Los pintores toscanos
Durante todo el Quattrocento el arte de la pintura, como el de la escultura, tiene en Italia por centro Florencia, bajo la decidida protección de los Medias. El primer pintor de esta época formó parte del grupo de Donatello y Brunelleschi. Es Masaccio, esto es: Tommaso di ser Giovanni di Mone. "La naturaleza –dice Vasari-, cuando hace a una persona excelente, no suele hacerla sola, sino que al mismo tiempo coloca cerca de ella a otras que pueden ayudarla y estimularla con su virtud. "Así empieza aquel biógrafo del Renacimiento el relato de la vida del pintor para explicarse, en cierto modo, la aparición simultánea de tres hombres geniales: Masaccio, Donatello y Brunelleschi. Un gran número de anécdotas acreditan la amistad íntima que unió a estos tres hombres. Brunelleschi, de más edad, fue, al parecer, el más consciente del grupo; él fue quien enseñó a Masaccio las leyes de la perspectiva.
Masaccio murió joven, a los veintisiete años, en 1428. Su papel, en la pintura renacentista italiana, es parejo al que en la flamenca desempeñó Jan van Eyck, que nacido diez años antes que él, le sobrevivió veintitrés. Dice Vasari, para alabar su estilo, que pintó tan modernamente, que sus obras pueden parangonarse con cualesquiera otras de dibujo y colorido modernos. Al decir moderno Vasari se refería al estilo de sus contemporáneos del siglo XVI, que eran Rafael y Miguel Ángel y los de su escuela, y esta influencia de Masaccio sobre los pintores de toda una época bastante posterior resulta más singular a nuestros ojos, a causa de la escasez de obras suyas.
En tiempos de Vasari se atribuían a Masaccio algunas obras que han sido devueltas por la crítica de nuestros días a otros pintores. Hoy, aparte de su obra principal, se considera de su mano un fresco, en Santa Mana Novella, con una simbolización de la Trinidad entre adoradores (dentro de un arco en perspectiva), una tabla con Santa Ana, la Virgen y el Niño y ángeles, en la Galería de los Uffizi, otra en Nápoles con una Crucifixión, y pocas cosas más, entre ellas restos de frescos en San Clemente, en Roma.
En la mayoría de estas obras, el colorismo de Masaccio es bastante vivo. Pero cuando se acerca a la culminación de su talento, ¡a los veintiséis años!, en el fresco de la Trinidad de Santa María Novella, ya se nota un paso a profundas investigaciones en el claroscuro y en el dominio de las medias tintas. Se trata de un método más apropiado para conseguir su objetivo principal: definir cuerpos en el espacio, analizar grupos, situaciones y sentimientos.
Por fortuna han llegado intactos hasta el presente sus frescos de la capilla Brancacri de la iglesia del Carmine, de Florencia, pintados en 14287 el mismo año de su muerte, que en todo tiempo han sido considerados como su obra más importante. Se trata de una capilla lateral, algo oscura. Los frescos, que ocupan los planos de las dos paredes, fueron empezados por otro pintor toscano, Masolino da Panicale, que los dejó inacabados para hacer un viaje a Hungría; continuados después por Masaccio, su realización quedó interrumpida hasta que medio siglo más tarde los concluyó Hlippino Lippi. En aquellos muros, llenos de pinturas, los ojos buscan la parte que corresponde a Masolino, a Masaccio y a Filippino, para explicarse el gran misterio. La primera impresión que causan los frescos de Masaccio es casi una decepción: las figuras famosas de Adán y Eva expulsados del Paraíso, con sus cuerpos desnudos, están regularmente dibujadas en escorzo, y tan justamente coloridas, que no sorprenden, acostumbrados como se está a la corrección de las escuelas del Renacimiento.
Este feliz antirretoricismo, propio del genio, pero sorprendente en aquella época y en un artista tan joven, se concreta en un arte sumamente sintético que no imita la realidad vista, sino que la vuelve a recrear como una imagen poética. Masaccio fija con la pintura sus propios fantasmas interiores, es decir, que, pintando, se libera de su profunda conciencia de la tragedia del hombre, necesariamente mortal, pero cuyas creaciones espirituales son eternas. Esta terrible contradicción la resuelve Masaccio con una serenidad impresionante: transformando el cuerpo humano en un monumento para el espíritu. Quizá sólo los antiguos escultores egipcios, tres mil años antes y por caminos muy distintos, habían alcanzado tal grado de penetración en las relaciones entre cuerpo y espíritu.
En las grandes composiciones de la capilla Brancacci que representan a San Pedro pagando el tributo y a San Juan y San Pedro repartiendo limosnas a los pobres de Jerusalén, las figuras de Masaccio se mueven en un escenario natural. Los fondos tienen edificios en perspectiva, que sólo por el estilo de las construcciones reconocemos como de principios del siglo XV, pues por su correcto dibujo parecen de fechas posteriores. Las figuras de los Apóstoles, y las de los personajes que asisten a escenas como la de la resurrección de un muerto por San Pedro, llevan amplios mantos, cuyos grandes pliegues, sin rigidez, caen majestuosos como los de las togas romanas. El espíritu clásico de Brunelleschi debió de inspirar al joven pintor, que buscaría también sus modelos en los mármoles antiguos.
Algo de estas innovaciones ya se descubren en lo pintado por Masolino da Panicale y en lo de un maestro umbro, nacido en las Marcas en 1370, Gentile da Fabriano, que entre 1421 y 1425 vivió en Florencia, en donde terminó en 1423 su famosa tabla de la Adoración de los Magos, destinada a la iglesia de la Trinidad, hoy en la Galería de los Uffizi. A esta pintura tendremos que referirnos de nuevo al hablar de Gozzoli. Mas en Masaccio el afán de innovación va mucho más lejos. Por esto, como dice Vasari, tenía un genio abstractísimo (es decir, extraño para su tiempo), era un caso de anticipación."Nosotros -decía Brunelleschi al ocurrir su muerte- hemos experimentado una pérdida grandísima..."Al decir nosotros quería decir toda la Florencia artística de su tiempo. El sagaz arquitecto comprendía claramente que habrían de pasar muchos años antes de que apareciese otro maestro pintor que pudiese recoger semejante herencia.
Masaccio murió joven, a los veintisiete años, en 1428. Su papel, en la pintura renacentista italiana, es parejo al que en la flamenca desempeñó Jan van Eyck, que nacido diez años antes que él, le sobrevivió veintitrés. Dice Vasari, para alabar su estilo, que pintó tan modernamente, que sus obras pueden parangonarse con cualesquiera otras de dibujo y colorido modernos. Al decir moderno Vasari se refería al estilo de sus contemporáneos del siglo XVI, que eran Rafael y Miguel Ángel y los de su escuela, y esta influencia de Masaccio sobre los pintores de toda una época bastante posterior resulta más singular a nuestros ojos, a causa de la escasez de obras suyas.
En tiempos de Vasari se atribuían a Masaccio algunas obras que han sido devueltas por la crítica de nuestros días a otros pintores. Hoy, aparte de su obra principal, se considera de su mano un fresco, en Santa Mana Novella, con una simbolización de la Trinidad entre adoradores (dentro de un arco en perspectiva), una tabla con Santa Ana, la Virgen y el Niño y ángeles, en la Galería de los Uffizi, otra en Nápoles con una Crucifixión, y pocas cosas más, entre ellas restos de frescos en San Clemente, en Roma.
En la mayoría de estas obras, el colorismo de Masaccio es bastante vivo. Pero cuando se acerca a la culminación de su talento, ¡a los veintiséis años!, en el fresco de la Trinidad de Santa María Novella, ya se nota un paso a profundas investigaciones en el claroscuro y en el dominio de las medias tintas. Se trata de un método más apropiado para conseguir su objetivo principal: definir cuerpos en el espacio, analizar grupos, situaciones y sentimientos.
Por fortuna han llegado intactos hasta el presente sus frescos de la capilla Brancacri de la iglesia del Carmine, de Florencia, pintados en 14287 el mismo año de su muerte, que en todo tiempo han sido considerados como su obra más importante. Se trata de una capilla lateral, algo oscura. Los frescos, que ocupan los planos de las dos paredes, fueron empezados por otro pintor toscano, Masolino da Panicale, que los dejó inacabados para hacer un viaje a Hungría; continuados después por Masaccio, su realización quedó interrumpida hasta que medio siglo más tarde los concluyó Hlippino Lippi. En aquellos muros, llenos de pinturas, los ojos buscan la parte que corresponde a Masolino, a Masaccio y a Filippino, para explicarse el gran misterio. La primera impresión que causan los frescos de Masaccio es casi una decepción: las figuras famosas de Adán y Eva expulsados del Paraíso, con sus cuerpos desnudos, están regularmente dibujadas en escorzo, y tan justamente coloridas, que no sorprenden, acostumbrados como se está a la corrección de las escuelas del Renacimiento.
Este feliz antirretoricismo, propio del genio, pero sorprendente en aquella época y en un artista tan joven, se concreta en un arte sumamente sintético que no imita la realidad vista, sino que la vuelve a recrear como una imagen poética. Masaccio fija con la pintura sus propios fantasmas interiores, es decir, que, pintando, se libera de su profunda conciencia de la tragedia del hombre, necesariamente mortal, pero cuyas creaciones espirituales son eternas. Esta terrible contradicción la resuelve Masaccio con una serenidad impresionante: transformando el cuerpo humano en un monumento para el espíritu. Quizá sólo los antiguos escultores egipcios, tres mil años antes y por caminos muy distintos, habían alcanzado tal grado de penetración en las relaciones entre cuerpo y espíritu.
En las grandes composiciones de la capilla Brancacci que representan a San Pedro pagando el tributo y a San Juan y San Pedro repartiendo limosnas a los pobres de Jerusalén, las figuras de Masaccio se mueven en un escenario natural. Los fondos tienen edificios en perspectiva, que sólo por el estilo de las construcciones reconocemos como de principios del siglo XV, pues por su correcto dibujo parecen de fechas posteriores. Las figuras de los Apóstoles, y las de los personajes que asisten a escenas como la de la resurrección de un muerto por San Pedro, llevan amplios mantos, cuyos grandes pliegues, sin rigidez, caen majestuosos como los de las togas romanas. El espíritu clásico de Brunelleschi debió de inspirar al joven pintor, que buscaría también sus modelos en los mármoles antiguos.
Algo de estas innovaciones ya se descubren en lo pintado por Masolino da Panicale y en lo de un maestro umbro, nacido en las Marcas en 1370, Gentile da Fabriano, que entre 1421 y 1425 vivió en Florencia, en donde terminó en 1423 su famosa tabla de la Adoración de los Magos, destinada a la iglesia de la Trinidad, hoy en la Galería de los Uffizi. A esta pintura tendremos que referirnos de nuevo al hablar de Gozzoli. Mas en Masaccio el afán de innovación va mucho más lejos. Por esto, como dice Vasari, tenía un genio abstractísimo (es decir, extraño para su tiempo), era un caso de anticipación."Nosotros -decía Brunelleschi al ocurrir su muerte- hemos experimentado una pérdida grandísima..."Al decir nosotros quería decir toda la Florencia artística de su tiempo. El sagaz arquitecto comprendía claramente que habrían de pasar muchos años antes de que apareciese otro maestro pintor que pudiese recoger semejante herencia.
San Pedro y San Juan distribuyendo a los pobres de Jerusalén los bienes de la comunidad de Masaccio (Frescos de la capilla Brancacci, iglesia del Carmine, Florencia). En las calles de un pueblo medieval dominado por un lejano y luminoso castillo, San Pedro, una de las imágenes más humanas que se han pintado de él, pone el óbolo en la mano de una joven madre que sostiene un robusto niño en brazos. La figura de Ananías, postrada en primer término, cruza horizontalmente el espacio en un alarde compositivo. El modelado de las figuras conjuga un fuerte contraste de luz y sombra.
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