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sábado, 27 de enero de 2018

Antonio López: «La obra es como tu rostro, el resultado de todo»

Antonio López, fotografiado en su estudio

Mientras triunfa en el Thyssen la muestra «Realistas de Madrid», el artista sigue trabajando en su estudio, donde disecciona el mundo con su obra

Antonio López (Tomelloso, 1936) no parece un hombre de nuestro tiempo y por ello su obra es tan singular. La desnuda realidad se enreda con lo surrealista y lo metafísico como símbolo de lo oculto. La ausencia de lo superfluo y de ornamentos no le distrae en la búsqueda de la verdad. El tiempo en su vida discurre a una velocidad distinta, no hay prisas. Las preguntas se responden a paso lento, en una profunda observación de la realidad que fluye en un presente continuo alimentado del pasado. No existe una necesidad de lo nuevo, de lo asombroso, ni una búsqueda de estímulos en el exterior. Todo es interior, más allá de lo físico. Lo importante es la espera, la huella de las vivencias y de la vida en sí misma. La consciencia del ahora, intentar atrapar el presente y captar su enigma. Por eso vuelve a revisar sus obras, son atemporales, siempre en movimiento. Algo consustancial al hombre desde tiempos ancestrales es el cuestionamiento de la realidad y su sentido. Antonio López observa esa realidad y nos ofrece su mirada impregnada de sustancias para provocarnos la emoción de la reflexión.
–¿La obra del artista es su pensamiento?
–Sí, y es también su experiencia. Se hace con la sustancia de su pensamiento, pero con todo lo que es su vida, todo lo que le ocurre: todo lo vuelcas ahí.
–¿En qué sentido el tiempo es fundamental en su obra? Usted parece que va a paso lento en comparación con los artistas contemporáneos.
–Sí, pero cada pintor tendrá su tiempo. A lo mejor el que va rápido, como Van Gogh, no tiene más que ese tiempo, con el que tiene que manejarse. El tiempo es muy fascinador. La Gioconda, esa mujer que te mira desde la eternidad, que es como un agujero negro, hondo, que no llegas nunca. Te puede llegar a fascinar y también a aterrorizar. Con Van Gogh me pasa igual, por otro motivo. Son agujeros, son cosas tan sumamente intrincadas, oscuras y extremas que a mí me producen muchísimo susto. Entonces, el tiempo tiene algo de sobrecojedor. Unos lo sienten más que otros y lo pueden atrapar mejor que otros...
–Es un amante del arte antiguo. Los egipcios tenían que representar lo que querían encontrarse en el más allá...
–El pintor yo creo que pinta un poco para la vida, no para la muerte. Ellos no sabían que se iban a quedar enterrados ahí. Yo pienso que los dioses y la muerte tenían mucha presencia en la vida cotidiana de las personas. Ahora, los dioses y la muerte no tienen ninguna presencia. La muerte, porque enseguida la espantamos, tiene que asaltarte de una forma muy brutal.
–¿No queremos pensarla?
–Podemos permitirnos eso. Pero es que un hijo se iba por nada. La cercanía de la muerte la he vivido de niño, allí en Tomelloso. Había una especie de necesidad de protección que te la daba la religión. De lo contrario, no se hubiera podido aguantar la vida. Ahora los dioses se han ido muy lejos. Yo creo que nosotros nos hemos quedado solos, porque nos hemos vuelto muy autosuficientes.
–¿Ha dejado de creer?
–No he dejado. Pienso que creo de otra manera. La religión ahora no nos presiona. El sentimiento religioso que tú puedas tener –que se relaciona con las cosas trascendentes, con lo amoroso, con los dolores, también con los placeres– hay gente que a lo mejor lo tiene más desarrollado. Yo no puedo decir que no creo en nada, ni tampoco que hay otra vida. Está ahí todo suspendido en una especie de enigma que es el misterio del mundo, y eso no nos lo ha arrebatado el tiempo. Lo que creo es que ahora todo se hace para el presente. Pero el hombre va a acabar con todo, en esa especie de necesidad de quererlo todo. Nos hemos vuelto muy ansiosos. No se pueden tener todas las seguridades, la espiritual y la material. Yo me siento muy afortunado de mi vida, tal y como se ha ido desarrollando, a pesar de todo, a pesar de aguantar muchas cosas. Pienso que es por todo lo que me ha dado el arte. No por el hecho de hacerlo, sino por la gente que estaba ahí y con la que he podido contactar.
–¿Qué ha buscado en el arte?
–El arte me sana pero no he sacrificado las cosas humanas por él. He dado mucho valor a otras cosas. Yo he buscado el conocimiento y la amistad.
–¿La amistad tenía que ir acompañada de conocimiento?
–Sí. Yo no podía tener amistad con una persona que no supiera mucho, que no me deslumbrara. Yo veía a Lucio (Muñoz) y a mí me parecía que sabía muchísimo. Le oía hablar de Kafka, de Dostoievski a los quince años, y decía: «Yo quiero conocer todo eso».
–Sus ambientes más íntimos pueden producir sentimientos de tristeza, soledad, melancolía... ¿Cree que el mundo es así? ¿Por qué lo representa de esta manera?
–Desde luego, no es una cosa voluntaria, se lo aseguro. Yo pienso que en el caso de Giacometti o de Bacon, que son unos artistas que quieren expresar el horror o la catástrofe del mundo, es evidente. Pero mí caso, no. Y cuando yo me acercaba a un cuarto de baño, a mí me parecía muy hermoso aquello. Es una cosa difícil de creer, pero me parecía algo, que sé yo, como un altar, como una cosa que tenía mucha belleza.
–¿Por lo íntimo, lo cotidiano?
–Porque me parecía hermoso. Monet, en un momento determinado, ante su mujer muerta –lo cual ya me parece excesivo– decía: «Qué violetas mas maravillosas». Y le hizo un cuadro.
–¿Pero dónde encuentra esa belleza?
–Puede encontrarla en un flor podrida. Puede haber allí unos colores y una relación de formas tan sumamente atrayentes, que cuando Goya hace esa cabeza de carnero –un bodegón que es verdaderamente horrible–, no creo que él jugara con eso, porque no estaban las cosas así en esa época. Ya antes Durero hace cosas en principio feas, que te pueden producir repugnancia y que a él le parecen sumamente interesantes. Entonces, la palabra «interesante», que es una cosa muy indefinida, ha ocupado el lugar de lo que es bello, tal y como lo podía entender David, Ingres o Rafael. Lo que es interesante es lo que tira de ti. Como ahora ya somos libres de hacer lo que queramos en el arte contemporáneo se pueden expresar cosas terribles. Es la búsqueda de lo que pasa en ese espacio, que puede ser insano, que está en Kafka, que está en Dostoievski. Entonces tú puedes expresar cosas peligrosas en el mundo de la pintura y estas pasan desapercibidas.
–¿El instinto le lleva a la elección?
–Claro, somos tantas cosas... de los demás, de todo lo anterior, de cosas contemporáneas que te han ayudado. El instinto es un elemento que entra ahí, en este trabajo. Puede entrar en una proporción mayor o menor. Yo hubiera querido tener más instinto. Que se notara menos todo el andamiaje del aprendizaje, de la voluntad, de lo que es el pensamiento, y que se viera más lo que ves, por ejemplo en Van Gogh. Cuando dices «esa persona no ha tenido opción». Admiro mucho a ese tipo de artista, en donde aparece esa parte con mayor nitidez.
–¿Su infancia ha estado muy presente en su obra?
–Toda mi vida. En la obra está presente todo, se hace con todo lo que tú eres: con lo que sabes, con lo que ignoras, con lo que has vivido, con lo que no has vivido...
–¿Su obra es una autobiografía?
–Yo pienso que sí. Es como tu rostro, el resultado de todo: de tus abuelos, de tus padres, de Tomelloso, de lo que has comido. No cambiaría nada, aunque ahora esté cerca de cosas que sé que son graves. Pero las acepto muy bien. Yo pienso que es un poco por la infancia que hemos tenido, una infancia difícil.
–Difícil pero feliz. Se asumían las dificultades...
–Porque había lo que había. Yo noto que ahora a la gente la han dejado una enorme cantidad de expectativas que no van a conseguir en la mayoría de los casos. En cambio, entonces, al que le tocaba trabajar en el campo, trabajaba en el campo. Ganando muy poco o nada. O al que le tocaba ser millonario, pues le había tocado. Nosotros somos hijos de un pueblo que ha sido muy religioso en la época de nuestra infancia. Y con eso había una normativa, que no tenía que ver con la religión, sino con reglas de la vida. A mí me parecía que tenían dignidad. A mí me gustaba.
–¿Y eso de que Picasso huele a azufre? Suena un poco diabólico, ¿no cree?
–Ya no me huele a azufre, pero de joven me olía a azufre. Me parecía un poco el demonio. Es como el atractivo de lo peligroso. Mi tío pintor me hablaba de la modernidad como de un peligro. En fin, yo me acerqué a todo eso de una forma instintiva, me atraía, me parecía que allí pasaban cosas extraordinarias. No sólo a Picasso, también a Paul Klee, a Chagall, a toda esa gente que a mí me parecían nuestros maestros vivos, llenos de valentía, y queríamos ser como ellos. Entender de arte era muy complicado, se sabía muy poco, y esa gente arriesgó muchísimo para decir cosas nuevas, cambió todo para bien. También la mirada sobre el arte antiguo. Yo creo que cómo miramos ahora a Velázquez o Vermeer, después de todo lo que ha pasado, ya no es igual. ¿Cómo va a ser igual? El misterio que tiene la Venus de Milo, o La Gioconda. Allí hay algo que tiene ver con el misterio del mundo, con el conocimiento del mundo, con la luz de la inteligencia. Sin embargo, hay veces que eso se ha conseguido desde la copia de la realidad. Allí hay una cosa verdaderamente misteriosa, enigmática, y una creación muy difícil de llegar a ella si no es a través de todas esas cosas que tienen que ver con el mundo interior y con el instinto.
–¿La obra tiene muchas interpretaciones?
–Pero sobre todo tiene una. Si la entiendes, tiene una. Y si das con eso, es como dar con un crucigrama, o con la salida de un laberinto. Hay gente que sabe cuál es la salida.
–¿Ha soltado mucho equipaje a lo largo de su vida, como en esos sonetos de Machado: «Me encontraréis a bordo, ligero de equipaje, casi desnudo, como los hijos de la mar»?
–¡Total nada! Yo pienso que sí. Aunque me noto muy prisionero de lazos maravillosos como son los amorosos. Es mi punto flaco. Algunas cosas no las sueltas nunca. A lo mejor es que no las tienes que soltar.
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