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La historia oculta de la antigua Atlántida


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William Scott-Elliot fue un teósofo que amplió algunas de las ideas de Helena Blavatsky, la fundadora de la Sociedad Teosófica, en varias publicaciones, sobre todo en la historia de la Atlántida(1896), en que me ha basado para escribir este artículo,  y La Lemuria Perdida (1904). La historia que nos describe podría ser firmada por el mismo Tolkien, aunque probablemente fue Tolkien el que se inspiró en estas historias. Pero no pretende ser una obra de ficción sino que intenta describir lo que se supone ha sido la historia de la Humanidad desde hace al menos 800.000 años. Por otro lado, es evidente que le da a la historia un tono evidentemente esotérico como resultado de su pertenencia a la Sociedad Teosófica. Aunque la visión histórica de Scott-Elliot  puede parecer pura fantasía, ayuda a encajar muchas piezas del puzle de nuestra historia y prehistoria, así como ayuda a dar sentido a algunas construcciones ciclópeas o extraños mapas antiguos. Aún es más sorprendente si consideramos que Scott-Elliot escribió sus obras a finales del siglo XIX e inicios del siglo XX.  Scott-Elliot era un antropólogo aficionado y uno de los primeros miembros de la Logia de Londres de la Sociedad Teosófica. En 1893 escribió La Evolución de la Humanidad. Scott-Elliot entró en contacto con el teósofo Charles Webster Leadbeater, que afirmaba haber recibido el conocimiento sobre la antigua Atlántida y Lemuria de unos Maestros, mediante “clarividencia astral“. Leadbeater transmitió sus conclusiones clarividentes a Scott-Elliot, que llevó a cabo la correspondiente investigación en base a dichas “visiones”.
Desde  los  tiempos  de  Grecia  y  Roma  se  ha  escrito  una ingente cantidad de obras  acerca  de  los pueblos que se han alternado en el escenario de la Historia. Se ha analizado y clasificado sus instituciones políticas,  sus  creencias  religiosas,  sus  usos  y  costumbres  sociales  y  domésticos. Y  obras  sin  cuento, escritas en todas las lenguas, consignan para provecho nuestro la marcha detallada del progreso. Pero los cientos de miles de años que transcurrieron desde que los primitivos arios dejaron sus moradas en las orillas del mar central de Asia, hasta los tiempos de Grecia y Roma, fueron testigos del nacimiento y caída de innumerables civilizaciones.  De  la  primera  subraza  de  nuestra  raza  aria,  la  cual  habitó  en  la  India  y  colonizó  Egipto  en edades  prehistóricas,  nada  sabemos  en  verdad.  Y  lo  mismo  puede  decirse  de  las  naciones sumeria,  caldea, babilónica  y  asiria,  que  compusieron  la  segunda  subraza;  pues  los  pocos  conocimientos  deducidos  de los jeroglíficos de las tumbas egipcias y de las inscripciones cuneiformes de Babilonia, recientemente descifrados, apenas puede asegurarse que constituyan historia.
Los persas, que pertenecieron a la subraza irania, han dejado algunas huellas. Pero de las primitivas civilizaciones de la subraza celta, no tenemos escritos de ninguna especie.  Sólo  al  nacer  los  últimos  brotes  de  este  tronco  céltico,  es  decir,  los  pueblos  griego  y  romano, entramos realmente en el período histórico. Nuestra propia subraza teutónica, que es la quinta, ha producido  ya muchas naciones, pero aún no  ha  terminado  su  carrera;  mientras  que  las  razas  que  han  de  desarrollarse  en  los continentes Norte y Sur de América, habrán de dar miles de años a la historia.  La exposición del progreso del mundo durante el período de la cuarta raza o raza atlante ha de abrazar la historia de muchas naciones y registrar el nacimiento y ruina de civilizaciones numerosas. A  más  de  esto,  tuvieron  lugar  en  diversas  ocasiones,  durante  el  desarrollo  de  esta  raza, catástrofes tales que no las ha experimentado todavía nuestra quinta raza.  La  destrucción  de  la  Atlántida  se  realizó  por  una  serie  de  catástrofes sucesivas,  cuyo  carácter  varió  desde los  grandes  cataclismos  en  que  perecieron  poblaciones  y  territorios  enteros,  hasta  los  hundimientos  de terreno, relativamente sin importancia e iguales a los que hoy suceden en nuestras costas.  Una  vez  iniciada  la  destrucción  por  la  gran  primera catástrofe,  los  hundimientos  parciales continuaron sin interrupción, deshaciendo el continente en una acción lenta, pero continua.
Hubo cuatro grandes catástrofes superiores a las demás en intensidad.  La primera acaeció en la edad miocena, hace 800.000 años poco más o menos.  La segunda, que fue de menos importancia, sucedió hace cosa de 200.000 años.  La  tercera,  ocurrida  hace  80.000  años,  fue  muy  grande y  destruyó  todo  lo  que  quedaba  del  continente atlante, a excepción de la isla a la que Platón dio el nombre de Poseidon, la cual, a su vez, se sumergió en la cuarta y última gran catástrofe, 9.564 años antes de la Era cristiana. Es curioso, porque estas cuatro etapas coinciden con muchas de las mitologías de distintos pueblos, como los mayas o aztecas, y con las eras que figuran en las obras de Tolkien. Ahora  bien;  el  testimonio  de  los  más  antiguos  escritores  y  las  investigaciones  científicas modernas afirman la existencia de un antiguo continente que ocupaba el lugar de la perdida Atlántida.  Pero antes conviene echar una ligera ojeada sobre las fuentes generalmente conocidas que suministran pruebas de lo dicho.  Estas pueden agruparse en cinco clases:  Los datos aportados por los sondeos del mar; la distribución de la fauna y de la flora;  las semejanzas de lenguaje y tipo etnográfico; la semejanza de arquitectura, creencias y ritos religiosos; y  el  testimonio  de  los  antiguos  escritores,  de  las  tradiciones  antiguas  de  las distintas razas  y  de  las leyendas arcaicas sobre el diluvio.
En  pocas  palabras,  resumiremos  las  pruebas  que  aportan  los  sondeos  del  mar.  Merced  a  las expediciones  de  los  cañoneros  inglés  y  norteamericano  Challenger  y  Dolphin  principalmente, aunque Alemania  se  asoció  también  a  esta  exploración  científica,  el  fondo  de  todo  el  Océano  Atlántico  está hoy trazado en mapas, resultando que existe un inmenso banco o sierra de  gran elevación en medio  de este océano. Esta  cordillera  se  extiende  en  dirección  Sudoeste  desde  los  50°  Norte  hacia  la  costa  de  la América  meridional,  desde  donde  cambia  en  dirección  Sudeste  hacia  las  costas  de  Africa,  cambiando de  nuevo  de  dirección  en  los  alrededores  de  la  isla  de  la  Ascensión,  y  enderezándose  hacia  el  Sur rectamente hacia las islas de Tristán de Acunha.  Este banco se levanta súbitamente 9.000 pies (1 pié = 0,3048 metros)  del fondo de las profundidades que le rodean. Y las Azores,  San  Pablo,  Ascensión  y  las  islas  de  Tristán  de  Acunha  son  los  picos  de  esta  elevación  de terreno que aún permanecen sobre el agua.  Se  necesita  una  cuerda  de  3.500  brazas  (21.000  pies)  para  sondar  las  partes  más  profundas  del Atlántico,  mientras  que  las  más  elevadas  del  banco  referido  están  solamente  a  ciento  o  unos  cuantos cientos de brazas debajo del agua.  El sondeo muestra también que la cordillera está cubierta de restos volcánicos, de los cuales se encuentran huellas atravesando el Océano hacia las costas americanas.
Las  investigaciones  hechas  durante  la  exploración  aludida  han  probado  de  un  modo concluyente  que  el  lecho  del  Océano,  particularmente  en  la  proximidad  de  las  Azores,  ha experimentado  perturbaciones  volcánicas  de  una  proporción  gigantesca  en  períodos  geológicos  que pueden determinarse.  John Sharkie Gardner ( Londres, 1844 –1930 ) fue un historiador, botánico, paleobotánico inglés, que investigó en las floras del terciario de varias partes de Europa. Opina  que  en  el  período  eoceno  formaban  las  islas  británicas  parte  de  una gran  isla  o  continente,  que  se  extendía  hacia  el  Atlántico,  y  que  “un  tiempo  existió  una  gran  extensión de  tierra  firme,  donde  ahora  hay  mar,  de  cuyas  más  elevadas  cimas  son  restos  Cornwall,  el  Scilly,  las islas del Canal, Irlanda y la Gran Bretaña”. También es un enigma para los biólogos y botánicos la existencia de especies similares o idénticas de la fauna y de la flora en continentes separados por los grandes mares.  Mas,  si  alguna  vez  estuvieron  estos  continentes  unidos  de  modo  que  fuese  posible  la  natural emigración de tales plantas y animales, el enigma quedaría aclarado.  Ahora  bien;  los  restos  fósiles  del  camello  se  encuentran  en  la  India,  en  Africa,  en  la  América del Sur y en Kansas. Pero es hipótesis generalmente aceptada por los naturalistas, que todas las especies de  animales  y  plantas  son  oriundas  de  una  sola  parte  del  globo,  desde  la  cual,  como  centro,  se  han esparcido por las demás.
¿Cómo,  pues,  puede  explicarse  la  situación  de  tales  restos  fósiles  sin  la  existencia  de  una comunicación  terrestre  en  una  remota  edad?  Recientes  descubrimientos  verificados  en  los  yacimientos de Nebraska, parece también demostrar que el caballo tuvo su origen  en el hemisferio occidental, pues sólo  en  aquella  parte  del  mundo  se  han  encontrado  restos  fósiles  que  ponen  de  manifiesto  las  diversas formas intermedias identificadas como precursoras del actual caballo.  Sería,  pues,  difícil  explicar  la  presencia  del  caballo  en  Europa,  sin  la  hipótesis  de  continuas comunicaciones  terrestres  entre  los  dos  continentes,  puesto  que  es  cosa  cierta  que  el  caballo  existía  en estado  salvaje  en  Europa  y  en  Asia  antes  de  que  fuese  domesticado  por  el  hombre,  lo  cual  tuvo  lugar casi en la Edad de Piedra.  El  ganado  lanar  y  el  vacuno,  tales  como  los  conocemos  hoy,  tienen  igualmente  un  abolengo remoto.   Darwin  opina  que  había  en  Europa,  en  el  primer  período  de  la  Edad  de  Piedra,  ganado  vacuno domesticado, el cual procedía de tipos salvajes de la familia del búfalo de América. También existen en el Norte de América restos del león de las cavernas de Europa.  Pasando ahora del reino animal al vegetal, se observa que la mayor parte de la flora del período  mioceno  de  Europa  que  se  encuentra  principalmente  en  los  yacimientos  fósiles  de  Suiza  existe  al presente  en  América  y  algunas  especies  en  Africa;  pero  el  hecho  notable,  a  propósito  de  América,  es que  mientras  se  halla  dicha  flora  en  gran  proporción  en  los  Estados  Orientales,  faltan  muchas  especies en las costas del Pacífico.
Esto parece mostrar que entraron en aquel continente por el lado del Atlántico.  El profesor Asa Gray dice que, de los 66 géneros y 155 especies encontradas en los bosques al Este de las Montañas Rocosas, sólo 31 géneros y 78 especies se ven al Occidente de esta área.  Pero el mayor problema de todos es el del plátano.  El  profesor  Kuntze,  eminente  botánico  alemán,  pregunta:  «¿Cómo  pudo  llegar  a  América  esta planta, originaria de comarcas tropicales de Asia y África, y que no resiste un viaje al través de la zona templada?» Según indica, es una planta sin semillas, que no puede propagarse por sección, ni tiene tubérculos que puedan transportarse fácilmente.  Su raíz es arbórea. Para trasladar esta planta se necesita un cuidado  especial,  y  además no puede resistir una larga travesía.  La  única  explicación  que  se  le  ocurre  a  este  naturalista  para  dar  razón  de  la  presencia  del plátano  en  América,  es  suponer  que  fue  llevado  allí  por  el  hombre  civilizado  en  un  tiempo  en  que  las regiones polares gozaban de clima tropical.  Más  adelante  añade:  «una  planta  cultivada  que  no  tiene  semillas,  debe  de  haber  estado  bajo  la acción  del  cultivo  durante  un  período  muy  largo.  Lo  más  natural  es  inferir  que  estas  plantas  fueron cultivadas desde el principio del período diluviano» .
¿Por qué no ha de llevarnos más atrás esta hipótesis, a tiempos aún más remotos?  Y  ¿dónde  hallaremos  civilizaciones  a  propósito  para  el  cultivo  de  la  planta,  o  el  clima  y circunstancias  requeridas  para  su  transporte,  a  no  ser  que  supongamos  que  hubo  en  alguna  época  un lazo de unión entre el antiguo y el nuevo continente? El profesor Alfred Russel Wallace (1823-1913), en su interesante obra Island Life,  así  como  otros  escritores  en  muchas  obras  importantes,  han  emitido  ingeniosas  hipótesis  para explicar la identidad de la flora y de la fauna en territorios muy apartados unos de otros, y el transporte de  las  especies  al  través  del  Océano.  Pero  sus  razones  no  son  convincentes  y  fallan  en  diferentes puntos. Es  cosa  sabida  que  el  trigo,  tal  cual  le  conocemos,  no  ha  existido  jamás  en  verdadero  estado silvestre, ni hay prueba alguna por donde rastrear su descendencia de especies fósiles.   Cinco  variedades  de  trigo  se  cultivaban  ya  en  Europa  en  la  Edad  de  Piedra,  una  de  las  cuales, encontrada  en  las  moradas  lacustres,  se  conoce  por  trigo  de  Egipto;  de  lo  cual  deduce  Darwin  que  los habitantes  de  los  lagos,  o  sostenían  tráfico  aún  con  algún  pueblo  meridional,  o  procedían originariamente  del  Sur  como  colonizadores;  y  concluye  que  el  trigo,  la  cebada,  la  avena,  viene  de diversas  especies  ya  extinguidas,  o  tan  enteramente  distintas  de  aquéllas,  que  no  permiten  su identificación,  por  lo  que  dice:  «El  hombre  debe  de  haber  cultivado  los  cereales  desde  un  período enormemente remoto». Las  regiones  donde  estas  especies  extintas  florecieron  y  la  civilización  bajo  la  cual  fueron cultivadas  por  una  selección  inteligente,  nos  las  suministra un continente  perdido,  cuyos  emigrantes  las llevaron a Oriente y Occidente.
De la fauna y la flora pasemos al hombre. En lo que hace referencia al lenguaje, vemos que la  lengua  euskera (en el País Vasco, norte de España) permanece  aislada  entre  los  idiomas  europeos,  sin  tener afinidad con ninguno de ellos.  Según Farrar, en su obra “Families of Speech”, dice: «nunca ha sido dudoso que este lenguaje, que conserva su identidad en un rincón occidental  de  Europa,  en  medio  de  dos  poderosos  reinos,  se  parece  en  su  estructura  a  los  idiomas aborígenes del continente frontero (América) y a ellos solamente”. Los  fenicios  fueron,  al  parecer,  los  primeros  que  usaron  en  el  hemisferio  oriental  un  alfabeto fonético, cuyos caracteres son meros signos de los sonidos.  Es  un  hecho  curioso  el  que  en  una  edad  tan  remota  se  encuentre  también  un  alfabeto  fonético en la América central, entre los Mayas del Yucatán, cuyas tradiciones referían el origen de su cultura a un país del oriente, allende el mar. Augustus Le Plongeon (1825-1908), que  fue un fotógrafo, anticuario y arqueólogo amateur, británico, y que hizo estudios de diversos yacimientos arqueológicos precolombinos, particularmente de la civilización maya en la Península de Yucatán, escribió lo siguiente:  «Una tercera parte de este idioma (el Maya) es puro griego.  ¿Quién llevó la lengua de Homero a América, o quién trajo a Grecia la de los Mayas? El griego es un vástago del sánscrito.  ¿Lo es el Maya, o son coetáneos?» Aún más sorprendente es que trece letras del alfabeto Maya tengan  una  relación  muy  clara  con  los  signos  jeroglíficos  de  Egipto  correspondientes  a  las  mismas letras.  Es probable que la primitiva forma del alfabeto fuese la jeroglífica, «la escritura de los dioses», según la llamaban los egipcios, y que más tarde se convirtió en fonética en la Atlántida.
Natural  sería  suponer  que  los  egipcios  fueron  una  colonia  muy  antigua  de  los  atlantes  (y  así  lo fueron en realidad), y que llevaron consigo el tipo primitivo de la escritura, que de este modo ha dejado sus  huellas  en  ambos  hemisferios.  Mientras que  los  fenicios,  que  eran  gente  marinera,  adquirieron  y  asimilaron la última forma de su alfabeto en su comercio con los pueblos del Occidente.  Un punto más debe notarse,  y es la  extraordinaria semejanza entre muchas palabras del hebreo y  las  voces  que  tienen  precisamente  el  mismo  significado  en  el  idioma  de  los  chapenecas,  rama  de  la raza Maya y de las más antiguas de la América central.   Una lista de estas voces aparece en North Americans of Antiquity.  La semejanza de lenguaje de varias razas salvajes de las islas del Pacífico se ha empleado como argumento por escritores en esta materia.  La  existencia  de idiomas  similares  hablados  por  razas  separadas  por  muchas  leguas  de  mar,  a través del cual no se les ha conocido comunicación en tiempos históricos, es ciertamente un argumento en favor de su descendencia de una raza única que ocupara un solo  continente. Mas este argumento no puede  ser  aplicado  al propósito de este artículo,  porque  el  continente  de  que  dichas  islas  formaron  parte  no  fue la Atlántida, sino el más antiguo aún de Lemuria.
La Atlántida se dice que fue habitada por razas rojas, amarillas, blancas y negras.  Ahora  bien;  las  investigaciones  de  Le  Plongeon,  de  Jean Louis Armand de Quatrefages de Breau (1810 – 1892), médico y antropólogo francés que realizó una clasificación de los fósiles humanos y elaboró una teoría antievolucionista, y de  Hubert Howe Bancroft (1832– 1918), historiador y etnólogo norteamericano, que escribió obras sobre el Oeste de Estados Unidos,  Texas, California, Alaska, Mexico, América Central y British Columbia,  han mostrado que las poblaciones oscuras del tipo negro africano existían aun en tiempos muy recientes en América.  Muchos  de  los  monumentos  de  la  América  Central  presentan  en  su  decorado  semblantes  de negros,  y  muchos  de  los  ídolos  allí  encontrados  son  indudables  representaciones  de  hombres  de  esta raza, con sus cráneos pequeños, gruesos labios y su cabello corto y lanudo.  El Popul Vuh, hablando de la primera morada de la raza guatemalteca, dice: «hombres negros y blancos juntamente» vivían en esta tierra feliz «en gran paz», hablando «una misma lengua».  (Véase Native Races, de Bancroft). El  Popol  Vuh  continúa  refiriendo  cómo  aquel  pueblo  emigró  del  país  de  sus  abuelos;  cómo llegó  a  alterarse  su  lenguaje,  y  cómo  algunos  pasaron  al  Este  mientras  otros  se  trasladaron  al  Oeste (América Central).  El  profesor  Anders Retzius,  en  su  Smithsonian  Report  ,  considera  que  los  primitivos  dolicocéfalos  de América están íntimamente relacionados con los guanches de las islas Canarias y con la población de la costa africana del Atlántico, población a la cual Robert Gordon Latham designa con el nombre de egipcio-atlante.
La misma forma de cráneo se encuentra en las islas Canarias, al lado de la costa de África, que en  las  islas  Caribes,  junto  a  la  costa  americana,  y  el  color  de  la  piel  es  en  ambas  poblaciones  rojizo oscuro.  Los  antiguos  egipcios  se  representaban  a  sí  mismos  como  hombres  rojos,  del  mismo  aspecto que hoy se ve en algunas tribus de indios americanos. «Los antiguos peruanos –dice Sholt– parece que fueron una raza de cabello castaño, a juzgar por las numerosas muestras de pelo encontradas en sus tumbas» .  Hay  un  hecho  notable  a  propósito  de  estos  pueblos  de  América,  que  es  un  enigma indescifrable  para  los  etnólogos. Se trata de la gran variedad  de  colores  y  aspectos  que  entre  ellos  se encuentra.  Desde la blancura de las tribus menominea, dacota, mandana  y zuni, en las cuales  abundan los tipos  de  cabello  castaño  y  ojos  azules,  hasta  la  obscuridad,  que  casi  se  confunde  con  las  del  negro africano, de los karos de Kansas, y de las ya extinguidas tribus de California. Las razas indias presentan todos los matices: rojo oscuro, cobrizo, aceitunado, cinamomo y bronco.  Veremos  como  la  variedad  de  color,  en  el  continente americano,  se  explica  por  los  colores  de  las  razas  originales  del  continente  atlante,  de  donde  son oriundos los pueblos del Nuevo Mundo.
Ninguna cosa parece haber sorprendido más a los primeros aventureros españoles en México  y en  el  Perú,  que  la  extraordinaria  semejanza  de  las  creencias,  ritos  y  emblemas  religiosos  que  allí encontraron establecidos, con los del Viejo Continente.  Los sacerdotes españoles consideraron esta semejanza como obra del diablo.  La  adoración  de  la  cruz  por  los  naturales  y  su  constante  presencia,  así  en  los  edificios religiosos  como  en  las  ceremonias,  fue  el  motivo  principal  de  su  asombro.  En  ninguna parte,  ni  siquiera  en  la  India  y  en  Egipto,  fue  este  símbolo  tenido  en  mayor  veneración  que  entre  las tribus primitivas del continente americano, siendo idéntica  la significación que encerraba su culto.  En Occidente, como en Oriente, la cruz era el símbolo de la vida: a veces de la vida física; con más frecuencia, de la vida eterna.  Del  mismo  modo  era  universal  en  ambos  hemisferios  la  adoración  del  disco  y de  la  serpiente,  y  aún  más  sorprendente  es  la  semejanza  de  la  palabra  que  significa  “Dios”  en  los principales idiomas orientales y occidentales. Compárese  el  Dyaus  o  Dyaus-Pitar,  sánscritos;  el  Theos  y  Zeus,  griegos;  el  Deus  y  Júpiter, latinos;  el  Día  y  Ta,  celtas  (el  último  pronunciado  Zia,  y  al  parecer  afin  al  Tau  egipcio);  el  Jah  o  Zrh judíos, y, últimamente el Teo o Zeo mexicanos.
Todas las naciones practicaban ritos bautismales.  En  Babilonia  y  Egipto  los  candidatos  a  la  iniciación  en  los  misterios  eran  primeramente bautizados.   Tertuliano,  en  su  tratado De  Baptismo,  dice  que  se  les  prometía  como  consecuencia  «la regeneración y el perdón de todos sus perjurios» . Las  naciones  escandinavas  bautizaban  a  los  recién  nacidos. Y  si  pasamos  a  México  y  al  Perú, encontraremos  el  bautismo  de  los  niños  como  ceremonia  solemne,  consistente  en  aspersiones  de  agua, aplicación de la señal de la cruz y recitación de plegarias para limpiarles de pecado.  (Véase Mexican Researches, de Humbolt, y Mexico, de Prescott).  Además  del  bautismo,  las  tribus  de  Méjico,  de  la  América  Central  y  del  Perú  se  parecían  a  las  naciones del Viejo Mundo por sus ritos de la confesión, la absolución, el ayuno  o el matrimonio con la unión de manos ante el sacerdote. Tenían  también  una  ceremonia  semejante  a  la  comunión,  en  que  se  consumía  una  pasta  de harina, marcada con la Tau, forma egipcia de la cruz, y a la que el pueblo llamaba la carne de su Dios.  Ésta, a manera de hostia, guardaba exacto parecido con las tortas sagradas de Egipto  y de otras naciones orientales. También,  a  semejanza  de  estas  naciones,  los  pueblos  del  Nuevo  Continente  tenían  órdenes monásticas,  así  de  hombres  como  de  mujeres,  donde  se  castigaba  con  la  muerte  el  quebrantamiento  de los votos.
Embalsamaban los cadáveres al modo de los egipcios, y adoraban al sol, la luna  y los planetas. Pero,  por  encima  de  todo,  tributaban  culto  a  una  divinidad  «Omnipresente,  Omnisciente…  invisible, incorpórea, un Dios de toda perfección » . (Historia de Nueva España, de Sahagún).  Tenían  también  su  Diosa  Virgen  y  madre,  «Nuestra  Señora»  ,  cuyo  hijo,  el  «Señor  de  Luz»  , era  llamado,  «el  Salvador»,  correspondiendo  exactamente  a  Isis  Beltis  y  las  demás  diosas  vírgenes  del Oriente, con sus hijos divinos.  Los ritos de su culto al sol y al fuego, tenían íntimo parecido con los de los primitivos celtas de la Gran Bretaña e Irlanda, y como éstos se creían «hijos del Sol» .  El  arca  o  argha  fue  uno  de  ]os  símbolos  sagrados  universales,  encontrando  así  en  la  India, Caldea, Asiria, Egipto y Grecia, como entre los pueblos celtas.  Lord  Kingsborough,  en  su  obra  Mexican  Antiquities,  dice:  «Así como  entre  los  judíos  el  arca  era  una  especie  de  altar  portátil  en  que  suponían  continuamente  presente la  divinidad,  así  también  los  mejicanos,  los  cheroques  y  los  indios  de  Michoacan  y  de  Honduras profesaban  la  mayor  veneración  a  un  arca,  teniéndola  por  objeto  demasiado  sagrado  para  que  pudiese tocarla alguien que no fuese sacerdote».
Por  lo  que  respecta  a  la  arquitectura  religiosa,  vemos  que  en  los  dos  lados  del  Atlántico  fue  la pirámide una de las primeras construcciones sagradas.  Aun  siendo  dudoso  el  empleo  a  que  estos  monumentos  fueron  destinados  en  su  origen,  parece evidente que, sin embargo, estaban íntimamente relacionados con las ideas religiosas. La  identidad  de  su  estructura,  ya  en  Egipto,  ya  en  Méjico  o  en  la  América  Central,  es  demasiado chocante para que se le considere como mera coincidencia.  Verdad es que algunas de las pirámides americanas son de la forma truncada o  aplanada.  Pero, sin  embargo,  según  Bancroft  y  otros,  muchas  de  las  encontradas  en  Yucatán,  y particularmente  las  próximas  a  Palenque,  acaban  en  punta,  a  la  manera  egipcia,  mientras  que  hay también en Egipto pirámides del tipo escalonado y aplanado.  Cholula  ha  sido  comparada  a  los  grupos  de  Dachour  Sakkara  y  a  la  pirámide  escalonada  de Medourn.  Asimismo  la  orientación  la  estructura  y  hasta  las  galerías  y  cámaras  interiores  de  estos misteriosos  monumentos  de  Oriente  y  Occidente,  atestiguan  que  sus  constructores  se  inspiraron en una idea común al trazarlos.  Las  grandes  ruinas  de  las  ciudades  y  templos  del  Yucatán,  y  aun  de  todo  Méjico,  tienen  una extraña  semejanza  con  las  de  Egipto,  habiéndose  comparado  muchas  veces  las  ruinas  de  Teotihuacan con las de Karnak. El  «falso  arco»  -formado  por  hileras  de  piedras  horizontales  que  resaltan  ligeramente  una  de otra – se encuentra construído del mismo modo en la América Central, en los más antiguos edificios de Grecia y en los restos etruscos.  Los  constructores  de  túmulos,  así  en  uno  como  en  otro  continente,  los  hacían  similares  y colocaban dentro de ellos los cadáveres en idénticos sarcófagos de piedra.   Ambos  hemisferios  tienen  también  sus  grandes  montículos  espirales;  compárese  el  de  Adams Co  (Ohio),  con  el  acabado  montículo  espiral  descubierto  en  Argyleshire,  o  con  el  ejemplar  menos perfecto de Avebury, en Wilts. El  tallado  y  decorado  de  los  templos  de  América,  de  Egipto  y  de  la  India,  tienen  mucho  de común, y algunas de las decoraciones murales son completamente idénticas.
Sólo  nos  resta  dar  un  breve  resumen  de  la información de  escritores  antiguos,  de tradiciones de razas primitivas y de las leyendas arcaicas del diluvio.  Gneo Papirio AEliano, en suVaria historia, declara que Theopompo (400 años antes de la  Era  cristiana)  daba  noticia  de  una  entrevista  del  Rey  de  Frigia  y  Sileno,  en  que  el  último  hizo referencia  a  un  gran  continente  más  allá  del  Atlántico,  de  mayor  extensión  que  Asia,  Europa  y  Libia juntas.  Prodo hace una cita de un antiguo escritor relativa a las islas del mar que está al otro lado de las columnas  de  Hércules  (se supone que el estrecho  de  Gibraltar),  y  dice  que  los  habitantes  de  una  de  ellas  tenían  la tradición de una isla muy extensa llamada Atlántida, que por mucho tiempo dominó sobre las demás de aquel Océano. Marcelo  habla  de  siete  islas  del  Atlántico  cuyos  habitantes  conservan  memoria  de  otra  isla mucho mayor, la Atlántida, «que durante un largo período ejerció soberanía sobre las pequeñas».  Diodoro Siculo refiere que los fenicios descubrieron «una gran isla en el Océano Atlántico, más allá de las columnas de Hércules, a algunos días de navegación de la costa de Africa» .  Pero la mayor autoridad en el asunto es la de Platón.  En  el  Timeo  alude  a  la  isla  continente.  Pero el  Critias,  o  Atlántico,  viene  a  ser  la  relación detallada de la historia, artes, usos y costumbres de aquel pueblo.
En  el  Timeo  hace  referencia  a  «un  inmenso  poder  guerrero  que,  lanzándose  desde  el  mar Atlántico, se extendió con furia por toda Europa y Asia.  Pues por este tiempo aquel Océano era navegable y había en él una isla frente a la embocadura que llamáis columnas de Hércules.  Pero  esta  isla  era  más  grande  que  la  Libia  y  el  Asia  juntas,  y  daba  fácil  acceso  a  otras  islas vecinas,  siendo  igualmente  fácil  pasar  de  estas  últimas  a  todos  los  continentes  que  baña  el  mar Atlántico» .  Es tanto el valor del Critias, que no se sabe qué escoger en él.  Pero  tiene  especial  interés  el  siguiente  párrafo,  por  referirse  a  los  recursos  materiales  de  aquel país:  «Estaban  igualmente  provistos  así  en  su  ciudad  como  en  cualquier  otro  punto,  de  todo  lo apetecible para los usos de la vida.  Se surtían ciertamente de muchas cosas en otras comarcas, por razón de ser extenso su imperio; pero la isla les suministraba la mayor parte de lo que necesitaban.  En primer lugar, sacaban de sus minas los metales y los fundían; y el oricaldo que hoy rara vez se  menciona,  era  entre  ellos  muy  celebrado;  se  sacaba  de  la  tierra  en  muchas  partes  de  la  isla,  y  se  le consideraba como el más precioso de todos los metales, excepto el oro. La isla producía también, en abundancia, maderas de construcción.  Había asimismo sobrados pastos para animales domésticos y selváticos.  Existía  un  prodigioso  número  de  elefantes,  pues  los  pastos  eran  bastantes  a  regalar  cuanto  en lagos, ríos, llanuras y montañas se alimenta.  Y  de  la  misma  manera  había  suficiente  sustento  para  la  más  extensa  y  más  voraz  especie  de animales.  Además de esto, cuanto al presente produce la tierra de oloroso, raíces, yerbas, maderas, jugos, gomas, flores o frutos, todo lo producía la isla y lo producía bien».
Los  galos  tenían  tradiciones  de  la  Atlántida,  las  cuales  fueron  recogidas  por  el  historiador romano Timógenes, que vivió en el siglo anterior a Cristo. Tres pueblos de apariencia distinta habitaban las Galias. Primeramente la población indígena (restos probables de la raza lemur); en segundo lugar, los invasores  que  procedían  de  la  lejana  isla  Atlántida,  y  últimamente  los  ario-galos.  Los  toltecas  de  México  se  consideraban  oriundos  de  un  país  llamado  Atlan  o  Aztlan;  los aztecas  también  remontaban  su  origen  a  Aztlan  (véase  Native  Races  de  Bancroft).  El  Popul  Vuh  habla  de  una  visita  que  tres  hijos  del Rey  de  Quiches  hicieron  a  una tierra  «al  Este,  a  orillas  del  mar,  de  la  cual  sus  padres  habían  venido»,  y  de  donde  aquellos  trajeron, entre otras cosas, «un sistema de escritura». Existe  entre  los  indios  de  la  América  del  Norte,  muy  difundida,  una  leyenda  sobre  la procedencia de sus antepasados de una tierra «hacia el nacimiento del sol». Pero aquí nos tenemos que preguntar si en aquel tiempo el sol salía por el Este o el Oeste.  Los indios Jowas y Dakotas, según afirma el mayor J.  Lind, creían que «todas las tribus indias formaban antiguamente una sola, y que vivieron juntas en una isla…  hacia el nacimiento del sol».  Desde  allí  cruzaron  el  mar  en  enormes  piraguas,  a  las  cuales  los  antiguos  Dakotas  navegaron semanas enteras, ganando al fin la tierra.  Declaran  los  libros  de  la  América  Central,  que  una  parte  de  aquel  continente  se  extendía  mar adentro en el Océano, y que esta región fue destruida por una serie de espantosos cataclismos sucedidos a  largos  intervalos,  de  tres  de  los  cuales  hacen  frecuente  referencia  (Véase  Ancient  América,  de Waldwin).  Es  curiosa  la  confirmación  de  esta  creencia  por  la  leyenda  de  los  celtas  de  Bretaña,  que presentaba a su país extendiéndose antiguamente por el Atlántico, y luego destruido.  Tres catástrofes se mencionan en las tradiciones de Gales. De la divinidad mexicana, Quetzalcoatl se creía que vino del “lejano Oriente”.  Se  le  representaba  como  un  hombre  blanco  de  luenga  barba. Nótese  que  los  indios  americanos no tienen barba.
Este Dios les enseñó la escritura y reguló el calendario mexicano.  Después  de  haberles  aleccionado  en  las  artes  pacificas  se  embarcó  de  nuevo  en  dirección  al Este en una canoa de piel de serpiente (véase North American of Antiquity, de John Thomas Short).  La misma historia se hacía de Zamna, civilizador del Yucatán. Sólo queda por tratar la maravillosa uniformidad de las leyendas del diluvio en todas las partes del mundo.  Que aquéllas sean versiones arcaicas de la historia de la perdida Atlántida y de su hundimiento, o  ecos  de  una  gran  alegoría  cósmica,  un  tiempo  enseñada  y  tenida  en  veneración  en  algún  centro común, desde el cual se difundiera a todos los confines del mundo, no es cuestión que por el momento nos importe. Basta para nuestro objeto mostrar la aceptación universal de estas leyendas.  Ocioso seria repetir las historias del diluvio una por una; es suficiente decir que en la  India, en Caldea,  Babilonia,  Media,  Grecia,  Escandinavia  y  China,  así  como  entre  judíos  y  celtas,  la  leyenda  es completamente idéntica en todo lo esencial.  Y  volviendo  al  Occidente  ¿qué  encontramos?  La  misma  historia  en  todos  sus  detalles, conservada  por  los  mexicanos,  cada  una  de  cuyas  tribus  tenía  su  versión,  por  los  guatemaltecos, peruanos y habitantes de Honduras, y por casi todas las tribus indias de la América del Norte.
Sería  pueril  sostener  que  la  explicación  de  esta  similitud  se basa en  una  mera  coincidencia.  Una cita  del  famoso  manuscrito  troano, que parece  haber  sido  escrito  hace  unos  3.500  años  entre  los  mayas  del Yucatán, que  está  en  el  Museo  británico  y  que  ha traducido Le Plongeon, hace referencia a una catástrofe que sumergió la isla de Poseidón: «En el año 6 Kan, en el undécimo Muluc del mes Zac, hubo terribles terremotos que siguieron sin interrupción hasta el décimo tercio Chuen.  El  país  de  los  montículos  de  lodo,  la  tierra  de  Mu(atención a la referencia a Mu, en teoría situada en el océano Pacífico),  creció;  elevada  por  dos  veces,  desapareció durante la noche, sacudidas sin cesar las profundidades por fuerzas volcánicas. Faltando a éstas la salida, hundían y elevaban la tierra en diferentes sitios.  Al fin cedió la superficie, y diez comarcas, hechas pedazos, fueron esparcidas.  Incapaces  de  resistir  la  fuerza  de  las  convulsiones,  se  hundieron  con  sus  64  millones  de habitantes, 8.060 años antes de que este libro fuera escrito». 
Entre  los  documentos  a  que  hemos  aludido  hay  mapas  del  mundo  de  diversos  períodos  de  su historia.  Representan los cuatro a la Atlántida y tierras circunvecinas en diferentes épocas de su historia.  Estas épocas corresponden aproximadamente a los períodos comprendidos entre catástrofes. Y, dentro de estos períodos, representados  por los cuatro mapas, se  agrupan los acontecimientos de la raza atlante. Antes  de  comenzar  esta  historia,  sin  embargo,  conviene  hacer  algunas  indicaciones  sobre  la geografía de aquellas cuatro épocas.  El primer mapa representa la superficie de la tierra tal como era hace un millón de años, cuando la raza atlante estaba en su apogeo, antes de la primera gran sumersión, acaecida hace unos 800.000 años.  El  continente  de  la  Atlántida,  como  puede  observarse,  se  extendía  desde  un  punto,  algunos grados  al  Este  de  Islandia,  hasta  poco  más  o  menos  el  sitio  que  hoy  ocupa  Río  de  Janeiro,  en  la América del Sur.  Desde  Texas,  cuyo  territorio  comprendía,  así  como  el  golfo  mexicano  y  los  Estados meridionales y orientales de América hasta el Labrador inclusive, se alargaba a través del Océano hasta las  islas  británicas  -Escocia  e  Irlanda  y  una  pequeña  porción  del  Norte  de  Inglaterra  formaban  uno  de sus  promontorios-  mientras  sus  tierras  ecuatoriales  abarcaban  el  Brasil  y  toda  la  extensión  del  Océano hasta la costa de Oro, en África. Se  ven  también  en  este  mapa, y como una continuidad del continente atlante, fragmentos  diseminados  de  los  que  un  día  habían  de  ser continentes  de  Europa,  África  y  América,  así  como  los  restos  de  un  continente  todavía  más  antiguo  y en otro tiempo grandemente extendido: el de Lemuria.  Asimismo se indican con color azul, como los de Lemuria, los restos del continente hiperbóreo, anterior aún al último, y que fue la morada de la segunda raza raíz. Vemos que se podía ir por tierra prácticamente de una punta otra del globo, sin tener que navegar.
Según se verá en el segundo mapa, la catástrofe de hace 800.000 años operó grandes cambios en la distribución de tierras en el globo.  El gran continente aparece despojado de sus regiones septentrionales, y el resto quedó roto.  El continente americano, entonces en vías de crecimiento, está separado por un brazo de mar de su  tronco,  el  continente  Atlante.   Y  ya  éste  no  comprende  tierra  alguna  de  las  que  hoy  existen,  sino  que ocupa  gran  extensión  del  Atlántico,  desde  los  50  grados  de  latitud  Norte,  hasta  unos  pocos  grados  al Sur del Ecuador.  Los  hundimientos  y  elevaciones  en  otras  partes  del  globo  habían  sido  también  considerables. Las  islas  británicas,  por  ejemplo,  forman  ya  parte  de  una  inmensa  isla  que  abraza  también  la  península escandinava,  el  Norte  de  Francia,  todos  los  mares  comprendidos  entre  estos  territorios,  y  alguna  parte de los mares exteriores.  Las  dimensiones  de  los  restos  de  Lemuria  han  disminuido,  mientras  que  Europa,  África  y América han aumentado en extensión.
El tercer mapa muestra los resultados de la catástrofe de hace cerca de 200.000 años.  Con excepción de los rompimientos en los continentes atlántico y americano, y de la inmersión del  Egipto (aquí es curioso hacer referencia a la erosión por el efecto del agua de la Esfinge de Egipto),  se  observará  de  cuán  menor  importancia,  relativamente,  fueron  los  hundimientos  y elevaciones  de  terrenos  en  esta  época.  Y,  ciertamente,  el  hecho  de  que  esta  catástrofe  no  ha  sido considerada  como  una  de  las  grandes.  Aparece  bien  claro  de  la  cita  que  hemos  hecho  del  libro sagrado de los guatemaltecos, donde sólo se menciona tres de aquel grado.  Sin embargo, la isla escandinava aparece ya unida al continente.  La Atlántida se ha partido en dos islas, las cuales llevaron los nombres de Ruta y Daitya.  Los  efectos  enormes de  la  convulsión  acaecida  hace  80.000  años,  están  de  manifiesto  en  el cuarto mapa.  Daitya, la más pequeña  y  meridional de las dos islas susodichas ha desaparecido casi del todo, y de Ruta queda solamente la isla relativamente pequeña de Poseidón.  Este  mapa  fue  hecho  hace  72.000  años,  y  representa  sin  duda  con  exactitud  la  superficie terrestre desde este período, en que acaecieron menores cambios.
Nótese  que  los  contornos  terrestres  habían  comenzado  entonces  a  tomar,  en  general,  la apariencia  que  hoy  día  tienen.  Aunque  las  islas  británicas  estaban  aún  unidas  al  continente  europeo,  el mar Báltico no existía, y el desierto de Sahara formaba parte del lecho del Océano.  Debemos  hacer  una  somera  referencia  de  los  Manus,  asunto  místico  en  extremo,  como preliminar necesario a la explicación del origen de una raza raíz.  En  la  Conferencia  XXVI  de  la  Sociedad  Teosófica  de  Londres,  se  trató  de  la  obra  que  estos seres  sublimes  llevan  a  cabo,  la  cual  abraza  no  sólo  el  plan  de  los  tipos  de  todo  el  Manvantara,  sino también la dirección asidua de la formación y enseñanza de cada raza raíz.  La siguiente sita se refiere a esta labor: “Hay también Manus cuyo deber consiste en actuar del mismo modo respecto a cada raza raíz, en cada planeta de la Ronda. Un  Manu,  simiente  de  la  especie  humana,  traza  el  progreso  del  tipo  que  sucesivamente corresponde a cada raza, y  otro Manu, que es la raíz, se encarna realmente  en la nueva raza como  guía y maestro, para dirigir su desarrollo y asegurar su mejoramiento”. 
En el marco del hinduismo, un manwantara, o manuantara, es una era de Manu (el progenitor hindú de la humanidad). Manuantara, en La doctrina secreta, de Madam Blavatsky, se define como: “Los días y las noches de Brahmá; este es el nombre que se les da a los periodos llamados Manu-antara (o ‘[intervalo] entre los Manus’) y pralaia (disolución); uno se refiere a los periodos activos del universo, el otro a sus tiempos de descanso relativo y completo (depende de si ocurre al final de un día o de una vida de Brahmá. Estos periodos, que se siguen uno al otro en sucesión regular, se llaman también kalpas, pequeño y grande, el menor y el mahā kalpa; aunque hablando propiamente, el mahā kalpa nunca es un día de Brahmá sino una vida entera de Brahmā, porque se dice en el Brahma Vaivarta Purana: “Los cronologistas computan un kalpa como la vida de Brahmā; los kalpas menores, como el samvarta y los demás, son numerosos”. En verdad son infinitos, porque nunca tuvieron un comienzo (nunca hubo un primer kalpa) ni habrá uno último en la eternidad”. Un manuantara comprende 71 majá-iugá, que equivalen a una catorceava parte de la vida del dios Brahmā, 12 000 años de los dioses, o 4 320 000 años de los humanos Cada uno de esos periodos es presidido por un Manu especial. Según el hinduismo, ya han pasado seis de tales manuantaras; el actual es el séptimo, y es presidido por el Manu Vaivasvata. Faltan siete manuantaras para completar los 14 que conforman una vida completa de Brahmá.
De una de las subrazas de la tercera raza raíz que habitaba el Continente de Lemuria  se  hizo  la  selección  de  los  ejemplares  destinados  a  producir  la  cuarta raza.  Sin perjuicio de seguir la historia de esta raza a través de los cuatro períodos representados por los  cuatro  mapas,  es  oportuno  hacer  las  siguientes  divisiones:  Origen  de  las  diversas  subrazas  y territorios  que  habitaron;  instituciones  políticas  de  cada  una  de  ellas;  sus  emigraciones  a  otras  partes del  mundo;  artes  y  ciencias  que  cultivaron;  usos  y  costumbres; y florecimiento  y  decadencia  de  sus ideas religiosas. Los  nombres  de  las  diferentes  subrazas,  son:  Rmoahal;  Tlavatli;  Tolteca;  Turania  primitiva; Semita originaria; Akadia; y Mongola.  Es necesario explicar por qué se han elegido estos nombres.  Cuando  los  etnólogos  modernos  han  descubierto  huellas  de  una  de  estas  subrazas,  o  siquiera identificado una pequeña parte de alguna, se emplea el nombre que le han dado para mayor sencillez. Pero  como  apenas  hay huella de  las  dos  primeras  subrazas,  en  que  la  ciencia  pueda  basarse,  se designan con los mismos nombres que usaron.  El  período  representado  por  el  mapa  número  1,  manifiesta  la  superficie  terrestre  según  existía hace un millón de años. Pero la raza Rmoahal nació hace de cuatro a cinco millones de años, período en el cual  existían  aún  extensas  porciones  del  gran  continente  meridional  de  Lemuria,  mientras  que  la Atlántida no había adquirido las proporciones que posteriormente alcanzó.
En un promontorio de esta tierra de Lemuria surgió la raza Rmoahal.  Aproximadamente  puede  colocarse  este  punto  en  el  7.0  de  latitud  Norte  y  el  5.0  de  longitud Oeste, que en los Atlas modernos viene a caer en la costa de los Ashantis.  Era  aquél  un  país  cálido  y  húmedo,  y  allí  vivían,  en  pantanosos  cañaverales  y  en  bosques sombríos, enormes animales antidiluvianos.  Actualmente los ashanti o asantes son un importante grupo étnico de Ghana (África). Los ashanti hablan twi, una lengua similar al fante, pero con más hablantes, 7 millones de personas.  Los restos fósiles de aquellas plantas se encuentran hoy en los yacimientos hulleros.  Los rmoahales eran una raza oscura de color de caoba.  Su  talla  en  los  primitivos  tiempos,  era  de  10  a  12  pies (1 pié = 0,3048 metros).,  talla  de  verdaderos  gigantes.  Pero, andando  el  tiempo,  disminuyó  gradualmente,  como  sucedió  a  todas  las  demás  razas  a  su  vez,  y  por último, quedó reducida a la estatura del hombre de Furfooz.  Las  personas  versadas  en  Geología  y  Paleontología,  saben  que  estas  ciencias  consideran  al hombre  de  Cromagnon  anterior  al  de  Furfooz;  y  siendo  así  que  las  dos  primeras  razas  coexistieron durante  largos  períodos  de  tiempo,  pudo  suceder  muy  bien  que  los  esqueletos  de  Cromagnon, representantes  de  la  segunda  raza,  fuesen  depositados  en  los  yacimientos  cuaternarios  miles  de  años antes de que viviese sobre la tierra el hombre de Furfooz, que se supone representa un tipo degenerado de la primera raza.
Posteriormente emigraron a las costas meridionales de la Atlántida, donde sostuvieron continuas guerras con las subrazas sexta y séptima de los lemures que habitaban aquel país.  Una  gran  parte  de  estas  tribus,  recorriendo  el  continente,  paró  en  el  Norte,  mientras que las restantes se establecieron al Mediodía, mezclándose con los aborígenes lemures.  Resultó de esto, que en el período de que estamos tratando, al que se refiere el primer mapa, había mestizaje  en  las  comarcas  del  Sur;  y,  según  veremos,  andando  el  tiempo,  los conquistadores  toltecas  sacaron  sus  esclavos  de  estas  razas  oscuras  que  habitaban  las  provincias ecuatoriales y el extremo meridional del continente.  La  parte  de  la  raza  Rmoahal  que  se  conservó  pura,  entró  en  las  penínsulas  al  Nordeste, próximas  a  Islandia,  donde  habitaron  por  generaciones  sin  cuento,  adquiriendo  gradualmente  un  color más  claro,  a  tal  punto,  que  en  la  fecha  del  primer  mapa,  la  encontramos  constituyendo  un  pueblo  mucho más blanco.  Sus descendientes vinieron a ser, con el tiempo, súbditos de los reyes semitas, nominalmente al menos.  Aunque  hemos  dicho  que  habitaron  en  el  Norte  por  generaciones  sin  cuento,  esto  no  implica que  su  permanencia  allí  no  sufriese  interrupciones;  pues  la  fuerza  de  las  circunstancias  les  empujó  a veces hacia el Sur.  Aunque  el frío de las  épocas  glaciales influyó también como  es natural, sobre las demás razas.  Sin  entrar  en  la  cuestión  de  los  diversos  movimientos  de  la  tierra,  ni  en  los  varios  grados  de excentricidad  de  su  órbita,  en  cuya  combinación  se  ha  creído  ver  a  veces  la  causa  de  los  períodos glaciales,  es  un  hecho, reconocido  por  algunos  astrónomos,  que  cada  30.000  años sobreviene una época glacial de las menores. 
Además de éstas, hubo  dos ocasiones  en la historia de la Atlántida,  en que el cinturón de hielo no asoló únicamente las regiones del Norte, sino que invadió la mayor parte del continente y forzó a todos los seres vivos a emigrar hacia las tierras ecuatoriales.  La  primera  vez  ocurrió  en  los  días  de  los  rmoahales,  hace  tres  millones  de  años,  y  la  segunda durante el predominio de los toltecas, 850.000 años antes de nuestra época.  Por  lo  que  hace  a  los  períodos  glaciales,  debe  consignarse  que  aunque  los  habitantes  de  las comarcas  del  Norte  se  veían  obligados  a  trasladarse  durante  el  invierno  muy  al  Mediodía  del  cinturón del  hielo,  había,  sin  embargo,  grandes  territorios,  a  los  cuales  podían  volver  en  el  verano,  y  donde acampaban para cazar, hasta que el frío del invierno les echaba de nuevo hacia el Sur.  Los Tlavatlis o segunda subraza, tuvieron origen en una isla situada a corta distancia de la costa occidental de la Atlántida.  De allí se extendieron a la Atlántida, ocupando las regiones centrales,  y gradualmente subieron al Norte, hacia las costas que caían frente a la Groenlandia.  Físicamente,  eran  una  raza  vigorosa  y  dura,  de  color  rojo  oscuro,  pero  no  tan  altos  como  los Rmoahales, a quienes empujaron más aún hacia el Norte.  Fueron siempre un pueblo aficionado a la vida de las montañas, y su principal asiento estuvo en las  comarcas  montañosas  del  interior,  las  cuales,  comparando  los  mapas  1  y  4,  se  verá  que  tenían aproximadamente los contornos de lo que al cabo llegó a ser isla de Poseidón.  En el período del primer mapa poblaron también las costas septentrionales, y  con  el  tiempo,  mezclados  con  sangre  tolteca,  habitaron  las  islas  occidentales  que  en  su  día  formaron parte del continente americano.
Pasemos ahora a la raza tolteca, o tercera subraza.  Ésta representó un gran desarrollo en el tipo humano.  Imperó sobre todo el continente de la Atlántida por miles de años, con gran poderío y gloria.  Y tan  dominante  y  bien  dotada  de  vitalidad  fue  esta  raza,  que  sus  mezclas  con  las  siguientes  subrazas  no pudieron modificar el tipo, que permaneció siempre esencialmente tolteca. Cientos de miles de años más tarde  encontramos  una  de  sus  más  remotas  ramificaciones,  gobernando  de  un  modo  grandioso  en México  y  el  Perú,  muchos  siglos  antes  de  que  sus  degenerados  descendientes  fuesen  conquistados  por las feroces tribus aztecas, procedentes del Norte.  El  color  de  esta  raza  era  también  rojo  oscuro,  pero  era  aún  más  roja  o  más  cobriza  que  los tlavatlis. Tenían  también  talla  de  gigantes,  midiendo  por  término  medio  ocho  pies  de  altura,  en  el período de su supremacía, pero menguaron como todas las razas hasta llegar a la estatura corriente.  Su  tipo  fue  un  adelanto  sobre  el  de  las  subrazas  posteriores;  sus  facciones  eran  rectas  y acentuadas, no muy distintas de las de los antiguos griegos.  La cuna de esta raza caía cerca de la costa occidental de la Atlántida, a los 30° de latitud Norte aproximadamente, y por  solo  toltecas  fue  poblada  la  totalidad  de  los  países  circunvecinos  que  abrazaban  toda  la  extensión de las costas del Poniente.
Pero,  como  veremos  cuando  se  trate  de  su  organización  política,  su  territorio  se  extendió  en determinados períodos a través del continente, y desde su gran capital, fundada en las costas orientales, ejercieron los emperadores toltecas su dominio casi ulniversal.  Se  designa  a  estas  tres  primeras  subrazas  con  el  nombre  de  «razas  rojas»,  y  entre  ellas  y  las cuatro siguientes no hubo al principio mucha mezcla de sangre.  Las  últimas,  aunque  muy  diferentes  entre  sí,  han  sido  llamadas  «amarillas»,  color  que  más propiamente caracteriza a las turania y mongola, pues la semita y acadia eran relativamente blancas.  La subraza cuarta, o turania, tuvo su origen a la banda oriental del continente,  y al Sur del país montañoso habitado por el pueblo tlavatli.  Los  turianos  fueron  colonizadores  desde  sus  primeros  tiempos,  y  emigraron  en  gran  número  a las tierras que se extendían al Este de la Atlántida.  Nunca  fue  ésta  una  raza  dominadora  en  su  propio  continente,  aunque  algunas  de  sus  tribus  y familias llegaron a ser muy poderosas. Las  grandes  regiones  centrales  del  continente,  situadas  al  Oeste  y  al  Mediodía  del  país montañoso  de  los  tlavatlis,  fueron  su  morada  propia,  aunque  no  exclusiva,  pues  compartieron  estas tierras con los toltecas.
Más adelante se verá qué curiosos ensayos políticos y sociales hizo esta subraza.  Por  lo  que  hace  a  los  semitas  primitivos,  o  quinta  subraza,  los  etnólogos  se  han  visto  algo confusos, cosa muy natural si se considera lo insuficiente de los datos que han podido tener a mano.  Esta subraza apareció en los territorios montañosos que formaban la más meridional de las dos penínsulas  situadas  al  Norte  del  continente,  la  cual,  como  ya  hemos  visto,  está  hoy  representada  por Escocia, Irlanda y algo de los mares que las rodean.  En esta porción del gran continente creció y floreció la raza durante siglos, sosteniendo su  independencia  contra  los  ataques  de  los  Reyes  del  Sur,  hasta  que  a  su  vez  le  llegó  el  tiempo  de extenderse y colonizar. Debe  tenerse  en  cuenta  que  en  la  época  en  que  los  semitas  llegaron  a  ser  poderosos,  habían pasado  cientos  de  miles  de  años  desde  su  aparición,  y  se  había  entrado  ya  en  el  período  del  segundo mapa. Eran  turbulentos  y  mal  avenidos,  siempre  en  guerra  con  sus  vecinos  y  en  particular  con  el poder, entonces creciente de los acadios.  La  cuna  de  estos  últimos,  que  formaron  la  subraza  sexta,  podrá  encontrarse  en  el  mapa  segundo;  pues  esta  raza  nació,  después  de  la  gran  catástrofe  de  hace  800.000 años,  en  la  tierra  que  estaba  al  Este  de  la  Atlántida,  hacia  el  punto  medio  de  la  gran  península, más o menos al sur de la actual Península Ibérica, cuya extremidad Sudoeste se extendía hasta casi tocar aquel continente.
El  lugar  referido  puede  colocarse  aproximadamente  en  el  grado  42  de  latitud  Norte  y  el  10º  de longitud Este. No  se  contuvieron  los  acadios  por  mucho  tiempo  dentro  del  territorio  en  que  habían  nacido, sino que invadieron el entonces ya disminuido continente de la Atlántida. Riñeron  con  los  semitas  muchas  batallas  por  mar  y  tierra,  y  por  ambas  partes  se  emplearon escuadras numerosas. Finalmente, hará cosa de 100.000 años, vencieron por completo a los semitas, y desde entonces una  dinastía  acadia,  establecida  en  la  antigua  capital  semita,  gobernó  el  país  sabiamente  por  muchos cientos de años.  Era  un  pueblo  comercial,  colonizador  y  marinero,  y  así  estableció  muchos  centros  mercantiles en países lejanos.  Los  mongoles,  o  séptima  subraza,  parece  que  fueron  los  únicos  que  no  tuvieron  contacto alguno con el continente atlante.  Nacidos  en  las  llanuras  de  la  Tartaria  (ver el  segundo  mapa),  en  las cercanías de los 63° de latitud Norte y 140° de longitud Este, en el extremo Este de la actual Siberia, fueron retoño directo de descendientes de la raza turania a quienes gradualmente reemplazaron en la mayor parte del Asia.  Esta  subraza  se  multiplicó  con  exceso,  y,  aun  en  el  día,  la  mayor  parte  de  los  habitantes  del globo pertenecen a ella etnográficamente, si bien muchas de sus divisiones se hallan matizadas por tan vario modo con sangre de otras razas anteriores que apenas si pueden distinguirse de ellas.
En un artículo como este sería imposible relatar la manera cómo cada subraza se subdividió en naciones, cada una de las cuales tuvo su tipo distinto y sus cualidades características. Todo  lo  que  se  puede  intentar  es  un  bosquejo  sobre  las  varias  instituciones  políticas  en  las grandes épocas.  Al  reconocer  que  cada  subraza,  así  como  cada  raza  raíz,  está  destinada  a  subir  en  algunos aspectos  a  un  nivel  más  elevado  que  la  precedente,  hay  que  reconocer  la  naturaleza  cíclica  del desarrollo que conduce a la raza, del mismo modo que al individuo, a través de las diversas fases de la infancia, de la juventud y de la madurez, para volverla de nuevo a la infancia de la edad senil.  La  evolución  implica  progreso  en  definitiva,  aunque  el  retroceso  de  su  espiral  ascendente  nos haga  ver  en  la  historia  política  y  religiosa,  no  sólo  la  serie  de  los  desarrollos  y  adelantos,  sino  también la degradación y decadencia.  La  primera  subraza  fue  desde  un  principio  regida  por  el  gobierno  más  perfecto  que  pueda concebirse,  pero  debe  entenderse  que  esto  respondía  a  las  exigencias  de  su  estado  infantil  y  no  a merecimientos de la edad madura.
Los Rmoahales eran incapaces de desarrollar plan alguno de gobierno estable, y ni aun siquiera alcanzaron el alto grado de civilización de las sexta y séptima subrazas lemures.  Pero  el  Manu  que  llevó  a  cabo  la  selección  de  aquella  raza,  se  encarnó  de  hecho  en  ella  y  la gobernó como rey.  Aun después que él dejó de intervenir de un modo visible en el gobierno, se siguió proveyendo a la comunidad naciente de gobernantes divinos o adeptos, cuando los tiempos lo requerían.  Los  estudiantes  de  Teosofía  afirman  que  la  humanidad  no  había  alcanzado  por  entonces  el término de desarrollo requerido para producir adeptos en la plenitud de la iniciación. Los  gobernantes  referidos,  incluso  el  mismo  Manu,  eran,  pues,  necesariamente  fruto  de evoluciones en otros sistemas de mundos. Dicho de otra manera, lo que llamaríamos seres extraterrestres.  Los tlavatlis dieron muestras de algún adelanto en las artes de gobierno.  Sus diversas tribus  y naciones fueron  gobernadas por jefes o  reyes que,  generalmente, recibían su autoridad por aclamación del pueblo.  Naturalmente,  los  individuos  más  poderosos  y  los  guerreros  más  renombrados  solían  ser  los elegidos.  Por  ventura,  se  estableció  entre  los  tlavatlis  un  gran  imperio,  del  cual  fue  jefe  nominal  un  rey cuya soberanía era más bien un título de honor que una autoridad efectiva.
 La  raza  tolteca  fue  la  que  desarrolló  la  civilización  más  elevada  y  organizó  el  imperio  más poderoso  de  todos  los  pueblos  atlánticos,  y  entonces  se  introdujo  por  primera  vez  el  principio  de sucesión hereditaria. En los primeros tiempos se dividió la  raza  en  gran número de pequeños reinos independientes, constantemente en guerra unos con otros, y todos con los lemuro-rmoahales del Sur. Estos fueron vencidos y sometidos a vasallaje, siendo muchas de sus tribus reducidas a la esclavitud.  Hará  un  millón  de  años  aquellos  reinos  se  unieron  en  una  gran  federación,  que  reconoció  como líder a un emperador.  Este hecho fue precedido de grandes guerras, pero al fin dió paz y prosperidad a la raza.  Debe  recordarse  que  la  humanidad  estaba  todavía  dotada,  en  su  mayor  parte,  de  facultades psíquicas,  y  los  que las  tenían más  desarrolladas eran  enseñados  a  usarlas  en  las  escuelas  ocultas, obteniendo varios grados en la iniciación y aun algunos se convertían en adeptos.  El  segundo  de  los  emperadores  fue  un  adepto  y  durante  miles  de  años  gobernó  una  dinastía divina, de origen extraterrestre.  No  sólo  todos  los  reinos  en  que  la  Atlántida  estaba  dividida,  sino  también  las  islas  del  Oeste  y las regiones meridionales de las tierras adyacentes del lado de Levante.  Los miembros de esta dinastía, en caso necesario, salían de la comunidad de iniciados. Mas, por regla  general,  el  poder  se  transmitía  de  padres  a  hijos,  siendo  todos  ellos  iniciados  y  recibiendo  a veces el hijo un grado más avanzado de iniciación de manos de su padre.
Durante  todo  este  período,  los  gobernantes  iniciados  tenían  conexión  con  la  jerarquía  oculta que gobierna el mundo (creemos que de origen extraterrestre), y vivían sometidos a sus leyes y actuaban en armonía con sus planes.  Esta fue la edad de oro de la raza tolteca.  Su  gobierno  fue  justo  y  benéfico;  se  cultivaban  las  artes  y  las  ciencias,  y  guiados  los  que  se consagraban a ellas por conocimientos ocultos, consiguieron enormes resultados. Las creencias y ritos religiosos eran todavía relativamente puros.  En resumen: la civilización de los Atlantes había alcanzado por este tiempo su mayor nivel.  A los 100.000 años de esta edad de oro, comenzaron la degeneración y la decadencia de la raza.  Muchos  de  los  reyes  tributarios,  gran  número  de  sacerdotes  y  muchas  gentes  del  pueblo, dejaron  de  usar   sus  facultades  y  poderes  conforme  a  las  leyes  de  sus  divinos  preceptores,  cuyos mandatos y advertencias menospreciaron.  Su conexión con la jerarquía oculta quedó rota.  El engrandecimiento personal, el logro de riquezas y autoridad, el abatimiento y la ruina de sus enemigos,  llegaron  a  ser  de  día  en  día  los  fines  preferentes  hacia  los  cuales  encaminaban  sus  poderes ocultos; y apartados así del uso legítimo de éstos, acabaron por emplearlos en toda suerte de propósitos egoístas y malévolos, con lo que inevitablemente cayeron en la hechicería o magia negra.
Cconsideremos por un  momento  su  verdadero  significado  y  los  terribles  efectos  que  su  práctica  ha  de  traer  siempre  al mundo.  En  parte  por  razón  de  sus  facultades  psíquicas,  no  extinguidas  aún  en  los  abismos  de  la materialidad  a  que  la  raza  descendió  más  tarde,  y  en  parte  a  causa  de  sus  adelantos  científicos  durante el  apogeo  de  la  civilización  atlante,  los  individuos  más  inteligentes  y  enérgicos  adquirieron  por  grados sucesivos  un  conocimiento  cada  día  más  profundo  de  la  labor  íntima  de  las  leyes  naturales,  y  un dominio cada día creciente sobre algunas de las fuerzas ocultas de la Naturaleza.  Mas  la  profanación  de  este  conocimiento  y  su  empleo  para  fines  egoístas,  constituye  la hechicería.  Buena  prueba  de  los  terribles  efectos  de  tal  profanación  fueron  las  espantosas  catástrofes  que sorprendieron a aquella raza.  Pues  una  vez  comenzadas  las  negras  prácticas,  se  extendieron  en  círculos  cada  vez  más amplios.  La suprema dirección espiritual fue retirada,  y  el principio kármico, que por ser el cuarto, debía naturalmente alcanzar su mayor desarrollo en la cuarta raza raíz, se afirmó más y más en la humanidad.  La  lujuria  y  los  instintos  feroces  y  brutales  fueron  en  aumento,  y  la  naturaleza  animal  del hombre se iba aproximando a su expresión más degradada.  El problema moral dividió a la raza atlante desde sus primeros tiempos en dos campos hostiles, y lo que  ya había comenzado en la época de los rmoahales se acentuó de un modo terrible en la Era de los toltecas.
La bíblica batalla de Armagedón se libra una y mil veces en cada edad de la historia del mundo.  No  queriendo  someterse  por  más  tiempo  a  la  sabia  dirección  de  los  emperadores  iniciados,  los secuaces  de  la  magia  negra  se  alzaron  en  rebelión  y  proclamaron  un  jefe  rival  del  sagrado  Emperador, quien, después de muchos combates, fue arrojado de su capital,  «la ciudad de las Puertas de Oro»,  y el usurpador se sentó en su trono.  El  emperador  legítimo,  empujado  hacia  el  Norte,  se  estableció  en  una  ciudad  fundada  por  los tlavatlis  en  el  límite  meridional  del  país  montañoso,  y  que  era  entonces  la  sede  de  uno  de  los  reyes toltecas tributarios.  Éste le recibió con alegría y puso la ciudad a su disposición.  Algunos  otros  reyes  tributarios  se  le  mantuvieron  fieles,  pero  los  más  rindieron  homenaje  al nuevo emperador reinante en la antigua capital.  Sin embargo, no permanecieron mucho tiempo en su obediencia. Proclamábanse  independientes  a  cada  paso  y  reñían  continuas  batallas  en  las  diferentes  partes del  imperio,  recurriendo  en  gran  escala  a  las  artes  de  la  hechicería  para  aumentar  las  fuerzas destructoras de los ejércitos.  Estos acontecimientos ocurrieron unos 50.000 años antes de la primera catástrofe, o sea hace unos 850.000 años.  De allí en adelante las cosas fueron de mal en peor. Los  hechiceros  hacían  uso  de  sus  poderes  con  más  temeridad  cada  día,  y  una  gran  parte  del pueblo, que cada vez iba en aumento, adquiría y practicaba estas terribles artes.  Entonces sobrevino el espantoso castigo, en que millones de hombres perecieron. 
La  gran  «ciudad  de  las  Puertas  de  Oro»  había  llegado  a  ser  por  este  tiempo  un  antro  completo de iniquidad.  Las  olas  la  barrieron,  sumergiendo  a  sus  habitantes.  Y  el  «negro  emperador»  y  su  dinastía cayeron para no levantarse más.  El  emperador  del  Norte  y  los  sacerdotes  iniciados  de  todo  el  continente,  tuvieron  noticia anticipada  del  peligro  que  amenazaba, por lo que se llevaron a cabo  muchas  emigraciones conducidas por sacerdotes, que precedieron a esta catástrofe, así como a las posteriores.  El continente quedó terriblemente desgarrado.  Pero  la  cantidad  efectiva  de  territorio  sumergido  no  representaba.  En  verdad,  el  daño  fue causado porque  las  olas,  precipitándose  en  su  irrupción  sobre  grandes  extensiones  de  terreno,  la  dejaron  al retirarse convertida en pantanos.  Provincias  enteras  quedaron  estériles  y  permanecieron  por  muchas  generaciones  sin  cultivo, como desiertos.  La población que sobrevivió había recibido una terrible advertencia.  Quedó grabada en los corazones, y la hechicería se practicó menos durante algún tiempo.  Un largo período transcurrió antes que se estableciese estado alguno poderoso.  Al fin encontramos una dinastía semita de hechiceros, entronizada en la  «ciudad de las Puertas de Oro», pero ningún poder tolteca tuvo ya preeminencia durante el período del segundo mapa. 
Existían  aún  muchas  poblaciones  de  esta  raza;  más  no  habitaban  ya  en  el continente originario. En  la  isla  de  Ruta,  sin  embargo,  se  alzó  de  nuevo  una  dinastía  tolteca,  y  gobernó  por  medio  de reyes tributarios una gran parte de la isla. Esta dinastía estaba entregada  a la magia negra,  que fue creciendo durante los cuatro períodos, hasta  llegar  a  su  colmo  al  tiempo  de  la  catástrofe  inevitable  que  limpió  a  la  tierra  de  este  mal monstruoso.  También  es  de  notar  que  hasta  el  mismo  momento  en  que  desapareció  Poseidón,  un  rey  o emperador  iniciado  -o  que,  cuando  menos,  reconocía  “la  buena  ley”-  ejercía  autoridad  en  una  parte  de la gran isla, procediendo bajo la dirección de la jerarquía oculta, para reprimir hasta donde era posible a los hechiceros, y para guiar e instruir la corta minoría que aún deseaba llevar una vida ordenada y pura.  En los últimos días este rey sagrado era elegido generalmente por los sacerdotes (los pocos que aún seguían “la buena ley”).  Poco más resta que decir sobre la raza tolteca.
Los textos de Platón sitúan la Atlántida frente a las Columnas de Hércules (lugar tradicionalmente entendido como el estrecho de Gibraltar) y la describen como una isla más grande que Libia y Asia juntas. Se señala su geografía como escarpada, a excepción de una gran llanura de forma oblonga de 3000 por 2000 estadios, rodeada de montañas hasta el mar. A mitad de la longitud de la llanura, el relato ubica una montaña baja de todas partes, distante 50 estadios del mar, destacando que fue el hogar de uno de los primeros habitantes de la isla, Evenor, nacido del suelo. Según el Critias, Evenor tuvo una hija llamada Clito. Cuenta este escrito que Poseidón era el amo y señor de las tierras atlantes, puesto que, cuando los dioses se habían repartido el mundo, la suerte había querido que a Poseidón le correspondiera, entre otros lugares, la Atlántida. He aquí la razón de su gran influencia en esta isla. Este dios se enamoró de Clito y para protegerla, o mantenerla cautiva, creó tres anillos de agua en torno de la montaña que habitaba su amada. La pareja tuvo diez hijos, para los cuales el dios dividió la isla en respectivos diez reinos. Al hijo mayor, Atlas o Atlante, le entregó el reino que comprendía la montaña rodeada de círculos de agua, dándole, además, autoridad sobre sus hermanos. En honor a Atlas, la isla entera fue llamada Atlántida y el mar que la circundaba, Atlántico. Su hermano gemelo se llamaba Gadiro (Eumelo en griego) y gobernaba el extremo de la isla que se extendía desde las Columnas de Heracles hasta la región que por derivación de su nombre se denominaba Gadírica.
Favorecida por Poseidón, la isla de Atlántida era abundante en recursos. Había toda clase de minerales, destacando el oricalco (cobre de montaña) más valioso que el oro para los atlantes y con usos religiosos (se especula que el relato hace referencia a una aleación natural del cobre); grandes bosques que proporcionaban ilimitada madera; numerosos animales, domésticos y salvajes, especialmente elefantes; copiosos y variados alimentos provenientes de la tierra. Tal prosperidad dio a los atlantes el impulso para construir grandes obras. Edificaron sobre la montaña rodeada de círculos de agua una espléndida acrópolis plena de notables edificios, entre los que destacaban el Palacio Real y el templo de Poseidón. Construyeron un gran canal, de 50 estadios de longitud, para comunicar la costa con el anillo de agua exterior que rodeaba la metrópolis; y otro menor y cubierto, para conectar el anillo exterior con la ciudadela. Cada viaje hacia la ciudad era vigilado desde puertas y torres, y cada anillo estaba rodeado por un muro. Los muros estaban hechos de roca roja, blanca y negra sacada de los fosos, y recubiertos de latón, estaño y oricalco. Finalmente, cavaron, alrededor de la llanura oblonga, una gigantesca fosa a partir de la cual crearon una red de canales rectos, que irrigaron todo el territorio de la planicie.
Los reinos de la Atlántida formaban una confederación gobernada a través de leyes, las cuales se encontraban escritas en una columna de oricalco, en el Templo de Poseidón. Las principales leyes eran aquellas que disponían que los distintos reyes debían ayudarse mutuamente, no atacarse unos a otros y tomar las decisiones concernientes a la guerra, y otras actividades comunes, por consenso y bajo la dirección de la estirpe de Atlas. Alternadamente, cada cinco y seis años, los reyes se reunían para tomar acuerdos y para juzgar y sancionar a quienes de entre ellos habían incumplido las normas que los vinculaban. La justicia y la virtud eran propios del gobierno de la Atlántida, pero cuando la naturaleza divina de los reyes descendientes de Poseidón se vio disminuida, la soberbia y las ansias de dominación se volvieron características de los atlantes. Según el Timeo, comenzaron una política de expansión que los llevó a controlar los pueblos de Libia (entendida tradicionalmente como el norte de África) hasta Egipto y de Europa, hasta Tirrenia (entendida tradicionalmente como Italia). Cuando trataron de someter a Grecia y Egipto, fueron derrotados por los atenienses. El Critias señala que los dioses decidieron castigar a los atlantes por su soberbia, pero el relato se interrumpe en el momento en que Zeus y los demás dioses se reúnen para determinar la sanción. Sin embargo, habitualmente se suele asumir que el castigo fue un gran terremoto y una subsiguiente inundación que hizo desaparecer en el mar la isla donde se encontraba el reino o ciudad principal, “en un día y una noche terribles“, según señala el diálogo en Timeo.
La población de toda la isla de Poseidón estaba más o menos mezclada.  Dos reinos y una pequeña república en el Oeste se dividían todo el territorio.  La  parte  Norte  era  gobernada  por  el  rey  iniciado,  y  en  el  Sur  el  principio  hereditario  había cedido ante la elección popular. Las dinastías cerradas habían concluido. Mas, de vez en cuando, reyes de sangre tolteca subieron al poder, así en el Norte como en el Sur, y el reino septentrional, combatido constantemente por su rival del Mediodía, iba perdiendo paulatinamente pedazos de su territorio.  Después de haber tratado con alguna extensión del estado de las cosas durante la hegemonía de los  toltecas,  la  descripción  de  las  instituciones  políticas  de  las  siguientes  cuatro  subrazas  no  merece mayor atención, pues ninguna de ellas alcanzó el alto grado de civilización de los toltecas.  La degeneración de la raza había comenzado de hecho.  Parece que  la  raza  turania,  por  natural  inclinación,  tendió  a  desarrollar  una  especie  de  sistema feudal.  Cada jefe era soberano en su propio territorio, y el rey era solamente primus inter pares.  Los jefes que formaban  su consejo asesinaban de vez en cuando  al rey, colocándose  alguno de ellos en su puesto.  Eran los turanios turbulentos, sin ley, crueles y brutales.
Como  muestra  de  estas  cualidades, poder  citar  el  hecho  de  que  en  algunos  períodos  de  su  historia tomaron parte en las guerras regimientos de mujeres.  Pero el hecho más interesante de esta raza fue la extraña experiencia que hizo en su vida social, y que, a no ser por su origen político, se podrían incluir mejor en la descripción de usos y costumbres. Vencidos  continuamente  en  la  guerra  con  sus  vecinos  los  toltecas  y  reconociéndose  muy inferiores  en  número,  aspiraron  sobre  todo  al  aumento  de  población,  para  lo  cual  dictaron  leyes  que relevaban a los hombres de la carga de sostener a su familia.  El  Estado  se  hizo  cargo  de  los  niños  y  proveía  a  sus  necesidades,  siendo  éstos  considerados como propiedad suya.  Esta  medida  tendía  a  fomentar  los  nacimientos  entre  los  turanios,  con  menosprecio  de  la institución del matrimonio.  Los lazos de la vida de familia  y  el sentimiento de amor paterno,  fueron destruidos; mas como el plan resultara un fracaso, se desistió al fin de él.  También intentó esta raza aplicar soluciones socialistas a los problemas económicos; pero, hecho el ensayo, fue abandonado.
Los  semitas  primitivos, raza  guerrera,  enérgica  y  dada  al  pillaje,  tuvieron siempre  tendencias  a una forma de gobierno patriarcal.  Los  colonizadores  semitas,  nómadas  por  lo  común,  adoptaron  casi  exclusivamente  esta  forma. Pero así y todo, como ya hemos visto, llegaron a poseer un gran imperio en los tiempos a que se refiere el segundo mapa, habiéndose hecho dueños de la gran «ciudad de las Puertas de Oro».  Mas, al fin, cedieron al creciente poder de los acadios.  En  el  período  del  tercer  mapa,  hace  100.000  años  apróximamente,  los  acadios  pusieron  fin  al poder semita.  Esta subraza sexta era un pueblo más respetuoso de las leyes que sus predecesores.  Comerciantes  y  marineros  vivían  en  comunidades  fijas,  y  naturalmente  surgió  entre  ellos  la oligarquía como forma de gobierno.  Una  peculiaridad  suya,  de  la  cual  Esparta  es  el  único  ejemplo  en  los  tiempos  históricos,  fue  el gobierno simultáneo de dos reyes en una misma ciudad.  Como  resultado  probable  de  sus  aficiones  a  la  navegación,  el  estudio  de  los  astros  llegó  a caracterizar su cultura, por lo que esta raza hizo grandes adelantos en la Astrología y en la Astronomía. El  pueblo  mongol  constituyó  un  progreso  sobre  sus  inmediatos  antecesores,  pertenecientes  al brutal tronco turanio.  Nacidos los mongoles en las vastas estepas de la Siberia Oriental, jamás tuvieron contacto con el continente madre;  y debido, sin duda, a las condiciones del territorio que ocupaban, hicieron una  vida nómada . Más  psíquicos  y  más  religiosos  que  los  turanios,  de  quienes  procedían,  la  forma  de  gobierno hacia la cual se inclinaban, exigía como remate un soberano que fuese al mismo tiempo señor temporal y gran sacerdote.
Tres causas contribuyeron a producir las migraciones.  Los  turanios,  como  hemos  visto,  se  sintieron  impulsados  del  espíritu  colonizador  desde  sus primeros días, y respondieron a él en gran escala. Los semitas y los acadios fueron también razas colonizadoras hasta cierto punto.  Ahora bien; andando el tiempo y creciendo la población hasta el punto de rebasar los límites de los  medios  de  subsistencia,  la  necesidad  impulsó  a  todas  las  razas,  según  las  oportunidades  se presentaban, a buscar el sustento en tierras menos pobladas.  Debe  tenerse  en  cuenta  que  cuando  los  atlantes  llegaron  al  zenit  en  la  época  tolteca,  la proporción de habitantes por milla cuadrada en la Atlántida igualaba probablemente, si no excedía, a la actual en Inglaterra y Bélgica. Ciertamente  los  espacios  vacíos  aprovechables  para  colonias,  eran  en  aquella  edad  mucho mayores  que  en  la  nuestra;  pero  la  población  total  del  mundo  ascendía en aquellos tiempos a la enorme cifra de 2.000 millones aproximadamente.
Al  fin  vinieron  las  emigraciones  dirigidas  por  los  sacerdotes  antes  de  cada  catástrofe,  de  las cuales hubo muchas más que las cuatro mayores a que se ha hecho referencia.  Los  reyes  iniciados  y  los  sacerdotes  que  seguían  la  «buena  ley»  ,  sabían  de  antemano  las calamidades que amenazaban.  De aquí que cada uno de ellos profetizase primero, advirtiendo a las gentes y se hiciese después guía de grandes masas de colonizadores.  Es  de  notar  que  en  los  postrimeros  días,  los  gobernantes  del  país  sentían  profundamente  estas emigraciones  conducidas  por  los  sacerdotes,  porque  despoblaban  y  empobrecían  sus  reinos,  y  llegó  a ser necesario a los emigrantes embarcarse en secreto durante la noche.  Al trazar las diferentes direcciones seguidas por cada  raza en su  emigración, vamos  a parar, en último resultado, a las tierras que sus respectivos descendientes ocupan hoy día.  Las primeras emigraciones fueron las de la raza Rmoahal.  Se  recordará  que  la  parte  de  esta  raza  que  habitaba  las  costas  del  Nordeste,  fue  la  única  que conservó su pureza de sangre. Acosados  en  su  frontera  meridional  y  empujados  más  al  Norte  por  los  guerreros  tlavatlis, comenzaron  los  Rmoahales  a  invadir  los  territorios  vecinos  situados  al  Este,  y  los  más  próximos  aún del promontorio de Groenlandia.
En  el  período  del  segundo  mapa  no  quedaban,  en  la  entonces  más reducida  Atlántida,  Rmoahales puros, sino que ocupaban el promontorio septentrional del continente que al Oeste se estaba formando, así como el promontorio de Groenlandia y las costas occidentales de la gran isla escandinava.  También había una colonia suya en las tierras septentrionales del mar central de Asia.  Bretaña  y  Picardia  formaban  entonces  parte  de  la  isla  escandinava,  la  cual,  en  el  período  del tercer mapa, llegó a constituir una porción del continente europeo, a la sazón en crecimiento.  Y  precisamente  en esta zona de Francia  es  donde  se  han  hallado  los  restos  de  esta  raza  en  los  yacimientos cuaternarios,  pudiendo  considerarse  al  «hombre  de  Furfooz»,  braquicéfalo  o  de  cabeza  redonda,  como el tipo medio de aquélla en la época de decadencia.  Obligados  muchas  veces  a  encaminarse  hacia  el  Sur  por  los  rigores  de  un  período  glacial,  y empujados  otras  tantas  hacia  el  Norte  por  sus  poderosos  enemigos,  los  esparcidos  y  degradados  restos de  los  Rmoahales  se  encuentran  hoy  día  entre  los  modernos  lapones,  aunque  mezclados  con  otras razas.  Así, estos débiles y empequeñecidos ejemplares de la humanidad vienen a ser los descendientes en línea recta de la raza oscura de gigantes que tuvo origen en las comarcas ecuatoriales del continente de Lemuria, hace cerca de cinco millones de años.
Los colonizadores tlavatlis se extendieron en todas direcciones.  En  el  período  del  segundo  mapa  sus  descendientes  se  hallaban  establecidos  en  las  costas occidentales  del  continente  americano,  entonces  en  vías  de  formación  (la actual California),  y  asimismo  en  las costas situadas en la extremidad del Sur (el actual Río de Janeiro).  Ocupaban  también  la  costa  oriental  de  la  isla  escandinava;  y  muchos  de  ellos,  navegando  a través del Océano y dando la vuelta a África, llegaron a la India.  Allí se mezclaron con la población indígena de origen lemur, formando así la raza dravídica.  Andando  el  tiempo,  recibieron  estos  a  su  vez  una  infusión  de  sangre  aria  o  de  la  quinta  raza,  a lo cual se debe la complejidad de tipos que hoy se encuentra en la India.  A  la  verdad,  hallamos  en  este  país  un  ejemplo  manifiesto  de  la  dificultad  extrema  de  decidir una  cuestión  de  razas  con  sólo  las  pruebas  físicas,  pues  sería  muy  posible  que  existiesen  egos  de  la quinta  raza  encarnados  en  los  brahmanes;  egos  de  la  cuarta  raza  en  las  castas  inferiores,  y  algunos rezagados de la tercera en las tribus montañesas.  En  el  período  del  cuarto  mapa,  el  pueblo  tlavatli  ocupaba  las  comarcas  meridionales  de  la América  del  Sur,  de  lo  cual  puede  inferirse  que  los  patagones  tuvieron  probablemente  un  abolengo tlavatli.
No existe un consenso entre los expertos en la materia, acerca del origen de los pueblos dravídicos. La opinión más general es la de que las lenguas dravídicas (que son de tipo aglutinante) no están relacionadas con ninguna otra familia lingüística conocida. Una de las hipótesis más interesantes es la propuesta por el lingüista David McAlpin en 1975, que conecta las lenguas dravídicas con el idioma de los antiguos elamitas. Esta se denomina hipótesis de las lenguas elamo-drávidas. Los elamitas eran un pueblo que habitaba en lo que actualmente es la región de Juzestán (en el suroeste de Irán). De acuerdo a McAlpin el 20% del vocabulario elamita y dravídico son cognados y otro 12% son cognados probables. Además existen semejanzas gramaticales entre ambas familias. De acuerdo a esta hipótesis los habitantes de la Cultura del valle del Indo también hablaban un idioma del grupo elamo-dravídico, y las lenguas dravídicas habrían entrado en la India con la expansión de la agricultura a inicios del periodo neolítico desde el Medio Oriente.
Esta hipótesis se ve reforzada por la presencia de grupos aislados de tribus dravídicas (los ya mencionados brahuis y gondis), la cual hace pensar que las lenguas dravídicas estaban antiguamente mucho más difundidas por el subcontinente (antes de ser barridas por los invasores indoarios) y sugiere una migración procedente del noroeste. Además varios préstamos dravídicos en la lengua sánscrita sugieren que antiguamente ambos idiomas pudieron haber coexistido en el mismo territorio. Esta hipótesis goza además del apoyo del prestigioso genetista italiano Luigi Luca Cavalli-Sforza (1922-). Se han hecho otros intentos infructuosos para relacionar a las lenguas dravídicas con el japonés, el vasco, el sumerio y las lenguas aborígenes australianas. Conviene además mencionar las leyendas de origen tradicionales entre los pueblos dravídicos. De acuerdo a una tradición tamil, los drávidas provenían originalmente de una isla sumergida denominada Kumari Kandam al sur de la India. Esta isla ha sido a veces relacionada con el continente mítico de Lemuria. Por otro lado de acuerdo a los Puranás los drávidas son descendientes del pueblo védico turvasha. Según el texto Matsia puraná, el legendario rey Manu era drávida. Además, otras leyendas hindúes atribuyen la creación de la lengua tamil al sabio védico Agastia Rishí. Estas leyendas son interpretadas por los lingüistas como una manera de relacionar a los drávidas con la cultura védica indoaria.
Restos  de  la  raza  tlavatli  así  como  de  los  Rmoahales,  se  han  encontrado  en  los  yacimientos cuaternarios  de  la  Europa  central,  y  el  hombre  dolicocéfalo  de  Cromagnon   puede  considerarse como el tipo medio de la raza tlavatli en su decadencia, al paso que los habitantes de los lagos de Suiza constituyeron un retoño mucho más moderno y no del todo puro.  El  único  pueblo  que  puede  citarse  como  tipo  de  sangre  pura  de  esta  raza,  al  presente,  es  el  que forman algunas de las tribus indias de color oscuro de la América del Sur.  Los  birmanos  y  siameses  tienen  también  sangre  tlavatli  en  sus  venas,  si  bien  mezclada  y  aun dominada por la de una familia de procedencia aria.  Vamos ahora a tratar de los toltecas.  Sus emigraciones se dirigieron principalmente hacia el Oeste, por lo que las costas vecinas del continente  americano  estuvieron  pobladas,  en  el  período  del  segundo  mapa,  por  toltecas  de  pura  raza, siendo mestizos la mayor parte de los que quedaron en el continente madre.  La raza se extendió y vivió en estado floreciente en ambas Américas, donde miles de años más tarde establecieron los imperios de México y del Perú. La  grandeza  de  estos  imperios  es  ya  objeto  de  la  historia,  o  por  lo  menos  de  la  tradición, confirmada por los datos que ofrecen sus magníficos restos arquitectónicos.
Debe  advertirse aquí que aunque el imperio mexicano fue durante siglos  grande  y  poderoso  en todo aquello a que comúnmente se atribuye poder y grandeza en nuestra civilización actual, no alcanzó nunca la altura a que llegaron los peruanos hace 14.000 años, bajo el gobierno de los Incas. Pues, por lo que  hace  al  bienestar  general  del  pueblo,  a  la  justicia  y  beneficencia  de  los  gobernantes,  a  la  distribución equitativa  y a  la  vida  pura  y  religiosa  de  sus  habitantes,  el  imperio  del  Perú  de  aquellos días,  puede  mirarse  como  un  eco  tradicional,  aunque  débil,  de  la  edad  de  oro  de  los  toltecas  en  el continente de la Atlántida.  El  tipo  medio  del  piel  roja  de  América,  es  el  mejor  representante  que  hoy  existe  del  pueblo tolteca;  bien  entendido  que  no  admite  comparación  con  el  individuo  de  aquella  raza  cuando  alcanzó  el nivel más elevado de su cultura. El curso de nuestro relato nos lleva ahora  a tratar del Egipto,  y la  consideración de este asunto arrojará inmensa luz sobre su primitiva historia.
El primer establecimiento que se fundó en este país, no fue una colonia en el sentido estricto de la palabra. Pero, más adelante, se llevó  allí una  gran masa de  colonizadores  toltecas, para mezclarla con el pueblo aborigen.  El primer acontecimiento fue la traslación de una gran logia de iniciados.  Esto sucedió hace unos 400.000 años.  La Edad de oro de los toltecas había pasado hacía mucho tiempo y la primera gran catástrofe hacía tiempo que había tenido lugar.  La  degradación  moral  del  pueblo  y  la  práctica  de  la  magia  negra  se  había  acentuado  y extendido más y más.  Era necesaria una atmósfera más pura para la «logia blanca».  Egipto estaba aislado, y su población era escasa; por esto fue escogido.  El  establecimiento  respondió  a  sus  fines,  y  la  logia  de  iniciados,  no  estorbada  por  condiciones desfavorables, realizó su obra durante 200.000 años aproximadamente.  Hace  unos  210.000  años,  maduros  ya  los  tiempos,  la  logia  fundó  un  imperio, la  primera dinastía divina de Egipto, y comenzó a enseñar al pueblo.
Entonces  fue  cuando  la  primera  gran  masa  de  emigrantes  fue  sacada  de  la  Atlántida,  siendo construidas  las  dos  grandes  pirámides  de  Gizeh  durante  los  10.000  años  que  precedieron  a  la  segunda catástrofe,  en  parte  como  lugar  permanente  de  la  iniciación,  y  en  parte  también  para  servir  de  arca donde  se  custodiara  algún  gran  talismán  mientras  durase  la  sumersión  que  era  inminente,  según  los iniciados sabían.  El mapa número 3 presenta el Egipto bajo las aguas, en la fecha a que nos referimos.  Así permaneció  por  largo  espacio,  pero  al  surgir  de  nuevo,  fue  otra  vez  poblado  por  los descendientes  de  muchos  de  sus  antiguos  habitantes,  que  se  habían  guarecido  en  las  montañas  de Abisinia (que en el mapa núm.3  aparece  como  una  isla),  así  como  también  por  nuevas  bandas  de  colonizadores  atlantes venidos de diversas partes del mundo.  Una gran inmigración de acadios contribuyó a modificar el tipo egipcio.  Esta  es  la  época  de  la  segunda  dinastía  divina  de  Egipto, en que los  gobernantes  del  país  fueron  de nuevo adeptos o iniciados.  La  catástrofe  de  hace  unos 50.000  años  volvió  a  sumergir  el  país,  pero  la  inundación  fue  entonces pasajera .  Al  retirarse  las  aguas,  comenzó  el  gobierno  de  la  tercera  dinastía  divina, la  mencionada  por Manethon,  y  bajo  el  mando  de  los  primeros  reyes  de  esta  dinastía  se  construyeron  el  gran  templo  de Karnak y muchos de los más antiguos edificios que aún están en pie.
Realmente,  excepción  hecha  de  las  dos  grandes  pirámides  mencionadas,  ningún  edificio  de Egipto es anterior a la catástrofe de hace 80.000 años. La sumersión definitiva de Poseidón, lanzó otra oleada sobre Egipto. Esta  fue  también  una  calamidad  pasajera,  mas  puso  fin  a  las  dinastías  divinas,  porque  la  logia de iniciados se trasladó a otros países.  Los  turanios,  que  en  el  período  del  primer  mapa  habían  colonizado  las  comarcas septentrionales  de  la  tierra,  situada  inmediatamente  al  Este  de  la  Atlántida,  ocuparon  en  la  época  del segundo mapa las costas meridionales de aquella (Marruecos y Argelia actuales).  Encuéntraseles también vagando hacia el Este, hasta que llegaron a poblar las costas oriental  y occidental del mar central de Asia.  Finalmente, algunas bandas se dirigieron aún más al Oriente, de donde proviene que el tipo más aproximado a esta raza se encuentre hoy en el interior de la China.  Un curioso capricho del destino debe consignarse a propósito de una de sus ramas occidentales.  Dominados  durante  siglos  por  sus  más  poderosos  enemigos,  los  toltecas,  estaba,  sin  embargo, reservado a una pequeña rama del tronco turanio el conquistar el último grande imperio de los toltecas, pues los brutales y apenas civilizados aztecas, eran de pura raza turania.
Las  emigraciones  semitas  fueron  de  dos  clases:  primero,  las  que  procedían  del  natural  impulso de  la  raza;  segundo,  la  emigración  especial  efectuada  bajo  la  guía  y  dirección  del  Manu.  Pues,  aunque parezca  extraño,  no  fué  de  los  toltecas  sino  de  esta  subraza  turbulenta  y  sin  ley,  pero  vigorosa  y enérgica, de donde fué escogido el núcleo destinado a producir nuestra quinta raza, la raza aria. La  razón  de  esto  estriba,  sin  duda,  en  la  cualidad  a  la  que va  siempre asociado el número cinco.  La  subraza  a  la  que  correspondía  este  número  -la  semita-  estaba  precisamente  en  vías  de desarrollar más su  cerebro  y  su  inteligencia,  a  expensas  de  las  percepciones  psíquicas.  Y  este  mismo desarrollo de la inteligencia, llevado a más alto nivel, es a la vez la gloria y el destino de nuestra quinta raza raíz.  Por  lo  que  hace  a  las  emigraciones  naturales,  encontramos  que  en  la  época  del  segundo  mapa, cuando  aún  existían  poderosas  naciones  en  la  Atlántida,  los  semitas  se  habían  esparcido  por  el Occidente  y  el  Oriente:  por  el  primero,  hacia  los  territorios  que  forman  en  la  actualidad  los  Estados Unidos  lo  cual  explica  la  aparición  del  tipo  semita  en  algunas  de  las  razas  indias;  y  por  el  segundo, hacia  las  costas  septentrionales  del  continente  vecino,  que  comprendía  entonces  lo  que  llegó  a  ser después Europa, África y Asia.
El  tipo  de  los  antiguos  egipcios,  así  como  el  de  otras  naciones  de la zona  fué  modificado  en cierto  modo  por  la  sangre  de  estos  primitivos  semitas.  Pero,  excepción  hecha  de  los  judíos,  los  únicos representantes  relativamente  puros  de  aquella  raza  en  el  día  de  hoy,  son  las  kábilas  ligeramente morenas de las montañas de Argelia. Las tribus que  resultaron de la selección efectuada por el Manu para formar la nueva raza raíz, emprendieron al fin su camino hacia las costas meridionales del mar central de Asia, y allí se estableció el primer gran reino ario.  En realidad, muchos  de los pueblos que acostumbramos a llamar semitas, son, en realidad de sangre aria.  Algún día se sabrán las razones por la que los hebreos se consideraban a sí mismos como un «pueblo elegido».  En resumen: son un eslabón que une las razas cuarta y quinta.  Los  acadios,  aunque  al  fin  llegaron  a  ser  dominadores  de  la  Atlántida,  tuvieron  su  cuna,  como ya hemos visto, en la época del segundo mapa, en el continente inmediato, siendo su solar aquella parte del Mediterráneo, que cae poco más o menos en lo que es hoy  la isla de Cerdeña.
Desde  este punto se dirigieron hacia  el Oriente,  ocupando lo que fue la costa de  Levante, extendiéndose hasta Arabia y Persia.  Según se dijo, contribuyeron también a poblar Egipto.  Los  primitivos  etruscos,  los  fenicios, incluyendo  a  los  cartagineses,  y  los  sumero-acadios fueron  ramas  de  esta  subraza,  y  los  actuales  vascos  tienen probablemente  más  sangre  acadia  en  sus venas que otra alguna.  Es  este  lugar  oportuno  para  hacer  referencia  a  los  primitivos  habitantes  de  las  islas  británicas, porque  en  la  primera  edad  de  los  acadios,  hace  próximamente  100.000  años,  fué  cuando  la  colonia  de iniciados,  que  fundó  Stonehenge  desembarcó  en  aquellas  costas,  que  eran  las  de  la porción escandinava del continente europeo, según aparece en el mapa número 3.  Los  sacerdotes  iniciados  y  los  que iban con  ellos,  parece  que  pertenecieron  a  una  de  las primitivas familias de la raza acadia.  Eran  más  altos,  más  hermosos  y  de  mayor  cabeza  que  los  aborígenes,  los  cuales,  aunque provenían de una mezcla de razas, constituían en su mayor parte restos degenerados de los Rmoahales.  La ruda sencillez de Stonehenge tuvo por objeto protestar de la ornamentación extravagante y recargada que se usaba en los  templos  de  la  Atlántida,  en  donde  los  habitantes  habían  caído  en  el  degradado  culto  de  sus  propias efigies.
Los  mongoles,  según  vimos,  no  tuvieron  jamás  contacto  alguno  con  el  continente  de  donde procedian  sus  antepasados,  nacidos  en  las  vastas  llanuras  de  la  Tartaria.  Sus  emigraciones  encontraron por  mucho  tiempo  sobrado  espacio  en  estas  tierras;  pero  más  de  una  vez,  tribus  de  descendencia mongola se han desbordado desde el Norte del Asia a la Améríca, atravesando el estrecho de Behring. La  última  de  estas  emigraciones,  la  de  los  kitanes, acaecida  hace  unos 1.300  años,  ha  dejado  huellas  que algunos sabios occidentales han podido seguir sin dificultad. La  existencia  de  sangre  mongola  en  algunas  tribus  indias  de  la  América  del  Norte,  ha  sido también reconocida por diferentes etnólogos.  Los  húngaros  y  los  malayos  son  considerados  como  herederos  de  esta  raza,  influido el primero por la sangre aria, y el segundo por la mezcla con la sangre de los decadentes lemures.  Pero el hecho interesante acerca de esta raza mongola, es que su último vástago -los japoneses- se encuentra todavÍa en pleno vigor, pues en realidad, no ha alcanzado todavía su zenit, y aún le queda vida bastante para figurar en la historia.
Debe  reconocerse  que  la  actual raza  aria  ha  obtenido adelantos mucho mayores en casi todos sentidos que los atlantes. Pero, aun en aquello en que dejaron de alcanzar nuestro  nivel,  son  interesantes  las  noticias  de  lo  que  realizaron  al  llegar  al mayor  nivel de  su civilización.  Por  otra  parte,  los  progresos  científicos  en  que  nos  sobrepujaron,  son  de  una  naturaleza  tan deslumbradora, que produce confusión lo desigual que fue esta raza en su desarrollo.  Las  artes  y  ciencias  de  las  dos  primeras  subrazas,  fueron,  en  verdad,  extremadamente  rudas; mas no nos proponemos seguir los progresos realizados por cada subraza en particular.  En la historia de los atlantes, así como en la de los arios, alternan los períodos de progreso y de decadencia.  Las  épocas  de  cultura  iban  seguidas  de  tiempos  bárbaros,  durante  los  cuales  los  adelantos científicos se perdían, viniéndose a ser influídas de nuevo por civilizaciones que alcanzaban más altos niveles.  La narración que vamos a hacer se refiere a los períodos de cultura, entre los que descuella la gran Era de los toltecas.  La arquitectura, la escultura, la pintura y la música fueron cultivadas entre los atlantes.  La música, aún en los mejores tiempos, fue interpretada con  instrumentos del tipo más primitivo.  Todas  las  razas  atlánticas  eran  amantes  del  colorido,  así  que  adornaban  sus  cosas  interior  y exteriormente  con  colores  brillantes.  Mas  la  pintura,  como  arte  delicado,  no  obtuvo  jamás  entre  ellos carta  de  naturaleza,  aunque  en  los  últimos  tiempos  se  enseñara  en  sus  escuelas  algo  que  se  acercaba  a este arte.
Pero  la  escultura,  que  también  se  enseñaba  en  las  escuelas  fué  practicada  en  gran  escala y llegó a adquirir gran excelencia.  Como veremos al tratar de la religión, vino a ser costumbre de todos los que podían permitírsela, el colocar en algún templo su propia imagen. Eran estas esculturas talladas en madera o en piedra negra, dura como el basalto, y aun entre la gente rica llegó a ser moda tener sus estatuas de metales preciosos, como oricalco, oro o plata.  Generalmente  tenían  bastante  semejanza  con  la  persona  que  representaban  y,  a  veces  un notable parecido.  La arquitectura fue la más ampliamente practicada de las Bellas Artes.  Los edificios eran construcciones macizas de gigantescas proporciones.  Las casas de las ciudades no estaban como las nuestras, unidas unas a otras formando calles.  Algunas  de  ellas,  de  igual  modo  que  las  quintas,  se  hallaban  en  medio  de  jardines,  y  otras aparecían separadas por espacios de tierra común, siendo todas construcciones aisladas.  Las casas de alguna importancia tenían patios centrales cerrados por cuatro muros,  y  en medio de  ellos  solían  colocar  fuentes,  que  por  ser  tan  abundantes  en  la  «ciudad  de  las  Puertas  de  Oro»,  la dieron el sobrenombre de la ciudad de las aguas.  No  se  hacía  exhibición  de  las  mercancías  para  la  venta  como  en  nuestras  modernas poblaciones.  Las  transacciones  se  efectuaban  privadamente,  excepto  en  determinado  tiempo,  en  que  se celebraban ferias en las ciudades.  Pero  lo  que  daba  a  la  casa  tolteca  su  fisonomía  característica,  era  la  torre  que  se  alzaba  en  uno de sus ángulos o en el centro de uno de sus muros.
A  los  pisos  superiores  conducía  una  escalera  en  espiral,  construida  en  la  parte  exterior  de  la torre, la cual terminaba con una cúpula puntiaguda, que servía por lo común de observatorio.  Como ya se ha indicado, las casas estaban decoradas con colores brillantes.  Algunas tenían la ornamentación de talla, y otras de frescos y pinturas.  Los  huecos  de  las  ventanas  se  cubrían  con  una  substancia  artificial  parecida  al  vidrio,  aunque menos transparente.  En  el  interior  faltaban  los  detalles  de  comodidad  de  la  habitación  moderna,  pero  la  vida  era muy civilizada a su manera.  Los  templos  eran  enormes  recintos  parecidos  a  las  gigantescas  construcciones  de  Egipto,  pero fabricados en escala aún más espectacular.  Los pilares que soportaban al techo eran por lo común cuadrados y rara vez cilíndricos.  En los tiempos de la decadencia había, a los costados de las naves, numerosas capillas en que se custodiaban las estatuas de los ciudadanos más distinguidos. Estas capillas eran a veces de tamaño tan considerable, que podían  contener todo un cuerpo de sacerdotes, que algún hombre notable instituía para el servicio y culto de su propia imagen.  Así como las casas particulares, los templos no estaban completos sin su torre, cerrada por una cúpula del tamaño y magnificencia correspondientes.
Estas torres servían de observatorios astronómicos y para las ceremonias del culto solar.  Los  metales  preciosos  se  empleaban  en  gran  cantidad  para  el  adorno  de  los  templos,  cuyo  interior era con frecuencia, no ya dorado, sino revestido de planchas de oro.  El  oro  y  la  plata  eran  tenidos  en  gran  estima;  pero,  como  más  adelante  veremos  al  tratar  de  la  moneda,  su  empleo  era  puramente  artístico,  pues  no  se  usaban  como  símbolos  de  cambio,  al  paso  que las  grandes  cantidades  producidas  por  los  químicos  (o  alquimistas,  como  hoy  les  llamaríamos)  hacían que no tuvieran, como ahora, la consideración de metales preciosos.  Este  poder  de  transmutar  los  metales  no  era  universal,  si  bien  eran  tantos  los  que  lo  poseían, que la fabricación era muy abundante.  De  hecho  la  producción  de  estos  codiciados  metales  puede  mirarse  como  una  de  las  empresas industriales de aquel tiempo con que los alquimistas se ganaban la vida.  El oro era aún más apreciado que la plata, y por consiguiente, se le producía en cantidad mucho mayor .
Como  preliminar  de  la información sobre  la  educación  que  se  recibía  en  las escuelas  y  en  los  colegios  de  la  Atlántida,  diremos  que el lenguaje  tolteca  era universal,  no  solo  en  todo  el  continente  sino  también  en  las  islas  occidentales  y  en  la  porción  del continente oriental, sujeta al dominio del emperador.  Verdad  es que sobrevivían restos de los idiomas  rmoahal  y tlavatli en comarcas  lejanas, al modo  que  hoy  existen  entre  nosotros  los  idiomas  celta  y  cimbrio  en  Irlanda  y  el  país  de  Gales,  La lengua  tlavatli  fué  la  base  de  la  turania,  en  la  cual,  andando  el  tiempo,  se  introdujeron  tales modificaciones que llegó a ser un lenguaje del todo diferente.  Los  semitas  y  acadios,  a  su  vez,  adoptando  como  punto  de  partida  el  idioma  tolteca,  lo modificaron respectivamente a su manera y produjeron dos variedades divergentes.  Así, en los últimos días de Poseidón había varias lenguas distintas, aunque pertenecientes todas al tipo aglutinante; pues hasta los tiempos de la quinta raza no fue desarrollado por los descendientes de los semitas y de los acadios un nuevo lenguaje.  El  idioma  tolteca,  a  través  de  tantas  edades,  mantuvo  su  pureza,  y  el  mismo  lenguaje  que  se hablaba  en  la  Atlántida  en  los  días  de  su  esplendor,  fué  usado,  con  ligeras  alteraciones,  miles  de  años más tarde en el Perú y en México.
Las  escuelas  y  colegios  de  la  Atlántida,  en  los  días  de  la  grandeza  tolteca,  así  como  en  los subsiguientes periodos de cultura, estaban sostenidos por el Estado.  Aunque la instrucción primaria era obligatoria, las enseñanzas que se daban después diferían en mucho.  Las escuelas primarias servían para hacer una selección.  Los que daban muestras de aptitudes reales para  el estudio, pasaban a las  escuelas superiores  a la  edad  de  doce  años  apróximamente,  en  unión  con  los  hijos  de  las  clases  dominantes.  La  lectura  y  la  escritura,  consideradas  como  meros  preliminares,  les  eran  enseñadas  en  las escuelas primarias.  Mas  estos  conocimientos  elementales  no  se  juzgaban  necesarios  para  la  gran  masa  de  los habitantes  que  debían  pasar  la  vida  cultivando  los  campos  o  dedicados  a  los  oficios  manuales,  cuya práctica era exigida.  La mayor parte de los niños pasaba, por tanto, a las escuelas técnicas que mejor se acomodaban a sus diversas altitudes.  Las principales eran las escuelas de Agricultura.  Algunas  ramas  de  la  mecánica  formaban  también  parte  de  la  enseñanza,  y  en  los  distritos apartados y en los marítimos, se incluía además la caza y la pesca.  De este modo, todos los niños recibían la educación más adecuada para ellos.  Los  muchachos  de  más  capacidad  que habían  aprendido  a  leer  y  escribir, recibían una educación más esmerada.
Formaba  parte  principal  de  ella  el  estudio  de  las  propiedades  de  las  plantas,  y  de  sus  virtudes curativas.  No  había  en  aquellos  tiempos  médicos  de  profesión,  pues  todo  hombre  educado  sabía  más  o menos de medicina, así como de la curación por el magnetismo.  Se enseñaba también la Química, las Matemáticas y la Astronomía.  Estos  estudios  eran  análogos  a  los  nuestros.  Pero  el  objeto  a  que dirigía principalmente sus esfuerzos  el  maestro  era  al  desarrollo  de  las  facultades  psíquicas  del  discípulo  y  su  instrucción  en  el manejo de las fuerzas ocultas de la Naturaleza.  En  esta  categoría  se  incluían  las  propiedades  secretas  de  las  plantas,  de  los  metales  y  de  las piedras preciosas, así como los procedimientos de la alquimia para la transmutación. Pero,  con  el  tiempo,  lo  que  los  colegios  de  enseñanza  superior  de  la  Atlántida  se  ocupaban  en desarrollar  con  preferencia,  fueron  los  poderes  personales  que  Bulwer  Lytton  llama  Vril,  cuyo  empleo describió con exactitud en su libro The Coming Race.  Cuando  se  determinó  la  decadencia  de  la  raza,  tuvo  lugar  un  cambio  en  el  sistema  de instrucción.  En vez de considerarse el mérito y la aptitud como títulos para adquirir los grados superiores de la  enseñanza,  las  clases  dominantes,  más  exclusivas  cada  día,  no  permitieron  que  persona  alguna,  a excepción de sus hijos, fuese dotada de los elevados conocimientos que tan grandes poderes conferían.
En un imperio de las condiciones del tolteca, era natural que la agricultura fuese objeto de una grande atención.  No  sólo  se  instruía  a  los  labradores  en  escuelas  especiales,  sino  que  había  colegios  para preparar a personas idóneas, a fin de que se dedicasen luego a los ensayos de cruzamientos de plantas y animales.  Como  afirman los  teosofos,  el  trigo  no  realizó  su  evolución  en este planeta, sino que tiene un origen extraterrestre (tal vez habría que investigar las razones por las que hay personas con intolerancia al gluten del trigo).  Fue un don del Manú, que lo trajo de otro planeta externo a nuestra cadena planetaria.  Pero  la  avena  y  algunos  otros  cereales  son  resultado  del  cruzamiento  del  trigo  con  plantas indígenas de la tierra.  Los experimentos que llevaron a este resultado fueron obra de las escuelas de Agricultura de la Atlántida, dirigidas por inteligencias superiores extraterrestres.  Pero  el  caso  más  notable  del  perfeccionamiento  de  la  agricultura  atlante  fue  la  evolución  del plátano banana.  En  su  estado  salvaje  primitivo,  era  como  un  melón  alargado  con  muy  poca  pulpa  y  lleno  de pipas, de igual modo que aquel fruto.  Se  necesitaron  muchos  siglos  (acaso  miles  de  años)  de  selección  y  eliminación  continuas,  para llegar a la planta sin semillas que al presente conocemos.  Entre  los  animales  domésticos  de  la  época  tolteca,  había  algunos  que  parecían  tapires  muy pequeños.  Se alimentaban de raíces y yerbas; pero como los cerdos de hoy día, a los que se asemejaban en más de una particularidad, no eran muy limpios y comían cuanto encontraban.
En la mitología hindú, Manu es el nombre del primer ser humano, el primer rey que reinó sobre la Tierra, y que fue salvado del diluvio universal. Es llamado Vaivasuata, porque su padre fue Vivasuat (el dios del Sol Vivasuán o Suria); su madre fue Saraniú. También es llamado Satia Vrata (en sánscrito satia: ‘verdad’, y vrata: ‘voto, promesa’).En sánscrito, manu proviene de manas:mente’, y significaría ‘pensante, sabio, inteligente’ (según el Vāyasanei samjitá y el Shata-patha bráhmana) y ‘criatura pensante, ser humano, humanidad’ (según el Rig-veda). También se cree que proviene de un vocablo indoeuropeo que habría dado lugar al término inglés man (hombre varón) y a los términos españoles «humano» y «humanidad». En el Majábharata leemos: “Y Manu fue dotado con una gran sabiduría, y dedicado a la virtud. Y fue progenitor de una dinastía. Todos los de la raza de Manu son llamados humanos (manavá). De él nacieron los bráhmanas, chatrías, y otros, que por lo tanto son llamados humanos (manavás). Los diez hijos de Manu fueron: Vena [el malvado rey], Dhrishnú, Narishian, Nabhaga, Iksuakú, Karusha, Sariati, Ila [la octava, una hija], Prishadhru [el noveno] y Nabhagarishta [el décimo]. Todos se dedicaron a las prácticas de los chatrías [políticos-militares]. Aparte de estos, Manu tuvo otros cincuenta hijos. Pero hemos oído que todos perecieron, peleando unos contra otros”.
Manu tuvo otro hijo llamado Príia Vrata, que fue un rey muy famoso. A partir de su hijo Iksuakú se inició el clan solar. El Manu vive durante un eón de 4320 millones de años, llamado manu-antara. La suma de 14 manuantaras forman un kalpa (el periodo que corresponde a un día de la vida del dios Brahmá). Cada manuantara es regido por un Manu diferente: Según el Bhágavata-purana, el avatar Matsia (‘pez’ en sánscrito) del dios Visnú se le apareció al rey Manu (cuyo nombre original era Satia Vrata, entonces rey de Dravida, cuando él se estaba lavando las manos en un río. El pececito le pidió que lo salvara, por lo que el rey lo puso dentro de su lota (recipiente de cobre). Pero el pez creció y el rey tuvo que ponerlo en un charco. El pez siguió creciendo y el rey lo puso en un lago y finalmente en el océano. Matsia entonces le dijo al rey que vendría una inundación. El rey construyó una gran nave, donde alojó a su familia y el semen (¿muestras de ADN?) de todos los animales para repoblar la Tierra. Enganchó la nave al cuerno del pez Matsia, que los arrastró a través del diluvio. Esta historia es muy similar a otras historias del diluvio universal en la mitología sumeria (anterior a la hindú), que precedieron ambas a la historia bíblica del arca de Noé. Manu también fue el autor del famoso Manu Śmriti. En el siglo XIX algunos políticos británicos (que habían conquistado la India) decidieron divulgar la idea de que el Manu Shmriti era la ley sagrada de los hindúes. Según algunos estudiosos indios de la actualidad, los ingleses lo habrían hecho para poder ridiculizar con facilidad a los hindúes. Pero los hindúes lo consideran un smriti —‘[discurso] recordado’, texto como los Purānas (historia ‘antigua’) y los Itihasas (leyendas)—, un texto de segunda categoría: siempre que haya un conflicto entre un smriti y un śruti (‘[discurso] oído’ [directamente de Dios]: los Vedas y los Upanishads), se debe considerar correcta la decisión de estos últimos.
Habitaban  también  en  compañía  del  hombre  grandes  animales  parecidos  al  gato,  y  otros semejantes al lobo que fueron los antecesores del perro. Los carros toltecas eran arrastrados por bestias que semejaban camellos pequeños. Las actuales llamas peruanas son probablemente sus descendientes.  Los  antepasados  del  alce  irlandés  vagaban  en  rebaños  por  las  laderas  de  los  montes,  como nuestro  ganado  vacuno,  demasiado  salvajes  para  consentir  que  se  les  acercase  la  gente,  pero,  sin embargo, sujetos al dominio del hombre.  Se hacían continuos experimentos para cruzar las especies animales,  y producir otras nuevas;  y es  curioso  el  uso  que  hacían  del  calor  artificial  en  gran escala,  para  forzar  el  desarrollo,  a  fin  de  que los efectos de los cruzamientos se anticipasen.  También  es  notable  que  se  valieran  de  luces  de  distintos  colores  en  las  habitaciones  en  que  se llevaban a cabo estos experimentos, con objeto de obtener variedad en los resultados.  Este  poder  del  hombre  de  modelar  a  voluntad  las  formas  animales,  nos  lleva  a  tratar  de  un asunto de lo más misterioso.
Ya hemos hecho referencia a la obra de los Manús; ahora bien, en la mente del Manú tienen su origen las mejoras del tipo y la potencia latente en toda forma de ser.  Para  realizar  paso  a  paso  estas  mejoras  en  las  formas  animales,  se  requería  la  ayuda  y cooperación del hombre.  Las especies de anfibios y reptiles, entonces abundantes, casi habían terminado su evolución; y estaban a punto de adquirir los tipos, más avanzados, de aves y mamíferos.  Dichas formas constituían la materia plástica  a disposición del hombre; la arcilla  estaba pronta a adoptar la figura que las manos del alfarero quisieran darle.  La  mayor  parte  de  los  experimentos  antes  indicados,  se  hicieron  con  animales  de  clases intermedias; e indudablemente los animales domésticos, como el caballo, que tan importantes servicios prestan  al  hombre  al  presente,  fueron  el  resultado  de  los  ensayos  en  que  la  humanidad  de  aquellos tiempos cooperó con el Manú y sus ministros.  Pero esta obra común acabó muy pronto.  Prevaleció  el  egoísmo,  y  la  guerra  y  la  discordia  pusieron  término  a  la  edad  de  oro  de  los toltecas.
Cuando  en  vez  de  obrar  lealmente  para  un  fin  común,  bajo  la  guía  de  sus  reyes  iniciados, comenzaron  los  hombres  a  combatirse  mutuamente,  los  animales,  que  de  un  modo  gradual  podían haber  ido  adquiriendo,  con  los  cuidados  del  hombre,  formas  cada  vez  más  útiles  y  apropiadas  para  el servicio de éste, abandonados a sus propios instintos, siguieron naturalmente el ejemplo de su monarca y, a su vez, comenzaron a devorarse unos a otros. Algunos  fueron  educados  y  utilizados  por  el  hombre  para  sus  cacerías.  Y,  de  este  modo,  los animales  semidomesticados  de  raza  felina,  a  que  antes  se  hizo  referencia,  vinieron  a  ser  los ascendientes de los leopardos y los jaguares. A  este  propósito  indicaremos  un  hecho  que  a  algunos les  parecerá  fantástico,  que  podrá,  sino aclarar  del  todo  la  cuestión,  mostrar,  al  menos,  la  moral  contenida  en  este  episodio  relacionado  con  la marcha misteriosa de nuestra evolución.  El  león  debía  haber  sido  un  animal  de  condición  suave  y  de  aspecto  menos  fiero,  si  la humanidad de aquellos tiempos hubiese realizado la tarea que le fue encomendada.  Dejando  aparte  la  cuestión  de  si  estaba  llamado  a  morar  junto  al  cordero  y  a  comer  paja  como el buey, el destino que le estaba asignado en la mente del Manú no se ha cumplido todavía.
Su  arquetipo  era  el  de  un  poderoso  animal  domesticado,  una  bestia  fuerte,  de  lomo  llano,  con grandes  e  inteligentes  ojos,  ideada  como  el  auxiliar  más  potente  del  hombre  para  los  servicios  de tracción.  La Ciudad de las Puertas de Oro  y sus alrededores, deben ser ahora objeto de nuestra atención, después  de  lo  cual  explicaremos  el  maravilloso  sistema  establecido  en  ella  para  proveer  de  agua  a  sus habitantes.  Hallábase  asentada,  según  hemos  visto,  en  la  costa  oriental  del  continente,  a  los  15°  Norte  del Ecuador.  La rodeaban,  a  manera  de  parque,  hermosas  arboledas,  en  las  cuales  se  hallaban  esparcidas  las quintas de recreo de las clases ricas.  Hacia  el  Oeste  se  extendía  una  sierra  de  donde  se  traía  el  agua  para  el  abastecimiento  de  la ciudad.  Esta se hallaba construida en las laderas de una colina que se elevaba sobre la llanura unos 500 pies.  En  la  cima  de  esta  colina  estaba  el  palacio  del  emperador,  rodeado  de  jardines,  de  cuyo  centro brotaba  una  corriente  continua  de  agua  que  abastecía  en  primer  lugar  el  palacio  y  las  fuentes  de  los jardines,  y  corriendo  desde  allí  en  las  cuatro  direcciones  de  los  puntos  cardinales,  se  precipitaba formando  cascadas,  en  un  canal  o  foso  que  cercaba  los  jardines  del  palacio,  separándolos  así  de  la ciudad situada debajo de ellos. 
De  este  canal  partían  otros  cuatro  que  llevaban  el  agua  a  través  de  cuatro  barrios  de  la  ciudad, hacia  otras  cascadas,  las  cuales  a  su  vez  caían  en  un  nuevo  canal  que  formaba  otro  cinturón  de  nivel más bajo.  Así  había  tres  canales  formando  círculos  concéntricos,  el  último  de  los  cuales  estaba  aún  por encima de la llanura.  Un cuarto canal,  al nivel de  ésta, pero de forma rectangular, recibía las aguas  y las vertía en  el gran foso. La  ciudad  se  extendía  sobre  parte  de  la  llanura  hasta  la  orilla  misma  de  este  gran  foso,  que  la cercaba  y  defendía  con  una  línea  de  agua,  formando  un  rectángulo  de  doce  millas  de  largo  por  diez  de ancho.  Según  se  habrá  observado,  la  ciudad  se  hallaba  dividida  en  tres  grandes  fajas,  separadas  por canales.  Lo que distinguía a la zona más elevada, esto es, la que estaba más inmediata a los jardines del palacio, era una pista circular para carreras y extensos jardines públicos.  La mayor parte de las casas de los oficiales de la corte estaban situadas también en este recinto, y además había una institución que no tiene semejante en los tiempos modernos.  La  denominación  de  «casa  de  los  extranjeros»  no  da  más  que  una  pequaña  idea  de  lo  que  era aquel  palacio,  donde  los  extranjeros  que  llegaban  eran  mantenidos  todo  el  tiempo  que  querían permanecer en ella y tratados como huéspedes del Estado.  Los  otros  dos  recintos  estaban  ocupados  por  las  casas  unifamiliares  de  los  habitantes  y  por  diversos templos.
En los días de la grandeza de los toltecas, parece que realmente no hubo pobres, pues hasta los mismos esclavos al servicio de los particulares estaban bien alimentados y vestidos. Pero había cierto número  de  casas  relativamente  pobres  hacia  la  parte  Norte  del  recinto  inferior,  así  como  en  el  lado  de afuera del último canal, hacia la marina.  Los  habitantes  de  este  arrabal  estaban  en  su  mayor  parte  dedicados  a  los  oficios  de  la navegación, y sus casas, aunque separadas unas de otras, se hallaban más apiñadas que las de los demás distritos.  Así,  pues,  la  población  tenía  un  abundante  surtido  de  agua  pura,  siempre  corriente,  mientras que los recintos superiores y el palacio del emperador estaban protegidos por varios fosos, escalonados en dirección al centro.  No es preciso un gran conocimiento de la mecánica, para darse cuenta de las enormes obras que habría  de  requerir  la  dotación  de  agua  de  una  ciudad  que,  en  los  días  de  su  grandeza  encerraba  dentro de los cuatro círculos cosa de dos millones de habitantes.  Jamás se ha intentado en los tiempos de Grecia y Roma, ni en los modernos, trabajo hidráulico semejante; y hasta es muy dudoso que el más hábil de nuestros ingenieros pudiese obtener tal resultado, ni aun con el empleo de sumas fabulosas.
Es, por lo tanto interesante el conocimiento de algunas de las particularidades que ofrecía  esta obra.  El  agua  procedía  de  un  lago  situado  a  una  altura  de  2.600  pies  en  medio  de  las  montañas  que aparecían al poniente de la ciudad. El principal acueducto, cuya sección era oval, tenía cincuenta pies de diámetro mayor  y treinta de menor, y se dirigía por un conducto subterráneo a un enorme depósito en forma de corazón.  Este  depósito  caía  debajo  del  palacio  a  una  gran  profundidad,  justamente  en  la  base  de  la colina, sobre la cual estaban construidos la ciudad y el palacio.  De este depósito partía  un conducto vertical de  500 pies de longitud, que atravesaba la roca de la  colina,  dando  paso  al  agua  que  surgía  en  los  jardines  del  palacio,  desde  donde  se  distribuía  por  toda la población.  Otras varias cañerías llevaban del depósito central a diferentes partes de la ciudad, el surtido de agua para beber de las fuentes públicas y particulares.  Había  también  sistemas  de  exclusas  para  facilitar  la  distribución  de  las  aguas  en  los  diferentes distritos.  Por poco conocimiento que se tenga de mecánica, se comprenderá que la presión  en  el  acueducto  subterráneo  y  en  el  depósito  central,  desde  el  cual  se  elevaba  el  agua  al estanque de los jardines del palacio, debía ser tremenda  y la resistencia de los materiales empleados en su construcción igualmente enorme.
Si  el  sistema  para  abastecer  de  aguas  a  la  «Ciudad  de  las  Puertas  de  Oro»  era  maravilloso,  los medios  de  transporte  atlantes  eran  aun  más  asombrosos,  pues  el  buque  aéreo  o  máquina  voladora  era  entonces  un  hecho, aunque no el medio ordinario de viajar. Esto explica el misterio de algunos mapas muy antiguos, como los de Piri Reis, que muestran una topografía que solo puede haberse realizado desde el aire.  Los  esclavos,  los  sirvientes  y  las  gentes  dedicadas  al  trabajo  manual,  tenían  que  andar penosamente  por  los  caminos  del  país,  o  viajar  en  toscos  vehículos  de  ruedas  macizas,  arrastrados  por groseros animales.  Los  barcos  aéreos  pueden  considerarse  como  los  vehículos particulares  de  nuestros  días,  o  más bien como los yates, si se tiene en cuenta el número relativamente pequeño de los que lo poseían, pues siempre fueron costosos y de construcción difícil.  Por regla general no se hacían para dar cabida a muchas personas; la mayor parte eran para solo dos, y algunos para seis y ocho viajeros.  En  épocas  posteriores,  cuando  las  contiendas  y  las  guerras  pusieron  término  a  la  Edad  de  Oro, los  buques  aéreos  reemplazaron  en  gran  parte  a  la  marina  militar;  pues  naturalmente  resultaban máquinas de destrucción mucho más poderosas  y se construían de modo que pudiesen llevar cincuenta hombres, y en algunos casos hasta ciento.  El material de que estaban hechos estos barcos aéreos era madera o metal.  Los primitivos fueron de madera muy delgada, pero los impregnaban de una substancia que, sin aumentar  su  peso,  les  daba  la  consistencia  del  cuero,  produciendo  así  la  necesaria  combinación  de  la ligereza y la resistencia.
Cuando  se  empleó  el  metal,  era  éste  generalmente  una  mezcla,  en  cuya  composición  entraban dos  metales  blancos  y  uno  rojo,  lo  cual  daba  por  resultado  un  color  blanco  parecido  al  del  aluminio,  y una ligereza aún mayor que la de éste.  Sobre el esqueleto del barco aéreo extendían grandes planchas de  este metal,  y las sujetaban al mismo,  soldándolas  eléctricamente  cuando  era  necesario.  Pero  ya  fuesen  construidas  de  madera  o  de metal,  su  superficie  exterior,  donde  no  aparecía  unión  alguna,  era  perfectamente  lisa,  y  brillaba  en  la oscuridad como si estuviese revestida de una pintura luminosa. Tenían la  forma de botes, pero invariablemente estaban cubiertos, porque  cuando marchaban  a toda velocidad, no era conveniente permanecer sobre cubierta, aun cuando no hubiese peligro en ello. Sus  aparatos  propulsores  y  directores  podían  hacerse  funcionar  en  cualquiera  de  los  dos extremos.  Pero lo más interesante de todo, era lo que se relacionaba con la fuerza motriz.  En  los  primeros  tiempos  parece  que  el  vril  suministraba  esta  fuerza,  que  acaso  se emplearía  juntamente  con  algún  aparato  mecánico;  pero  en  tiempos  posteriores  fue  reemplazado  por otra  fuerza,  la  cual,  aunque  generada  de  una  manera  desconocida  para  nosotros,  funcionaba,  sin embargo, por medio de un mecanismo perfectamente definido. 
Esta  fuerza,  no  descubierta  aún  por  nuestra  ciencia,  era  de  naturaleza  etérea. Creo que Nicola Tesla descubrió esta fuente de energía libre.  Y  aunque  estamos  lejos  de  la  solución  del  problema,  su modo de actuar puede, sin embargo, describirse.  Los aparatos mecánicos diferían indudablemente de unos a otros barcos.  He aquí la descripción del bote aéreo en que tres embajadores del rey que gobernaba en la parte septentrional de Poseidón, se dirigieron una vez a la corte del rey que mandaba en el Mediodía.  Una fuerte y pesada caja de metal colocada en el centro del barco, era el generador.  Desde  allí  fluía  la  fuerza  a  través  de  dos  tubos  largos  y  flexibles  a  cada  extremo  del  barco,  así como también a través de ocho tubos subsidiarios fijados a los costados de la proa y de la popa.  Estos tenían dobles aberturas en dirección vertical, hacia arriba y hacia abajo.  Cuando  se  iba  a  dar  principio  al  viaje,  se  abrían  las  válvulas  de  los  ocho  tubos  de  los  costados que se dirigían hacia abajo, permaneciendo cerradas todas las demás válvulas.  La  corriente,  precipitándose  por  aquellas,  chocaba  sobre  la  tierra  con  tal  fuerza  que  elevaba  al barco, al paso que el aire mismo proporcionaba el necesario punto de apoyo.  Cuando  se  llegaba  a  una  altura  suficiente,  se  ponía  en  acción  el  tubo  flexible  del  extremo  del barco, contrario a la dirección que se quería llevar, mientras que por el cierre parcial de las válvulas, la corriente  que  pasaba  por  los  ocho  tubos  verticales,  se  reducía  a  la  pequeña  cantidad  requerida  para mantener la elevación alcanzada.
Dirigiéndose  entonces  la  mayor  parte  de  la  corriente  por  el  tubo  largo  que,  desde  la  popa,  se inclinaba hacia abajo en un ángulo de 45°,  ayudaba a mantener la elevación, a la vez que proporcionaba la gran fuerza motriz que impelía el barco por los aires.  El  gobierno  de  la  nave  se  verificaba  con  la  descarga  de  la  corriente  por  este  tubo;  pues  el  más ligero  cambio en su dirección alteraba inmediatamente la del barco. Sin  embargo, no se necesitaba una vigilancia constante.  Cuando  se  emprendía  un  viaje  largo,  se  fijaba  el  tubo  de  modo  que  no  requería  más  manejo, hasta estar muy cerca del punto de destino.  El  máximo  de  velocidad  alcanzada, aunque es muy difícil saberlo a ciencia cierta, parece que era de alrededor  las  cien  millas  por  hora;  y  el  curso  de  la marcha  no  era  nunca  una  línea  recta,  sino  que  tenía  la  forma  de  grandes  ondulaciones,  ya aproximándose a la tierra, ya alejándose de ella.  La  elevación  a  que  viajaban  estos  barcos,  era  solo  de  unos  cuantos  cientos  de  pies;  y  cuando  a su  paso  se  presentaban  grandes  montañas,  era  necesario  cambiar  el  curso  de  la  marcha  y  dar  un  rodeo, pues el aire más rarificado de las grandes alturas no proporcionaba el punto de apoyo necesario. Las mayores alturas que podían salvar no pasaban de 1.000 pies.  El  modo  de  detener  el  barco  al  llegar  al  punto  de  destino  -y  esto  podía  hacerse  igualmente  en cualquier  punto  del  aire-  era  el  dejar  escapar  parte  de  la  corriente  por  medio  del  tubo  de  la  proa  del barco;  y  la  corriente  chocando  de  frente  en  la  tierra  o  en  el  aire  hacía  oficio  de  ancla,  mientras  que  la fuerza propulsora de atrás era disminuida gradualmente por el cierre de la válvula.
Falta aún por explicar la razón de los ocho tubos en dirección vertical de los costados.  Esto se relacionaba especialmente con la guerra aérea.  Teniendo  a  su  disposición  una  fuerza  tan  poderosa,  los  barcos  de  guerra  se  lanzaban mutuamente  la  corriente,  la  cual  podía  desequilibrar  el  barco  atacado  y  volcarlo,  de  cuya  situación  se aprovechaba seguramente el enemigo para atacar con su ariete.  Había  además  el  peligro  de  ser  precipitado  al  suelo,  a  menos  que  se  atendiese  con  presteza  a abrir y cerrar las correspondientes válvulas.  En  cualquier  posición  en  que  se  hallase  el  barco,  las  aberturas  que  miraban  a  la  tierra  eran naturalmente por las que la corriente debía precipitarse, al paso que las aberturas que miraban a lo alto debían estar cerradas.  El modo de hacer tomar su posición normal a un barco volcado, era emplear los cuatro tubos de un  solo  costado  del  buque  en  dirección  hacia  abajo,  mientras  que  los  cuatro  del  otro  lado  permanecían cenados. Los Atlantes tenían también barcos marinos impulsados por una fuerza análoga a la ya descrita; pero la corriente que según se ha visto producía  grandes efectos, en este  caso tenía una  apariencia  más densa que la usada en los buques aéreos.
Indudablemente  hubo  tanta  variedad  en  las  costumbres  y  hábitos  de  los  Atlantes  en  las diferentes  épocas de su historia, como la ha habido entre las diversas naciones que constituyen nuestra raza aria, y esto sin referirnos a las modas fluctuantes de los siglos, de las cuales prescindimos. Las  observaciones  que  siguen  tratarán  solamente  de  las  características  principales  que diferenciaban  sus  costumbres  de  las  nuestras,  y  estas  características  las  tomaremos  en  cuanto  sea posible, de la gran era tolteca.  Ya  hemos  hablado  de  los  experimentos  hechos  por  los  turanios  respecto  al  matrimonio  y a  las relaciones de los sexos.  La  poligamia  prevaleció  en  diferentes  épocas,  en  todas  las  subrazas.  Pero  en  los  días  de  los toltecas, aunque la ley permitía dos esposas, gran número de hombres solo tenían una.  Tampoco  eran  las  mujeres  consideradas,  según  sucede  actualmente  en  los  países  en  donde  se sostiene  la  poligamia,  como  inferiores  al  hombre,  ni  estaban  esclavizadas  en  lo  más  mínimo,  sino  que su  posición  era  completamente  igual  a  la  del  hombre,  al  paso  que  las  aptitudes  que  muchas  de  ellas desplegaban  en  la  adquisición  del  poder  del  vril  las  hacía  no solo iguales,  sino  superiores  al  otro sexo.  Esta igualdad era reconocida desde la infancia, y en las escuelas o colegios no había separación de sexos: niños y niñas aprendían juntos.
Era  también  regla  general,  y  no  una  excepción,  que  reinara  la  más  completa  armonía  en  las familias dobles, y las madres enseñaban a sus hijos a amar igualmente a las esposas de su padre.  Tampoco estaba prohibido a las mujeres tomar parte en el Gobierno.  Algunas  veces  tenían  asiento  en  los  Consejos,  y  en  ocasiones  eran  elegidas  por  el  Adepto emperador para representarle en las diversas provincias como soberanos locales.  Los  utensilios  de  escribir  de  los  Atlantes,  consistían  en  delgadas  hojas  de  metal,  en  cuya superficie blanca y pulida como la porcelana, escribían las palabras.  También  sabían  reproducir  lo  escrito,  colocando  sobre  la  hoja  otra  plancha  delgada, humedecida previamente con un líquido especial.  El texto copiado en la segunda plancha, podía reproducirse, cuando se quería, en otras hojas,  y uniendo éstas en gran número, constituían un libro.  Una de las costumbres que se apartaban considerablemente de las nuestras, era la referente a la alimentación. Es un asunto nada agradable, pero que no debemos pasar por alto.  Generalmente rechazaban la carne de los animales, pero devoraban aquellas partes que nosotros desechamos como alimento. También  bebían  la  sangre,  muchas  veces  caliente  de  los  animales,  y  confeccionaban  con  ella diversos platos.  No debe creerse, sin embargo, que carecían de las clases de alimentos más ligeros  y aceptables para nosotros.
Los mares y los ríos les proporcionaban pescado, cuya carne comían, aunque muchas veces en tal estado de descomposición, que para nosotros sería de lo más repugnante.  Cultivaban  en  grande  escala  diferentes  granos  con  los  que  hacían  pan  y  bollos;  también  tenían leche, frutas y legumbres.  Verdad  es  que  una  pequeña  parte  de  los  habitantes  no  adoptó  jamás  aquellas  repugnantes costumbres.  Entre  éstos  se  hallaban  los  reyes  y  emperadores  Adeptos  y  los  sacerdotes  iniciados  de  todo  el imperio,  cuyos  hábitos  respecto  de  la  comida  eran  por  completo  vegetarianos;  pero  muchos  de  los consejeros y dignatarios de la corte, afectando preferir la alimentación más pura, se entregaban muchas veces en secreto a sus gustos más groseros.  Tampoco fueron desconocidas en aquellos tiempos las bebidas alcohólicas.  En  una  época  estuvieron  muy  en  boga  los  licores  fermentados  de  una  clase  muy  potente,  pero  como los que los bebían llegaban a un estado de excitación peligrosa, se promulgó una ley prohibiendo su uso.  Las armas de guerra y de caza fueron muy distintas en las diversas épocas.  Las espadas y lanzas, y los arcos y flechas, fueron por regla general las armas de los rmoahals y de los tlavatli.  Los animales que cazaban en aquellos primeros tiempos eran mamíferos de pelo largo y lanoso, elefantes e hipopótamos.
Abundaban  también  los  marsupiales,  así  como  los  supervivientes  de  los  tipos  intermedios, siendo algunos medio reptiles y medio mamíferos, otros medio reptiles y medio aves.  El  uso  de  los  explosivos  se  adoptó  desde  los  tiempos  primitivos,  y  fue  llevado  a  una  gran perfección posteriormente.  Algunos parece que estallaban por el choque, otros después de cierto intervalo de tiempo. Pero, en  ambos  casos,  la  destrucción  de  la  vida  era  ocasionada  al  parecer  por  el  desprendimiento  de  un  gas venenoso, y no por el explosivo. Tan  poderosos  parece  que  llegaron  a  ser  estos  explosivos  en  los  últimos  tiempos  atlantes,  que compañías  enteras  de  hombres  eran  destruidas  en  las  batallas  por  el  gas  venenoso  que  se  desprendía con  la  explosión,  sobre  sus  cabezas,  desde  una  de  estas  bombas  lanzadas  por  algún  mecanismo  de palancas.
Pasemos ahora al sistema monetario.  Durante  las  tres  primeras  subrazas no  se  conoció  nada  que  se  pareciera  a  la moneda  del  estado,  pero  sí  pequeños  pedazos  de  metal  o  de  cuero,  que  tenían  estampado  un  valor determinado, y que se usaban como garantía.  Estaban perforados por el centro,  y los engarzaban juntos, llevándolos generalmente a guisa de cinturón.   Cada hombre era, por decirlo así, su propio acuñador; pero la moneda de  metal o de cuero que fabricaba  y  que  entregaba  a  cambio  de  otros  valores,  constituía  solamente  el  reconocimiento  personal de una deuda, lo mismo que entre nosotros un pagaré.  Ningún  hombre  podía  fabricar  mayor  cantidad  de  tales  garantías,  que  las  que  pudiese  redimir con otros valores de que estuviese en posesión. Estas garantías no circulaban como nuestra moneda; pero el tenedor de ellas podía calcular con perfecta  exactitud  los  recursos  de  su  deudor  con  la  facultad  de  la  clarividencia,  que  todos  los  hombres tenían  entonces,  más  o  menos  desarrollada,  y  que  en  caso  de  duda  ejercitaban  para  asegurarse  de  los hechos.   Debemos  decir,  sin  embargo,  que  en  los  últimos  tiempos  de  Poseidón  se  adoptó  un  sistema parecido  al  corriente  entre  nosotros,  siendo  la  triple  montaña  que  se  veía  desde  la  gran  capital  del  Sur, la representación favorita empleada en la moneda del Estado.
Pero  lo  más  importante  de  la  clase  de  asuntos  de  que  vamos  a  tratar,  es  lo  referente  a  la propiedad territorial.  Entre  rmoahales  y  los  tlavatlis,  que  vivían  principalmente  de  la  caza  y  de  la  pesca,  no  tenía naturalmente  razón  de  ser  aquella  propiedad,  si  bien  en  los  días  de  los  tlavatlis  se  empleaba  cierto sistema de cultivo en las aldeas.  Con el aumento de población, y con la civilización de los primeros tiempos toltecas, fue cuando la tierra empezó a tener valor.  No nos proponemos describir el sistema o la falta de sistema que prevaleció en los tumultuosos tiempos  anteriores  al  advenimiento  de  la  Edad  de  Oro,  pero  los  anales  de  esta  época  presentan  a  la consideración,  no  sólo  de  los  economistas,  sino  de  todos  los  que  se  interesan  por  el  bienestar  humano, un asunto del mayor interés e importancia.  Se  recordará  que  la  población  había  aumentado  constantemente,  y  que  bajo  el  gobierno  de  los emperadores Adeptos había alcanzado la elevadísima cifra antes mencionada. Sin embargo, la pobreza y la  necesidad  eran  estados  que  ni  aún  se  soñaban  en  aquellos  tiempos;  y  este  bienestar  social  era indudablemente debido, en parte, al sistema terrateniente. No  sólo  pertenecían  al  emperador  todas  las  tierras  y  sus  productos,  sino  también  todos  los ganados.  El  país  estaba  dividido  en  diferentes  provincias  o  distritos,  cada  uno  de  los  cuales  tenía  a  su frente uno de los reyes subalternos o virreyes, nombrados por el emperador.
Cada uno de estos virreyes era responsable del gobierno y bienestar de todos los habitantes que estaban bajo su mando.  La  labranza  de  las  tierras,  la  recolección  de  las  cosechas  y  los  pastos  de  los  ganados,  estaban dentro de la esfera de su inspección, así como la dirección de los experimentos agrícolas.  Cada virrey se hallaba rodeado de cierto número de consejeros, los cuales tenían, entre  otros  deberes,  el  de  estar  bien  versados  en  astronomía,  que  no  era  en  aquellos  días  una  ciencia estéril.  Se estudiaban y utilizaban las influencias ocultas sobre plantas y animales.  Igualmente  no  era  raro  el  poder  de  producir  la  lluvia  a  voluntad,  así  como  más  de  una  vez  se neutralizó, en parte, los efectos de una época glacial en las regiones del Norte del continente, por medio de la ciencia oculta.  Se  calculaba  con  exactitud  el  día  preciso  en  que  debían  principiar  las  operaciones  de  la agricultura,  y  esto  lo  verificaban  los  funcionarios  que  tenían  por  obligación  inspeccionar  todos  los detalles.  Lo que se producía en  cada distrito o reino, se  consumía por regla  general en el mismo; pero a veces se establecía un intercambio de productos agrícolas entre los gobernantes.
Después de apartar una pequeña porción para el emperador y el gobierno central de la  «Ciudad de  Oro»,  todo  el  producto  restante  del  distrito  o  reino  se  distribuía  entre  sus  habitantes,  recibiendo naturalmente el virrey local y sus funcionarios las participaciones mayores, al paso que el último de los trabajadores  agrícolas  obtenía  lo  suficiente  para  asegurar  su  bienestar.  Todo  aumento  en  la  producción de  la  tierra  o  en  el  rendimiento  de  la  riqueza  mineral,  era  dividido  proporcionalmente  entre  los interesados, por lo que todos tenían interés  en hacer que  el resultado de sus trabajos  combinados fuese lo más lucrativo posible.  Este  sistema  funcionó  admirablemente  durante  un  larguísimo  período.  Pero,  a  medida  que  pasó el tiempo, sobrevinieron el descuido y el lucro personal.  Los  que  tenían  el  deber  de  inspeccionar,  se  fueron  descartando  más  y  más  de  la responsabilidad, la cual imponían a sus subordinados, Y con el tiempo se hizo raro que los gobernantes interviniesen o se interesasen por sí mismos en ninguna de aquellas operaciones.  Este fue el principio de los malos tiempos.
Los  individuos  de  la  clase  dominante,  que  antes  dedicaban  todo  su  tiempo  a  los  deberes  del Estado, principiaron a ocuparse en llevar una vida más agradable, y el lujo comenzó a desarrollarse.  Había una causa que especialmente producía gran descontento entre las clases inferiores.  Ya hemos mencionado el sistema bajo el cual se educaba en las escuelas técnicas a la juventud de la nación.  Ahora  bien;  un  individuo  de  la  clase  superior,  cuyas  facultades  psíquicas  habían  sido debidamente cultivadas, estaba encargado de la selección de los niños, de manera que cada uno de estos recibiese la educación y se le destinase a la ocupación más adecuada a su naturaleza.  Pero  cuando  los  que  poseían  la  visión  clarividente,  único  medio  por  el  cual  era  posible  hacer semejante selección, delegaron sus deberes en subalternos que carecían de tales facultades psíquicas, el resultado  fue  que  muchas  veces  los  niños  eran  lanzados  por  sendas  contrarias,  y  aquellos  cuyas aptitudes e inclinaciones se dirigían en determinado sentido, se encontraban sujetos a menudo por toda su vida a una ocupación contraria a sus gustos, y en la que, por tanto, rara vez adelantaban.  Los  sistemas  de  propiedad  territorial,  que  surgieron  en  diferentes  partes  del  imperio,  cuando terminó la gran dinastía tolteca, fueron muchos y muy diversos; más no creemos necesario describirlos. En  los  últimos  días  de  Poseidón  habían  sido  ya  generalmente  reemplazados  por  el  sistema  de la propiedad individual que nos es conocida.
Hay referencias al  sistema  territorial  que  prevaleció durante el glorioso período de la historia peruana, cuando dominaban los Incas, hace 14.000 años.  Será interesante un corto resumen de  él, porque  muestra su origen,  así como da ejemplo de las variaciones que se introdujeron en este sistema.  Toda propiedad de la tierra  era del dominio eminente del  Inca, pero  estaba asignada la mitad a los cultivadores, los cuales constituían la masa de la población.  La otra mitad se dividía entre el Inca y la orden sacerdotal dedicado al culto del Sol.  Con  los  productos  de  las  tierras  que  le  correspondían,  tenía  el  Inca  que  sostener  el  ejército, construir y conservar los caminos de todo el imperio, y atender a todo el mecanismo del gobierno.  Éste  era  dirigido  por  una  clase  especial,  más  o  menos  relacionada  con  el  mismo  Inca,  y representaba una civilización y cultura muy por encima de la gran masa de la población.  De  la  cuarta  parte  restante,  las  «tierras  del  Sol»  no  sólo  se  mantenían  los  sacerdotes  a  cuyo cargo  estaba  el  culto  público,  sino  que  también  servía  para  proveer  a  la  educación  del  pueblo  en escuelas  y  colegios,  para  socorrer  a  todas  las  personas  enfermas  o  inútiles  y,  finalmente,  para  el mantenimiento  de  todos  los  habitantes  (salvo  la  clase  gobernante,  para  la  cual  no  había  cesación  de trabajo),  que  llegaban  a  los  cuarenta  y  cinco  años  de  edad  en  que  debían  terminar  las  tareas  rudas  y principiar la vida de descanso y bienestar.
El único punto que nos queda por tratar, es la evolución de las ideas religiosas.  Entre  las  aspiraciones  espirituales  de  una  raza  tosca  pero  sencilla,  y  el  culto  degradado  de  una gente intelectual, pero espiritualmente muerta, hay un abismo que sólo puede llenar el término religión en su más amplia acepción.  Sin  embargo,  hay  que  trazar  en  la  historia  del  pueblo  atlante  este  proceso  consecutivo  de generación y degeneración. Se recordará que el gobierno bajo el que surgió la existencia de los rmohales, fué descrito como el más perfecto concebible, pues hacía de rey el mismo Manú.  La memoria de este gobernante divino se conservó en los anales de la raza, y a su debido tiempo llegó  a  ser  considerado  como  un  dios  entre  unas  gentes  que  eran  psíquicas  por  naturaleza  y  que,  por tanto,  alcanzaban  vislumbres  de  los  estados  de  conciencia  que  transcienden  al  nuestro  de  vigilia ordinario.  Con esta cualidad superior era lógico que esta gente primitiva adoptase una religión que, si bien no representaba una elevada filosofía, estaba por lo menos alejada del tipo de religiones innobles.
Andando  el  tiempo,  esta  fase  de  creencia  religiosa  pasó  a  ser  una  especie  de  culto  a  sus mayores.  Los  tlavatlis,  al  paso  que  heredaron  la  reverencia  tradicional  y  el  culto  al  Manú,  fueron enseñados por  Adeptos instructores en la  existencia de un Ser Supremo cuyo símbolo reconocían en el Sol.  De  este  modo  desarrollaron  una  especie  de  culto  solar  que  practicaban  en  las  cumbres  de  las montañas.  Allí  construían  grandes  círculos  con  monolitos  verticales,  destinados  a  simbolizar  el  curso anual del Sol; pero a la vez se empleaban con fines astronómicos. Estaban  puestos  de  manera  que  para  la  persona  colocada  en  el  altar  mayor,  el  sol  salía  en  el solsticio  de  invierno,  detrás  de  uno  de  estos  monolitos,  y  en  el  equinoccio  vernal  detrás  de  otro,  y  así sucesivamente todo el año.  Estos  círculos  de  piedra  servían  también  para  ayudar  a  hacer  observaciones  astronómicas  de carácter más complejo, relacionadas con constelaciones más distantes.  Ya  hemos  visto,  al  tratar  de  las  emigraciones,  que  una  subraza  posterior,  los  acadios,  imitaron en la erección de Stonehenge esta primitiva construcción de monolitos.  Aunque  los  tlavatlis  estaban  dotados  de  una  aptitud  más  aventajada  por  el desarrollo intelectual de la subraza anterior, su culto, sin embargo, era aun de un tipo muy primitivo.
Con  la  mayor  difusión  de  los  conocimientos  en  los  días  de  los  toltecas  y,  especialmente,  con  el establecimiento ulterior de un sacerdocio iniciado y de un emperador Adepto, tuvieron aquellas gentes mayores medios de alcanzar un concepto más verdadero de lo divino.  Los  poco  aptos  para  aprovecharse  por  completo  de  la  enseñanza  que  se  les  daba,  después  de haber  sido  puestos  a  prueba,  eran  admitidos  en  las  filas  sacerdotales  que  constituían  entonces  una inmensa fraternidad oculta.  Mas  con  éstos  que  se  habían  elevado  sobre  la  masa  de  la  humanidad,  hasta  el  punto  de principiar  su  marcha  por  el  sendero  oculto,  nada  sabemos,  por lo que no iremos  más  allá  de  los  límites  de  las  religiones  que  practicaban  los  habitantes  de  la Atlántida.  Las  muchedumbres  de  aquellos  tiempos  carecían  de  aptitudes  para  elevarse  a  las  alturas  del pensamiento filosófico, como sucede aún hoy a la mayor parte de los habitantes del globo.  Todo  lo  más  que  podía  hacer  el  instructor  más  inspirado,  para  darles  una  idea  acerca  de  la inefable  y  omnipresente  esencia  del  Kosmos,  era  presentársela  en  forma  de  símbolos.   Y, como  es natural, el sol fue el primer símbolo adoptado.
Igual   que  sucede  en  nuestros  días,  podían  percibir  entonces  a  través  del  simbolismo  los conocimientos  más  cultivados  y  espirituales,  y  elevarse  algunas  veces  en  la  devoción  al  Padre de  nuestros  espíritus,  «Centro  y  motivo  de  nuestras  almas  Término  y  refugio  de  nuestro  viaje»; mientras  que  la  multitud  más  inculta  no  veía  nada  más  que  el  símbolo,  y  lo  adoraba.   La  adoración  del  Sol  y  del  fuego  se  convirtió  entonces  en  culto,  para  cuya  celebración  se erigieron magníficos templos en toda la extensión del continente atlante, pero más  especialmente en la gran «Ciudad de las Puertas de Oro», estando su servicio a cargo de sacerdotes que el Estado nombraba con este objeto.  En aquellos tiempos primitivos, no se permitía imagen alguna de la Divinidad.  El  disco  del  sol  era  considerado  como  el  único  emblema  propio  de  la  misma,  y  como  tal  era usado en todos los templos.  Generalmente  se  colocaba  un  disco  de  oro  de  modo  que  recogiese  los  primeros  rayos  del  sol naciente, en el equinoccio de primavera o en el solsticio de verano.  Un  ejemplar  interesante  de  la  supervivencia  casi  pura  de  este  culto  del  disco  del  Sol,  podría presentarse en las ceremonias de Shinto en el Japón.
Toda  otra  representación  de  la  deidad  es  considerada  como  impía en  el Shinto,  y  hasta  el espejo circular de metal pulimentado se halla oculto a la vista del vulgo, excepto en las ceremonias.  Sin  embargo,  al  revés  que  las  vistosas  decoraciones  de  los  atlantes,  los  templos  de  Shinto  se caracterizan por la completa ausencia de decorado, pues carecen en sus exquisitas obras de madera de todo grabado, pintura o barniz. Pero no siempre fue el disco del Sol el único emblema permitido de la Divinidad.  La  imagen  del  hombre  -el  hombre  arquetipo-  fue  en  días  posteriores  colocada  en  los  altares  y adorada como la representación más elevada de lo divino.  En cierto modo pudiera esto considerarse como una reversión al culto rmoahal del Manú.  Aún  entonces  la  religión  era  relativamente  pura,  y  la  fraternidad  oculta  de  la  «Buena  Ley» hacía cuanto le era dable para mantener activa en los corazones la vida espiritual.  Se aproximaban,  no  obstante,  los  tiempos  en  que  no  iba  a  quedar  idea  alguna  altruista  que salvase a la raza del principio de egoísmo en que estaba destinada a despeñarse.  El decaimiento de la idea ética fue el preludio necesario de perversión espiritual.  El  hombre  sólo  luchaba  para  sí  mismo  y  sus  conocimientos  fueron  empleados  en  fines puramente  egoístas,  hasta  que  se  arraigó  la  creencia  de  que  nada  había  en  el  universo  más  grande  y elevado.  Cada hombre era su propia «Ley, Señor y Dios», y el mismo culto de los templos dejó de ser el culto de un ideal, convirtiéndose en la mera adoración del hombre, tal como se le conocía y se le veía.
Según  está  escrito  en  el  Libro  de  Dzyan:  «Entonces  la  Cuarta  creció  en  orgullo.  Somos  los reyes,  dijeron;  somos  los  Dioses…  Construyeron  ciudades  enormes.    De  tierras  y  metales  raros  las construyeron,  y  de  los  fuegos  vomitados,  de  la  piedra  blanca  de  las  montañas  y  de  la  piedra  negra, labraron sus imágenes  a  su tamaño  y semejanza  y las adoraron».  Se colocaron urnas  en los templos, en donde  la  estatua  de  cada  hombre,  construida  de  oro  o  plata,  o  labrada  en  piedra  o  en  madera,  era adorada por él mismo.  Los  individuos  más  ricos  sostenían  corporaciones  de  sacerdotes  para  el  culto  y  cuidado  de  sus urnas, los cuales hacían ofrendas a estatuas, como si fuesen Dioses.  La apoteosis del Yo no podía ir más lejos.  Debe  tenerse  presente  que  toda  idea  verdaderamente  religiosa  que  haya  tomado  asiento  en  la mente del hombre, le ha sido sugerida de modo consciente por los Instructores divinos, los Iniciados de las  Logias  Ocultas,  los  cuales,  a  través  de  todas  las  edades,  han  sido  siempre  los  guardianes  de  los misterios divinos y de las verdades de los estados suprasensibles de la conciencia.  La  humanidad,  por  regla  general,  sólo  de  un  modo  lento  ha  llegado  a  ser  capaz  de  asimilar unas  pocas  de  estas  ideas  divinas,  al  paso  que  la  causa  de  los  desarrollos  monstruosos  y  de  las repugnantes  deformidades  que  todas  las  religiones  de  la  tierra  atestiguan,  deben  buscarse  en  la  propia naturaleza inferior del hombre.  En  verdad,  parece  que  no  siempre  se  le  ha  podido  confiar  el  conocimiento  de  los  meros símbolos, bajo los cuales se hallaba velada la luz  de la Divinidad; aunque  en los días de la supremacía turania algunos de estos conocimientos fueron indebidamente divulgados.
Hemos  visto  cómo  los  atributos  del  Sol,  productores  de  vida  y  de  luz,  fueron  usados  en  los tiempos  primitivos  como  símbolo,  para  presentar  a  la  inteligencia  de  aquellas  gentes  todo  lo  que  eran capaces de concebir sobre la gran Causa Primera.  Pero  entre  las  filas  del  sacerdocio  se  conocían  y  guardaban  otros  símbolos  de  significación mucho más profunda y real.   Uno de éstos era el concepto de una Trinidad en la Unidad.   Las Trinidades de la más sagrada significación  no eran jamás divulgadas; pero la Trinidad que personificaba  los  poderes  cósmicos  del  universo,  como  Creador,  Conservador  y  Destructor,  se  hizo pública de un modo irregular en los tiempos turanios.   Esta  idea  fue  aún  más  materializada  y  degenerada  por  los  Semitas,  que  la  convirtieron  en  una Trinidad antropomórfica.  Pero debemos dar cuenta de otro desarrollo más terrible de los tiempos turanios.  Con la práctica de la hechicería, muchos de los habitantes habían venido en conocimiento de la existencia  de  seres elementales  poderosos,  entidades  que  debían  a  aquellos  su  ser,  o,  cuando  menos,  estaban animadas  por  sus  poderosas  voluntades,  las  cuales,  dirigidas  hacia  fines  maléficos,  producían elementales con poder y malignidad. De  tal  modo  se  habían  degradado  entonces  los  sentimientos  de  reverencia  y  adoración  del hombre,  que  llegaron  a  adorar  talmente  estas  creaciones  semiconscientes  de  sus  propios  malignos pensamientos.
El  ritual  del  culto  de  estos  seres  fue,  desde  un  principio,  el  derramamiento  de  sangre.  Y cada sacrificio ejecutado en sus santuarios, daba vitalidad y persistencia a estas creaciones vampíricas.  Tan es así, que aun hoy  día, en diversas partes del mundo, duran los elementales formados por la  voluntad  poderosa  de  aquellos  antiguos  brujos  de  la  Atlántida,  e  imponen  su  tributo.  Aunque los brutales turanios inauguraron y practicaron en gran escala estos sangrientos ritos, no  parece,  sin  embargo,  que  llegase  el  contagio  a  otras  subrazas,  aunque  los  sacrificios  humanos  no dejaron de ser comunes entre algunas tribus semitas. En  el  gran  imperio  tolteca  de  México,  el  culto  del  Sol  de  sus  antepasados  era  aún  la  religión nacional,  al  paso  que  sus  ofrendas,  que  nada  tenían  de  sangrientas,  a  su  benéfica  Deidad  Quetzalcoatl, consistían puramente en flores y frutas.  Sólo con la irrupción de los salvajes aztecas, de origen turanio, fue reemplazado el inofensivo ritual mexicano por la sangre de los sacrificios humanos, que empapaba los altares de su dios de la guerra, Huitzilopochtli. Y puede considerarse  el arrancar  los corazones a las víctimas en la  cúspide del Teocali, como resto directo del culto a los elementales de sus antecesores turanios de la Atlántida.  Se  ve,  pues,  que  lo  mismo  que  en  nuestros  días,  la  vida  religiosa  de  los  pueblos  comprendía entonces las formas más variadas de creencias y cultos.
Desde  la  escasísima  minoría,  que  aspiraba  a  la  iniciación  y  estaba  en  contacto  con  la  vida espiritual  superior, los  que  sabían  que  la  buena  voluntad  hacia  todos  los  hombres,  el  dominio  del pensamiento  y la pureza de vida  y de obra eran preliminares necesarios para alcanzar los más elevados estados  de  conciencia  y  los  más  extensos  horizontes  de  visión, había  innumerables  maneras  de  cultos, más  o  menos  ciegos,  de  los  poderes  cósmicos  o  de  dioses  antropomórficos,  hasta  llegar  al  ritual  más degradado  y  también  más  extendido,  de  la  adoración  de  sus  propias  imágenes  y  a  las  ceremonias cruentas del culto a los elementales. Téngase  presente  que  en  todo  lo  que  venimos  exponiendo,  tratamos  solamente  de  la  raza Atlante,  y  por  tanto,  estaría  fuera  de  lugar  cualquier  referencia  a  cultos  aún  más  degradados  que, todavía por entonces, existían (y aun existen hoy) entre los envilecidos descendientes de los lemures.  Así continuaron a través de los siglos todos los rituales compuestos para celebrar estas diversas formas  de  culto,  hasta  la  sumersión  final  de  Poseidón,  a  cuyo  tiempo  las  huestes  innumerables  de  los emigrados  atlantes  habían  ya  establecido  en  tierras  extranjeras  los  diferentes  cultos  del  continente-madre. 
El  seguir  en  detalle  el  desarrollo  y  progreso  de  las  religiones  arcaicas,  que  han  florecido  en tiempos  históricos,  bajo  formas  diversas  y  antagónicas,  sería  empresa  de  grandes  dificultades.  Una  palabra  más,  sin  embargo,  puede  aún  decirse  acerca  de  la  evolución  de  esta  raza atlante.  El progreso  que  toda  la  creación,  con  la  humanidad  a  su  cabeza,  está  siempre  destinada  a  llevar  a  cabo, centuria tras centuria, milenio tras milenio, manvantara tras manvantara, y Kalpa tras Kalpa.  La  bajada  del  espíritu  a  la  materia, polos  opuestos  de  la  substancia  una  y  eterna,  es  el  proceso que ocupa la primera mitad de cada ciclo.  Ahora bien, el período que hemos estado considerando en el artículo, el período durante el cual la raza Atlante hizo su carrera, fue precisamente el punto medio o punto de retorno del manvantara presente.  El proceso de evolución, que en la actualidad efectúa nuestra quinta raza, esto es, la espiritualización  de  la  materia,  sólo  se  dio  en  aquellos  tiempos  en  algunos  casos  individuales  y aislados, precursores de la resurrección del espíritu.  Pero  el  problema  cuya  solución  indudablemente  esperan  todos  los  que  hayan  seguido  con atención  este  artículo,  es  el  contraste  sorprendente  de  las  cualidades  que  poseía  la  raza  Atlante;  pues  al lado  de  sus  brutales  pasiones  y  de  sus  degradantes  inclinaciones  animales,  se  notan  sus  facultades psíquicas y su intuición semidivina.  Ahora  bien;  la  solución  de  este  enigma,  aparentemente  insoluble,  se  cifra  en  el  hecho  de  que estaba entonces en sus comienzos la construcción del puente, el puente de Manas, la mente, destinada a unir en  el individuo perfecto las fuerzas del  animal que  evoluciona en sentido ascendente,  y  el  espíritu divino que involuciona en dirección descendente.
Fuente
https://oldcivilizations.wordpress.com


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