El MoMA, el Metropolitan y otras salas menores incluyen muestras de creadores originarios de países 'prohibidos' en Estados Unidos
Los museos de Nueva York comienzan a armarse contra la nueva política. El lema “America, first (América, lo primero)” choca frontalmente con la naturaleza internacional, nómada y mestiza del arte y Trump se ha mostrado partidario de cumplir la fantasía republicana de acabar con los fondos federales dedicados a las Artes y a las Humanidades (la donación nacional a las Artes y a las Humanidades). La guerra está a punto de comenzar.
El buque insignia de la oposición a Trump ha sido el museo de Arte Moderno de Nueva York (MoMA), que ha sustituido cuadros tan importantes como Los jugadores de cartas de Pablo Picasso por obras de artistas sirios, yemeníes, iraquíes, iraníes, sudaneses, somalíes o libios. Es decir, de los siete países con población mayoritariamente musulmana a los que el decreto de Trump ha impuesto restricción en la entrada al país. Algunos, como el sudanés Ibrahim el-Salahi, no tan conocidos por el gran público. Otros son figuras tan influyentes como la iraquí Zaha Hadid. Pero todos van acompañados de un texto que reza: “Esta es una de tantas obras de arte de la colección de este museo (…) y que reafirman los ideales de acogida y libertad vitales tanto para este museo como para los Estados Unidos”.
The New York Times recuerda que el MoMA no acostumbra a tomar posiciones tan tajantes en cuestiones políticas y señala que otro de los grandes museos de la ciudad, el Metropolitan, también ha expresado que uno de sus éxitos más recientes, la exposición De Iberia a Asiria, nunca podría haberse realizado en la era de Donald Trump. Pero al margen de los grandes santuarios artísticos de Nueva York, otros centros más minoritarios, más vulnerables y tradicionalmente más centrados en la defensa de minorías, también replantean su función o incluso releen sus obras de siempre.
El Museo del Barrio, nacido en el Harlem Latino en 1969 como institución vecina a la oficina de los Young Lords (el grupo nacionalista puertorriqueño), es desde entonces altavoz de todos los artistas latinos de Nueva York, una comunidad en el punto de mira del nuevo Gobierno. Su propuesta ha sido crear su propio muro como respuesta al que Trump quiere construir en la frontera con México. “Lo hemos llamado El muro de la gente, y allí todo el mundo comparte lo que está pensando, un espacio público seguro para dar su opinión”, explica la comisaria del museo, Rocío Aranda-Alvarado. “Va a estar hasta que empiece el verano y es un grafiti constante”, asegura.
Aranda-Alvarado lamenta la intención de Trump de cerrar las dos oficinas federales de ayuda a las artes y las humanidades (NEA y NEH, en sus siglas inglesas), simbólica en su asignación económica (148 millones de dólares cada una) pero que resulta fundamental para la radio y televisión públicas en el país y para las creaciones más arriesgadas. Y también critica lo que el presidente considera patria. “Como él es una persona tan inculta, no me imagino que tenga mucho conocimiento de lo que es la identidad estadounidense, ni influencia de todos los grupos de emigrantes que han llegado en los últimos 20 años, por no hablar de los últimos dos siglos”, afirma.
Creado en el año de la muerte de Martin Luther King, en 1968, también en Harlem se encuentra el Studio Museum de Harlem. Aunque no ha querido hacer declaraciones políticas a este periódico, lleva años reivindicando la aportación de la cultura negra a la esencia estadounidense y en este momento tiene una exposición muy oportuna dedicada a los cowboys negros. “Los historiadores estiman que en el siglo XIX, uno de cada cuatro cowboys de Texas era afroamericano y que los vaqueros del oeste eran mucho más diversos que el estereotipo: una mezcla de blancos, negros, mexicanos y nativos americanos”, recuerdan los paneles de la muestra.
Y el Lower East Side, una antigua casa de 1863 por la que pasaron hasta 7.000 trabajadores extranjeros, es ahora el museo Tenement, consagrado a la emigración. Mientras preparan para el verano una muestra que repasará, entre otros flujos migratorios, la llegada de los deportados durante la Segunda Guerra Mundial a Nueva York, su vicepresidenta, Annie Polland explica a EL PAÍS cómo “dada la manera en la que el mundo y el contexto político han cambiado, lo que hace unos meses era simplemente parte de la colección ahora se ha convertido en material controvertido”.
Polland reconoce que ha empezado a oír entre sus visitantes que “los emigrantes de ahora no son como los de antes, porque algunos son terroristas” y confirma que es el momento más crítico para la comunidad emigrante en décadas.
“Trump no es un presidente más. Desde que en 1965 el presidente Lyndon Johnson firmó el Acta de Inmigración que realmente abrió las puertas del país (acabó con las cuotas por nacionalidad) ha habido altibajos, pero la cultura estadounidense ha sido receptiva con emigrantes y refugiados. Se aceptarían más o menos, pero no habíamos dejado de vivir con la idea de que la emigración suma”, asegura.
Pero Polland también recuerda que en 1882 se firmó el Acta de Exclusión China —que vetó la entrada a la población de este país hasta 1943— y en 1924 la ley migratoria restringió la entrada de los europeos del este y del sur, especialmente a italianos y a judíos con la idea de preservar el ideal de unos Estados Unidos homogéneos. “Desafortunadamente ha habido ocasiones en las que nuestro país ha cerrado las puertas y Donald Trump podría decir que no está haciendo algo que no se hiciera ya anteriormente. Pero en este museo defendemos que los mejores momentos de nuestra historia es cuando hemos abierto el espacio a nueva gente, a nueva vida”, concluye.
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