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sábado, 26 de agosto de 2017

Arte en busca de otros meridianos


Arte en busca de otros meridianos
Backstage en el Palais de Glace. Intervención de la fachada. El artista Bertrand Ivanof documenta su obra.

Comienza el viernes en Buenos Aires el evento que exhibirá obras de 350 artistas de diferentes regiones del mundo.    
Creemos conocer la receta para organizar una bienal de arte contemporáneo. Hace falta una ciudad, fijar una fecha, designar curadores algo altivos que salgan a la pesca de artistas con un tema, elegido con sofisticada vaguedad. BIENALSUR cuestiona esas rutinas para proponer un modelo alternativo: carece de un rótulo común y su cronología es forzosamente abigarrada. El abordaje de esta curaduría abierta, de la catedrática Diana Wechsler y con la asesoría de Marlise Ilhesca, es polifónico, por decir poco: experiencias artísticas en 16 países, 32 ciudades, 84 sedes, 350 artistas y curadores. El evento no ocurre cada dos años, sino escalonado a lo largo de un bienio. Hablar de work in progress a menudo esconde mera retórica, pero esta Bienal, que inauguró su primer capítulo en Montevideo el miércoles pasado, se despliega como un proceso en un sentido genuino. Sus preámbulos llevaron dos años; las muestras se jalonan desde el 1° de septiembre hasta diciembre.
Incluso los escépticos deben reconocer que la propuesta, propulsada por la Universidad Tres de Febrero (UNTREF) en diálogo con otras universidades y museos nacionales, propone una articulación novedosa, un reparto diferente de saberes y competencias. Cuestiona las liturgias curatoriales e incita a los artistas a producir obras en sitios que no son sus lugares de origen. Proyecta también la figura de un espectador despabilado, siempre en tránsito, que disfruta del interior sacro del museo pero también del jardín que lo rodea, con las mezclas realistas del espacio público. Al situarse a distancia de los mandatos del mercado, permite detectar a artistas emergentes (como el colombiano Iván Argote y el binomio brasilero de Motta & Lima), compartiendo escena con creadores célebres (como el francés Christian Boltanski y el portugués Pedro Cabrita Reis). Dado que parte de los proyectos son intervenciones urbanas –de hecho, comenzará este viernes en Buenos Aires en el espacio exterior de cuatro instituciones, para desplegarse de lleno en sus salas poco después–, el paisaje urbano se verá alterado, lo que interpelará a los transeúntes no habituados a los circuitos del arte. Algunas de las sedes porteñas serán el Museo de Bellas Artes, el C.C. Recoleta, el CCK, el Hotel de Inmigrantes, el Museo de Arte Decorativo; pero también un punto de Puerto Madero y el muelle frente a la Fundación Proa. Y también tomará por asalto Rosario, el sábado próximo; las muestras viajarán a Salta, Tucumán y Córdoba. Asimismo, BIENALSUR explotará la conectividad: desde cualquier punto presencial se tendrá acceso virtual a lo que ocurre en las demás sedes, en línea con Guayaquil y Tokio, La Habana y Berlín o Valparaíso. Tal como sostiene Diana Wechsler, directora artística de BIENALSUR, estas coordenadas permiten hacer “un corte por estratos de la escena del arte contemporáneo”. “Hoy en día todos estamos en varios sitios a la vez”, resume con sencillez. ¿No era hora de que los gestores del arte usufructuaran de esta ubicuidad tan a la mano?
Y pensar que el proyecto sobrevivió a los avatares de Latinoamérica. Hacia fines del 2015, tuvo lugar una serie de encuentros para definir el formato de lo que habría de ser la Bienal de la UNASUR, una idea surgida en vida del presidente Hugo Chávez. Muy pronto fue rebautizada y, en 2016, bajo el lema Sur Global, tomó forma en unas jornadas de diálogo entre artistas, curadores, críticos, coleccionistas, periodistas y público. A lo largo de ese año, BIENALSUR hizo dos convocatorias para creadores y curadores. Y así el proyecto atravesó tanto el cambio político en el país como el de la región, Brasil incluido: superando el aura bolivariana, asumió una impronta rica y bien austral, sin dejar de proponer la integración latinoamericana en un paisaje sutilmente alterado.
En una obra emblemática, el uruguayo Torres-García invirtió el mapa de Sudamérica y nos exhortó a que, en el Sur, descubriéramos el Norte de la brújula. Para ese entonces ya estábamos familiarizados con el logo de la revista Sur: esa simple flecha que exhibe toda la fuerza de un vector austral. Esta Bienal, que en gran medida se debe a la persistencia del rector de la UNTREF, Aníbal Jozami, terminó abrazando ese punto cardinal –símbolo, para algunos, del elitismo refinado– y buscó democratizarla con un espíritu muy siglo XXI: vuelve a proponer una declinación sureña del cosmopolitismo a través del arte. Jozami no ocultó la ambición de que esta I Bienal de Arte Contemporáneo de América del Sur recoloque a la Argentina como faro cultural, alternándose con la Bienal de San Pablo. Con lenguaje más neutro, Wechsler recalca la necesidad de definir otro lugar de enunciación: “un desde acá global”. Apuntada hacia arriba, ahora la flecha se proyecta en un haz de direcciones.
Para aludir a ese nudo entre lo local y las virtualidades planetarias, el sociólogo Roland Robertson popularizó el término “glocalización”. La palabra es risible pero el concepto merece atención. Desde la conciencia ecológica hasta las problemáticas sociales, en casi todas las propuestas seleccionadas por BIENALSUR se reconoce la voluntad del arte de situarse en un aquí y ahora, desde el cual mitigar las heridas del mundo. Es probable que, en esa tarea, las obras demuestren su coherencia estética y capacidad de interpelar; no sabemos cuán débil o poderosa será su eficacia política. Pero una vez más, en los suburbios de un planeta crispado, el arte sigue emitiendo su incesante noticiero. A la manera de un aleph precario, nos habilita a auscultar los estados del mundo.
Desconocemos de antemano la fisonomía del público de esta Bienal y es una suerte que sea un poco imprevisible.

Bertrand Ivanoff: el derecho de crear el presente

Desde hace días el edificio del Palais de Glace reclama las miradas de la gente que pasa en auto o caminando por ese rincón de Recoleta. Imposible no ver las rayas verticales y diagonales de colores vibrantes y luces de neón que lo cubren y que parecen moverse y cambiar a medida que el observador se desplaza y se modifica su punto de vista. El artífice de esa transformación es el francés Bertrand Ivanoff, que intervino el edificio. La forma en que Ivanoff llegó a hacer su obra de arte público en este punto de Buenos Aires es ilustrativa del espíritu abierto que anima a esta Bienal. El artista respondió a una convocatoria abierta con documentación de su trabajo como artista en espacios públicos y recibió de Diana Wechsler la propuesta de intervenir el Palais. Ivanoff suele hacer sus obras de arte público en paisajes urbanos que le permiten criticar la globalización, la gentrificación, el avance de formas de consumo que lo uniforman todo y arrasan con lo identitario. Ni el Palais de Glace ni el barrio de Recoleta le parecieron estimulantes en ese sentido. “Mi impresión –dice– fue que al edificio del Palais y al paisaje que lo rodea les falta vida. Me dije ‘bueno, trataré de insuflarles algo de vida’ y puse manos a la obra”.
A Ivanoff le llevó algunos años, después de egresar de la escuela de arte, decidir que no le interesaban las galerías, el mercado del arte ni los museos. Tampoco los bordes, los marcos que pusieran límites a su trabajo. “No quería estar enmarcado”, dice. Decidió entonces dejar el taller, instalarse en el Bronx de Nueva York y dedicarse al arte público. Su pregunta fue entonces qué le daba derecho a imponer su arte a los demás en el espacio público. “Prefiero –dice– llamarlo espacio común, es el espacio de todos. Y las municipalidades nos lo roban para venderlo y privatizarlo. ¿Qué obtenemos nosotros de eso? Nada. Entonces mi derecho de usar el espacio común en una ciudad es más legítimo que el de la municipalidad”.
–¿Cómo es su experiencia artística respecto de los vecinos?
–Extraordinaria. La gente valora que hable con ellos, que los tenga en cuenta, que les diga ‘Voy a hacer esto y esto, pondré un poco de color aquí, va a durar un mes...”. No se trata de que les guste o no, ese no es el punto. Básicamente les das reconocimiento. Les hablás, los reconocés. La muncipalidad no hace nada de eso, simplemente hace algo sin aviso, te guste o no. No existís. La gente está acostumbrada a que la traten así de mal. De modo que cuando llegás y les hablás de lo que vas a hacer, establecés una conexión. Y a partir de eso pasan cosas interesantes, se producen cambios.
–¿Y cuál fue la reacción de la gente aquí con este proyecto suyo?
–No sé, es raro, la gente pasa, mira, me ve trabajando y no dice ni pregunta nada. Es como si no les importara... No sé si es porque es un museo, entonces les parece normal que se haga algo artístico en el edificio de un museo o porque la gente de este barrio es indiferente...
Por la inserción que ha elegido tener en el mundo del arte contemporáneo, Ivanoff es un artista diferente de la mayoría. Y se siente muy cómodo trabajando para una Bienal que también le parece diferente. Desde hace días tiene todas las libertades imaginables para trabajar sobre el edificio del Palais de Glace, sin preocupaciones ni indicaciones ni controles de curadores, como podría ser esperable en un evento como este. “No soy famoso, conocen mi trabajo sólo por Internet y sin embargo, corren el riesgo y apuestan por él”, dice algo sorprendido. “Esta es una buena oportunidad para mí: qué otra Bienal me daría la oportunidad de desarrollar un proyecto tan grande”. Y agradece la posibilidad de experimentar lo que para él es el arte: “El placer de pensar y hacer más allá de las regulaciones; crear el presente. Cuando sé que un proyecto se puede realizar es como crear el tiempo presente”.
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