El retablo es la estructura arquitectónica, pictórica y escultórica que se sitúa detrás del altar en las iglesias católicas (en las ortodoxas no hay una función semejante, dada la presencia del iconostasio, y en las protestantessuele optarse por una gran reducción de la decoración). La palabra proviene de la expresión latina retro tabula ("tras el altar").2 Para designar el mismo término se emplea también la expresión "pieza de altar" (más propia de la lengua inglesa –altarpiece–, donde se distingue retable de reredos)3 o la italiana pala d'altare (o ancóna).4
Con el nombre de retablo mayor se designa particularmente al que preside el altar mayor de una iglesia; dado que las iglesias pueden tener otros retablos situados tras los altares de cada una de las capillas. El término "tabla" hace referencia al soporte de las pinturas (que también puede ser el lienzo), y su multiplicidad se indica con los términos díptico, tríptico o políptico (disposición que también pueden tener obras devocionales de menor formato no destinadas a un altar, como El jardín de las delicias).
El jardín de las delicias, del Bosco (abierto), ca. 1480-1490.
Los retablos se han realizado con todo tipo de materiales (toda clase de maderas, toda clase de piedras, toda clase de metales, esmalte, terracota, estuco, etc.) y pueden ser escultóricos (en distintos grados de relieves o con figuras de bulto redondo), o bien pictóricos; es también muy frecuente que sean mixtos, combinando pinturas y tallas.
Desde finales del siglo XIII fueron los elementos más relevantes en la decoración interior de las iglesias, tanto en la Europa septentrional (Alemania, Flandes –una tipología específica recibe el nombre de "retablos de Amberes"–,5 ) como en la meridional (Italia, y especialmente en los reinos cristianos de la Península Ibérica, donde la retablística alcanzó un desarrollo extraordinario, difundiéndose por las colonias hispano-portuguesas en América y Asia).6 La preferencia por esta forma artística hizo que en muchos casos quedaran ocultos tras los retablos frescos románicos anteriores.7
En los de gran complejidad colaboraban arquitectos, escultores, estofadores, doradores, carpinteros y entalladores, por lo que su elaboración era un proceso costoso y lento, sobre todo en los ejemplares de mayor envergadura. Su estado de conservación ha dependido de múltiples factores, entre los que se encuentran las agresiones bienintencionadas a las que se han visto sometidos durante siglos (limpiezas y "embellecimientos" inadecuados), los saqueos o destrucciones en contextos bélicos o conflictivos de muy distinto tipo, y el deterioro debido a condiciones físicas adversas. Consiguientemente, su restauración es igualmente problemática y especializada.8
Los retablos suelen adoptar una disposición geométrica, dividiéndose en "cuerpos" (secciones horizontales, separadas por molduras) y "calles" (secciones verticales, separadas por pilastras o columnas). Las unidades formadas por esta cuadrícula de calles y cuerpos se denominan "encasamentos",9 y suelen albergar representaciones escultóricas o pinturas. El conjunto de elementos arquitectónicos que enmarcan y dividen el retablo se denomina "mazonería".10 También hay ejemplares que se organizan de forma más sencilla, con una escena única centrando la atención.
El retablo suele elevarse sobre un zócalo para evitar la humedad del suelo. La parte inferior que apoya sobre el zócalo se llama banco o predela, y se dispone como una sección horizontal a modo de friso que a su vez puede estar dividida en compartimentos y decorada. El elemento que remata toda la estructura puede ser una "luneta" semicircular o una "espina" o "ático"; como corresponde a su posición dominante, suele reservarse a la representación del Padre Eterno o a un Calvario. Todo el conjunto se protege a veces con una moldura llamada guardapolvo, muy habitual en los retablos góticos. Los retablos articulados (característica común en los notables retablos flamencos que alcanzaron gran influencia en Italia -tríptico Portinari- y España -estilo hispano-flamenco-)12 permitían presentar dos disposiciones: abierto y cerrado, aunque a veces la complejidad es mayor (altar de Isenheim). La posición "cerrado" de los retablos flamencos solía contener grisallas (una representación pictórica que simula -al trampantojo- esculturas de piedra). La articulación de los retablos originó la denominación alemana Flügelaltar (literalmente "altar de alas").
A partir del siglo XV, tomó relevancia el tabernáculo o sagrario (lugar donde se guardan las formas sagradas), que paulatinamente centralizó el espacio del retablo hasta convertirse, en ocasiones, en su elemento principal, adoptando incluso formas exentas e independientes.13
La Reforma Protestante del siglo XVI, caracterizada por un marcado aniconismo, que en algunos casos llevó a la iconoclasia (con mayor intensidad en el anabaptismo y el calvinismo, menor en el luteranismo, mínima en el anglicanismo -donde explícitamente se autoriza el uso de retablos-14 ), prácticamente eliminó el uso de retablos e imágenes sagradas en los territorios que protagonizaron el movimiento (Alemania del norte, Suiza, Holanda, Inglaterra, Escandinavia). En algunos casos desaparecieron ejemplos magníficos de épocas precedentes; mientras que la tradición imaginera y la retablística se limitó sustancialmente a los países católicos, donde incluso se intensificó como consecuencia de la Contrarreforma.
En las artes escénicas, "retablo" es el pequeño escenario en el que se representa el teatro de títeres. Significativamente, el DRAE hace derivar ese uso (pequeño escenario en que se representaba una acción valiéndose de figurillas o títeres -acepción 3-) de su peculiar forma de definir los retablos pictórico-escultóricos, donde pone el acento en su capacidad de representación narrativa serializada (conjunto o colección de figuras pintadas o de talla, que representan en serie una historia o suceso -acepción 1-) antes que en su capacidad decorativa (obra de arquitectura, hecha de piedra, madera u otra materia, que compone la decoración de un altar -acepción 2-).16También las llamadas "aleluyas" eran una forma literaria similar, asociada a representaciones populares (como, por ejemplo, su recitación por ciegos u otra clase de mendigos, al tiempo que se señalan los dibujos que ilustran lo recitado en forma de viñetas -un precedente del comic-).
Cervantes se refiere a esta forma teatral en dos ocasiones: en El retablo de las maravillas (entremés de 1615) y en los capítulos XXV y XXVI de la segunda parte de Don Quijote de la Mancha (publicada el mismo año).
Manuel de Falla compuso El retablo de Maese Pedro (1923) sobre el episodio quijotesco.
Con la denominación "retablo teatral español" se hace referencia no tanto a un género dramático sino a la forma de concebir el teatro mismo por los autores del teatro clásico español del Siglo de Oro (particularmente Calderón -La vida es sueño, El gran teatro del mundo-).17
El componente de "fingimiento de la realidad" que tienen los retablos teatrales en las obras cervantinas o calderonianas ("engañar con la verdad" y "enseñar con el engaño") está también presente en el papel que se esperaba de los retablos eclesiásticos (definidos como "máquinas ilusorias") en el "control sobre la sensibilidad del fiel", configurando "el escenario teatral de la liturgia, el dogma, la piedad y la devoción católicas".18 Tal condición les hace ser particularmente útiles no sólo para los estudios iconográficos e iconológicos, sino para la historia de las mentalidades y la antropología.
Retablo de la Pasión, de Conrad Soest (1403).
El altar fue, desde los primeros momentos del cristianismo, el elemento central de la liturgia. Al principio su disposición en el templo era exenta y central, con los fieles situados alrededor, recordando de esta manera el banquete de la Última Cena. Sin embargo, con el fortalecimiento de la autoridad del clero, los altares se fueron desplazando al presbiterio, un lugar elevado e inaccesible a los fieles, próximo al muro de la cabecera de la iglesia (ábside), y que en determinadas tipologías de iglesia quedaba incluso oculto con cortinajes, rejas, o con el iconostasio. El oficiante realizaba de espaldas a los fieles la mayor parte del ritual.
Los templos paleocristianos decoraban sus interiores con pinturas murales (capilla de Dura Europos) y ciertos objetos de uso litúrgico, como relicarios, arquetas, dípticos de marfil o pequeñas estatuas. Su primitiva austeridad se compensaba con las lujosas donaciones ofrendadas por los potentados (tesoro de Guarrazar). En el Prerrománico comenzaron a difundirse las imágenes de Cristo crucificado, que se colocaban pendiendo de los muros o el techo, y que podían ser pictóricas o escultóricas (Crucificado de Gero, Catedral de Colonia), o prescindiendo en ocasiones de la figuración para tomar forma de joya (crux gemmata, como la Cruz de la Victoria de la Cámara Santa de Oviedo). Tomó también mucha relevancia la decoración del antependium (pallium altaris, frontal o frente de altar), derivado de las cortinas que cubrían las urnas con reliquias dispuestas bajo la mesa del altar (cuyo color debía variar para corresponderse con el color litúrgico de la fiesta u oficio del día) y que se enriquecían con todo tipo de ornamentos en materiales preciosos.20 Se ha propuesto la hipótesis de que, evolutivamente, el retablo derivó del antependium.21
También parecen prefigurar las formas del retablo posterior algunas estructuras derivadas de los clásicos aedicula (edículos -"templetes" o "pequeños edificios"-), especialmente el ciborium o ciborio (un dosel o palio fijo sostenido por cuatro columnas, posteriormente denominado baldaquín o baldaquino), elemento usual en las iglesias paleocristianas, que protegía y daba relevancia visual a los altares, relicarios y sepulturas de santos y mártires, que habitualmente coincidían en el mismo lugar.
Tablas del ala izquierda del retablo de la vida de San Juan Bautista, del Maestro del Jardín del Paraíso (1410-1420).
La decoración interna de las iglesias estaba adaptada a sus modestas dimensiones en la mayoría de los casos, y se ponía el acento en la decoración parietal, bien por medio de frescos de colores vivos, o con mosaicos enriquecidos con teselas de oro (muy usuales en el arte bizantino), de forma que las imágenes resaltaran en unos interiores generalmente oscuros y reducidos. Los elementos que se situaban en el altar tenían carácter mueble casi siempre (arquetas, dípticos, iconos) y su suntuosidad en cuanto a materiales suponía también un pequeño tamaño. El Románico no supuso un gran cambio en este sencillo sistema de decoración interior de los templos, con predominio de los frescos en los ábsides (iglesias románicas del Valle de Bohí, Abadía de Saint-Savin-sur-Gartempe), las figuras de Cristo en Majestad y Virgen en Majestad y los frontales de altar, que pasaron a ser soportes de decoración pintados, tallados o repujados, a menudo enriquecidos con esmaltes u orfebrería.24 Aunque las formas y materiales eran ya muy similares a los de los retablos posteriores, la disposición de la pieza era exactamente la contraria (delante del altar y bajo él, en vez de detrás y en posición elevada). De hecho, algunos han sido reutilizados como retablos, como el del santuario de San Miguel de Aralar.
El esplendor del monacato, la pujanza de las ciudades y el crecimiento poblacional y económico que se dio en Europa a partir del siglo XI hicieron que los templos tuvieran que adaptarse a fin de dar cabida a un mayor número de fieles, satisfacer los deseos de patrocinio de la élite y mostrar la riqueza de una sociedad en la que la religión regía todos los aspectos de la vida. A partir del siglo XII surge el arte gótico; la arquitectura adquiere dimensiones colosales y una gran complejidad constructiva, y tanto pintura como escultura, a demanda de una sociedad amante del lujo y la ostentación, cobran un gran desarrollo. Otro factor de cambio fue la aparición de las órdenes mendicantes, que propugnaban una religiosidad más emotiva y cercana al fiel, a la vez que se preocupaban por la enseñanza y la doctrina.
El llamado "retablo" o "altar de Isenheim" (1512-1516). Configuración cerrada, con pinturas de Grünewald.
Como en el Románico, grandes ciclos narrativos se seguían esculpiendo en las portadas de iglesias y catedrales; pero la decoración interior va a sufir una mayor transformación: los vitrales, que ocupan los grandes vanos abiertos en los muros gracias a las nuevas técnicas constructivas, se ilustran con representaciones sagradas; y la nueva amplitud y luminosidad de los templos permite la mejor contemplación de las imágenes repartidas por las numerosas naves y capillas, que cumplían la función de espacios corporativos para las instituciones que las encargaban (gremios, cofradías y familias aristocráticas), convertidas en mecenas artísticos. Las nuevas prácticas piadosas requerían un número cada vez mayor de objetos sagrados cada vez más suntuosos y visibles. Se intensificó el culto a las reliquias y a las imágenes de santos, consideradas un instrumento valioso para la evangelización.
Es en ese contexto donde surgieron los primeros retablos, primero como tablas rectangulares con imágenes de modesto tamaño (como el retablo de Westminster, de 1x3 metros, o el retablo de Bernabé, de 1x1,5 metros), a veces a juego con el frontal de altar (como sucede en uno de los ejemplos más antiguos conservados: el de la iglesia del monasterio de Santa María de Mave, Palencia), luego articuladas y abatibles, de forma cada vez más compleja (dípticos, trípticos, polípticos como el llamado "Políptico de Gante"), o bien realizados con materiales preciosos (los de la catedral de Gerona, el altare argenteo di San Jacopo29 de la Catedral de Pistoia30 o la Pala d'Oro de la Basílica de San Marcos de Venecia).
En un primer momento, los retablos no abandonaron del todo su carácter mueble o plegable, y es posible que muchos fueran utilizados en procesiones y otro tipo de actos públicos que exigían su trasladado fuera del ámbito del templo, como sucedía con los dípticos devocionales o los iconos de carácter doméstico y privado. Sin embargo, poco a poco los retablos fueron haciéndose más grandes y estables, toda vez que debían destacar casi siempre en las dimensiones colosales de abadías o catedrales. La retablística se consolidó en toda la cristiandad latina de la Baja Edad Media (un vasto espacio -de Islandia a Chipre- recorrido por múltiples conexiones e influencias mutuas y variantes locales -de la pala italiana al flügelaltar centroeuropeo-)33 como un género artístico pujante y creativo, que contaba con importantes artistas especializados en las distintas especialidades necesarias para su diseño y ejecución.
El material más empleado fue la madera, casi siempre dorada y policromada, aunque no faltan ejemplos en madera vista u otros materiales (plata o todo tipo de piedras). Las variantes regionales hacen difícil una clasificación uniforme; por ejemplo, en Aragón, desde el siglo XIV tomaron una peculiar forma de expositor eucarístico, realizados casi siempre en alabastro. El retablo gótico suele presentar una apariencia marcadamente geométrica, con los encasamentos linealmente dispuestos y ocupados por pinturas o esculturas. Muchos de ellos toman la forma del ábside en el que se sitúan (como el mayor de la catedral Vieja de Salamanca), aunque es más común el esquema cuadrangular con un saliente en la parte superior a modo de remate (la espina o ático), que inicialmente tomaba la forma de uno o varios gabletes. El contorno del retablo solía estar recorrido por una moldura muy resaltada (el guardapolvo). Se utilizaban abundantemente los elementos decorativos de la arquitectura gótica, enmarcando las figuras (fuean pinturas, relieves o imágenes de bulto) mediante doseletes o chambranas,37 y pináculos, cresterías, florones y otros elementos ocupando el resto del espacio (horror vacui). Fue habitual también la introducción de elementos heráldicos o incluso la inclusión de retratos de los comitentes (habitualmente, en posición orante). Con el tiempo se fue estableciendo la separación entre el cuerpo del retablo propiamente dicho y el banco o predela sobre el que se apoya; y dentro de aquél, la configuración en cuerpos y calles. Los retablos ganaron en dimensiones, complejidad y lujo, hasta convertirse en enormes estructuras profusamente decoradas. Resultaron idóneos para la narración de los ciclos de la vida de Cristo, la Virgen o el santo a quien el altar se dedicaba. La presencia de numerosas imágenes, advocaciones o reliquias dentro de un mismo templo justificó la multiplicación de capillas, altares y retablos. El de la capilla mayor o presbiterio, foco de atracción principal, se denomina "retablo mayor", mientras que los situados a lo largo de muros laterales, trasepto y girola reciben la denominación de "retablos laterales" o "retablos menores".
La retablística de los siglos XV y XVI alcanzó un desarrollo extraordinario en los reinos cristianos de la península ibérica, donde a las características generales del estilo gótico se le sumaron las específicas tanto del gótico flamenco (las relaciones comerciales y políticas con Flandes eran especialmente intensas) como del gótico italiano38 por otro, y las influencias locales del arte mudéjar. La propia arquitectura refleja la importancia que habían alcanzado los retablos, al proyectar las convenciones de su diseño en las fachadas principales de los templos (e incluso de otro tipo de edificios), con la tipología denominada "fachada-retablo" (no debe confundirse con un concepto confluyente, el de fachada-telón),39 que se prolongó en la arquitectura española del Renacimiento y el Barroco y la arquitectura colonial de América. Para la nueva concepción de las portadas, el momento clave fue la superación de la concepción románica y gótica clásica de las portadas abocinadas de arquivoltas y tímpanos con decoración escultórica, que se altera sustancialmente en la arquitectura hispano-flamenca de la segunda mitad del siglo XV.
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