La lechera. 'La Marchade de Tisane'. Obra de Françoise Dupar que se conserva en el Musée d’e Beaux Arts de Marsella.
En 1726 nació en Murcia la hija del escultor Antoine Dupar. Su vida fue intensa y viajó por toda Europa llegando a ser nombrada académica de Bellas Artes en Marsella, su ciudad adoptiva. 'Ababol' reivindica la figura de una de las grandes pintoras del siglo XVIII, tan olvidada como el resto
Desde hace un tiempo, Diana Larrea, una de las artistas referenciales españolas actuales, está desarrollando un proyecto necesario. Cada día publica en Facebook la biografía de una artista. Dicho así puede parecer no muy rompedor, pero el paso de los días va trayendo en su muro decenas, cientos de mujeres que contribuyeron a edificar la historia del arte. Uno de los elementos más destacados de este trabajo es evidenciar el silencio que cubre a una parte demasiado amplia de las féminas en el arte y poner sobe la mesa un argumento ya incontestable: se ha silenciado a la mujer en la historia del arte.
El componente numérico es muy llamativo, incluso para expertos que demasiadas veces nos ceñimos a un guión obsoleto por el que la Historia del Arte dictada por la Academia en sus muy distintas formas traiciona el que debiera ser su principio: el rigor, la verdad. Pero la verdad es hija del tiempo, que la desvela en la escultura de Bernini en Villa Borghese. El velo va cayendo lentamente, demasiado lentamente para sacar a la luz a miles de artistas grandes, medianas y pequeñas en todo el mundo. Las entradas de Diana Larrea son una llamada de atención, una voz que nos dice: «Duda de lo que te han enseñado, busca tú mismo y saca tus conclusiones».
La mujer toma de forma natural su lugar en una escena que le pertenece en igualdad de condiciones que al hombre. Es una realidad tan obscenamente grosera que hace que asumamos cosas inasumibles, como el hecho de que sea necesario celebrar un día de la mujer y no del hombre. La igualdad se producirá cuando llegue el 8 de marzo y no necesitemos celebrar nada. Ese día conseguiremos una igualdad que, sin duda, llegará.
Esta introducción sirve para explicar que llegué a la figura de Françoise Dupar gracias a la entrada correspondiente de Diana este verano, lo que prueba la importancia no solo reivindicativa. Es una labor didáctica de primer orden utilizando los medios que hoy nos resultan más cercanos y lejos del anquilosamiento académico.
Hace no mucho tratamos aquí la figura de Inés Salzillo, la hermana del escultor. Hoy hablaremos de una artista nacida en nuestra ciudad cuando Inés tenía 19 años y ya trabajaba en la las policromías y estofados de las esculturas que firmaba su hermano Francisco. Inés trató sin duda a esta niñita, hija de la gran autoridad de la escultura en aquel momento, el francés venido de Marsella Antoine Dupar, la otra gran incógnita junto a Nicolás de Bussi.
Discriminación
Deberíamos empezar por entender la construcción de la tan especial síntesis artística que se produce desde los modelos de un estrasburgués, un marsellés y el napolitano Nicolás Salzillo. El resultado ya lo conocemos, se llama Francisco Salzillo, pero para llegar a entender la conclusión última tendremos que aproximarnos a todos los actores (estos tres y muchos más, ahí está en la lejanía espacial y temporal Bernini y, por supuesto, Miguel Ángel), a todos los que participan en esta representación, pues representación es el Barroco. En ella, como acostumbra la historia, hemos asignado papeles secundarios a las mujeres. Veamos si estamos en lo cierto o estamos pervirtiendo el sentido de la historia condenando a notas al pie a mujeres que tal vez resulten ser tan notables como los hombres y que llegaron a un punto tal de discriminación que legalmente no podían firmar sus obras.
En 1730 Antoine Duparc (o Dupar como se le llamó aquí) preparaba en un carro su equipaje, sus herramientas, algunos bocetos y probablemente lo más importante, su libro de modelos con los dibujos que le servían de patrón para sus esculturas. Entonces subió al carro su mujer, Gabrielle Negrela. Ella era de aquí, como de aquí era al menos una de sus hijas, Francisca, una cría de cinco años apadrinada, según se ha escrito, por el mismísimo gobernador. Los Dupar tomaban camino y abandonaban una Murcia a la que el cabeza de familia había llegado buscando prosperidad en los tiempos gloriosos en que el cardenal Belluga, vencedor efectivo de la Guerra de Sucesión, protegió su antigua diócesis trayendo una riqueza desconocida hasta entonces. Fueron tiempos de bonanza agrícola y sericícola, de fundación de templos y remodelación de los antiguos, lo que provocó una enorme demanda de esculturas para vestir altares y capillas. La madera, como siempre ocurrió en estas latitudes, prestó su blandura, bajo coste y posibilidades expresivas, algo que no siempre entendieron los historiadores del arte extranjeros, que frecuentemente consideraron la talla en madera un arte menor, lo cual prueba que no solo los españoles tendemos a ser obcecados y perseverantes en el error.
Su paso por estas tierras cambió de forma sensible la escultura, contaminando de un clasicismo casi manierista una tradición que a lo largo del XVII fue solo un epígono de lo que en Valencia y Andalucía se produjo. Dupar trajo la escultura de Pierre Puget a la talla en madera, produciendo modelos tan singulares como el San Isidro de la iglesia de San Juan Bautista, que sin documentación se ha atribuido a Francisco Salzillo. En esta talla, probablemente de Dupar, el contraposto hace la pieza inestable, no tanto como el 'Milón de Crotona' que firma Puget en el Louvre, pero dentro de una idea de movimiento circular que desplaza el eje de la vertical, también a la manera de 'Las Cuatro Estaciones de Filippo Parodi'. El caso es que nuestro escultor dejó en la Región un grupo de obras frecuentemente de compleja atribución, en parte por la desaparición de documentos, otras veces por las guerras.
Cuando los Dupar llegaron a Francia, el clima estético había cambiado y el ya casi anciano escultor tuvo que reaccionar a la nueva situación de la Francia de Luis XV, que superaba modelos clasicistas hundiéndose en el carnal rococó para el que, curiosamente, los manuales de historia del arte dan 1730 como fecha de inicio, el año en que los Dupar volvieron a casa. Antoine, ayudado por su hijo Raphael, se desplazó a Normandía para buscar obras con las que mantener a la prole familiar mientras la pequeña Françoise se iba formando en un universo de formas plásticas cosmopolita e itinerante. París, la gran plaza, no era de fácil acceso para un escultor singular y ya retardatario. Pigalle retrataba a Madame Pompadour, impulsora programática de la sensualidad rococó. La viril exhibición de Puget era ya un recuerdo. Entre los últimos años de la larga vida de Antoine va creciendo, en esa sensibilidad mórbida, la pequeña Françoise, una mujer de un tiempo ya distinto al de su padre.
Con Van Loo
La niña hablaba al menos dos idiomas, francés y español, y había viajado por todo el sur de Europa siguiendo a una familia de artistas. Es lógico pensar que tuviese unas aptitudes y una formación desde la cuna que fueron potenciadas por el padre al enviarla a estudiar pintura con Jean Batiste van Loo en Aix-en-Provence entre 1742 y 1745. No era cualquiera, hablamos de uno de los grandes maestros de la pintura francesa. Cuando Françoise comienza a pintar con el maestro, es Antoine Watteau quien causa furor con sus 'chinoisserie' y las escenas galantes; por otra parte, Fragonard está llevando el retorcimiento natural al extremo en sus mujeres en la foresta, de manera que Van Loo representa una veta más seria, severa, fuertemente arraigada en la tradición clasicista francesa, que enlaza con Le Nain a través del tamiz de la pompa borbónica. Para entender al Van Loo grandioso, debemos dirigirnos al Prado. Allí encontraremos, en 'La Familia de Felipe V', los códigos interpretativos de la pintura de aparato de la época.
Solo conservamos cuatro pinturas atribuidas con certeza a nuestra artista, todas en el Musée des Beaux-Arts de Marsella: 'Jeune Femme à l'ouvrage' (La tricotosa), 'La Marchade de Tisane' (La lechera), 'La vieja' y 'L'homme à la besace' (Hombre con bolsa). Curiosamente en las cuatro encontramos un influjo de los hermanos Le Nain mucho más fuerte que la huella perceptible de Van Loo, tan protocolario, tan regio siempre.
Más que el pintor de cámara serían los Le Nadín los que aportarían los tipos populares a la Dupar. La calidad es muy alta, llegando a momentos de verdadera exquisitez en 'La vieja' y sobre estas cuatro telas se ha pretendido reconstruir un corpus de obra imposible. Hace días, una casa de subastas sacaba una pintura atribuida a ella con cierto fundamento, de similares medidas a estas cuatro representando a una mujer con sombrero. La estimación eran unos escuetos 6.000-8.000 &euro. No demasiado para una pintora más relevante de lo que podemos pensar. Como prueba sirva su aceptación a la masculina Academémie de Marsellie en 1776, la ciudad que le dedicó una calle. Su trabajo es relevante, en primer lugar por su calidad, muy notable, pero además es una de las mujeres silenciadas del arte francés.
Vigée Le Brun
En el Museu Nacional de Catalunya, gracias al Legado Cambó, se conserva una telita deliciosa, un retrato de Elisabeth-Louise Vigée Le Brun, una niña con gorro rojo. Ella también fue académica, también retratista -llegó a retratar a María Antonieta- y asimismo olvidada. También se la considera 'la hija de' por ser su padre Louis Le Brun, uno de los maestros del periodo. No es la única, la lista sería muy larga, demasiado, pero sobre todo infructuosa por el desconocimiento de cientos de nombres perdidos o silenciados, de mujeres que han perdido su apellido por cuestiones culturales. La Vigée Le Brun era medio siglo más joven que la Duparc y solo trece menor que Constance Mayer, otra maravillosa artista que se autoretrata apoyada en una mesa. Hay una melancolía demasiado frecuente en un tipo de autorretrato femenino, quizá se pregunten cuántas obras de mujeres artistas se exponen en el Museo del Prado, el Louvre, Uffizzi...
Una vida itinerante
Françoise lleva una vida itinerante. Se instala temporalmente en París y luego viaja a Londres, donde participa en dos salones, en 1763 y 1766, para mudarse después a Breslau con su hermana Claire. Allí sigue pintando, pero hemos perdido toda su producción. Vuelve a Marsella en 1771. Las tendencias han ido cambiando y un tipo de retrato encuentra acogida entre la pujante burguesía francesa. Será Maurice Quentin de La Tour quien sepa interpretar estas obras delicadas, que enlazan con la sensibilidad de Dupar y Vigée Le Brun. El Rococó va remitiendo hacia nuevas formas menos artificiosas, las cortes ya no buscan la pompa solemne de Luis XIV para reivindicarse y los tiempos imponen otros modelos. El artificio de Edmé Bouchardon, que algunos críticos citan entre las influencias de Francoise, remite ante la naturalidad de La Tour. Es un nuevo tiempo.
Francoise Dupar es una de las grandes artistas nacidas en Murcia, no cabe duda; por lo tanto ,tal vez sería una bonita iniciativa exponer aquí los cuatro cuadros de Marsella e impulsar el estudio de su trabajo. Hablamos de una mujer con una vida intensa, que participó de los movimientos artísticos de su tiempo, conoció las grandes ciudades europeas desde Murcia a Breslau, en Polonia. Una mujer extraordinaria, sin duda.
NACHO RUIZ
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