Agharta se produjo hace muchos miles de años, cuando un hombre santo condujo bajo tierra a una tribu que desapareció. Se supone que los gitanos provienen de Agharta, lo cual explicaría sus permanentes traslados. ¿Para encontrar el hogar perdido? Esto nos recuerda a Noé, que se supone residía en la Atlántida y que se salvó del diluvio que sumergió a la mítica isla. Se cree que él llevó a su grupo a las altas planicies del Brasil, donde se establecieron en ciudades subterráneas, conectadas con la superficie por medio de túneles, para poder escapar de los residuos radioactivos producto de una supuesta guerra nuclear que se cree iniciaron los atlantes. Se supone que esta civilización subterránea tiene muchos miles de años (se cree que la Atlántida se hundió hace unos 11.500 años) y se afirma que son capaces de manejar fuerzas que nosotros ignoramos, como demuestran sus naves volantes operando con una fuente de energía desconocida. Ossendowski sostiene que el Imperio de Agharta consiste en una red de ciudades subterráneas, conectadas entre sí por túneles, por los que pasan vehículos a tremendas velocidades, tanto debajo de la tierra como del océano. Estos pueblos viven bajo el reinado de un gobierno mundial, encabezado por el Rey del Mundo. Representan a los descendientes del continente perdidos de Mu (Lemuria) y la Atlántida, además de los de Hiperborea.  Las versiones positivas afirman que en distintas épocas los “dioses” de Agharta vinieron a la superficie para enseñar a los seres humanos y salvarlos de las guerras, las catástrofes y la destrucción. De todos modos hay varios datos que parecen apuntar a algunas intervenciones menos pacíficas. En la épica hindú, el Ramayana, describe a Rama como un emisario de Agharta, que vino en un vehículo aéreo. Osiris fue otro dios subterráneo.
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Según Donnelly, en su libro “Atlantis: el mundo antediluviano”, los “dioses” de los antiguos eran los gobernantes de la Atlántida y miembros de una raza de semidioses que gobernaba la humanidad. Antes de la destrucción de su continente, que ya habían previsto, viajaron en sus naves volantes al Mundo Subterráneo, a través de la abertura polar, donde aún viven. “El imperio de Agharta“, escribió Ossendowski en su libro “Bestias, Hombres, Dioses”, “se extiende por túneles subterráneos a todas partes del mundo“. En ese libro habla de la vasta red de túneles construida por una raza prehistórica de la más remota antigüedad, que pasa debajo de océanos y continentes, y por los que viajaban vehículos veloces. El imperio del que habla Ossendowski y que aprendió de los lamas del Lejano Oriente durante sus viajes en Mongolia, consiste en ciudades subterráneas bajo la corteza terrestre. Debemos diferenciar éstas de las que están situadas en el supuesto centro hueco de la tierra. Por lo tanto, existen dos mundos subterráneos, uno más superficial y otro en el centro de la tierra. El escritor O.C. Huguenin, en su libro sobre OVNIS y el mundo subterráneo, cree que existen muchas ciudades subterráneas en diferentes profundidades, entre la corteza terrestre y el interior hueco. Con respecto a los habitantes de estas ciudades, escribe lo siguiente: “Esta otra humanidad tiene un alto grado de civilización, organización económica y social y progreso cultural y científico. En comparación, la de la superficie terrestre es una raza de bárbaros“. En su libro, Huguenin muestra también un diagrama del interior de la tierra, en el que se observan varías ciudades subterráneas en diferentes niveles de profundidad, conectadas entre sí por túneles. Las describe dentro de inmensas cavidades en la tierra. ¿De dónde obtuvo su información? Dice que la ciudad de Shamballah, la capital del imperio subterráneo, está en el centro de la tierra en vez de encontrarse cerca de la corteza sólida. Sobre este mundo subterráneo escribió lo siguiente: “Todas las cavernas subterráneas de América están habitadas por gente antigua que desapareció del mundo. Estos pueblos y las regiones subterráneas donde viven están bajo la misma autoridad suprema del Rey del Mundo. Tanto el océano Atlántico como el Pacífico, una vez fueron el hogar de los vastos continentes que luego se sumergieron; y sus habitantes hallaron refugio en el Mundo Subterráneo. Las profundas cavernas están iluminadas por una luz resplandeciente que permite el crecimiento de cereales y otros vegetales y les brinda una larga vida, libre de enfermedades. En este mundo, existe una gran población y muchas tribus“.
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En su libro “The Coming Race”, Bulwer Lytton describe una civilización mucho más avanzada que la nuestra, que existe dentro de grandes cavidades en el interior de la Tierra, conectada con la superficie mediante largos túneles. Estas inmensas cavidades están iluminadas por una misteriosa luz que no requiere de lámparas. Esta luz mantenía la vida vegetal y permitía a los habitantes subterráneos cultivar sus propios alimentos. Los habitantes que Lytton describe eran vegetarianos y disponían de aparatos que les permitían volar en vez de caminar. Estaban libres de enfermedades y tenían una organización social perfecta, en la que cada uno recibía lo que necesitaba, sin la explotación de unos por otros. No se ha dejado de acusar a Ossendowski de haber plagiado a Saint-Yves. Primero, hay lo que podría parecer más inverosímil en Saint-Yves mismo, tal como la afirmación de la existencia de un mundo subterráneo que extiende sus ramificaciones por todas partes, bajo los continentes e incluso bajo los océanos, y por el cual se establecen comunicaciones invisibles entre todas las regiones de la tierra. Por lo demás, Ossendowski, que no toma en cuenta esta afirmación, declara incluso que no sabe qué pensar de ella, aunque la atribuye a diversos personajes que él mismo ha encontrado en el curso de su viaje. Hay también, sobre puntos más particulares, el pasaje donde el «Rey del Mundo» es representado ante la tumba de su predecesor, el pasaje donde se trata del origen de los Bohemios, que habrían vivido antaño en el Agarttha, como muchos otros todavía. La existencia de pueblos «en tribulación», de los que los Bohemios son uno de los ejemplos más sobresalientes, es realmente algo muy misterioso y que requeriría ser examinado con atención. Saint-Yves dice que hay momentos, durante la celebración subterránea de los «Misterios cósmicos», donde los viajeros que se encuentran en el desierto se detienen, donde los animales mismos permanecen silenciosos; El Dr. Arturo Reghini dice que esto podría tener alguna relación con el timor panicusde los antiguos.
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Ossendowski asegura que él mismo ha asistido a uno de esos momentos de recogimiento general. Hay sobre todo, como coincidencia extraña, la historia de una isla, hoy en día desaparecida, donde vivían hombres y animales extraordinarios. Saint-Yves cita el resumen del periplo de Jámbulo, por Diodoro de Sículo o de Sicilia, mientras que  Ossendowski habla del viaje de un antiguo budista del Nepal. Y, no obstante, sus descripciones se diferencian muy poco. Si verdaderamente existen de esta historia dos versiones que provienen de fuentes tan alejadas la una de la otra, podría ser interesante recuperarlas y compararlas. Independientemente de los testimonios que Ossendowski nos ha indicado, se sabe, por fuentes muy diferentes, que los relatos de este género son algo corriente en Mongolia y en toda el Asia central; y existe algo parecido en las tradiciones de casi todos los pueblos. Por otra parte, si Ossendowski hubiera copiado en parte laMission de l´Inde, no vemos muy bien por qué habría omitido adrede algunos pasajes, ni por qué habría cambiado la forma de algunas palabras, escribiendo por ejemplo Agharti en lugar deAgarttha, lo que se explica al contrario muy bien si ha recibido de fuente mongola las informaciones que Saint-Yves había obtenido de fuente hindú, ya que éste estuvo en relaciones con dos hindúes al menos. Los adversarios de Ossendowski han querido explicar el mismo hecho pretendiendo que había tenido en sus manos una traducción rusa de la Mission de l´Inde, traducción cuya existencia es más que problemática, puesto que los herederos mismos de Saint-Yves la ignoran enteramente. Se ha reprochado también a Ossendowski escribir Om mientras que Saint-Yves escribe Aum. Ahora bien, si Aum es la representación del monosílabo sagrado descompuesto en sus elementos constitutivos, no obstante es Om el que es la transcripción correcta y el que corresponde a la pronunciación real, tal como existe tanto en la India como en el Tíbet y en Mongolia.
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Tampoco comprendemos por qué habría empleado, para designar al jefe de la jerarquía iniciática, el título de «Rey del Mundo», título que no figura en ninguna parte en Saint-Yves. Aunque se debieran admitir algunos plagios, por eso no sería menos cierto que  Ossendowski dice a veces cosas que no tienen su equivalente en la Mission de l´Inde, y que son las que no ha podido inventar de ninguna manera.  Tal es, por ejemplo, la historia de una «piedra negra» enviada antaño por el «Rey del Mundo» al Daläi-Lama, transportada después a Ourga, en Mongolia, y que desapareció unos cien años antes de que René Guénon escribiese el Rey del Mundo. Ossendowski, que no sabía que se trataba de un aerolito, buscaba explicar ciertos fenómenos, como la aparición de caracteres en su superficie, suponiendo que era una suerte de pizarra. Ahora bien, en numerosas tradiciones, las «piedras negras» desempeñan un papel importante, desde la que era el símbolo de Cybeles hasta la que está engastada en la Kaabah de la Meca. Habría que hacer también una aproximación curiosa con el lapsit exillis, piedra caída del cielo y sobre la cual aparecían inscripciones igualmente en ciertas circunstancias, y que es identificada con el Grial en la versión de Wolfram d’Eschenbach. Lo que lo hace todavía más singular, es que, según esa misma versión, el Grial fue finalmente transportado al «Reino del Prestejuan», que algunos han querido asimilar precisamente a Mongolia, aunque, por lo demás, ninguna localización geográfica pueda ser aceptada literalmente. He aquí otro ejemplo: el Bogdo-Khan o «Buddha vivo», que reside en Ourga, conserva, entre otras cosas preciosas, el anillo de Gengis-Khan, sobre el cual hay grabado un swastika, y una placa de cobre que lleva el sello del «Rey del Mundo». Parece que Ossendowski no vio más que el primero de esos dos objetos, pero le habría sido bastante difícil imaginar la existencia del segundo.  Si se cita a Ossendowski e incluso a Saint-Yves, es únicamente porque lo que han dicho puede servir de punto de partida a  diversas consideraciones.  Saint-Yves no considera al jefe supremo del Agarttha como «Rey del Mundo», sino que  le presenta como «Soberano Pontífice», y, además, le pone a la cabeza de una «Iglesia brâhmanica», designación que procede de una concepción occidentalizada.
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De hecho, esa denominación de «Iglesia brâhmanica» no ha sido empleada nunca en la India, más que por la secta heterodoxa y completamente moderna del Brahma-Samâj, nacida a comienzos del siglo XIX bajo influencias europeas y especialmente protestantes, dividida pronto en múltiples ramas rivales, y hoy día casi completamente extinguida.  Es curioso notar que uno de los fundadores de esa secta fue el abuelo del poeta Rabindranath Tagore. Lo que dice Saint-Yves completa, a este respecto, lo que dice por su lado M. Ossendowski. Parece que cada uno de ellos no haya visto más que el aspecto que respondía más directamente a sus tendencias y a sus preocupaciones dominantes, ya que, en verdad, aquí se trata de un doble poder, a la vez sacerdotal y real. En la Edad Media había una expresión en la que los dos aspectos complementarios de la autoridad se encontraban reunidos de una manera que es muy digna de observación: en aquella época, se hablaba frecuentemente de una región misteriosa a la que se llamaba el «Reino del Prestejuan». Concretamente, se trata del «Prestejuan», hacia la época de San Luis, en los viajes de Carpin y de Rubruquis. Lo que complica las cosas, es que, según algunos, habría habido hasta cuatro personajes llevando este título: en el Tíbet (o en el Pamir), en Mongolia, en la India, y en Etiopía. Pero es probable que en eso no se trate más que de diferentes representantes de un mismo poder. Se dice también que Gengis-Khan quiso atacar al reino del Prestejuan, pero que éste le repelió lanzando un rayo contra sus ejércitos. En fin, después de la época de las invasiones musulmanas, el Prestejuan habría dejado de manifestarse, y sería representado exteriormente por el Dalaï-Lama. Era el tiempo donde lo que se podría designar como la «cobertura exterior» del centro en cuestión se encontraba formada, en una buena parte, por los Nestorianos y los Sabeos. Se han encontrado en el Asia central, y particularmente en la región del Turkestan, cruces nestorianas que son exactamente semejantes como forma a las cruces de caballería, y de las que, algunas, además, llevan en su centro la figura de la swastika.
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Alrededor del año 400, China era uno de los polos del mundo antiguo. La dinastía de los Han, que gobernó China desde el siglo II a. C. hasta el III d.C., había unificado el Imperio y había logrado un esplendor que desbordaba las fronteras de Asia. Todos los países han empleado una mano firme que reuniese los grupos, etnias o tribus que se disputaban el poder desde su llegada al territorio. Así sucedió con los francos hasta Clodoveo, con los «reinos de las Españas» hasta los Reyes Católicos, con la misma Italia hasta el siglo XIX y así fue también en China hasta 221 a. C., en que el rey de Tsin terminó con las luchas por el control del país que mantenían los príncipes feudales desde 403 a. C. Lo unificó y se hizo llamar Tsin Huangdi, o Chi Huang ti, que algunos han traducido por el primer emperador. Dos de las tribus nómadas que recorrían las tierras desérticas entre el Don y Mongolia aparecieron un día junto a las fronteras de China. Tsin Huangdi se mostró dispuesto a impedir que las luchas intestinas retornasen durante su reinado y se aseguró de ello destruyendo todas las fortalezas de los príncipes locales y reprimiendo brutalmente las guerras feudales. En 215 a. C., como observase con preocupación la marcha de los nómadas que, partiendo del norte, se iban acercando al sur y al oeste, inició la construcción de una fortificación que defendiese para siempre a China de posibles invasores: la Gran Muralla. Ante ella se situaron amenazadores los Xiongnu, pero no les fue fácil franquearla. Los chinos supieron defenderse hasta el punto de que un gran número de xiongnu aceptó un tratado de amistad con China, con lo que consiguieron atravesar la Gran Muralla como amigos o, al menos, como inmigrantes. Una vez en su interior, los chinos intentaron civilizarlos e interesarlos por su cultura, pero no tuvieron éxito, porque la amistad entre ambos pueblos no fue duradera, dado que la mayor parte de los xiongnu quedaron fuera de las fronteras, insistiendo en su actitud hostil, por lo que China hubo de recurrir a expediciones militares que los empujaron al norte. Instalaron una guarnición de 60.000 soldados en la Gran Muralla y crearon plazas fuertes en torno a Mongolia. La Gran Muralla china se empezó a construir bajo el reinado del primer emperador, en el año 215 a. C., para defenderse de las invasiones xiongnu, los predecesores de los hunos o, como algunos autores apuntan, los propios hunos.
Al sur de las estepas del Asia Central dominadas por las hordas de nómadas pastores y saqueadores, pasaba una ruta por la cuenca desértica del río Tarim, en el Turkestán chino, donde había oasis a ambos lados del río para descanso de las caravanas. Era la Ruta de la Seda, por donde los mercaderes chinos y los intermediarios persas trasladaban fardos de tesoros orientales hacia Occidente. También los misioneros indios seguían esa misma ruta para predicar el budismo en China. Por eso, por ser cruces de caminos comerciales y religiosos, confluían en ellos corrientes culturales persas y griegas, que se mezclaban con influencias chinas e indias. Y es que por la Ruta de la Seda no solamente viajaban comerciantes y mercancías, sino también ideas. La Ruta de la Seda se convirtió en ruta comercial en el siglo 3 a.C. y persistió hasta el siglo 16 d.C., siendo uno de los logros más significativos en la historia de la civilización mundial. Las rutas de las caravanas cruzaban Europa y Asia, hasta llegar a China, y en épocas antiguas sirvió como medio importante en las relaciones comerciales y en los intercambios culturales entre el Oriente y Occidente. La legendaria Ruta de la Seda fue durante muchos siglos la principal conexión comercial ante Asia y Europa. Entre Constantinopla (actual Estambul) y la ciudad china de Chang’an (hoy Xi’an) su recorrido cubría ocho mil kilómetros, pasando por cordilleras, desiertos y elevadas mesetas. No hay que imaginarla, sin embargo, como un camino único y lineal. De hecho, nadie la recorrió entera antes del siglo XIII, cuando el establecimiento del imperio mongol de Gengis Khan hizo posible el viaje, entre otros, de Marco Polo. La ruta constituía más bien una suma de etapas cortas entre los múltiples enclaves comerciales que la jalonaban. La seda fue sin duda el «producto estrella» desde que, en el siglo I a.C., los chinos comenzaran a utilizarla para sus intercambios con pueblos próximos. Por ejemplo, con el valle de Ferghana (en el actual Uzbekistán), donde crecían afamados caballos. Los romanos la descubrieron al conquistar Partia en el siglo I a.C., y quedaron encandilados de inmediato.  La Ruta de la Seda corre del este al oeste de Asia como un largo collar, enhebrando ciudades que brillan por su historia o su belleza natural. En Xian comienza la Ruta de la Seda. Xian fue un gran centro comercial del mundo antiguo. En esta ciudad china, llamada la capital de la seda, se pueden ver monumentos históricos, como el Mausoleo del Primer Emperador Qin, con su ejército de guerreros de terracota, así como la mezquita.
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Lanzhou, llamada “ciudad dorada”, fue fundada a orillas del río Amarillo, en China. Además de su importancia en el comercio del oro, fue un centro de desarrollo del budismo y el taoísmo, que desde aquí se extendieron a todo el mundo. También se distingue Dunhuang, en donde se encuentran las mayores dunas de toda China. Las Grutas de Mogao, donde se instalaron los primeros monjes budistas. Kashgar, entre las montañas de Tian Shan y el desierto de Taklamakan, es un oasis que unía a varias ramificaciones de la Ruta de la Seda. Ciudad musulmana, cuenta con la mezquita más grande de China y monumentos y bazares centenarios. Jiayuguan, con su pintoresco fuerte, es el punto final de la Gran Muralla China.  Samarcanda, que fue declarada Patrimonio histórico de la humanidad, tiene más de 2.500 años. Situada en Uzbekistán, fue la antigua capital del país de Sogdiana, que era la lengua franca usada para el comercio en la Ruta de la Seda y muy rica en restos arqueológicos. Taskent, antiguo centro económico, hoy es la capital de Uzbekistán. La ciudad uzbeka de Bukhara, rica en tesoros históricos, fue un centro capital del Imperio Persa y de la cultura del Islam. Conserva cientos de monumentos de su época dorada durante el Imperio de Tamerlán.  Si viajamos a  Uzbekistán, debemos conocer la ciudad de Khiva, ejemplo de arquitectura musulmana de Asia Central. Es remarcable el barrio amurallado de Itchan-Kala, Patrimonio de la Humanidad de la Unesco desde 1990. Ashgabad, la capital actual de Turkmenistán, en un antiguo mapa de la Ruta de la Seda la encontramos nombrada como Konjikala, y luego como Nisa. Se encuentra en un oasis del desierto de Karakum, o “desierto negro”. De la antigua ciudad de Merv sólo quedan ruinas, cuando en el siglo XII fue la más poblada del mundo. Su trazado en la Turkmenistán actual tiene interesantes estatuas de Buda. Teherán, capital de Irán, hoy es una bonita y vital ciudad de quince millones de habitantes que vale la pena conocer. Mosul, ubicada en Irak, fue una de las capitales económicas y políticas de la Ruta de la Seda. Lugar de reunión e intercambio comercial de árabes, cristianos y kurdos, en la región se encuentran monasterios, bazares y mezquitas que recuerdan mucho la época dorada. Ankara, ubicada en la meseta de Anatolia, es la actual capital de Turquía. Cerca de la ciudad, se puede visitar la región de Capadocia, una formación geológica única en el mundo. Estambul,  punto de llegada de la Ruta de la Seda, esta ciudad turca es una de las grandes capitales históricas del mundo. Antiguamente se llamó Constantinopla, y después, Bizancio. Es el puente que une a Europa con Asia. Ciudad esplendorosa y muy rica en monumentos históricos, con una gran vida cultural, social y turística.
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En el año 210 a. C., aquel primer emperador de China unificada, que inició la construcción de la Gran Muralla, murió, y con él terminó una dinastía, los Tsin. Su muerte supuso la vuelta a las reyertas entre señores feudales que mantuvieron una larga guerra civil de ocho años, tras la cual se inició una nueva era para China, porque un campesino que fuera oficial en tiempos de los Tsin, llamado Liu Bang, se hizo con el poder y tomó de nuevo el título de emperador, dando principio a una de las dinastías más prósperas, brillantes y duraderas, los Han. En la China de los Han florecieron grandes rutas de comercio intercontinental, sobre todo, la Ruta de la Seda que conoció Marco Polo y que atravesaba las tierras de Asia Central para comunicar China y la India con el Imperio romano. Fueron los mayoristas persas quienes intermediaron en las transacciones comerciales entre Oriente y Occidente. La Ruta de la Seda debe su nombre a las lujosas sedas chinas que los mercaderes persas vendían a los romanos ricos. Roma apreció siempre las riquezas y los lujos orientales y le dio el auge que tuvo durante siglos. Sin embargo, el pasillo comercial y cultural que unió durante siglos Oriente con Occidente se quebró un día debido a los ataques de los nómadas de las estepas. Un antiguo caravasar reconstruido en la Ruta de la Seda. Los caravasares fueron los precursores de nuestros modernos moteles. Alojamientos para los viajeros junto con sus caravanas y sus camellos. La Ruta de la Seda se iniciaba en la capital de la China de los Han, Chang’an, y continuaba al oeste del río Amarillo, bifurcándose en ramales al norte y al sur. Desde Kashgar, en la zona más occidental de China, cruzaba Asia Central dirigiéndose a Afganistán, Persia y Europa. Los chinos organizaron rutas comerciales que llegaron al Mediterráneo, principalmente, la ruta de la seda. Tras los ataques de los hunos, fue preciso restaurarla. La leyenda señala a la emperatriz Leizu como descubridora del arte de obtener y tejer la seda. En el siglo I, el general Pan Chao, perteneciente al poderoso Imperio de los Han, empleó más de 20 años en someter a toda el Asia Central e imponer la paz china en la Ruta de la Seda. Pan Chao destruyó la confederación de los Xiongnu, que se dividieron en tres grupos: los Xiongnu septentrionales, en el alto Orjon, los Xiongnu meridionales, junto al río Amarillo, y los Xiongnu occidentales, en las estepas del mar de Aral.
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Fueron también los Han los que consiguieron apaciguar a los Xiongnu orientales, acogiéndolos como inmigrantes en el año 195, pero ya dijimos que no todos los Xiongnu aceptaron el acuerdo con los chinos, sino únicamente un pequeño grupo. La mayoría se mantuvo a la espera de mejor ocasión para atacar e invadir, estableciéndose en el desierto de Gobi, al norte de la Muralla. En cuanto a los Xiongnu occidentales, decidieron emprender el camino hacia el Oeste, donde no había grandes murallas que salvar y se mezclaron con los alanos, produciendo una marea invasora que se dirigió al mar Negro, donde tropezaron con los escitas, instalados allí desde siglos atrás, al igual que los sármatas. Los escitas repelieron a los xiongnu lanzándolos contra las ciudades griegas del mar Negro y empujaron a los cimbrios y los teutones hacia el Oeste. Allí, junto al mar Negro, Tanais y Panticapea perecieron víctimas de la ferocidad de los xiongnu. Pero volvamos a los xiongnu orientales, el grueso de los cuales dejamos junto a la Gran Muralla china, como una amenaza constante, en espera del momento oportuno para entrar por la fuerza. Ese momento llegó cuando el poder de los chinos se debilitó, como siempre ha sucedido en la Historia, debido a la corrupción y a la relajación de la atención, más dedicada al poder y a la riqueza que a vigilar las fronteras. Los griegos escribieron sobre los escitas y se interesaron por su cultura. Hicieron de ellos mitad realidad y mitad mito. Los escitas vencieron hace siglos a los temibles hunos. En la Antigüedad Clásica, Escitia era la región euroasiática habitada por los pueblos escitas desde el siglo VIII a.C. hasta el II d.C.. Su extensión varió a lo largo del tiempo, pero en general comprendía las llanuras de la Estepa póntica desde el Danubio hasta las costas septentrionales del Mar Negro, tal como se lo indica en el mapa. Las regiones conocidas como Escitia en los autores clásicos incluyen: La Estepa póntica: Kazajistán, sur de Rusia y Ucrania (habitadas por escitas desde al menos el siglo VIII a.C.);  La región al norte del Caúcaso, incluida Azerbaiján. La posterior Sarmacia, Ucrania, Bielorrusia y Polonia hasta el mar Báltico (antiguamente conocido como Océano Sarmático); La zona del sur de Ucrania y el Bajo Danubio, también llamada Escitia Menor. La región del Sakastán, habitada por los Sakas o Indo escitas, no suele ser considerada parte de Escitia.
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Escitas era el nombre dado en la Antigüedad a los miembros de un pueblo, o grupo de pueblos, de origen iranio, caracterizados por una cultura basada en el pastoreo nómada y la cría de caballos de monta. Durante la Antigüedad Clásica, los escitas dominaron la Estepa póntica, la cual recibió el nombre de Escitia. En la Antigüedad tardía fueron sometidos por los sármatas, un pueblo culturalmente afín que terminó suplantándolos como amos de las estepas. La mayor parte de lo que se conoce sobre los escitas procede de fuentes extranjeras, concretamente griegas y latinas. Las principales de ellas son el libro IV de la Historia de Heródoto (440 a. C.), la Geografía de Estrabón y el poema de Ovidio, Epístola desde el Ponto, que describe principalmente la Escitia Menor, ambos de la misma época. La arqueología ha descubierto testimonios de la cultura escita en los montículos funerarios de Ucrania y el sur de Rusia. La denominación “escita” también ha sido usada para referirse a otros pueblos de costumbres similares o que ocuparon las regiones de Rusia, Ucrania y Asia Central, conocidas durante largo tiempo como Escitia. Se sabe que tuvieron sus antecedentes desde el año 2000 a. C., pero su primera aparición en la historia es una alianza con los asirios en el siglo VII a. C. Siglos más adelante colaboraron con los medos —tribu irania emparentada con los persas— para desmembrar al Imperio asirio. Con sus correrías por las llanuras al norte del mar Negro, estos guerreros seminómadas impresionaron a los antiguos griegos por su habilidad como jinetes y arqueros, sus costumbres y riquezas. Ágiles jinetes y diestros arqueros, tan feroces como valientes, los escitas bebían en los cráneos de sus enemigos y daban muerte a los servidores de sus caudillos para que los acompañaran en el Más Allá. Victoriosos sobre el Imperio persa, en las tumbas de sus reyes el brillo del oro atestigua su pasión por la belleza y el lujo. Los escitas fueron un temible pueblo nómada de lengua irania y probable origen en las estepas de Asia -entre el mar de Aral y el lago Baikal-, que se asentó en lo que hoy es el sur de la Federación Rusa y Ucrania. Durante aproximadamente un milenio fueron protagonistas de la historia antigua de Oriente Próximo, llegando a invadir Egipto a finales del siglo VII a.C. -tal vez en su momento de máximo poder- y siendo mencionados en el recuento de pueblos del Génesis. En el 330 a.C. los escitas fueron vencidos por Alejandro Magno y desaparecieron de la historia de forma enigmática.
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Uno de los mitos sobre el origen de los escitas refiere que eran descendientes de Escita, hijo de Hércules y de un monstruo, mitad mujer mitad serpiente, que habitaba cerca del mar Negro. Las costumbres sanguinarias de los escitas reales, la élite guerrera de este pueblo, aterrorizaban a sus enemigos y su barbarie se hizo proverbial en Grecia y Oriente. Los nómadas escitas eran jinetes invencibles y diestros arqueros que se adornaban con pieles y cabezas humanas como trofeos. Con la piel de la mano derecha cubrían el carcaj y destinaban la del tronco a confeccionar estandartes. A su dieta, pobre y monótona, y a su modo de vida sedentario (siempre marchaban a caballo o en carro) se atribuyen la impotencia y la esterilidad proverbiales entre los hombres escitas. Tras tener contacto con los difuntos, se sometían a un ritual que incluía una sauna en la que se embriagaban con el humo producido por granos de cánnabis. Tras las guerras con Persia en el siglo VI a.C., los escitas tuvieron un reino estable al norte del mar Negro entre los siglos V y IV a.C., con una potente dinastía real fundada por Ariapites. Y sus contactos con las ciudades griegas se hicieron más fluidos. El poderío de los reyes fue creciendo hasta que chocaron con otra potencia emergente, la Macedonia de Filipo II, padre de Alejandro Magno. Aunque los escitas fueron derrotados en el año 339 a.C., muriendo en combate su rey Ateas, los macedonios no consiguieron someterlos totalmente. Sin embargo, no mucho después de la muerte de Alejandro, en torno al 300 a.C., el reino escita desapareció súbitamente sin dejar rastro. No volvieron a la historia hasta que, a comienzos del siglo XX, los arqueólogos rusos excavaron los kurganes y confirmaron las noticias de Heródoto. Acostumbrados a una vida dedicada a proteger sus ganados y apoderarse de los ajenos, los escitas fueron un pueblo sumamente belicoso. Lamentablemente no se conservan datos concretos y detallados sobre sus tácticas de batallas, pero, a juzgar por las acciones de pueblos con mucho en común, sus enfrentamientos se iniciaban con seguridad con una mortífera lluvia de flechas a gran distancia, seguidos de ataques y retiradas fingidas para atraer al enemigo a posiciones vulnerables. Una vez terminadas las flechas, los infantes se acercaban al enemigo a una distancia prudencial y atacaban con una descarga de venablos y jabalinas antes de acometer el cuerpo a cuerpo. Los nobles con armaduras, sobre los caballos más grandes, dominaban esa fase del combate.
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Frente a oponentes poderosos, los escitas se retiraban a la estepa, hostigando a los invasores y escogiendo el mejor momento para el contraataque (guerra de guerrillas). Emplearon estas tácticas contra la monarquía persa aquemenida de Darío I cuando invadió Escitia en el año 512 a.C. Se retiraron ante el avance de las tropas persas, para luego regresar, de improviso para acosarlos y volver a desaparecer, repitiendo esta maniobra hasta agotar al ejército persa, que nunca encontraba un frente de batalla. Día y noche la línea de suministros de los persas era acosada y su caballería  era derrotada. Lo único que salvo a Darío fue su infantería, armada principalmente con arcos compuestos, y sus mulas y burros, que, desconcertaban a los caballos escitas por sus ruidos y aspecto extraño para ellos. Al final, Darío tuvo que iniciar una vergonzosa retirada, para que su ejército no muriera de hambre. Volviendo a la China, el año 220 fue el de la caída de los Han y supuso el inicio de la división e incluso de la anarquía, porque China volvió a dividirse, formando la China de los Tres Reinos, es decir, tres estados rivales. Una división y un debilitamiento que los xiongnu supieron aprovechar oportunamente para abalanzarse sobre el Imperio, que, sumido en luchas intestinas, había dejado de mirar hacia su frontera septentrional olvidando la amenaza de los bárbaros. Y no solamente dejaron de mirar hacia la frontera, sino que dejaron sin concluir la Gran Muralla, olvidando resquicios por los que los xiongnu consiguieron entrar e incluso saquear la capital Lo-Yang en el año 311, durante la dinastía Tzin.  La decadencia de China llegó cuando olvidaron finalizar la Gran Muralla y dejaron resquicios por los que entraron los xiongnu a invadir el Imperio. Igual que Roma se derrumbó cuando Alarico logró saquear la capital al frente del tropel de godos, China se vino abajo cuando los xiongnu violentaron la capital. Ya en el año 308, un xiongnu se proclamó emperador en el norte de China, abriendo la puerta a los demás invasores. Naturalmente, una vez que se desmoronó aquella potencia china creada por los Han y capaz de mantener la paz y el orden en Asia Central, los xiongnu occidentales, a los que los historiadores llamaron hunos, se abrieron camino y reanudaron su avance hacia el sur y el oeste, cruzando Rusia meridional, dominando a los alamanes y empujando a los godos que, asentados al norte del Danubio, entraron en el Imperio romano produciendo su descalabro.
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En el 311, las huestes del autoproclamado emperador xiongnu se apoderaron de la capital Lo-Yang y la dinastía de los Tzin tuvo que abandonar el norte de China refugiándose en Nankin, que fue capital de lo que quedó del Imperio desde 318 hasta 589, igual que el emperador romano de Occidente tuvo que refugiarse en Rávena y abandonar Roma a los godos, convirtiendo a Rávena en la capital de lo que quedó del Imperio romano. China fue, definitivamente, la precursora de Roma en lo que atañe a desastres y pérdidas. Todas las provincias chinas continentales quedaron sometidas a los xiongnu y solo las del sur, que vivían del mar y cuya influencia urbana y comercial alcanzaba desde el Yang-Tse hasta los confines de China, pudieron escapar al dominio bárbaro. Las partes norte y oeste del país, subyugadas por los bárbaros, sufrieron la misma decadencia que experimentaría más tarde Europa, despoblada, saqueada y destruida y degollados sus habitantes, aunque continuó viviendo bajo el régimen de las antiguas instituciones chinas, lo que sirvió a los invasores para utilizar en propio beneficio los servicios forzosos y los gravámenes arbitrarios, aumentando el hambre provocada por las invasiones, paralizando las relaciones mercantiles y hundiendo el país en la miseria y la anarquía. La trayectoria del Imperio chino pareció marcar la del Imperio romano. En ambos casos se dio el acoso de los bárbaros, la decadencia interna, la invasión y la división en dos zonas geográficas, oriental y occidental. Y como también sucedió con el Imperio romano de Oriente y de Occidente, el norte y el oeste de China se hundieron bajo la corrupción de las costumbres cortesanas, los abusos de los terratenientes y el vicio mundano de los monjes, evolucionando hacia un régimen agrario dominado por la nobleza latifundista y los monasterios. Sin embargo, en el sur, donde los Tzin mantuvieron el dominio de su dinastía, hubo una evolución política y social gracias a la actividad económica de las ciudades costeras. No obstante, los invasores nómadas desorganizaron el país aprovechando la debilidad y flaqueza de los gobernantes, por lo que se derrumbó y acabó con la dinastía Tzin en el año 420.
El hundimiento del Imperio chino permitió a los bárbaros cortar la Ruta de la Seda e instalarse en el Turkestán chino. Y, una vez cortada, la China continental quedó aislada del mundo exterior por falta de mercados y solo le quedó la economía puramente agrícola y cerrada, el régimen señorial. Pero los xiongnu desaparecieron años más tarde. Entonces, el Imperio chino inició su reconstrucción, recuperando su unidad nacional, su seguridad y la industria de la seda. Edward Gibbon narra la división de los Xiongnu (él los llama hunos) en su Historia de la decadencia y caída del Imperio romano. Cuenta este autor que, antes de nuestra era, vivían ya al norte de la Gran Muralla, llegando, si no a dominar, sí a ejercer su poder sobre el mismo Imperio chino, con tal fuerza, que uno de los emperadores de la dinastía Han, Wuti, a quien la Historia dio el título de emperador marcial y que reinó entre 140 y 87 a. C., los venció no solo militarmente, sino en el terreno diplomático, rompiendo las alianzas y tratados establecidos. El hundimiento del Imperio chino permitió a los Xiongnu cortar la Ruta de la Seda e instalarse en el Turkestán chino, donde se yergue este mausoleo dedicado al poeta Yasavi. Fue a partir de ese momento cuando los xiongnu se disgregaron en grandes grupos. Los que habían quedado en su tierra natal, las estepas del Asia Central, conquistaron a otras tribus tártaras y se adueñaron del territorio. Los que habían aceptado los tratados con China, se retiraron a los territorios que se les habían asignado para su asentamiento pacífico. Los restantes se dividieron en dos ramas, una de las cuales se dirigió al mar Caspio, asentándose al oeste de dicho mar. La otra, que es la que llegó a conquistar Europa, atravesó Asia y el este de Europa para aparecer, ya a finales del siglo IV, en la frontera del Imperio romano, sorprendiendo a los pueblos allí establecidos con su rapidez, su ferocidad y su manejo del arco. Fueron los historiadores bizantinos quienes llamaron hunos blancos o heftalíes a la rama de los xiongnu que hemos visto dirigirse hacia el mar Caspio. De ellos sabemos, por una cita de Procopio de Cesárea y del historiador de Justiniano, en su Historia de las guerras, que no tenían una apariencia tan terrible como los hunos negros, los de Atila. Según este autor, «los heftalíes son del linaje de los hunos de hecho así como de nombre, sin embargo no se parecen a los hunos que conocemos, son de piel blanca y no tienen los ojos oblicuos ni llevan un género de vida semejante al de los hunos, ya que, a diferencia de ellos, no viven como bestias, tienen un gobierno con leyes y viven entre ellos y con sus vecinos de manera recta y justa, como los romanos».
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Tenemos, por suerte, un retrato del rey huno Toramana, que aparece en una moneda de cobre de la época gupta, en la India, en la que se aprecia la deformación craneana que los hunos practicaban y que parece que copiaron los alanos, cuando fueron sus vecinos en el Asia Central. Esta deformación se lograba vendando el cráneo de los recién nacidos hasta darles forma ovoide, con la frente hundida y el hueso occipital saliente, lo que les confería mayor aspecto de ferocidad. Esta costumbre, sin embargo, fue también practicada por los olmecas del Méjico precolombino, quienes modificaban la forma del cráneo de los personajes de rango superior, como una forma mística de reconocimiento y beatificación. Asimismo lo hemos visto en el antiguo Egipto. También los mayas y otros pueblos de América se deformaban el cráneo para obtener un aspecto noble o, como apuntan muchos autores, para facilitar la colocación de objetos sobre la cabeza. Las monedas acuñadas por los reyes hunos heftalíes parecen también señalar que absorbieron algunos aspectos de la escritura y la cultura de la Bactriana griega, de la que se apoderaron en el siglo V. En cuanto a sus creencias religiosas, no se conocen con certeza, pero algunos autores antiguos los acusaron de negar la fe budista y de rendir culto a dioses paganos, en un país, la India, que mantenía la religión hindú y respetaba profundamente el budismo. Procopio de Cesárea escribió que rendían culto al fuego y al cielo. Por los hallazgos arqueológicos, sabemos que los hunos blancos enterraban a sus muertos en tumbas de piedra. No los incineraban. Por él y por los chinos sabemos que los heftalíes practicaban la poliandria, lo que confería a la mujer un poder particular. Cada mujer se casaba con un grupo de hermanos y los hijos pertenecían al hermano mayor. Disfrutaban además de libertad para tener relaciones adúlteras. En las tierras que hoy se encuentran al norte de Afganistán, existió un país deseado y disputado, tanto por la abundancia de agua que regalan sus oasis como por su situación, en el paso obligado de las rutas comerciales que unían entonces el Lejano Oriente, la India y el Mediterráneo. Su nombre griego era Bactriana o Bactria, griego, porque un día formó parte del Imperio griego y macedonio de Alejandro Magno. Antes, fue una importante satrapía del Imperio persa, eterno rival de griegos y romanos. Siglos después, cuando la dinastía sasánida recreó el poderío del Imperio persa, Bactriana volvió a ser persa. Y persa era cuando los hunos blancos, los heftalíes, decidieron levantar su campamento del oeste del mar Caspio y arrojarse sobre ella.
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Esto sucedió en el siglo V. En el VII, Bactriana fue árabe y, bajo su cultura, floreció, como florecieron todas las tierras que el mundo árabe conquistó en su día. Después, ya en el siglo XIII, Bactriana perecería bajo la invasión de un nuevo imperio de las estepas, los mongoles. En el año 425, cuando Atila todavía se educaba en Roma como futuro patricio, los hunos heftalíes se arrojaron sobre Bactriana y llegaron hasta Teherán. Dos años más tarde, sufrían una tremenda derrota a manos de los sasánidas, de la que no pudieron resarcirse hasta casi treinta años más tarde. Pero fue ya en el año 483 cuando los heftalíes consiguieron una gran victoria sobre el rey persa Peroz I, al que no solamente vencieron, sino mataron, tras de lo cual ocuparon Samarcanda y Bactriana, crearon un kanato y, desde allí, como si fuera un trampolín, se abalanzaron sobre la India que vivía uno de los períodos más brillantes de su historia con la dinastía de los guptas.  Imperio Gupta fue uno de los mayores imperios políticos y militares de la historia de la India. Fue gobernado por la dinastía Gupta entre el 240 y el 550 d. C. y ocupó la mayor parte de la India septentrional y de los actuales Pakistán oriental y Bangladés. Bajo este imperio, se dio un período de paz y prosperidad que favoreció el desarrollo de la cultura india desde el punto de vista artístico, literario y científico. Los reyes Gupta, establecieron un eficaz sistema administrativo y un fuerte poder central permitiendo la autonomía local en períodos de paz. La sociedad era ordenada según las creencias del hinduismo con una rígida división en castas. En esta etapa el hinduismo adquiere sus principales características: las principales divinidades, las prácticas religiosas y la importancia de los templos. Durante este período fueron tan grandes el comercio y los intercambios con el exterior, que la mitología y arquitectura hinduista y budista se expandieron por Borneo, Camboya, Indonesia y Tailandia. La dinastía Gupta provenía probablemente de Bengala, gobernada por majarásh Sri Gupta, el fundador de la dinastía (entre el 240 y el 280 d. C.). Lo sucedió Ghatotkacha quien gobernó entre el 280 y el 319. Durante el siglo IV, el reino de los Gupta se expandió sobre pequeños reinos hindúes hasta Magadha. Desde entonces los Gupta gobernaron la zona de la India al norte de la cordillera de Vindhya.
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El tráfico comercial y las comunicaciones entre el Lejano Oriente, la India y la cuenca del Mediterráneo se beneficiaron de sus tierras fecundas y la abundante agua de sus oasis. Pero, antes de su victoria sobre Peroz, ya llevaban años establecidos en tierras persas, ya que en el año 456 enviaron su primer embajador a la corte china de los Wei. Precisamente fueron los viajeros chinos de tiempos de los Wei los que nos han dejado mayor información acerca de los hunos heftalíes, ya que muchos de ellos escribieron lo que habían podido ver y oír durante sus recorridos por zonas dominadas por los hunos blancos. Y sabemos que hubo un tiempo en el que actuaron como conquistadores e imperialistas, porque repusieron en el trono persa al sasánida Kavad I, hijo de Peroz, a quien los nobles habían impedido el acceso al trono. Y no solo eso, sino que en el año 497, Kavad fue nuevamente depuesto por sus príncipes y nuevamente obtuvo el apoyo y la fuerza de los heftalíes para sentarse en el trono por segunda vez. Fue el hijo de Kavad, Cosroes I, quien, al suceder a su padre en el trono, se enfrentó con los heftalíes a los que todavía Persia pagaba tributos tras la derrota sufrida, y consiguió aplastarlos y arrojarlos definitivamente de Persia. Cosroes I fue uno de los reyes más importantes de la dinastía sasánida del segundo Imperio Persa. Fue el artífice de la expansión del imperio hasta el Indo y el mar Rojo, y se enfrentó al Imperio bizantino por el control del oriente próximo. Sus acometidas fueron tan contundentes que el emperador bizantino Justiniano tuvo que comprar la paz mediante el pago de un tributo de 3.000 piezas anuales. Fue sucedido por Hormizd IV. Eran tiempos de reformas religiosas y sociales. Persia vivía momentos de esplendor cultural e intelectual y necesitaba paz, independencia y poder para completar su desarrollo. Cosroes se encargó de obtenerlos a costa de los heftalíes y a costa de los bizantinos, a los que también arrancó buenos territorios. De él han dicho los historiadores que empujó con una mano los muros de Constantinopla y, con la otra, expulsó a los invasores heftalíes lejos de sus dominios, que se extendieron de nuevo hasta el Indo.
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La dinastía persa sasánida sufrió también la invasión de los hunos, quienes actuaron como imperialistas, quitando y poniendo reyes. La dinastía de los guptas tuvo orígenes humildes, aunque nobles. Pero sus reyes fueron los artífices del primer Imperio hindú que surgió en la India en el siglo IV. Ellos unificaron la India y devolvieron su puesto a la religión hindú, aunque continuaron permitiendo el budismo. Ellos crearon una estabilidad política y económica capaz de permitir el florecimiento, no solo de la ciencia, sino también de las artes, la música y las letras. Hay historiadores que señalan una revolución científica en la India, durante el reinado de Chandragupta II, debido al enorme incremento del conocimiento científico. Sabemos que en el año 499, el astrónomo indio Aryabhata planteó que la Tierra era una esfera que giraba sobre su propio eje y orbitaba alrededor del sol. Faltaban once siglos para que Copérnico formulara el sistema heliocéntrico en Occidente que, por cierto, propuso ya Aristarco de Samos en el siglo III a. C. Y sabemos que el arte de la India, la literatura y la poesía, el empleo del idioma sánscrito, la música, la danza, la ciencia, la religión y la filosofía vivieron una etapa de esplendor que nos dejó un legado importantísimo. La dinastía de los guptas hizo florecer una época dorada en la historia de la India. Pero, en el siglo V, los hunos blancos la destruyeron, se apoderaron del trono y crearon su propia dinastía. Pero el siglo V fue tan nefasto para la India de los guptas como lo fue para la Roma de los teodosianos. Y fueron los hunos los responsables de la catástrofe que sumió a ambos países en el caos. Si en Roma lo fueron indirectamente, en la India lo fueron directamente. En ambos casos aprovecharon un momento de debilidad para abalanzarse sobre el Imperio y devorarlo. Y es que, en el siglo V, el Imperio gupta empezó a desmoronarse. Primero por causas internas y, finalmente, por causas externas. El sistema de recaudación de las tierras de la aristocracia establecido por los guptas convertía a todos los nobles en terratenientes, lo que dio lugar al surgimiento de focos de poder creciente que un día amenazaron al poder central del rey.
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Surgieron por todas partes príncipes levantiscos que empezaron a disputar el poder a sus señores, porque la nobleza, engreída y prepotente, dedicó sus esfuerzos a la autocomplacencia, a rodearse de lujo y bienestar y a buscar la perfección. Poco a poco, el poder central que el rey ejercía sobre los líderes regionales se fue debilitando y su control sobre el Imperio se relajó, circunstancia que aprovecharon los invasores hunos para lanzarse a la guerra abierta. En el año 454, mientras el poder de los hunos negros de Atila se desperdigaba, tras la muerte de su caudillo, el poder de los hunos blancos se enfrentaba y vencía al rey gupta en su propia frontera, donde se venían concentrando gradualmente desde su asentamiento en Bactriana. La invasión de los hunos fue terrible. Destruyeron y saquearon ciudades, templos, monasterios y arrasaron cuanto hallaron bajo los cascos de sus caballos. Se establecieron al noroeste para crear su propia dinastía, un kanato huno que se levantó sobre las ruinas del Imperio gupta, ya a principios del siglo VI. La India de los guptas también terminó por dividirse en dos zonas geográficas, oriente y occidente, lo que favoreció la invasión de los hunos blancos. Durante los años restantes del siglo V, los reyes guptas mantuvieron un frente abierto contra los hunos, pero este nuevo debilitamiento generado por las guerras fue aprovechado por los nobles indios que se levantaron reclamando independencia. A la muerte del rey Buddahgupta, se produjo un enfrentamiento interno por la sucesión, que terminó en la escisión del Imperio, dividido (como sucedió con los imperios chino y romano) en la parte occidental y la parte oriental, algo que, como era de esperar, favoreció a los hunos que encontraron menos resistencia a la hora de invadir una y otra parte del Imperio. Hacia el año 520, el Imperio gupta se había reducido a un pequeño grupo arrinconado en los confines del amplio territorio que una vez fuera suyo y, a mediados del siglo VI, la dinastía de los guptas había desaparecido por completo. El jefe huno, Toramana, devastó Cachemira, Punjab y Bengala. A su muerte, en 502, su hijo Mihirakula siguió su labor devastando monasterios y aniquilando monumentos gupta. Los clanes hunos de Punjab, que representaban una amenaza para sus vecinos, fueron exterminados o absorbidos por los indígenas en el siglo VI y desaparecieron. En menos de un siglo, los hunos blancos habían terminado con una cultura que existía desde hacía 5 siglos y habían arruinado un imperio.
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Las inscripciones guptas nos han dejado algunos datos acerca de la conquista de los hunos. El primer huno que se coronó kan de las provincias arrancadas a los guptas, Kashmir y el Punjab, fue Toramana, al que sucedió su hijo Mihirakula. Parece que el último rey de la dinastía de los guptas fue Vishugupta, entre el 540 y el 550. Tras él, aquella estirpe que un día hiciera brillar a la India y lograra su magnificencia y su progreso desapareció para siempre. Toramana acuñó monedas de plata similares a las de los guptas y se apoyó en una administración local india. Tenemos un texto chino de comienzos del siglo VI, del enviado de la reina Hu, Song Yun, que describe a los hunos como un pueblo algo más civilizado e incluso comenta que algunos se habían convertido al budismo y que el propio Toramana había adoptado la religión hindú. Sin embargo, su hijo y sucesor Mihirakula, que reinó entre el 502 y el 542, dejó una reputación de bárbaro salvaje dado al pillaje y al asesinato. No sabemos si es leyenda o realidad, pero se cuenta de él que disfrutaba haciendo despeñar elefantes para oír sus chillidos al chocar con las rocas. Si tenemos en cuenta que en aquella época los elefantes formaban parte de la maquinaria de guerra, la historia no parece muy creíble, a menos que se trate de algún caso aislado al que la leyenda convirtió en habitual. Tras los reinados de Toramana y Mihirakula, hubo otros kanes hunos (hunas, para los indios), entre los que se encuentran Lakana y Khigila, cuyos reinados tuvieron lugar en la segunda mitad del siglo VI, pero de los cuales no se conocen las fechas exactas. Parece ser que reinaron en Kabul o en Gardiz y que el reinado de Khigila duró unos ocho años, según indica una inscripción descubierta ya en el siglo XXI. Pero llegó un momento en que los príncipes indios decidieron no seguir soportando los abusos de los gobernantes hunos e iniciaron revueltas y movimientos, soliviantando al pueblo y enfrentándose a los invasores. Esto empezó a hacer tambalear el poder de los heftalíes y terminó por disminuir su dominio sobre la India Oriental y Central. El rey persa Cosroes I se ocupó de liberar Persia. Se alió con los turcos y vencieron a los hunos blancos, dividiéndolos y destruyendo su kanato.
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Tiempo después, Cosroes, el rey de reyes que devolviera a Persia su poder y derrotara definitivamente a los hunos blancos, llegó a aliarse con los turcos, aquellos turco-mongoles que vimos dirigirse hacia el norte del Imperio bizantino y establecerse durante el siglo V en espera de un momento de debilidad para arrojarse sobre las murallas de Constantinopla. Aliados turcos y persas consiguieron la más completa de las victorias, atacando a los heftalíes en Bactriana por el oeste y por el norte al mismo tiempo y derrotándolos en el año 560. Aún pasarían varios años guerreando, pero la destrucción del kanato huno de Bactriana les dio, sin duda, el golpe de gracia, porque en el año 570 persas y turcos habían conseguido no solamente dividir el Imperio de los hunos blancos, sino derrocar el que establecieran en la India. A mediados del siglo VI, los hunos blancos, no tenían el menor dominio político en la India. Los individuos que quedaron se mezclaron y fueron absorbidos por la población. Durante los 150 años que duró el dominio huno sobre la India, los señoríos se habían desperdigado, las ciudades se habían despoblado y el país había quedado sin norte. Una vez arrancada a los hunos, los príncipes guerreros de Tanesvar, un pequeño estado asentado en las montañas entre el Ganges y el Indo, se encargaron de reagrupar el país bajo su mando. Harsavardhana, también conocido como Harsa, gobernó el norte de la India devolviéndole su esplendor cultural e intelectual durante el siglo VII y estableciendo relaciones comerciales y diplomáticas con China. Siglos más tarde, otro imperio de las estepas, el Imperio mongol, gobernaría de nuevo la India, desarrollando una nueva cultura tan duradera como espectacular, la que nos ha dejado tesoros como el Taj Mahal, un monumento erigido para una hermosa historia de amor. Pero la historia de Atila no es la historia de los hunos. Atila fue el más célebre, el más conocido en Europa, pero no fue el único, aunque sí el último de ellos, porque, tras la muerte de su caudillo, aquel que hacía desaparecer la hierba bajo los cascos de su caballo, el Imperio huno se derrumbó, su poder, su ferocidad y su fama se apagaron y su pueblo se disgregó hasta difuminarse en el tiempo y en la historia. Roma se impuso durante siglos a los bárbaros que rodeaban sus fronteras, sometiéndolos y maravillándolos con su poder y su civilización.
Aunque los hunos eran pastores, nómadas, cazadores de historia incierta, ejercieron un terror apocalíptico sobre los pueblos establecidos pacíficamente junto a las fronteras de Roma. Lo cierto es que fueron los hunos los responsables, si no de la caída del Imperio romano, sí de su desaparición bajo las invasiones bárbaras, porque fueron ellos los que empujaron a los godos y los aterrorizaron hasta hacerlos caer sobre el Imperio romano y derribar el muro de respeto, temor y admiración que venía separando a los pueblos sin civilizar de la civilización romana. Y, como responsables de la gran migración de pueblos que se volcaron sobre el Imperio romano, participaron también en la fundación de Europa, porque aquella migración que terminó con el Imperio romano de Occidente acabó por establecerse y fundar las naciones que hoy conocemos. El escritor italiano Cesare Balbo señala la caída del Imperio como el momento en que Italia se independizó de Roma.  Es inmensa la llanura que se extiende entre el Don y Mongolia, en las terribles estepas del Asia Central. Un paisaje monótono e infinito cuya apariencia sugiere desolación y barbarie, pero de cuya llanura ondulante de hierba y grano surgieron los tres imperios de las estepas: los xiongnu, los turcos y los mongoles. De allí procedió también el pueblo que hizo temblar al mundo civilizado: los hunos. En las interminables estepas, el invierno es tan frío que la vida se detiene y todo se paraliza, mientras que la sequía estival es tan prolongada que en algunos puntos de la estepa herbosa se crean desiertos como el de Gobi. La localización por parte de H.P. Blavatsky de Shambala en el desierto del Gobi no es sorprendente ya que los Mongoles, incluyendo la población Buryat de Siberia y los Kalmyks de la región del bajo Volga, eran fervorosos seguidores del Budismo Tibetano, particularmente de sus enseñanzas Kalachakra. Durante siglos, los Mongoles de todo el mundo han creído que Mongolia es la Tierra al Norte de Shambala y Blavatsky estaba indudablemente familiarizada con las creencias Buryat y Kalmyk de Rusia.  Blavatsky podría también haber recibido confirmación de la situación de Shambala en el desierto del Gobi a partir de los escritos de Csoma de Köros. En una carta de 1825, Csoma de Köros escribía que Shambala es como un Jerusalén Budista y está situado entre los 45 y los 50 grados de longitud. Aunque él creía que Shambala podría encontrarse probablemente en el desierto Kizilkum en Kazajstán, el Gobi también estaba comprendido entre las dos longitudes. Otros posteriormente la situarían dentro de estas latitudes, pero en el Turkistán Oriental (Xinjiang, Sinkiang) o en las Montañas Altai.
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Sin embargo, desde la Prehistoria hubo nómadas indoeuropeos trashumantes que recorrieron esas tierras apacentando sus ganados sin detenerse. Y surgieron pueblos que fundamentaron su cultura en el movimiento, en la búsqueda periódica de pastos para sus animales, pueblos que se alimentaron de carne de caballo y bebieron leche de yegua. Pueblos a los que los historiadores griegos y romanos despreciaron, denominándolos bárbaros y considerándolos salvajes porque tenían costumbres para ellos extrañas. Los pueblos agrícolas, sedentarios, siempre han temido a los nómadas, a los que no tienen patria ni asentamiento fijo, porque llegan con sus ganados y arrasan la tierra que ellos cultivan. Destruyen y se van a destruir a otro lado, a cualquier lugar en el que encuentren nuevos pastos para sus animales. Por eso, un día una agricultor mataría a un pastor para acabar con la amenaza del nomadismo. Al menos eso es lo que pudiera reflejar el mito de Caín y Abel. Pero no debieron ser tan bárbaros, porque mover muchedumbres y grandes masas de ganado de un lugar a otro supone el desarrollo de cierta planificación, de cierta capacidad de caudillaje y de cierto dominio sobre el medio. Los civilizados griegos y romanos llamaron bárbaros a los pueblos extranjeros cuyas costumbres y lengua les resultaban extrañas. Uno de los signos de salvajismo e incultura de los bárbaros fue el papel relevante que desempeñaron sus mujeres. No eran tan salvajes porque hace más de cinco mil años que dieron un paso adelante en las comunicaciones, en los transportes y en el arte de la gue-rra: domesticaron al caballo, primero, como ganado de carne, seleccionando ejemplares para su cría, después, como animal de tracción y, más tarde, como montura. Los pueblos de las estepas del Asia Central vivían a caballo, desplazándose en carromatos o cabalgando tras la caza en la paz o tras el enemigo en la guerra. Así vivieron los hunos y así vivieron los mongoles, los turcos, los escitas, los sármatas y muchos otros. Pero antes de convertirlo en uno de los primeros animales domésticos, muchos pueblos germanos consideraron sagrado al caballo y lo adornaron con valores místicos. Son numerosas las pinturas del Paleolítico que representan caballos, incluso en un lugar privilegiado de la gruta que sugiere adoración, como el Camarín de la cueva de San Román de Candamo, en Asturias.
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Siglos después de convertirse al cristianismo, los francos continuaron celebrando su particular comida a base de caldo de caballo; los chinos montaron a caballo desde 2155 a. C.; fue un animal muy importante para los escitas y los partos, que invadieron el mar Negro, y también para los kirguises y los ávaros, cuya tradición les hacía descender de un dios emparejado con una yegua. En vasijas de cerámica de la cultura Botai, al norte de Kazajistán, se han encontrado restos de grasa procedentes de leche de yegua, en un yacimiento arqueológico datado en 5.500 años. Un equipo multinacional de investigadores, dirigido por Alan Outram, ha realizado un estudio en lo que hoy es el norte de Kazajstan, donde hace entre 5 700 y 5 100 años vivía la cultura Botai. De su estudio se deduce que el pueblo Botai fue de los primeros del mundo en domesticar caballos. Sus conclusiones se basan en varias pruebas. Los investigadores han comparado los huesos de los antiguos caballos Botai con diversos de caballos de distintas épocas. Dichos huesos nos dicen que los antiguos caballos Botai se parecen mucho más a los caballos domesticados de la Edad de Bronce que a los caballos salvajes de la misma región y el mismo periodo. Al estudiar los dientes en los caballos Botai han encontrado en ellos huellas de que los animales llevaban un bocado o una brida, como los caballos modernos hoy en día. Lo que sugiere enormemente que los antiguos Botai usaban la brida para conducir sus caballos. La cultura Botai utilizó caballos como medio de transporte y también para obtener leche. Lo sabemos por el análisis de vasijas de cerámica encontradas en el yacimiento de Krasnyi Yar que conservan restos de grasa procedentes de leche de yegua. En el siglo II a. C. que es cuando aparecieron dos pueblos con rasgos mongoles junto a la frontera china, las lenguas turcas y mongolas no estaban todavía diferenciadas y, por eso, unos autores tienen a los hunos por mongoles y, otros, por turcos. Siglos atrás, grupos de tártaros, manchúes y rusos se habían establecido al sur de los bosques de Siberia, en una franja de praderas y estepas de gramíneas que se mantienen verdes todo el año. La fertilidad del terreno los convirtió en sedentarios dedicados a la agricultura.
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Pero otros pueblos, turcos y mongoles, se situaron más al sur, en tierras de clima continental, donde escasean las lluvias, sopla un viento implacable y la vegetación es un paraíso para los animales herbívoros. Turcos, mongoles y tibetanos se repartieron el enorme espacio árido que abarca el norte del Tíbet, la cuenca del río Tarim y Mongolia, entre verdaderos desiertos de arena y áridas llanuras junto al mar de Aral y el mar Caspio. La dureza del clima y los cambios estacionales del terreno los condenaron al nomadismo. Los orígenes prehistóricos de ambos grupos parecen hallarse al sur de la zona boscosa siberiana, donde se encontraron numerosos sepulcros pertenecientes a varias fases cronológicas que abarcan desde el inicio de la Edad del Bronce hasta el siglo XIII. Ambos pueblos presentaban rasgos mongólicos, más acentuados en el grupo más oriental y menos en las zonas del Turquestán, desde el Caspio a la frontera china, donde parece que predominaron los grupos de procedencia turca. Los chinos los rechazaron y persiguieron hasta el mar Caspio, donde se dividieron en dos grandes ramas. Los hunos blancos, llamados también heftalíes por los historiadores bizantinos (los indios los llamaron hunas, que es el vocablo sánscrito equivalente), conquistaron la India ya en el siglo V de nuestra era. En cuanto a los llamados hunos negros, se mezclaron con germanos, eslavos y fineses y se lanzaron, con Rugila a la cabeza, a conquistar Europa. Las primeras tribus de la estepa oriental eran, por tanto, turco-mongolas. Al occidente del actual Kazajistán, donde se domesticaron los primeros caballos, se destacó un pueblo de lengua altaica, procedente de las regiones del Altai, al que los chinos llamaron xiongnu y que, en el siglo III a. C., creó un imperio en la estepa que se extendió hasta el Cáucaso. Los montes Altai, de donde procedían los xiongnu, posibles antecesores de los hunos. Siglos atrás, los xiongnu habían arrancado la hegemonía a aquellos nómadas indoeuropeos que vimos recorriendo las estepas del Asia Central. Los xiongnu eran paleoasiáticos y hablaban una lengua afín al ostiaco, que en nuestros días se emplea en la cuenca del Yeniséi, en Siberia. Sin embargo, los xiongnu no eran una única tribu o grupo étnico, sino una federación de grupos de diferente procedencia. Cuenta el historiador francés Jacques Pirenne que, hacia el siglo I, estas tribus se desmembraron y se dispersaron por la estepa, donde los clanes turco-mongoles los dominaron, pasando algunos a servir a los emperadores chinos.
Procedieran de donde procedieran, las tribus confederadas de los xiongnu tenían en común el género de vida. Eran pastores que seguían a sus rebaños de caballos, bueyes, carneros y camellos en sus desplazamientos, ya que de ellos obtenían todos los recursos para vivir. Carne para comer, que era su dieta exclusiva, leche para beber y pieles para vestir. Vivían a caballo y aparecían de pronto en las lindes de los cultivos para capturar hombres, ganados y riquezas. Si los perseguían, huían acribillando a sus seguidores con nubes de flechas y cortaban la cabeza de los enemigos muertos para convertirlas en trofeos. Su cultura nos dejó cinturones, hebillas y arneses de los caballos, así como tallas de bronce con formas estilizadas de animales, caballos, corzos, osos y tigres, enredados en furiosos combates. Su arte muestra la geometría elemental propia de las estepas.  Ellos fueron quienes condujeron a las tribus de las estepas hacia Occidente y de ellos descenderían, más tarde y muy probablemente, los hunos. La causa de las migraciones de los pueblos que formaron Europa ha sido con frecuencia objeto de debate, dado que no hay fuentes escritas, porque sus gentes conocieron solamente la escritura al entrar en contacto con los romanos. Sin duda llegaron a Europa atraídos por las riquezas de Roma o empujados por oleadas de pueblos asiáticos. Se pusieron en movimiento porque en muchas regiones del mundo bullían otros pueblos en agitación constante. Unos empujaron a los otros, que se agitaron a su vez empujando a los siguientes. Así, la agitación, el movimiento y la expansión poblaron Occidente de pueblos orientales, llegados desde los confines del mundo hasta invadir y devorar el Imperio romano. Las primeras migraciones hacia Occidente partieron de Asia Central. Eran tribus de pastores que buscaban algo mejor que los pastizales arrasados por sus ganados y unos cambios climáticos extremos. Por ello, emprendieron un día la marcha con sus rebaños y sus tiendas de fieltro, camino de las cuencas de los ríos siberianos, Obi, Yeniséi e Irtix. Eran los turcos. En el siglo V estaban ya estableciendo relaciones diplomáticas con Bizancio, acomodados al norte de Persia. En el siglo XVI habían llegado hasta Viena y creado el Imperio otomano, pero antes se encargaron de acabar con el Imperio romano de Oriente. Hoy llamamos Turquía a Asia Menor y llamamos Estambul a lo que antes fue Constantinopla. Otros pueblos procedentes de Manchuria y Mongolia llegaron al sur del lago Baikal, dispersando a cuantos encontraban en su camino. Eran los ávaros. En su migración, empujaron hacia el oeste a grandes tribus de pastores que cuidaban sus rebaños en Siberia y que, espoleados y atacados, se convirtieron en feroces guerreros, tan amenazadores que Europa tembló ante ellos. Eran los hunos. En el siglo V estaban ya junto al Danubio.
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Los ávaros (llamados por los chinos: joujan o you-yan) fueron un pueblo nómada de Eurasia que emigró hacia Europa central y oriental en el siglo VI. Dominaron la llanura panónica hasta principios del siglo IX. Si bien eran originarios de Asia occidental, no deben confundirse con los ávaros caucásicos. Los antiguos ávaros eran un pueblo de lengua túrquica. Los ávaros se dirigieron hacia el oeste a mediados del siglo VI, tras la derrota de los heftalitas (hunos blancos) por los Köktürks (turcos azules). Aunque inicialmente se dirigieron al Imperio romano de Oriente, fueron sobornados por el emperador Justiniano I y se marcharon hacia el norte, internándose en la actual Alemania, como había hecho Atila un siglo antes. Allí se encontraron con la dura oposición de los francos, y el lugar no les pareció adecuado para su estilo de vida nómada, por lo que se trasladaron hacia la llanura panónica, habitada en la época por dos pueblos germánicos, los lombardos y los gépidos. Aliados a los lombardos, destruyeron a los gépidos en 567 y establecieron un estado en el área del Danubio. A continuación comenzaron a hostigar a los lombardos, quienes se vieron obligados a emigrar hacia el norte de Italia. El jefe de los ávaros en esta época se llamaba Bayan, y gobernó aproximadamente entre 565 y 600. A comienzos del siglo VII los ávaros se aliaron con los persas contra el Imperio bizantino y en 626 pusieron sitio a Constantinopla, aunque la denodada resistencia de sus habitantes les obligó a retirarse sin haber conseguido su objetivo y a regresar a Panonia. La dinastía Onogur fue fundada en torno al año 630 por Kubrat, un hombre de origen ávaro-búlgaro perteneciente al clan búlgaro Dulio. Unió a los ávaros, los búlgaros y probablemente también a los heftalitas Uar en un poderoso jaganato que dominó asimismo extensas áreas de la actual Ucrania. Tras la muerte de Kubrat, los caudillos búlgaros rompieron su alianza con los ávaros. El estado ávaro subsistió en Panonia durante los siglos VII y VIII; se cree que dominaron a los eslavos que habitaban en la zona desde unas pocas décadas antes de la llegada de los magiares. A comienzos del siglo IX, las discordias internas y las presiones exteriores comenzaron a minar el estado ávaro, que fue completamente destruido en la década de 810 por los francos de Carlomagno y los búlgaros, mandados por Krum. Se sabe que todavía se encontraban en Panonia en el año 871, pero desde entonces su nombre no vuelve a ser mencionado por los cronistas. Parecen haberse mezclado con los eslavos, que habían formado nuevos estados en la región: el principado de Nitra, en el norte (más tarde: Gran Moravia), y el Principado de Balatón, en el centro de Panonia.
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Pero los hunos y los ávaros no tenían el camino libre hacia Occidente, sino que tropezaron con otros pueblos indoeuropeos acampados en el Cáucaso no en tiendas, sino en carros colocados en forma de círculo, que bebían leche agria y se tocaban con cascos de forma cónica. Eran los alanos. Otros pueblos descendieron desde las heladas rocas del norte para asentarse en el bajo Danubio. No eran nómadas, sino agricultores, pero se vieron empujados en el siglo IV por los pueblos que se agitaban en Oriente y que los obligaron a viajar hacia Occidente. Eran los godos. No eran viajeros que vivieran en campamentos, sino aldeanos acostumbrados a vivir de forma ordenada. Por eso, lo que querían no era conquistar ni invadir, sino dejarse absorber por Roma y formar parte del Imperio. Antes que ellos lo habían hecho los celtas, que habían pasado de la Galia a las islas Británicas y, en el siglo VI se habían instalado en la península Ibérica. Antes habían fundado ciudades en el norte de Italia y habían terminado con el Imperio etrusco. Otros pueblos celtas se abatieron sobre Europa, huyendo de los agitadores de Oriente. Eran los belgas. Los germanos los empujaron hasta el otro lado del Rin. Otros se instalaron junto al Mosela y el Escalda y otros partieron para Inglaterra. Después llegaron otros germanos. Llegaron en oleadas, enfrentándose a Roma que los venció en el siglo II. Tras ellos, llegaron los eslavos que quedaron contenidos al otro lado del límite fronterizo (limes) romano.. Poco a poco, algunas tribus germanas se incorporaron al Imperio romano luchando en sus filas como mercenarios. Más al norte, los hunos empujaron también a los suevos, los vándalos y los alanos quienes, a su vez, empujaron a los alamanes y rodearon a los francos que por entonces ocupaban el norte de Galia. Los suevos llegaron a Hispania, los vándalos al norte de África y los alanos se diseminaron por el Imperio. Los visigodos fundaron un reino en Hispania. Los burgundios llegaron al Imperio detrás de los alanos, asentándose en la orilla del Rin y llegando a constituir un estado que se extendió hasta el Mediterráneo: Borgoña. En el siglo IX vendrían de Escandinavia nuevas tribus germanas a hostigar a los pueblos asentados: los vikingos. Antes que ellos, los pueblos árabes harían también su aparición en Europa. Los árabes quedarían confinados por algún tiempo en Hispania y los vikingos, llamados normandos por proceder del norte, llegarían un día a integrarse en el Imperio romano, asentándose en la franja francesa que se llamó Normandía.
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La historia de las tribus hunicas, como así gustaban llamarse, está llena de personajes que evocan aventuras, conquistas y batallas, con algunos nombres dignos de mención. Tal es el caso de Uldis, uno de los primeros reyes hunos de los que se tiene constancia; Balamir, vencedor de los alanos, que tras derrotarles consiguió unirles a su causa, y por supuesto, el gran jefe Turda, líder de los hunos negros, la tribu más numerosa de los hunos, Turda generó una descendencia que daría muchos quebraderos de cabeza a los imperios de Oriente y Occidente. Fue padre de cuatro hijos legítimos (en aquella época las niñas y los bastardos apenas contaban): Oktar, Ebarso, Rugila y Mundzuk, que a su vez era padre de Bleda y Etil. A la muerte de Turda, sus hijos asumieron el mando, siendo Ebarso el encargado de reinar sobre las tribus del Cáucaso, quedando los otros tres para gobernar conjuntamente las tribus asentadas en el valle del Danubio. Etil, o Atila, como más tarde le llamaría su pueblo, nace en el 395 d.C. Su año de nacimiento coincide con dos hechos que conviene significar, uno de ellos es la segunda y definitiva ruptura del Imperio romano en dos partes, Oriente y Occidente, hecho acontecido el 17 de enero. Ese mismo invierno los hunos inician una de sus campañas más provechosas, que llenaría sus graneros y sus noches de relatos en torno a las hogueras de la tribu. Fue la campaña donde arrasaron Tracia, Dalmacia y Armenia, consiguiendo un gran botín y numerosos prisioneros. Las historias de estas incursiones fueron las primeras que escuchó Atila en boca de sus mayores, y esto al parecer, le estimuló bastante. En el 401, Atila, con 6 años, y su hermano Bleda, con 10, quedaron huérfanos tras la muerte de su padre Mundzuk, siendo desde entonces acogidos bajo la tutela de Rugila, que se convertiría pocos años más tarde en el nuevo rey de los hunos danubíanos. Éste sometió a una enorme presión y hostigamiento a los romanos de Oriente, hasta conseguir tributos consistentes en el equivalente al sueldo de un general romano, unas 300 libras de oro. Fue tal su fuerza y crueldad que, a su muerte en el 435, todas las iglesias de Constantinopla hicieron tañer sus campanas para alegría de los feligreses que escuchaban la buena nueva en boca de los sacerdotes que exclamaban: “Rugila ha muerto, y ese demonio murió fulminado por un rayo enviado por Dios“. Empiezo a sospechar que nuestros amigos bárbaros condicionaron en demasía la vida del ciudadano romano que, por otra parte, ya empezaba a presagiar el fin del mundo conocido por él. Roma finalizaba su periodo influyente y Atila estaba dispuesto a dar un gran empujón para que todo se terminara antes, evitándoles así más sufrimientos innecesarios.
Son muchos los tópicos erróneos que la leyenda negra se encargó de elaborar sobre la figura de Atila. Por ejemplo, uno de los más extendidos afirmaba que el rey de los hunos era un ser cruel, despiadado y muy inculto. Las dos primeras acusaciones son ciertas. Sus contemporáneos e investigadores posteriores coinciden en ello, pero por otra parte, no podemos olvidar que cualquier líder del siglo V que pretendiera seguir siéndolo, debería mostrar fortaleza. Sobre la última afirmación algo hemos de decir para mayor justicia hacia el personaje. Si revisamos en profundidad la historia real, pronto veremos cómo esas aseveraciones se encontraban algo distantes de lo que en verdad ocurrió. Como ya hemos dicho, Atila, una vez fallecido su padre, pasó junto con su hermano Bleda a ser educado por su tío Rugila, y éste procuró para los dos pequeños la mejor atención posible. Curiosamente, los primeros maestros de Atila fueron los propios prisioneros capturados por los hunos en sus correrías. Estos rehenes ocasionalmente provenían del ámbito grecolatino, lo que les convertía en candidatos ideales para instruir a los jóvenes aristócratas hunos en esas lenguas esenciales. Atila a los 13 años, cuando marchó a Roma en calidad de rehén amistoso, hablaba y escribía a la perfección latín y griego. Por lo tanto, el nivel cultural del que sería rey de los hunos era bastante superior al de la media existente. La formación de Atila en Roma duró aproximadamente cuatro años, con viajes a Ravena (entonces una especie de capital administrativa del imperio) y a Constantinopla. En este tiempo, el adolescente tuvo la oportunidad de aprender todo lo necesario sobre la historia, carácter y costumbres de los romanos. Al parecer, lo que aprendió no le gustó mucho, pues nunca llegó a entender cómo era posible que un pueblo que se había mantenido vigente a lo largo de mil años, jamás hubiese perdido una sola batalla. Con más decisión que nunca, y sin volver a creer en los historiadores romanos, regresó una vez cumplidos los 17 años a sus queridos territorios ancestrales. El destino y su pueblo le estaban esperando. Tras su regreso a Panonia, su tío Rugila le encargó diferentes misiones diplomáticas que culminó con éxito, haciéndose muy popular entre los suyos que ya hablaban de aquel joven pequeño y musculoso. Y es que Atila, a pesar de su baja estatura, tenía una poderosa estructura corporal. Él mismo comentaba orgulloso que poseía un cuello ancho y fuerte como el de un toro, además de unos cabellos largos y enrevesados.
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Si nos fiamos de los cánones de belleza que mantenían los hunos, aquel chico debió ser un sex symbol para su tribu. Cuando Atila subía a su caballo, esa imagen fundida de hombre y bestia era, sin duda alguna, impresionante. Como cualquier otro muchacho, Atila también conoció el amor, a veces por los sentimientos y otras impuesto por los diferentes pactos que se debían establecer. Por eso sabemos que se casó varias veces y que tuvo innumerables hijos, unos pocos legítimos y la gran mayoría bastardos. Entre sus esposas oficiales destacan Enga (madre de su primogénito Ellak), Kerka (considerada primera emperatriz del Imperio huno) y Erka. De estas dos últimas diremos que eran sus favoritas, dándose la fatal coincidencia de que murieran en el mismo año, lo que supuso un trance más que doloroso para Atila. Por supuesto, no nos olvidamos de la última mujer que tuvo, una hermosa princesa bactriana, llamada Ildico que, como veremos, fue protagonista indirecta del capítulo final en la vida de nuestro protagonista. A la muerte de Rugila en el 435 d.C., Bleda y Atila son proclamados correyes del territorio huno. Hasta ese año, el propio Atila se había encargado, en nombre de su tío, de pactar alianzas con algunos de sus enemigos tradicionales como los chinos, guardando así las espaldas de lo que ya empezaba a considerarse Imperio huno. En esa fecha, es conocida la reunión sostenida entre delegados del imperio romano de Oriente con los nuevos líderes hunos. La cita tuvo lugar muy cerca de Belgrado, conociéndose como Tratado de Margus, donde los hunos obtuvieron, bajo amenaza, increíbles mejoras en el pago de tributos. Allí es donde, por primera vez, Atila afirma ser el emperador de las tribus hunicas ante la mirada perpleja de su hermano Bleda. Con su nuevo título autoconcedido, Atila parte hacia innumerables campañas para terror de sus enemigos, venciendo a muchos pueblos eslavos y germanos, y siempre con la mirada amenazante sobre la eterna Roma. Bleda, mientras tanto, permanecía ocioso y entregado a los placeres propios del cargo, rodeado de bufones (en especial Cerco, su querido enano mauritano) que le hacían olvidar la amargura de estar bajo la sombra de su hermano menor. Poco a poco, comienza a exigir sus derechos de primogénito que no llegaron a nada, por la fatalidad de su inesperada muerte en un lamentable accidente de caza.
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Bleda sucumbió por la ferocidad de un oso que de varios zarpazos le segó la vida. Aunque los romanos hicieron circular el rumor de que había sido Atila el causante de la muerte de Bleda, nunca llegó a probarse nada. Pero lo cierto es que aquel oso que se topó casualmente con Bleda, hizo un favor a las ideas de Atila que no quería por nada del mundo que alguien y menos el incapaz Bleda se opusiera a sus planes imperiales. No obstante, tras aquella muerte surgieron voces discrepantes con Atila, pero éste pronto las acalló al ofrecer a su pueblo todo un símbolo de unidad, la espada de Marte, que milagrosamente aparecería envuelta por la leyenda. Atila hizo enterrar con todos los honores a su hermano mayor y correy Bleda. Pocos sospechaban sobre la culpabilidad de Atila en la muerte de su hermano, pero esos pocos callaron cuando casualmente se hizo realidad una famosa leyenda de los hunos muy extendida por cierto en otras culturas. Según nos cuenta esa leyenda, un antiguo rey de los hunos llamado Marak, hizo un gran hoyo, y en él enterró una formidable espada que le habían entregado los espíritus de sus antepasados. Marak transmitió a su pueblo que aquél que encontrara la espada, debería llevársela a su rey para así poder guiar a las tribus hunicas hacía las mayores cotas de conquista y gloria. La dudosa casualidad quiso que al poco de la ceremonia funeraria, apareciera un viejo pastor recién llegado de las tierras cercanas al río Don. Venía en compañía de algunos oficiales con aspecto nervioso y rostro marcado por la impaciencia. Portaban algo envuelto en pieles que, al parecer, aquél pastor había encontrado gracias al rastro de sangre dejado por una vaca tras pincharse con la punta de un objeto semienterrado. Con emoción contenida, se acercaron al sitio donde se encontraba Atila. Después de una breve conversación, el nuevo emperador se dirigió a la multitud mostrando lo que de esas pieles extrajo. Se trataba de una magnífica espada y, según proclamaba Atila, era aquella de la leyenda, nada más y nada menos que la famosa espada de los espíritus, la que según la tradición, todo aquél que la poseyera o empuñase, estaría llamado al liderazgo y defensa de todo el pueblo huno. Los romanos también conocían esta leyenda, aunque su espada no venía de los espíritus sino de Marte, dios de la guerra.
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Atila era un profundo conocedor de las costumbres y supersticiones de su pueblo. Por esto recurrió a un gesto contundente para adornar de una aureola legendaria su legitimación imperial. Su actitud firme y decidida al empuñar y alzar hacia el cielo la espada, hizo rugir de pasión a todo un pueblo que, desde entonces, ya no le volvería a llamar Etil, cambiando este nombre por el de Atila, que en lenguaje huno significaba padrecito, porque efectivamente, Atila además de rey o emperador, se había convertido en progenitor de las ideas y sentimientos para una nueva nación. Había nacido el Imperio huno. Aunque como veremos, la historia no fue muy benévola con este nuevo poder, siendo uno de los más grandes y efímeros que vieron los tiempos. Su duración fue apenas la de su líder, para alivio de las potencias enemigas. En el año 440, Atila blandía la espada espiritual y gozaba del entusiasmo y apoyo unánime de su pueblo. Los emperadores de Oriente, Teodosio II y de Occidente, Valentiniano III, tenían motivos más que fundados para empezar a temblar. Una vez obtenido el reconocimiento de toda su tribu, Atila inició nuevas campañas victoriosas expandiendo aún más sus ya de por sí amplias fronteras, y propagando un mensaje de terror como hasta entonces jamás se había conocido. Pero Atila tenía un imperio, y éste no se debía sustentar tan sólo en el pánico infundido a los numerosos rivales. También procuró sentar las bases para la creación de una pequeña burocracia que hiciera legible su idea sobre el estado. Mandó construir palacios, aunque su techado favorito siempre fue el de la tienda de campaña o el de las estrellas. Asimiló numerosas costumbres de los pueblos sometidos, pero aún así, la leyenda negra siempre precedía al hombre, siendo considerado el azote de Dios. Este título nunca le gustó por no creer en ningún Dios. Los hunos eran muy supersticiosos, pero no tenían panteón religioso conocido. Según las últimas investigaciones habría indicios que bien nos podrían hacer pensar lo contrario, pero hasta ahora lo que sabemos es que sus chamanes invocaban siempre, a través de rituales ancestrales, a los espíritus de los muertos, nunca a los dioses. Hay un asunto que no puede escapar a nuestra atención y que seguramente favorecería de forma indirecta el horror que inspiraba la figura de Atila en el siglo V. La aparición de éste personaje sobre el territorio europeo coincidió con la de una serie de catástrofes naturales extendidas por todo el continente, tales como fuertes terremotos en ciudades como Constantinopla, así como en la Hispania y en la Galia, además de inundaciones y climatología extrema. Todo esto en un corto espacio de tiempo, llegando los habitantes de la época a pensar que, sin duda alguna, Dios y Atila estaban propiciando la llegada del fin del mundo.
Los emperadores romanos de Oriente y Occidente, ante tal cúmulo de desgracias, se ven obligados a aceptar las exigentes condiciones de Atila, al que muchos cristianos consideran ya un instrumento furioso que Dios había enviado para su castigo. A pesar de esto, Teodosio II está decidido a eliminar al “enemigo público número huno“, preparando un plan para el asesinato de Atila. Transcurría el año 449, cuando Atila se entera de la trama concebida contra él y la desarticula. Estas conjuras fueron una constante a lo largo de su vida. Fue un año difícil, pues entre traiciones y atentados, tuvo que ver apesadumbrado como dos de sus mujeres favoritas fallecían. Poco duró el dolor, ya que el recién enviudado decide pedir la mano de Honoria, hermana del emperador Valentiniano III. Pero éste, indignado, rechaza la propuesta, provocando la ira del emperador huno que sólo pretendía estrechar la colaboración con Roma gracias a ese matrimonio. La reacción no se hace esperar, y los violentos hunos se lanzan como una horda de fuego por toda la Galia. En el año 451 Atila se pone al frente de un ejército integrado por más de 500.000 guerreros provenientes de las tribus hunicas y de sus múltiples aliados, iniciando así la rapiña de las Galias, y consiguiendo muchas victorias con los habituales saqueos. Destruye algunas ciudades y somete a sitio a otras, como fue el caso de Orleáns o París. Aquí se produciría un hecho sorprendente cuando, debido a la supuesta intercesión de Santa Genoveva, Atila levanta el cerco a la ciudad. En el caso de Orleáns, se obtendría la capitulación. Pero la llegada de Aecio, el general romano más famoso de su época, con el que Atila mantenía una vieja amistad desde la adolescencia, provoca, después de alguna batalla, el repliegue de los hunos sin que Aecio les persiga. Así llegaría el verano y el sitio propicio para la última gran victoria del imperio romano. Ocurrió cerca de Troyes en lo que se llamaría batalla de los campos Catalaúnicos o Mauriacos. El general Aecio, gracias a la táctica de luchar pie en tierra, consiguió hacer descabalgar al ejército huno. Los romanos asestaron un golpe difícil de asumir ocasionando, según cuentan los historiadores, más de 160.000 bajas. El propio Atila, viéndose perdido, organizó una gran hoguera para darse muerte allí mismo, pero una vez más Aecio le permitió escapar. Atila consiguió reunir a los restos de su ejército y preparó planes de invasión contra la península italiana. Hacia allí se dirigió con sus huestes entrando a sangre y fuego desde el norte, y haciendo temblar los cimientos del mismísimo imperio.
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Por destacar algo positivo de esta campaña, diremos que los supervivientes de una ciudad tomada al asalto por los hunos, escaparon, internándose en una zona de tierras pantanosas donde se protegieron, fundando poco más tarde una pequeña ciudad que, más tarde, floreció con el nombre de Venecia. En aquel verano del año 452 todo parecía perdido para Roma. El emperador Valentiniano III, ante las pésimas noticias que llegaban desde el norte, envió embajadores para intentar firmar un tratado de paz, pero Atila lo rechazó decidido más que nunca en acabar con Roma. Fue entonces cuando surgió el milagro de la mano de un senador llamado Gennadius Avemus, al proponer la brillante idea de enviar, como mediador, al sumo pontífice de Roma, León I. Ante esta petición, Atila no mostró ningún tipo de oposición, y esperó en su campamento pacientemente a la expedición que en Roma se estaba organizando. El 4 de julio del año 452, se produjo una de las reuniones más curiosas y extrañas en toda la historia de la humanidad. Se iban a encontrar el representante de Dios en la tierra, con el azote de ese mismo Dios, en esa misma tierra. Era el preámbulo para el capítulo final en la vida del poderoso Atila. El encuentro entre León I y Atila pasó a la historia. Pero poco sabemos acerca de los discursos que se pronunciaron. Pero sí podemos decir que Atila, como buen huno, era tremendamente supersticioso, por eso todas las personas que llevaban nombre de animal le infundían un enorme respeto, y encima aquél, que se hacía llamar León, era embajador de un Dios único para aquel pueblo de extrañas gentes llamadas cristianos. Eso seguramente le hizo escuchar de forma atenta todo lo que el Papa le contó. Si sumamos a esa circunstancia el enorme tributo que León I le prometió y, sobre todo, que los guerreros de Atila ya estaban cansados de tanta guerra, no es de extrañar que Atila aceptara el acuerdo y levantara el campamento pensando en pacificar sus viejos territorios que, por aquel entonces, se habían sublevado después de su prolongada ausencia. El jefe de los hunos olvidó por el momento su gran sueño, el saqueo de Roma. Después de este episodio, Atila inicia en septiembre una de sus últimas aventuras, limpiando de enemigos su territorio natal y cobrando el impuesto que el Papa León I le había prometido.
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A pesar de todo, éste saneado botín no logra satisfacer la ambición del que se considera a sí mismo como el hombre más poderoso del mundo, y empieza a gestar un temible plan para aniquilar definitivamente a todo el Imperio romano. Incluso llega a poner fecha para el inicio de la invasión, será el 20 de marzo del año 453. Estos planes, afortunadamente para los romanos, no llegaron a consumarse. En ese tiempo Atila contaba con la edad de 58 años cuando en su vida apareció un último amor, Una hermosa princesa bactriana de tan sólo 17 años, cuyo nombre era Ildico. La joven poseía una larga y abundante cabellera rubia y unos enormes ojos azules que cautivaron al viejo y curtido rey de los hunos. Ildico no había sido violada cuando, en compañía de los suyos, fue capturada tras un combate librado entre los bactrianos y los hunos, comandados por el primogénito de Atila. La muchacha fue entregada como un regalo especial que el hijo mayor de Atila quiso hacer a su padre. Entre los hunos existía una tradición muy arraigada y ésta no era otra, sino la de casarse, como acto de desagravio, con las hijas y esposas de los príncipes o reyes, muertos a manos de los hunos. El excitado rey no quería incumplir la ley, y menos ante la belleza de semejante doncella. Nada mejor que celebrar la futura invasión de Roma con una gran boda real, jalonada por varios días de festejos, comida y bebida para todos sus guerreros. Atila se preparó con ilusión para las nupcias. Ildico, mientras tanto, lloraba amargamente la muerte de su padre y hermanos por la espada de los hunos, temerosa ante el incierto horizonte que se le planteaba. Así llegamos a la noche de bodas, era el 15 de marzo del 453. Ildico fue vestida para la ocasión y esperaba resignada el momento para la culminación del matrimonio. Atila entró en la tienda real dispuesto para cobrar una presa más, en su larga vida de cazador. Pero, en ese momento, la enfermedad y una larga lista de excesos, hicieron del predador una víctima. La joven contempló horrorizada cómo de la nariz y boca de Atila manaban abundantes ríos de sangre, haciendo retorcer al que minutos antes era un orgulloso y altivo emperador. Aquél hombre murió ahogado en su propia sangre. Un episodio que, por cierto, no era la primera vez que se producía, lo que procuró que al día siguiente Ildico no muriera a manos de los lugartenientes de Atila, conocedores del mal que aquejaba a su líder. Inundados por el dolor, los hunos comenzaron los preparativos para despedir al que había sido el personaje más temido de su tiempo.
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Cuenta la leyenda que el cuerpo de Atila fue enterrado en tres ataúdes, uno de hierro, otro de plata y el último de oro puro. Algunos guerreros de su guardia personal se ofrecieron voluntarios para buscar un lugar seguro en el afán de que nadie descubriera jamás la tumba de Atila. Estos fieles custodios, junto a sus mejores generales, se suicidaron gustosos para que no se desvelara el misterio. El sepulcro de Atila, como el de tantos otros líderes de la antigüedad, como es el caso de Alejandro Magno o Gengis Khan, todavía no se ha descubierto, aunque son muchos los investigadores que andan involucrados en el empeño. Se consumaba así el acto final para el imperio huno. Sólo había permanecido vigente trece años, que marcaron de manera terrorífica la historia europea. El testamento de Atila no fue cumplido, ya que sus hijos pronto se enzarzaron en disputas y guerras, y los aliados deshicieron pactos anteriormente firmados bajo el temor de Atila. Ante la falta de un líder, los hunos ni siquiera fueron capaces, de permanecer como entidad étnica, entroncándose con las diferentes tribus germánicas y eslavas. Hoy en día es prácticamente imposible encontrar un solo vestigio, por pequeño que fuera, del imperio más odiado y temido de todos los tiempos. Atila mantuvo en jaque al imperio romano durante muchos años, pero aquel padre no supo inculcar a sus hijos las enseñanzas necesarias para que de su idea imperial surgiera algo más que un período de pánico y desolación. Ese fin, por supuesto, es el derrumbe y la destrucción. Así terminó el Imperio de Atila. En Asia, parece como si la estepa pudiera generar nuevas fuerzas bárbaras que resurgieran constantemente dispuestas a asaltar imperios. Los territorios que ocupaban en las estepas eran inmensos, porque necesitaban mucho terreno para sus ganados trashumantes, pero cuando mejoró su nivel de vida, además de la rapiña para conseguir lo que necesitaban, tuvieron necesidad de conseguir mano de obra, lo que les llevó, como a tantos otros pueblos, a guerrear para capturar esclavos entre los enemigos dominados. Las inmensas extensiones de Asia Central fueron el origen de las tribus nómadas salvajes que se abalanzaron, desde los aledaños del desierto de Gobi, sobre Occidente durante más de mil años.
Los textos chinos citan multitudes hambrientas, nubes de jinetes que caían sobre ellos como langostas y desaparecían en un torbellino de flechas. No eran tribus, sino confederaciones de bárbaros que se aliaban para aumentar su fuerza, atacar y distribuirse el botín. Y ya en el siglo II, el inmenso territorio que se extiende desde el Amur, el río que hoy forma frontera natural entre Rusia y China, hasta los Cárpatos, estuvo bajo dominio de tribus nómadas. En la estepa occidental, los sármatas y más tarde los godos se dedicaban al pillaje de las ciudades griegas de la Póntide, mientras que entre las actuales Austria y Rumanía eran los vándalos quienes desempeñaban el papel de predadores. Pero en el siglo IV entró en escena un nuevo grupo de nómadas turco-mongoles que llegó a romper el equilibrio de asedios y pillajes de los otros pueblos germanos. Avanzaban en tropel y llevaban a los hunos a retaguardia. Los hunos se desplazaban con la rapidez del rayo y combatían con arco. Eran un pueblo nómada de rasgos muy acusados y costumbres muy originales. Se rapaban el cabello, deformaban el cráneo de los niños, mataban a los ancianos e incineraban a los muertos. Para los latinos del Imperio romano, los hunos eran peores que los bárbaros y eso que muchos romanos del siglo IV, como señala Amiano Marcelino, consideraban a los bárbaros seres irracionales, como muchos occidentales consideraron irracionales a los negros y a los indios entre los siglos XVII y XIX. En el año 375, galopando a lomos de aquellos pequeños y rápidos caballos que habían domesticado siglos atrás, atravesaron las llanuras de Ucrania y derrotaron a Hermanarico, el rey elegido por los godos, el cual, incapaz de asumir su debilidad ante enemigos tan feroces, se dio muerte. Eso es lo que cuenta, al menos, Amiano Marcelino, aunque no fue así. Lo cierto es que, en poco tiempo, los bárbaros de las estepas habían dominado desde el mar Negro hasta los Alpes orientales. Durante un milenio, Oriente se arrojó sobre Occidente, porque detrás de los hunos llegaron los ávaros, después los turcos, los búlgaros, los kazarios, los húngaros. Siglos después, cuando todavía la Europa cristiana se enfrentaba al Islam, Oriente volvió a la carga con una nueva invasión: la de los mongoles. Como sucede con todos los mitos antiguos, es preciso investigar para separar la realidad de la leyenda, algo que no siempre resulta factible. En el caso de los hunos en general y de Atila en particular, hay que tener en cuenta que, como hemos dicho, la mayoría de los conocimientos que de ellos tenemos nos han llegado sesgados en los escritos de enemigos o víctimas, como los textos de cronistas e historiadores romanos o germanos.
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Hay aspectos de su civilización y de su historia que resultan bastante claros. Se ha dicho de ellos que tenían una masa carnosa en lugar de rostro y agujeros en lugar de ojos. Sin embargo, los antropólogos de Rumanía y Hungría han sido capaces de reconstruir un rostro huno a partir de uno de los muchos cráneos que se han encontrado en tumbas situadas en la antigua Panonia, donde residieron muchos años y que hoy es parte de Rumanía y parte de Hungría. Se ha dicho también que comían carne humana cuando, en realidad, envolvían pedazos de carne cruda en un tejido que colocaban entre su cuerpo y la silla de su caballo, dejándola macerar hasta que resultaba comestible. Como comían sin descabalgar, las gentes los veían arrancar trozos de carne rojiza a dentelladas, seguramente con expresión más que feroz, lo que les hizo suponer que comían la carne de las víctimas que acababan de matar. Hay quien asegura que no conocían el fuego, cuando no solamente atacaban, robaban y saqueaban, sino que incendiaban casas, carros y campos. Todas las guerras medievales se llevaron a cabo a sangre y fuego. No se concebía otra manera de combatir. La fama de exacerbado furor y crueldad de los hunos debía ser, como fue posteriormente la de los mongoles, el arma intangible que utilizaban para someter a sus enemigos mediante el terror y la sorpresa. Atila, el azote de Dios, aquel cuyo caballo dejaba yerma la tierra que pisaba, fue equitativo con su pueblo y temible con los extraños. El reguero de terror que dejaba era un arma de uso político que servía para doblegar poblaciones con solo su nombre. Pero frente a su pueblo fue juez justo de costumbres parcas. Se ha dicho también que Atila nunca consintió en dormir bajo techo, sino que se alojó siempre en tiendas y que su lecho consistía en un montón de pieles. Sin embargo, Prisco, el embajador romano, cuenta que le recibió en su palacio y que le ofreció la comida en vajilla de plata. Un palacio que, por cierto, se está reconstruyendo en Hungría siguiendo las indicaciones de Prisco. Un palacio con baños romanos rodeado de empalizadas. Se cuenta que los hunos confeccionaban sus trajes con pieles de rata, después de comerse al animal, y que vestían continuamente su traje hasta que las pieles se fragmentaban y se deshacían, lo cual producía un hedor insoportable que se sumaba al de la piel del guerrero, nada acostumbrado al baño. Pero Prisco dice en su crónica que Atila era austero, que vestía con sencillez en medio del lujo de su gente, que no llevaba joya alguna y que solamente alardeaba de limpieza.
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Atila no fue una bestia ni un salvaje zafio e iletrado. Se educó en Roma como futuro patricio, hablaba cinco idiomas y tenía cultura romana. Los idiomas, por cierto, no los aprendió en Roma, sino de los rehenes que los hunos tomaban en batallas y escaramuzas. De ellos parece que aprendió latín, griego y gótico. No solamente hablado, sino escrito, como pudo comprobar Prisco. Su secretario fue Orestes, poeta romano padre de Rómulo Augusto, el último emperador romano. También tuvo como secretario a Constancio, ciudadano romano que le envió el propio Flavio Aecio. Su corte fue brillante. Acogió en ella al embajador de Roma y envió legados a varias ciudades. Se volvió a Occidente cuando Oriente le cerró sus puertas. Y, de igual modo que Alarico, se revolvió contra Roma cuando Roma le negó su reconocimiento. Claudiano dice que los hunos no solo mataban a sus padres, sino que también hacían juramentos sobre sus cuerpos. San Jerónimo les llama lobos y bestias salvajes. Zacarías de Mitilene escribió que algunos de los hunos se refieren a sí mismos como «bárbaros, que, como bestias salvajes, rechazan a Dios». Jordanes asegura que son una raza «casi de hombres» y Procopio afirma que solo los hunos heftalíes (los hunos blancos) no viven la vida de animales. Sin embargo, parece que los únicos escritores antiguos que vivieron con certeza algún tiempo entre los hunos, visitándolos con misiones diplomáticas, fueron Prisco y Olimpiodoro. Por tanto, los otros autores no los conocieron y muchos de ellos probablemente ni siquiera llegaron a verlos. Pero las leyendas se forjan y permanecen en el inconsciente colectivo y así nos ha llegado la idea de que los hunos eran capaces de las mayores atrocidades, cuando es muy posible que lo único que hicieran los autores antiguos fuese describir el miedo y el horror que los hombres civilizados sentían hacia los bárbaros. Prueba de ello son las descripciones totalmente opuestas de Prisco, que vivió tres años en la corte de Atila y que nos dejó relatos llenos de admiración. No todos los retratos de Atila han pintado un salvaje. Algunos representan un rey con cetro y corona, como puede verse en una ilustración del siglo XIV de la Crónica Ilustrada Húngara. En cuanto a atrocidades, eran tan cotidianas en el mundo antiguo que lo más probable es que todos las cometieran por igual. Se dice, por ejemplo, que Atila asesinó a su hermano para hacerse con el poder. Constantino el Grande asesinó a su hijo y a su esposa por motivos domésticos y también a Maximino, a su cuñado Licinio y a su sobrino, que se interponían entre él y el poder absoluto de Roma. El asesinato para llegar al poder fue lo habitual durante siglos.
Fuentes:
  • Ana Martos:  “Breve historia de Atila y los hunos
  • René Guénon: “El Rey del Mundo
  • Fuente
  • https://oldcivilizations.wordpress.com

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