La instalación 'Urban Light', de Chris Burden. / KYLE MONK
Dinámica, caótica, multicultural y aventurera, Los Ángeles acaba de inaugurar The Broad, su gran museo de arte contemporáneo
Viajamos a la Costa Oeste de Estados Unidos para conocer a artistas, galeristas y comisarios que han llegado hasta L. A. en busca de nuevos horizontes
El terreno llevaba décadas listo para ser ocupado. Esta parcela asfaltada de un par de hectáreas servía de improvisado aparcamiento a los trabajadores que cada mañana trepan hasta Bunker Hill, la desangelada colina que separa el centro de Los Ángeles (California) del oeste de la ciudad. En este punto del mapa, las viviendas victorianas de otro tiempo dejaron hueco, en el ecuador del siglo pasado, a un puñado de insípidos edificios corporativos. Por la noche, el barrio se vacía y las calles quedan semidesiertas. La leyenda local reza que los únicos transeúntes fueron, hasta no hace tanto, mendigos y drogadictos.
Hace cinco años, Eli Broad decidió que se trataba del lugar perfecto para erigir el museo que iba a llevar su nombre, destinado a acoger su impresionante colección de arte moderno y contemporáneo, compuesta por cerca de 2.000 obras de nombres como Andy Warhol, Roy Lichtenstein, Jasper Johns, Keith Haring, Jeff Koons o Kara Walker. Emblema patrio del self-made man y propietario de una de las mayores fortunas del país, Broad nació hace 82 años en el Bronx neoyorquino, en el seno de una modesta familia de inmigrantes lituanos. Creció en Detroit y luego se instaló en Los Ángeles a finales de los sesenta, cuando ya se había hecho rico vendiendo chalés adosados durante el boom de los suburbios residenciales en plena posguerra estadounidense. Como muchos otros empresarios pudientes, Eli Broad dedica parte de sus estratosféricas ganancias al arte y los artistas. Junto a su esposa, Edythe, configura una de las más generosas parejas de filántropos de Estados Unidos.
El pasado septiembre el museo The Broad abrió las puertas en un nuevo edificio proyectado por la arquitecta Elizabeth Diller. Un cubo recubierto de una impresionante celosía formada por 2.000 piezas de hormigón y fibra de vidrio. Ese espectacular caparazón le permite relucir en medio de altísimos edificios. E incluso de un vecino tan imponente como el Disney Concert Hall, de Frank Gehry, sede de la Filarmónica de Los Ángeles desde 2003. El día de la inauguración, con ese optimismo semiobligatorio en este rincón del planeta, todo el mundo compartía un diagnóstico: la apertura del museo, sumada a otros indicios observados en los últimos tiempos, era el síntoma definitivo de que algo se mueve en Los Ángeles.
Artistas, galeristas y coleccionistas no dejan de llegar a la ciudad desde hace media década. El propietario del museo asegura que vio venir este buen momento. “Desde finales de los setenta entendí que esta ciudad tenía potencial como capital del arte. Me tomaban por loco, pero ahora me dan la razón”, aseveraba Broad en una de las salas del centro, que suma un total de 4.600 metros cuadrados repartidos en dos plantas de exposiciones, una sala de conferencias y un gran almacén visible por el visitante desde la escalera de acceso. “Los Ángeles es una ciudad sexy, abierta al recién llegado, más informal que otros puntos del país, con un clima extraordinario, llena de espacios libres y, encima, más barata que la mayoría. Por eso vienen tantos artistas. No es extraño que Nueva York se esté poniendo celosa”, afirma el millonario.
Por la noche, estrellas como Owen Wilson y Gwyneth Paltrowacudieron a la fiesta inaugural. También cotizados artistas como Damien Hirst, Takashi Murakami, Jeff Koons o Cindy Sherman, además de glorias locales como Ed Ruscha y John Baldessari. “Este será un museo de primera categoría. Y no solo en Los Ángeles, en todo el mundo”, decía el segundo en la sala donde colgaban dos de sus obras, junto a las de otros vanguardistas angelinos como Paul McCarthy o Mike Kelley. A altas horas, acaudalados ancianos bailaban con sus esposas con idéntica rinoplastia, dando brincos al ritmo de los temas de Chrissie Hynde, cantante de The Pretenders.
Detrás de sus gafas oscuras, Edythe Broad se decía aliviada por no haber tenido que ceder su cuadro favorito, una obra de Miró de 1933, que sigue colgada en su comedor. “Aquí uno puede conseguir lo que quiera porque la meritocracia funciona. Cuando tienes buenas ideas y la energía suficiente, nada ni nadie logrará detenerte, independientemente de tu origen geográfico, social o religioso”. El matrimonio sopesó barrios con más pedigrí, como Beverly Hills o Santa Mónica, antes de decantarse por aquel improbable descampado de Grand Avenue que lleva años en transformación. Junto al edificio de Gehry, The Broad es vecino del Museo de Arte Contemporáneo (MOCA), fundado por un puñado de artistas a finales de los setenta, que acoge una gran colección de más de 6.000 obras contemporáneas. Algo más allá se divisa la catedral de alabastro proyectada por Rafael Moneo y la rimbombante High School #9, escuela pública de arte construida por la agencia vienesa Coop Himmelb(l)au.
Antaño un barrio indeseable, el lugar se erige hoy como el pulmón cultural y arquitectónico de la ciudad. “Fue una zona residencial hasta que, en los cincuenta, echaron a los ciudadanos. Ahora existe un movimiento para reocupar el centro”, se felicitaba la arquitecta Diller sobre esta ciudad horizontal de barrios inconexos. “En realidad, no sé si hay que llamarla ciudad. Yo la veo más como una urbe, como un paisaje urbano. Los Ángeles es una bestia particular”, añade. Instada a describirla, la escritora Dorothy Parker dio en su día con una definición prácticamente perfecta: “72 suburbios en busca de una ciudad”.
No cuesta entender que el mito del salvaje Oeste sigue vigente en la ciudad. Aquellos primeros estadounidenses se mudaron a California para volver a empezar de cero en lo que era, por aquel entonces, el último reducto del Nuevo Mundo. En este Estado, donde uno de cada diez empleos forma parte de las llamadas “economías creativas”, autóctonos y forasteros siguen creyendo en las segundas oportunidades. A ese imaginario se refiere el alcalde de Los Ángeles, Eric Garcetti, cuando se le interroga sobre las bazas que puede jugar como capital del arte. Descendiente de italianos, mexicanos y judíos rusos, propietario de una sonrisa perfecta y con cierto perfil de actor invitado en una serie televisiva, el político no escatima en elogios a su ciudad natal, de perfil marcadamente multicultural. En 2014, el censo del condado contabilizó un 48,4% de ciudadanos latinos y un 14,8% de asiáticos. “Los Ángeles es el corazón cultural de Estados Unidos. Refleja el mundo tal como es hoy, y el país tal como será en el futuro. Somos la capital oeste de Estados Unidos, la capital norte de Latinoamérica y la capital este del Pacífico. Nos encontramos en el punto de intersección de la creatividad mundial”, asegura en un castellano casi perfecto.
Según datos del Estado, existen en California más de 600 galerías de arte, que generan ingresos de 197 millones de euros y dan trabajo a más de 5.000 personas. “Si los mejores artistas se instalan aquí, es por ese dinamismo. Se sienten fascinados por dos de las cosas que siempre nos han definido: la tierra y la libertad. Los Ángeles dispone de mucho espacio, es relativamente barata y cuenta con una larga tradición de experimentación artística. Nueva York es una gran ciudad, pero me temo que este es nuestro momento”, concluye Garcetti.
En la entrada del vecino MOCA, da la bienvenida al visitante una larga lista de “generosos donantes” que han facilitado su creación y posterior funcionamiento. Entre ellos, el omnipresente matrimonio Broad, pero también los hermanos Marciano (propietarios de la marca de ropa Guess) o Darren Star, creador de series comoSensación de vivir y Sexo en Nueva York. El nuevo director del museo, Philippe Vergne, llegó a la ciudad hace año y medio para dirigir esta institución pionera. “Una de las grandes virtudes de Los Ángeles es que las cosas no están solidificadas. Existe un deseo de realizar proyectos, de convertirlos en realidad sin esperar a que te den permiso para hacerlo. En Los Ángeles, la cultura dominante es el hazlo-tú-mismo”, explica este francés, que antes dirigió la prestigiosa Dia Foundation de Nueva York.
Su mano derecha es la conservadora jefe del museo, Helen Molesworth, otra neoyorquina recién instalada en la ciudad. Nos ha dado cita ante un desconcertante lienzo de Elizabeth Murray: dos polígonos irregulares pintarrajeados con indudable desgana. “Para mí, este cuadro es como una canción de los Ramones: casi no sabemos tocar la batería, pero eso no nos va a detener”, explica. Eso resume, tal vez, el espíritu de la ciudad. “Los Ángeles es un lugar del siglo XXI. Es difícil hablar sobre esto con un europeo sin resultar insultante, pero cuando estás en Los Ángeles, Nueva York y el viejo mundo no te podrían importar menos. Prácticamente ni existen, porque no necesitas su aprobación. Será un cliché, pero eso te da una inmensa libertad”, asegura Molesworth.
Once kilómetros al oeste, un grupo de turistas juega al escondite entre las farolas de la instalación Urban Light, del fallecido Chris Burden, dispuestas en la entrada del LACMA, el museo de arte contemporáneo del condado de Los Ángeles, que acaba de cumplir 50 años. Desde 2007, el número de visitantes se ha duplicado, hasta superar el millón de personas al año, y los visitantes internacionales se han multiplicado por cinco. “Los Ángeles siempre ha sido un lugar de trabajo para los artistas, pero las instituciones nos habíamos quedado atrás. No se preocupen: nos estamos poniendo al día”, sostiene el director del museo, Michael Govan, que describe un paisaje formado por otros museos, como The Hammer, dedicado a los nombres emergentes del arte contemporáneo, o The Getty Center, una mansión de Malibú que alberga desde arte grecorromano a una destacada colección impresionista. ¿No hay cultura en Los Ángeles más allá del mercadeo hollywoodiense? Que se lo digan a ellos.
Los artistas que llevan décadas instalados en la ciudad, una especie de oasis al margen de las presiones del mercado del arte, se muestran preocupados por los cambios. Al noroeste, cruzando la frontera psicológica delimitada por el río que comparte nombre con la ciudad, el artista Mark Hagen abre la puerta de un inmenso taller en Glendale, suburbio de clase obrera de, en su mayoría, origen armenio. En su calle se acaban de instalar distintos artistas que buscaban, como él, un espacio para trabajar. A menudo proceden de barrios bohemios que ya no se podían permitir. Originario de Virginia, Hagen se mudó a la costa californiana en los noventa para estudiar en CalArts, la célebre escuela de arte que fundó Walt Disney y donde se formaron Tim Burton, Sofia Coppola o la plana mayor de los estudios Pixar. Al terminar, se instaló en el barrio de Echo Park, predominantemente chicano, imán de artistas por sus alquileres baratos. “De un día para otro, el propietario duplicó el precio y me tuve que marchar”, recuerda. Sucedió en 2007. La ciudad se adentra hoy en una fase acelerada de ese mismo proceso. Los barrios asequibles, gentrificación mediante, se vuelven prohibitivos.
Para Hagen, hoy un respetado artista al que coleccionan personalidades como el diseñador Hedi Slimane, si Los Ángeles se ha puesto de moda es por la descentralización gradual del mundo del arte. “Ya no hay tres capitales, Nueva York, Londres y París, sino cientos”, sostiene. “Está muy bien que se preste más atención a nuestra ciudad, porque la merece. Pero debemos ir con cuidado para que no se convierta en un nuevo Manhattan. Me parece bien que marchantes llegados de Nueva York se instalen aquí, pero no que se limiten a exponer a neoyorquinos como ha pasado estos últimos años. Deberán apoyar la escena local si quieren ser aceptados”. Otra veterana es la artista Liza Lou, que llegó de niña y nunca se volvió a marchar. Desde hace 20 años, trabaja en medio de la naturaleza del Topanga Canyon, a una hora en coche del centro. “Antes uno se instalaba aquí pese a las consecuencias negativas que eso pudiera tener en su carrera. Puede que todo lo que definía Los Ángeles esté a punto de cambiar, hasta el momento que dejemos de reconocerla. Y, pese a todo, me parece positivo que se nos preste, por fin, algo de atención”, asegura.
Las galerías que operaban en la ciudad antes del boom comparten algunas de esas preocupaciones, aunque en el fondo se beneficien de este nuevo contexto. El nombre con mayor solera es Regen Projects, fundada hace 25 años por Shaun Caley Regen junto a su difunto esposo. Galerista de artistas como Matthew Barney, Raymond Pettibon o Catherine Opie, hoy ocupa uno de esos antiguos estudios de posproducción en pleno Hollywood. Con la autoridad que da la experiencia, Regen desmiente que no exista un mercado en Los Ángeles. “Londres y Nueva York se han beneficiado de los grandes filántropos y mecenas, pero aquí siempre han existido grandes coleccionistas”, afirma Regen, aludiendo a “museos e instituciones internacionales, fundaciones privadas, el sector financiero y la industria del cine y la moda”.
Otro nombre importante es el de David Kordansky, galerista de 38 años que se dio a conocer en la década pasada abriendo una minúscula galería pensada “para exponer a amigos artistas” en un callejón de Chinatown. Quince años después, cuenta con un espacio de 1.200 metros cuadrados, pegado a un restaurante de tacos regentado por el actor Danny Trejo, en una zona de nadie en la que no dejan de sonar sirenas policiales, a medio camino entre dos centros neurálgicos del arte en la ciudad: Culver City y Highland Avenue. “Los Ángeles es una capital del arte. Es uno de los últimos grandes lugares sin explotar, en términos de mercado y exposición mediática”, sostiene Kordansky, criado por una modesta familia del Misisipi, que llegó a la ciudad para estudiar en la universidad. “De alguna manera, seguimos viviendo en el salvaje Oeste, por muy sofisticado y cosmopolita que se haya vuelto. Pero, si uno no echa raíces en el lugar y contempla su historia, el resultado suele ser insustancial. Lo que convierte a una galería en interesante no solo son sus artistas, sino también su forma de hablar a la comunidad que la rodea”, apostilla.
Entre los últimos en llegar figura Michele Maccarone, a quien parecen dirigidas algunas de las críticas escuchadas. Hija de un peluquero y una secretaria de Nueva Jersey, se dio a conocer al abrir una galería en Nueva York en 2001, cuando tenía veintipocos años. “Diría que fui la última que pudo hacer algo así. Después se volvió demasiado caro”, reconoce. El mismo día que se inauguraba The Broad, esta mujer de 41 años abría las puertas de su nuevo espacio, un gigantesco complejo ubicado en una antigua fábrica de un rincón deprimido de ese revalorizado centro. “Dos de mis artistas, Alex Hubbard y Oscar Tuazon, quisieron mudarse a Los Ángeles, así que me propuse encontrarles un taller para trabajar. En ningún momento me planteé abrir otra galería”, reconoce. Pero el espacio era abundante y, sobre todo, barato: por sus 5.000 metros cuadrados paga menos que por los 1.200 de los que dispone en Manhattan. “Llega un momento en la carrera de todo galerista en la que debes expandirte. Y en Nueva York eso solo es posible hasta cierto punto. Con lo que está pasando en la Costa Oeste, tarde o temprano hubiera resultado esencial estar aquí”, admite.
Una de las maneras de integrarse en el paisaje local ha consistido en contratar a buenos conocedores. Uno de sus asistentes es Matthew Sova, de 30 años, figura relevante de la escena alternativa. Combina su trabajo con Maccarone con la gestión de su propio espacio, Jenny’s, una minúscula pero influyente galería ubicada en la modesta oficina de una compañía de seguros en Silver Lake, barrio de moda y meca para hipsters y veganos. La fundó al regresar de Nueva York, hace tres años. “Allí la jerarquía es más rígida, aquí todo es más informal. La gente se entremezcla de una forma más orgánica y relajada”, sostiene. Jenny’s forma parte de una constelación de pequeños espacios que jovencísimos galeristas han fundado en los últimos años, como Night Gallery, Human Resources, Château Shatto o Freedman Fitzpatrick.
También se multiplican los centros de arte privados sin ánimo de lucro, como Laxart o Fahrenheit, dirigido por la francesa Martha Kirszenbaum, comisaria de 32 años que antes trabajó en los neoyorquinos MOMA y New Museum. Su historia de amor con Los Ángeles empezó hace año y medio. Tras pasar dos meses en la ciudad, entendió que no quería marcharse. “Nueva York es demasiado capitalista. Sabes que nunca podrás comprarte un piso si no trabajas en finanzas. La gente se harta de vivir como perros. Por eso se muda aquí”. Pero también le ve defectos a su nuevo hogar. “Durante todo el siglo pasado, Los Ángeles se ha definido como la antítesis de Nueva York, como una hermana pequeña, protestona y acomplejada. Se ha construido como una fortaleza para proteger una comunidad frágil que solo se relacionaba entre sí. El gran desafío de la ciudad sigue siendo aceptar la mezcla con europeos, neoyorquinos y latinoamericanos, lo que ya empieza a pasar”.
Jay Ezra Nayssan, comisario y galerista de 28 años, tiene la misma opinión. Combina un trabajo en el sector inmobiliario con la gestión de Del Vaz Projects, una galería instalada en su propio domicilio, un apartamento de dos habitaciones en Little Osaka, al oeste de la ciudad. “Me gustó la idea de sentarme con el visitante a tomar un té y hablar de manera pausada sobre las obras expuestas. Además, mis padres son persas, y acoger a los demás en tu hogar siempre ha sido nuestra mayor performance”, ironiza mientras acerca una bandeja de dátiles.
Para el galerista, la escena local sigue teniendo carencias. “Tiende a ser algo provinciana. Todo el mundo se conoce y se apoya mutuamente, lo cual es bueno pero también malo: a menudo, nos encerramos en nosotros mismos”, opina. “Que vengan unas cuantas galerías o abra un nuevo museo está muy bien, pero no significa que nos convirtamos en Nueva York, Londres o París de un día para otro. Queda mucho por hacer”. Entre los últimos artistas que han expuesto figuran el argentino Nahuel Vecino y una figura ascendente, Max Hooper Schneider. Tras siete años en la Costa Este, regresó hace poco a la ciudad, donde acaba de exponer con el todopoderoso galerista Larry Gagosian. “Mi tiempo en el viejo mundo se terminó. En Nueva York no podía trabajar así. Ya no me marcho de aquí”, sostiene Schneider, de 33 años.
Al final del recorrido, aparece otro solar listo para ser ocupado. Allí está Paul Schimmel, una de las instituciones del arte en la ciudad: fue conservador jefe del MOCA durante casi tres décadas y nadie niega que, si Los Ángeles hoy es vista como capital del arte, fue gracias a él. Nuevo socio de la galería suiza Hauser & Wirth, recién escogida como la más poderosa del mundo por la revista ArtReview, este neoyorquino ultima la construcción de su sede en Los Ángeles: un espacio de casi 10.000 metros cuadrados que abrirá sus puertas en marzo de 2016 en un edificio histórico del llamado Arts District, otra zona pujante del downtown angelino. “Un proyecto así sería inimaginable en cualquier otra ciudad. No solo por los precios del sector inmobiliario, sino también por el sentido de la oportunidad que existe en Los Ángeles”, afirma. ¿No se trata de un simple mito? “Sí, pero aquí nos guiamos por él hasta convertirlo en realidad. Cada extranjero llega con su imagen idealizada de la ciudad y vive en función de esa ilusión”, añade. Mientras queden terrenos por conquistar, ese mito seguirá vigente. “La reinvención es un concepto siempre presente en Los Ángeles. ¿Que si reinventarse es factible? Por supuesto que sí. ¿Que si le funciona a todo el mundo? Por supuesto que no. Se necesita mucha voluntad e imaginación para que suceda”.
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Fuente
http://elpais.com/elpais
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