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viernes, 12 de febrero de 2016

Ingres, una vida en busca de la perfección y la belleza ideal

Óleo sobre lienzo, 1814. Museo del Louvre.

«La gran Odalisca»
Óleo sobre lienzo, 1814. Museo del Louvre.
NATIVIDAD PULIDO
Su dios era Rafael. Sentía devoción y una fascinación irrefrenable por el maestro italiano. A su vez, él se convirtió en el dios de las vanguardias artísticas, con devotos como PicassoDalíMan Ray y Picabiaadorándolo por la radicalidad e independencia de su lenguaje pictórico. Jean-Auguste Dominique Ingres (1780-1867) buscó incansablemente la perfección, la belleza ideal. Y a los 82 años logró al fin alcanzarla: la atrapó en un mítico lienzo, que es su testamento artístico: «El Baño Turco» (1862), un cuadro en el que trabajó toda su vida. Una maravillosa sinfonía musical de curvas, luz y color, explica Vincent Pomarède, máximo especialista en el maestro francés del XIX, en la que Ingres destruye y reconstruye la forma a través de todos los estados del desnudo femenino. Cambió el formato cuadrado original por un tondo (forma circular) para matizar su erotismo. En el centro de la imagen, un desnudo de espaldas que obsesionó a Ingres toda su carrera. Es la bañista de Valpinçon, que pintó por primera vez en 1808 y que repitió una y otra vez en innumerables composiciones. Nunca una espalda trajo tan de cabeza a la Historia del Arte: Man Ray le rindió homenaje en «Le Violon d’Ingres» con su musa, Kiki de Montparnasse, luciendo espina dorsal. Y Picasso, que descubrió «El Baño Turco» en el Salón de París de 1905, tuvo al verlo una revelación: dos años más tarde nacía «Las señoritas de Aviñón»… y el arte moderno. Es, pues, una obra fundacional de la vanguardia.

                                           Óleo sobre lienzo, 1806. Depósito del Louvre en el Museo de la Armada.
                                                                         «Napoleón I en su trono imperial»
                                             Óleo sobre lienzo, 1806. Depósito del Louvre en el Museo de la Armada.



Horas después de los atentados terroristas de París del fatídico viernes 13 cruzaba la frontera franco-española el último camión con excepcionales préstamos para la histórica exposición de Ingres en el Prado (incluido «El Baño Turco»), que el lunes inaugurará la Reina Doña Letizia y el martes abrirá sus puertas al público. Son muchas las razones que convierten esta cita en irrepetible. Las obras maestras del pintor francés son tesoros nacionales, iconos que apenas salen del país. Tanto el Louvre como el museo del artista en Montauban, su ciudad natal –allí está enterrado Azaña–, no han escatimado en los préstamos. Tampoco, instituciones como la Frick Collection, elMetropolitan o los Uffizi. Ha viajado a Madrid el mejor Ingres. Y, teniendo en cuenta que no hay obra suya en las colecciones públicas de nuestro país, la visita al Prado resulta obligada e ineludible. Nadie es perfecto. Ni siquiera el Prado, comenta Miguel Falomir, su director adjunto: «Gracias a exposiciones temporales como ésta puede paliar sus lagunas».
                                 Óleo sobre lienzo, 1845. The Frick Collection, Nueva York.
                                                                                «La condesa de Haussonville»
                                                       Óleo sobre lienzo, 1845. The Frick Collection, Nueva York.

Pero, ¿por qué es Ingres un pintor tan admirado, un mito de la Historia del Arte? Pese a su formación académica, primero con su padre y luego en el taller de Jacques-Louis David, su fascinación por la Antigüedad greco-latina y el aire neoclásico, realista y romántico que exhala su pintura, supo renovar y modernizar géneros tradicionales como el retrato, el desnudo y la pintura de historia con una audacia que le ha llevado a ser una figura cumbre de la pintura europea del XIX. «Es un inmenso artista. Su pintura no es académica y fría, sino apasionada y original», advierte Pomarède, comisario de la exposición. Por parte del Prado ha trabajado con él en este proyecto Carlos González Navarro, quien añade que Ingres «no se dejó seducir por las normas de la Academia, sino quefue un artista independiente que acuñó su propio lenguaje artístico».
Ingres detestaba hacer retratos, pero paradójicamente fueron los que le dieron fama universal. Volvía a ellos siempre y son el hilo conductor de la exposición. Cuelga en el Prado una soberbia galería de personajes retratados por el maestro. Posaron para él amigos, como Jean-François Gilibert; familiares, como su esposa Madeleine; colegas, como el pintor François-Marius Granet; buena parte de la alta sociedad francesa de la época (genial, el retrato de Madame Rivière)… y hasta el mismísimo Napoleón, presente en la muestra en dos soberbios retratos: uno como primer cónsul y, el segundo, ya como emperador, sentado en su trono y rodeado de toda la iconografía imperial. Ingres convirtió este retrato en un icono atemporal histórico. No cabe en este majestuoso lienzo un símbolo de poder más. Cedido por el Louvre al Museo del Ejército, es un tesoro de Francia, país que en estos momentos tan duros recurre a la grandeur de su Historia y al orgullo galo, Marsellesa incluida. El director del Prado, Miguel Zugaza, expresaba ayer públicamente la admiración de los españoles «por este gran país y nuestra solidaridad en días tan difíciles para todos los europeos».
Óleo sobre lienzo adherido a tabla, 1859-1863. Museo del Louvre.
                                                                                           «El Baño Turco»
                                                   Óleo sobre lienzo adherido a tabla, 1859-1863. Museo del Louvre.

Patrocinada por la Fundación AXA, esta primera monográfica de Ingres en España reúne más de 60 obras, entre ellas 14 (7 óleos y 7 dibujos) procedentes del Museo Ingres de Montauban. Como contraprestación, el Prado les ha cedido once retratos españoles para una muestra que se inaugurará el 3 de diciembre. Ingres legó a su ciudad natal más de 4.500 dibujos, 40 óleos, su biblioteca y su colección de arte.
En el recorrido hallamos más retratos geniales, como el del escritor Louis-François Bertin. Lo retrató en pleno debate, en el momento en que escucha a su interlocutor anónimo. Supo reflejar en él toda la psicología del personaje, así como su gran personalidad. Dicen que era todo un carácter, como el propio Ingres. No se pierdan un detalle: en la madera del sillón se refleja una ventana. En la misma sala, el retrato de Madame Marcotte, una dama a la que, al parecer, no soportaba el pintor. A punto estuvo de perder la paciencia y no acabar el cuadro. No faltan en la muestra espléndidos ejemplos de sus pinturas religiosas y de historia, géneros que también modernizó: «Edipo y la esfinge»«El sueño de Ossian»«Juana de Arco en la coronación de Carlos VII»«La Virgen adorando la Sagrada Forma»… Estas dos últimas son otros dos iconos de Francia.
Pero fue el desnudo donde esa renovación fue más evidente. «Ingres creó melodías a través del cuerpo femenino», apunta Pomarède. Lo hizo en su «Gran Odalisca», una de las obras maestras del Louvre, donde inventa formas, posturas… La odalisca sujeta su pierna izquierda con su mano derecha. Cada centímetro cuadrado de este lienzo, que supuso un escándalo en la época, destila sensualidad y erotismo. A su lado, una versión en grisalla y un precioso dibujo. Es un boceto doble para la «Gran Odalisca»: arriba, el cuerpo real; abajo, el idealizado. Ingres fue un dibujante excepcional. «Si Dios fuera pintor –escribió Degas–, tendría sin duda el genio de Leonardo, la dulzura de Rafael, la fuerza de Miguel Ángel o el color de Delacroix. Pero lo que es seguro es que tendría el dibujo de Ingres». En la misma sala, pero en la pared de enfrente, cuelga otra obra maestra del desnudo ingresiano: «Ruggiero libera a Angelica», junto a algunos de sus dibujos preparatorios.
La influencia de Ingres en la pintura española fue enorme. En el taller de David coincidió con pintores como Álvarez CuberoAparicio y José de Madrazo, con quien trabajaría en la decoración del Quirinale, residencia napoleónica romana. Tanto José de Madrazo como su hijo Federico le admiraron mucho. La huella de Ingres en este último es muy evidente. Aunque el pintor francés escribió que comparar a su amado Rafael con Velázquez o Murillo era «un amor monstruoso», advierte Carlos González Navarro que «en su corazón hubo un lugar especial para Velázquez».
En la última sala de la exposición cuelgan tres de sus mejores y más célebres retratos femeninos, cumbre de su carrera: dos de Madame Moitessier (uno de la National Gallery de Londres, otro de la National Gallery de Washington) y otro de la condesa de Haussonville, obra maestra de la Frick Collectionde Nueva York. Retratos de una gran sensualidad en los que juega a placer con los colores y en los que toman protagonismo los accesorios del confort burgués, especialmente las telas, las joyas…, haciendo gala de su virtuosismo. En dos de ellos la modelo se refleja en el espejo. Nos despide al final de la muestra el propio Ingres en un estupendo autorretrato realizado a los 78 años, clavándonos la mirada, soberbia y orgullosa, de alguien que sabe que miró al pasado para adelantarse al futuro.

Fuente
http://www.abc.es



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