En la colaboración de la semana pasada comparé, no sin asombro, los 47 millones de dólares que el gobierno mexicano destinó el año pasado para comisionar al Cirque du Soleil la producción de un espectáculo basado en los arquetipos de lo mexicano como forma indirecta de promoción turística, frente a los 46 millones de dólares que en todo el sexenio anterior se invirtieron para la diplomacia cultural del país desde la cancillería mexicana, en proyectos de promoción cultural y cooperación para el desarrollo.
Decía también que un cheque de 47 millones a la diplomacia cultural mexicana podría representar una inyección sin precedentes para impulsar programas globales que le dieran una dimensión de gran calado al modo como construimos nuestras redes de cooperación para el desarrollo y el intercambio en materia de cultura con el resto del mundo, de forma que la diplomacia cultural de México fuese un reflejo fiel de la escala de nuestra economía y el lugar que ocupamos en el mundo como una potencia media emergente.
Presento ahora un ejemplo concreto de esas otras maneras como podrían destinarse los recursos públicos —con los que se financió a la compañía canadiense de circo— para el rubro específico de los museos y las exposiciones de su patrimonio arqueológico, en el que México y su diplomacia cultural gozan de una robusta tradición y un probado temperamento cosmopolita.
El profesor de la Universidad Iberoamericana, Francisco López Ruiz, escribe precisamente sobre el asunto en el número 111 de la Revista Mexicana de Política Exterior, dedicada al tema de un poder suave para México: “Durante el siglo XX —nos dice— los museos y las magnas exposiciones fueron importantes para la diplomacia cultural mexicana; en cierta manera, el Estado inventó un sistema expositivo propio, dotado de una personalidad distinta, capaz de proyectar durante décadas una imagen positiva del país en el exterior”.
“Ahora es necesario que el Estado mexicano diseñe otras maneras de comunicar los valiosos elementos culturales del país. (…) Hay que transitar de un enfoque nacional a una actitud global: crear nuevas estrategias culturales que expongan los mejores aspectos de ese proyecto político, cultural y social llamado México. Los museos y sus exposiciones son un recurso invaluable para articular esta visión. (…) (Necesitamos) Museos de alto nivel con vocación global y sedes dentro, pero sobre todo, fuera del país”.
Estoy enteramente de acuerdo.
Imaginemos por ejemplo que el gobierno mexicano, una vez que se reformaran algunos aspectos obsoletos de nuestras leyes en materia de patrimonio arqueológico —promulgadas hace más de medio siglo en un contexto internacional muy diferente al que hoy vivimos—, pudiera ofrecer a algunos de los museos más visitados en las grandes capitales del mundo proyectos museográficos destinados a sacar de las bodegas del INAH algunas de las miles y miles de piezas que jamás verán la luz, simplemente porque no hay espacio suficiente en los museos del país.
Tan sólo el Museo Nacional de Antropología, el más emblemático de nuestros recintos, visitado por casi dos millones de personas al año, cuenta con un acervo de cerca de 180 mil piezas arqueológicas de las cuales apenas puede exhibir en sus salas unas ocho mil.
México podría modificar su reglamentación para ofrecer al mundo algunas de estas decenas de miles de piezas, destinadas a permanecer en las bodegas, junto con un programa museográfico completo y con un esquema de comodato a largo plazo, de modo que se diseñaran con talento mexicano salas prehispánicas mexicanas en sitios que habrían de ser visitados por millones de personas a lo largo de las décadas venideras.
Imagino espacios novedosos en los que no sólo se exhibiera y cosificara el pasado prehispánico de México, sino donde se pudieran conocer las múltiples formas en que la cultura indígena, la diversidad étnica, social y regional de nuestro país forman parte de nuestro presente.
No hablo simplemente del préstamo a secas de nuestro patrimonio arqueológico a algunos de los museos icónicos del planeta, sino de la posibilidad de diseñar propuestas museológicas interdisciplinarias del más alto nivel y de acuerdo con el estado de las artes en este campo, hasta lograr una suerte de complejos culturales interactivos y contemporáneos donde se abrieran las puertas al talento mexicano, y sobre todo, a las generaciones emergentes, en las más diversas áreas de la producción artística y del conocimiento: museógrafos, arquitectos, diseñadores, antropólogos, historiadores, arqueólogos, etnógrafos, desarrolladores de contenido multimedia (realidad virtual y aumentada) escritores, cineastas, entre otros.
Por más ambicioso que pudiera sonar todo lo anterior, 47 millones de dólares resultarían suficientes para arrancar un proyecto de esta naturaleza, pues justamente la otra parte del trabajo de la diplomacia cultural mexicana sería la de asegurar que los gobiernos o los sectores privados de los países donde se encuentren dichos museos, realizaran una aportación económica significativa para obtener el derecho a albergar de manera permanente una de estas exposiciones.
Países como Francia y el Reino Unido han ensayado modelos similares. El espectacular museo Louvre de Abu Dadi, en los Emiratos Árabes Unidos, inaugurado el pasado mes de noviembre, es un ejemplo a estudiar. De ahí el título de esta colaboración: una sala maya para el museo Louvre de Abu Dabi. No es, en modo alguno, un despropósito.
Francisco López Ruiz nos recuerda que a la inauguración del Museo Nacional de Antropología, en 1964, asistió el director de la National Gallery de Londres, Sir. Philip Hendry, y que tras su visita comentó: “En su museografía, México aventaja ahora a Estados Unidos quizá en una generación, y al Reino Unido, quizá en un siglo”. Tal vez exageró, pero sería extraordinario imaginar que podría estar en lo cierto, y que ahí, a la mano, a nuestro alcance, tenemos una oportunidad mayor.
@edbermejo
edgardobermejo@yahoo.com.mx
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