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miércoles, 22 de enero de 2014

El arte del Islam

                                         

El arte islámico está indisolublemente unido a la expansión del Imperio árabe o musulmán. Aunque conviene realizar, de entrada, una breve matización respecto a estos dos últimos términos, pues es preciso no igualar árabe a musulmán. La religión islámica o musulmana se originó a raíz de la vida y obra de su profeta Mahoma, quien predicó durante el siglo VII en la península Arábiga. Se trata, por lo tanto, de una religión surgida en dicha península en el seno del pueblo árabe. Por eso, en un primer momento, sí que procedía asimilar musulmán a árabe, pero en la actualidad, cuando hay tantas zonas y pueblos en los que impera el Islam -África negra y bereberes del norte del continente, amplios territorios de Asia, etc.-, no se pueden utilizar aleatoriamente ambos términos. De todas formas, sí que es posible emplear las expresiones Imperio árabe o Imperio islámico al hablar de la fabulosa y vasta potencia que desde Arabia se extendió por buena parte de Europa, África y Asia, pues fue la cultura de los árabes la que definió los rasgos esenciales del Imperio.


No sería exagerado afirmar que la península Arábiga era, antes de la eclosión del Islam, un verdadero desierto artístico, si es posible el juego de palabras, pues ni las numerosas tribus arabes ni los habitantes de las ciudades, como Medina o La Meca, incipientes urbes de comerciantes, sobre todo, parecían tener excesivas inquietudes estéticas. Por eso, apenas hay un puñado de restos de la arquitectura preislámica en la Península, y se puede afirmar que la revolución social y religiosa que impulsó el profeta Mahoma durante el siglo VII se tradujo también en una profunda transformación de los valores artísticos árabes. Y como se tendrá ocasión de comprobar a lo largo del presente capítulo, a medida que iban conformándose los cánones del arte islámico, éste se expandía al mismo ritmo que el imperio acumulaba victorias y ampliaba sus límites hacia Asia, África y Europa.


Pero esta expansión no implica únicamente que los árabes construyeran mezquitas e influyeran en el arte de cada uno de los territorios en los que tuvieron presencia. Imperio joven que no tenía detrás una sólida tradición artística a la que venerar y respetar como un dogma inamovible, los árabes, libres de lastres en este sentido, supieron dejarse influir por aquellos pueblos conquistados que, por otro lado, tenían mucho que ofrecerles en el ámbito artístico, pues habían conseguido desarrollar una evolución artística importante y prestigiosa. Por ello, cuando los musulmanes extendieron sus dominios hacia Oriente y cruzaron el Eufrates para llegar a Persia, el territorio que corresponde en la actualidad a Irán, aceptaron algunas de las características del arte sasánida, fuertemente influido por sus vecinos y enemigos bizantinos, y, sobre todo, quedaron seducidos por la fantasía decorativa oriental.

                                                                
No hay que olvidar que el arte bizantino era heredero de las culturas romana y griega, las culturas más relevantes de la Antigüedad y que sus templos, esculturas y pinturas debían de ejercer un gran poder fascinador en un pueblo, el árabe, que pretendía convertirse en un gran imperio, lo que finalmente conseguiría.
A continuación se verá, por tanto, el curso que siguió el Imperio islámico y su arte por el flanco oriental, que se prolongó hasta la India, territorio en el que las principales obras islámicas son deudoras del fervor constructivo de los sultanes mongoles musulmanes. Y en el otro extremo del Imperio islámico, a miles de kilómetros de distancia, en la península Ibérica, el al-Ándalus -primero un emirato, luego un califato independiente y en su ocaso un reino de Taifas- dejó algunas de las manifestaciones artísticas más bellas que se puedan encontrar en España.


Como se acaba de señalar, el Imperio musulmán se extendió, en sus mejores momentos, desde la península Ibérica hasta la India, quedando bajo su dominio culturas, pueblos y personas de lo más variado. Por ello, no se puede menos que maravillarse ante las coincidencias estéticas con las que el arte islámico se manifiesta en los diferentes enclaves del imperio. Lejos de presentar unas características plenamente uniformes, es evidente que sí que hay una pretensión de respetar ciertos cánones básicos en el arte islámico desde el al-Ándalus hasta la india musulmana. Ello responde a la influencia de la religión, que impregnó todos los ámbitos de la vida de los pueblos en los que tuvo presencia. De este modo, a pesar de la herencia cultural tan diferente de los pueblos de Persia y del norte de África, por ejemplo, es posible observar unos rasgos comunes en las manifestaciones artísticas de los pueblos del Imperio islámico, sobre todo, en la arquitectura de las mezquitas, donde, lógicamente, se hace más evidente la intensa influencia de la religión musulmana.
Seguramente, este capítulo sobre la historia del arte islámico hubiera necesitado algunos apartados más si en la batalla de Poiticrs hubieran vencido los árabes y no los francos. Quizá, se tendría que hablar del arte islámico en otros territorios más allá de los Pirineos si el ejército árabe hubiera vencido a principios del siglo VIII en la mencionada batalla a las tropas francas. En todo caso, es indudable que los árabes consiguieron forjar una civilización poderosa, en la que se cultivó una gran pasión por el arte y que, sin duda, es una de las más fascinantes de la historia.

La expansión de un imperio y su arte



El Islam es más que una fe, es más que una religión que proporciona unas doctrinas y unos rituales de culto. El Islam es una interpretación peculiar del universo y de la vida humana. A la vista de la forma de concebir la religión, por regla general, en el mundo islámico y en el mundo occidental es posible afirmar que las filosofías y las religiones del Extremo Oriente están más cercanas a la mentalidad occidental que el islamismo. Y ello a pesar de que los territorios en los que nació la religión musulmana están mucho más próximos, geográficamente hablando, que los lejanos países de China y Japón, por ejemplo. Será más fácil a un misionero del Islam convertir a un cristiano, que a un predicador cristiano hacer apostatar a un mahometano de su intransigente, a los ojos de muchos occidentales, forma de monoteísmo. Actualmente, la religión musulmana, una de las tres grandes doctrinas monoteístas del presente, a saber, el Islam, el judaismo y el cristianismo, se ha expandido a buena parte del mundo y millones de fieles la profesan. De este modo, la fe islámica, salida de la península Arábiga, ha arraigado sobre todo en muchos países de Asia y África, donde cientos de millones de fieles profesan las diferentes formas de islamismo, y también en Europa y Estados Unidos merced a los numerosos inmigrantes provenientes de países islámicos que han empezado una nueva vida en las sociedades occidentales.

                                            
En sus orígenes, en el siglo VII, como se ha mencionado anteriormente, el Islam aceptó y acentuó todo lo que se denomina oriental, poniendo gran énfasis en muchos conceptos que las mentalidades clásicas se resisten a autorizar. Si algo parece lógico y razonable en el islamismo es lo que se le infiltró de la ciencia griega. En cambio, el Occidente europeo ha aprovechado poquísimo, por no decir nada, de lo que es genuinamente musulmán, y este distanciamiento se observa en las manifestaciones artísticas.
Mahoma, al predicar el Corán en Arabia, donde el único arte era la poesía lírica cantada, apenas menciona otras disciplinas artísticas, y cuando lo hace es para desdeñarlas sin demasiados miramientos. Llama la atención, por su poderosa austeridad, que la Kaaba, en la Meca, que continúa siendo hoy en día el lugar más santo del islamismo desde su predicación, es un edificio sin decoración ni ventanas. Si en el arte europeo es posible observar una evolución hacia formas cada vez más esplendorosas en los edificios y obras de arte religiosos, se podría hacer un paralelismo entre esta primigenia construcción musulmana y los originales templos paleocristianos, aunque es sencillo, por otro lado, observar que la intención decorativa es mucho mayor en estos últimos. Así, la Kaaba aparece cubierta con un sencillísimo tejado de troncos de palmera, que parece muy lejano todavía a las más trabajadas y decoradas edificaciones religiosas que llevarán a cabo los musulmanes a lo largo del tiempo y que, como se tendrá ocasión de comprobar a lo largo del presente volumen, se caracterizarán, en muchas ocasiones, por mostrar un rico esplendor. A su alrededor, en la explanada que no cuesta imaginar dominada por un ajetreado gentío que acudía a las ferias y reuniones tribales, muy habituales en una ciudad eminentemente comercial como era La Meca de aquellos tiempos, había varios ídolos de piedra, con forma humana apenas desbastada. No queda nada de estas representaciones de las que se tienen noticias de forma indirecta pues, según cuenta la leyenda, el Profeta las destruyó milagrosamente un día sin bajar del camello, con sólo señalarlas con el bastón.



Muy difícil se hace referirse extensamente un arte preislámico pues en los alrededores de La Meca no hay ruinas que correspondan a épocas anteriores a la predicación de Mahoma, a diferencia de otros puntos del mundo, donde los vestigios se remontan miles de años en la historia. De este modo, los únicos objetos que podrían calificarse de artísticos son algunas estelas funerarias con relieves carentes de belleza, demasiado sencillos como para otorgarles excesiva importancia si no fuera por el protagonismo que adquieren al ser, precisamente, los solitarios representantes del arte preislámico. Por tanto, se puede afirmar que prácticamente la historia del arte del pueblo árabe empieza, para los occidentales, en la época de Mahoma. De todos modos, algunas investigaciones han puesto de manifiesto que es posible que algo de la pacotilla helenística de Siria y Egipto se importara en Arabia. A lo mejor futuras excavaciones descubran más capítulos del arte preislámico que quizás actualmente permanezcan aguardando bajo metros y metros de arena en el desierto. De momento, y a la vista de los hallazgos realizados hasta hoy, los jinetes del desierto no parecen haber tenido gran avidez de lujo; su tienda, su caballo, su amada, son los motivos predilectos, casi exclusivos, de las poesías árabes anteriores a la predicación del Corán, que se recitaban en las fiestas tribales.

Tampoco encontró Mahoma arte autóctono ni importado en Medina, adonde emigró el año de la Hégira que corresponde al 622 de la era cristiana. Medina estaba más al norte, más cercana a la Siria helenística y bizantina, saturada de arte, por lo que todavía es más sorprendente la ausencia de restos artísticos que hayan llegado hasta la actualidad. La explicación reside en el hecho de que, a pesar de esa proximidad a los prolíficos territorios artísticos bizantinos, sus habitantes vivían como puros árabes, sin necesidad de cosas bellas. Medina es actualmente la segunda ciudad santa del islamismo, ya que en ella vivió y murió el profeta, y, según la interpretación más rigurosa de esta doctrina, su visita está prohibida para todos aquellos que no profesen la religión de Alá. Antes de la llegada del profeta, la ciudad se denominaba Yatrib, aunque tras la estancia de Mahoma pasó a llamarse Madinat-al-Nabi, o, lo que es lo mismo, Ciudad del Profeta.



Ksar-Amra (Jordania). Este alcázar-palacio, construido en mitad del desierto, ofrecía cobijo y baño a la corte de Al-Walid y sus huéspedes.

La expansión de un imperio y su arte

En su origen, la mezquita del Profeta en Medina constaba de un solo patio con un escabel sobre una tarima, desde el cual el Profeta predicaba todos los viernes. Aunque pronto se optó por enriquecer la construcción y se construyeron soportales de palmera alrededor del patio, y en uno de los lados se multiplicaron las crujías hasta formar una sala con muchas filas de columnas que protegía del calor, pero abierta enteramente hacia el patio. Este tipo de "lugar para la oración", como se llamaba a las mezquitas primitivas, se reprodujo en las tierras que el Islam fue conquistando. Las primeras mezquitas de al-Kufa y al-Basrah (Basora), en el desierto mesopotámico, eran aún, a imitación de esa antigua mezquita de Medina, simples patios donde se congregaban los creyentes para la oración. El patio es indispensable aun en mezquitas como las de Kairuán y Córdoba, algo posteriores y donde no parece tener más excusa que la de preparar el espíritu con un lugar reposado y facilitar las abluciones en el aljibe central.
                                           

La mezquita de Medina, importante asimismo porque alberga las tumbas de Mahoma, Fátima, Abu Bakú y Omar, fue edificada a los pocos años de la llegada del profeta, en el año 706, sobre la misma vivienda de Mahoma. Un importante incendio destruyó buena parte de la construcción a mediados del siglo XIII, aunque inmediatamente procedió a reconstruirse reproduciendo fielmente el edificio original. En la actualidad, la mezquita presenta sustanciales modificaciones, producto, por un lado, de las influencias occidentales y, también, de las relevantes reformas llevadas a cabo por el sultán turco Abdulmecit I a mediados del siglo XIX.
Una de las primeras mezquitas, única en el mundo por otros conceptos, tiene la forma de un templo octogonal. Es la llamada mezquita de Ornar, construida en la plataforma del templo de Jerusalén, sobre la roca donde la tradición suponía que Abraham intentó el sacrificio de Isaac, de donde deriva su otro nombre de Qubbat as-Sakhra, o "Cúpula de la Roca". Fue iniciada el año 643. Como quiera que durante el primer siglo de la Hégira los árabes no poseían todavía gusto por las obras de arte ni artistas capacitados, como ya se ha señalado un poco antes, se ha de admitir que la llamada mezquita de Ornar, en Jerusalén, fue construida por sirios o bizantinos, pues de otra forma es muy difícil encontrar una justificación a las evidentes influencias bizantinas que acredita. Estos no podían dar al edificio un carácter decididamente mahometano, como es lógico, por lo que resultan apreciables diversas influencias del arte de sus pueblos. Al exterior, está decorada con placas de mosaicos preciosos enviados de Constantinopla, y la cúpula está recubierta también de mosaicos con dibujos vegetales sin ningún símbolo o alusión al lugar y al destino del edificio. Se trata, por tanto, de una construcción que ya se desmarca, desde el punto de vista de la intención decorativa, de los primeros edificios religiosos islámicos.

                                  
Mientras en su primera conquista, Jerusalén, los árabes respetaron los venerables santuarios del Santo Sepulcro y la Ascensión, en Damasco ya aprovecharon como mezquita una gran iglesia dedicada a San Juan Bautista, acaso de la época de Teodosio. Este hecho, construir mezquitas sobre antiguas edificaciones religiosas de los pueblos que irían conquistando, se convertiría en algo habitual por parte de los musulmanes. La citada iglesia de Damasco tenía forma de basílica, con tres naves divididas por columnas, y aprovechaba los muros de un ágora antigua. De este modo, fue relativamente fácil para los arquitectos árabes, a partir del año 707, transformar aquel edificio en una mezquita de tres naves, reservando un patio en la fachada lateral. En las arcadas de este claustro o patio, artistas también sirios o bizantinos labraron una decoración de mosaicos con representaciones de jardines fantásticos que contrastan con la tradicional austeridad árabe. Así, estas ricas decoraciones no manifiestan ninguna característica árabe si no es por la ausencia de representaciones figuradas. Por tanto, los mosaicos de la mezquita de los Omeyas de Damasco, como los de la llamada mezquita de Ornar, en Jerusalén, no son árabes o islámicos más que por el lugar en que están. Como ya se ha señalado, presentan, por su estilo y técnica, muchos más rasgos bizantinos.

                                 

Pero al extenderse las conquistas del Islam hacia Mesopotamia y Egipto, los árabes entraron en relación con gentes y escuelas artísticas más orientales que congeniaban más con su espíritu que las de Constantinopla y aun de Siria, tan fuertemente helenizada, como ya se sabe. El Eufrates era la frontera de Persia, y al atravesarla, los árabes se encontraron con una civilización que había heredado todas las experiencias artísticas de Oriente. Las dinastías partas y sasánidas habían coincidido en establecer en las llanuras de Mesopotamia reyezuelos feudatarios fronterizos que montaban la guardia de los pasos del Eufrates a cambio de un máximo de autonomía. Eran más bien concesiones de contrabando y de pillaje que lugares de policía y aduana, pero también suponían un acuerdo de lo más práctico porque de este modo las citadas dinastías se garantizaban el control de esas fronteras sin tener que dedicar, por ello, grandes efectivos militares que suponían dinero y quizá desguarnecer otros flancos igualmente importantes para la estabilidad de sus territorios.


Mezquita de Ibn-Tulun (El Cairo). De marcada influencia mesopotámica, esta mezquita es la primera en la que aparece una gran escala de arco apuntado. Aunque buena parte ha sido reconstruido, el patio mantiene la configuración primitiva.
Cada uno de estos gobernadores de frontera tenía una corte y una guardia personal en un castillo-fortaleza con muchas dependencias dentro de un recinto de muralla, a menudo construida sobre la colina artificial o tell de una antigua ciudad mesopotámica, como ya explicamos en profundidad en el volumen dedicado al arte mesopotámico. Desde allí el príncipe parto o sasánida vigilaba los castros militares bizantinos y visitaba sus guarniciones en los largos períodos de paz o, mejor dicho, de armisticio entre el emperador de Constantinopla y el gran monarca parto o sasánida.
En aquellas cortes fronterizas se había ido creando un estilo artístico que no tenía de clásico, helenístico o bizantino más que cierto sentido de regularización y simetría, pero que, en cambio, aceptaba todos los productos de la fantasía oriental, asociándolos con gusto exquisito. Los elementos vegetales o zoomórficos están esquematizados de tal suerte, que a veces es difícil reconocerlos. La explicación a esta clara tendencia a la sencillez acaso resida en el fuerte contraste de sol y sombra del desierto, que no permitiría distinguir los matices en el claroscuro ni los trazos secundarios en los perfiles.


Dos monumentos árabes mesopotámicos de los primeros tiempos de la conquista muestran claramente la vacilación entre el estilo aún helenístico y bizantino de un lado del Eufrates y el ya saturado de este genio oriental que ha sido reconocido como predominante en la decoración de los castillos persas sasánidas. Uno es el alcázar-palacio de Ksar-Amra, construido por Al-Walid entre los años 712 y 715. La fecha se ha podido determinar con tal precisión porque en uno de los frescos que decoran las bóvedas está el rey Rodrigo de Toledo entre los vencidos por el Islam.
Este alcázar-palacio de Ksar-Amra es sólo un descansadero o pabellón de caza real en el desierto, por lo que poca información puede proporcionar. En cambio, M'schatta debía de ser residencia con corte y guarnición permanente, tal y como lo demuestra su estructura y su rica ornamentación, en la que destaca el fantástico friso, que, casi milagrosamente, se ha conservado hasta el presente. Aunque esta fortaleza quedó sin terminar, fue proyectada para mansión en el desierto de uno de los príncipes omeyas de Damasco, probablemente desterrado o retirado allí para vivir con el esplendor de un magnate la vida real del árabe nómada de los días preislámicos. Desde que el castillo de M'schatta fue descubierto y su magnífico friso trasladado al Museo de Berlín, la edad del monumento ha venido siendo objeto de vivas discusiones que sólo en los últimos tiempos parecen haber llegado a conclusiones más o menos definitivas. De este modo, actualmente no queda ninguna duda de que es islámico, porque se ha identificado una cámara como la mezquita, del siglo II de la Hégira (es decir, fines del siglo VIII d.C).


Casi simultáneamente que Siria y Mesopotamia, los árabes conquistaron Egipto, y para establecer sólidamente su dominación, fundaron una ciudad militar en al-Fustat, cerca del sitio donde después se asentaría El Cairo. Junto al río Nilo, no muy lejos de la capital bizantina, que era Alejandría, El Cairo es aún hoy la ciudad musulmana por excelencia; es la capital de la civilización árabe, el centro de la ciencia islámica. Supera su prestigio cultural al de Medina y Damasco, que, en otro tiempo, fueron las metrópolis del saber musulmán.
Al establecer los árabes en Egipto una ciudad militar, no sólo la rodearon de murallas y la protegieron con una tremenda fortaleza, sino que edificaron en seguida la mezquita, para que aquel centro de resistencia islámica fuera inexpugnable tanto por el prestigio militar como por la devoción. Se observan, de nuevo, como ya se ha señalado y como se continuará viendo a lo largo del presente capítulo, como la religión fue un factor decisivo para la expansión y consolidación de un imperio tan vasto como lo fue el Imperio islámico.
Por tanto, la ciudad de El Cairo supone para los historiadores del arte islámico, un auténtico regalo que permite que la aproximación, como no lo hace ninguna otra ciudad en el mundo, a la evolución artística de los árabes. La más antigua mezquita de El Cairo es la llamada de Amru, y se supone edificada por el mismísimo conquistador el año 642. Es todavía una mezquita como la de Medina, reducida a una sala con varias filas de columnas, que en la mezquita de Amru fueron ya de ladrillo. En fin, una construcción todavía muy sencilla, como era habitual en las primeras edificaciones que levantaron los aún inexpertos constructores árabes.


A ésta sigue en orden de antigüedad la mezquita de Ibn-Tulun, puesto que su construcción data del 878. También tiene esta mezquita un patio rectangular con sus correspondientes pórticos; el del lado del mihrab posee cinco hileras de columnas que sostienen arcos apuntados cubiertos con relieves de estuco. Las filas de columnas corresponden a la casi necesidad litúrgica de orar los musulmanes alineados. Las crujías o naves de la mezquita van aumentando y aislándose gradualmente del patio, con una fachada en la que se han abierto numerosas puertas. De estas características es ya la mezquita de Al-Azhar, en El Cairo, iniciada en 971 y restaurada más tarde en diversas ocasiones. El año 974 se fundó en ella la que es la más antigua universidad del mundo, centro actual de la civilización coránica.


Mezquita de Hassán (El Cairo). Desde su interior se exhorta a los fieles con cánticos, cuyo eco reverbera en las paredes de este descomunal edificio religioso que, según cuenta la leyenda, fue construido en la Edad Media con los bloques de recubrimiento de la Gran Pirámide de El Cairo.

La expansión de un imperio y su arte

El Cairo tiene todavía varias escuelas o madrasas en plena actividad intelectual. Suelen ser paredañas a una mezquita y cobijan también la tumba del fundador. Dado que la ciencia islámica está basada en la interpretación del Corán y del Hadith, o sea la tradición de los dichos memorables de los compañeros del Profeta, las madrasas son más bien lugares de meditación y concentración que de estudio. Las de El Cairo tienen un pequeño patio cuadrado con una fuente que mana o gotea un mínimo caudal y un gran arco como alcoba en el fondo, donde se sientan los colegiales para recordar los párrafos del Corán o del Hadith.
Las madrasas tienen paredes altas que las aíslan del tumulto exterior; en aquellos patios o claraboyas interiores, adonde la luz llega oblicua y apagada, el estudiante puede canturrear las suras del Corán sin distraerse durante los años que permanece allí encerrado. En algunas madrasas hay alcobas para los cuatro sistemas de interpretación del Corán y del Hadith. Así, la madrasa de Hassán, en El Cairo, acoge en tolerante vecindad los cuatro ritos musulmanes, que se distinguen, como es sabido, por la mayor o menor libertad de interpretación simbólica que se concede al comentar el texto del Corán. Esta madrasa,que es simultáneamente tumba del Sultán Hassán y mezquita, alberga a los estudiantes en pequeñas habitaciones superpuestas en los cuatro ángulos del edificio. Pero hay algunas madrasas en las que tan sólo se acepta uno de los ritos y tienen una sola alcoba en el patio.
                                      

Por otra parte, sorprende encontrar en El Cairo tumbas de sultanes con una monumentalidad que es impropia de los jefes de un Estado musulmán, que suelen aportar la austeridad que predica la religión islámica. Ni los restos mortales de Mahoma ni de ninguno de sus inmediatos sucesores recibieron el honor de una tumba fastuosa como las que podemos observar en El Cairo. Mahoma está todavía enterrado en el pobre suelo del camaranchón de la mezquita de Medina, donde murió. Es decir, se trata de una tumba que, como poco, debe calificarse de sencilla, pues, por otra parte, la sencillez y la renuncia a las glorias terrenales es uno de los pilares del islamismo. Sin duda alguna, el profeta se indignaría si viera los mausoleos de los sultanes mamelucos (dinastía que reinó de 1250 a 1516) existentes junto a El Cairo. Son pequeños pabellones de piedra de planta cuadrada, con cúpula decorada con relieves y levantada sobre un tambor octogonal. La del sultán Hassán, del siglo XIV, que es simultáneamente madrasa y mezquita, está coronada por una gran cúpula y un alto alminar o minarete.


Después de Egipto, la invasión musulmana se dirigió hacia el norte de África, a Cirenaica, Túnez y Argelia. Quedan allí aún antiguas mezquitas, como las de Sfax y Túnez, que deben de ser del siglo VIII; pero la más importante es la de Sidi-Okba, en Kairuán. Fundada por el santo Okba ben Nafí el año 670, fue restaurada más tarde y no adquirió su aspecto actual hasta principios del siglo IX, cuando se llevaron a cabo una serie de importantes reformas. De nuevo un patio con pórticos precede al santuario y, en este caso, destaca que el patio es de inmensas dimensiones. Por otra parte, el santuario tiene una nave central más ancha, que es la que da al mihrab, con cúpulas en sus extremos; las demás naves paralelas, de columnas y capiteles antiguos, sostienen una simple estructura de arcos trabados con tirantes y cubierta de madera. El alminar, de pesada silueta casi cúbica, está situado al otro lado del patio, en línea recta con el eje determinado por las dos cúpulas.
                            

Gran mezquita (Sfax, Túnez). Este templo del siglo IX destaca del resto de edificios por un minarete formado por tres torres escalonadas y por su variada ornamentación interior.
Fuente
http://www.historiadelarte.us




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