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jueves, 30 de noviembre de 2017

Carmen Herrera, una pintora cubana de 100 años que sigue vendiendo en Nueva York

La fama llegó muy tarde para la pintora cubano-estadounidense Carmen Herrera. Foto: AmericanTV.
La fama llegó muy tarde para la pintora cubano-estadounidense Carmen Herrera, pues solo a los 89 años logró vender su primer cuadro. Hoy, con 101 años, disfruta del éxito de su arte, en Nueva York, una ciudad donde vive hace más de siete décadas.
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Con una gran exposición individual en el prestigioso Whitney Museum of American Art y un documental sobre su vida que se  estrena este mes en un cine de Manhattan, Herrera no está en el auge de su vida pero sí de su carrera.
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“Ya era tiempo. ¡Ay por Dios! Esperaron demasiado”, dice riendo la artista en su apartamento y estudio de Union  Square, donde ha vivido casi 50 años. Y antes de ofrecer un vaso de whisky escocés, observa que la fama “es algo agradable,  pero nada del otro mundo”.
Nació en Cuba en 1915 de padres periodistas, estudió pintura de niña, viajó a París a estudiar de jovencita y comenzó  arquitectura en la Universidad de La Habana. Muy joven se enamoró de un profesor de inglés neoyorquino que visitaba la  isla, Jesse Loewenthal, y se mudó con él a Manhattan, donde siguió estudiando arte.
Sus obras son austeras, de gran simpleza formal. A Herrera, de pocas palabras, no le gusta hablar de ellas y casi no da  entrevistas.
“Mi pintura es mi pintura. No tiene sentimiento ninguno. ¡No sirve para nada!”, dice riendo, rechazando explicaciones sobre  eventuales significados.

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MUJER, Y ENCIMA LATINA

Su marido y gran amor Jesse, con quien estuvo casada hasta su muerte a los 98 años, en el 2000, la alentó incansablemente a  pintar cada día, pese a que nadie quería exponer las vibrantes obras de una mujer latina, que además no eran para nada  “femeninas”.
“Nadie me hacía caso. Nadie me conocía. Rose Fried, la dueña de una galería, me dijo una vez: ‘Lo que tú pintas me encanta,  pero no te voy a dar una oportunidad porque eres mujer'”, contó Herrera, aún con rabia.
Herrera no ha cambiado, pero sí el mundo a su alrededor, explica el artista puertorriqueño Tony Bechara, su vecino y gran  amigo desde hace muchos años.
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“De repente estaban listos para recibirla. Sus primeros coleccionistas tenían una cosa en común: eran todas mujeres. Hace  20, 30, 40 años eso no existía como fenómeno social. No habían mujeres coleccionistas; las mujeres no estaban en posiciones  de poder para ayudar a otras mujeres”, dice Bechara.
La elegante artista de corte melena blanco nieve está hoy en silla de ruedas, tiene artritis, está un poco sorda y casi no  sale de casa, pero en septiembre asistió a la apertura de su exposición en el Whitney.

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Pensaba que había olvidado sus viejos cuadros, pero cuando los vio, los recordó. “Nunca me olvidé de ellos. Es como un  viejo amor”, dijo riendo antes de entonar un viejo bolero en dueto con Bechara: “Ni se olvida ni se deja / Y nunca dice  adiós / Un viejo amor”…

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ORDEN EN EL CAOS

Fue cuando vivió con su marido en el París de la posguerra (1948-1953) que Herrera se asoció al grupo de artistas  internacionales del Salon des Réalités Nouvelles, desarrolló su pasión por la línea recta y empezó a purificar figuras y  paleta, evitando incluso redondeces y quedándose con un máximo de tres y luego dos colores en cada obra.
“En este caos que vivimos, me gusta poner orden”, dice Herrera, que no tuvo hijos, en el documental “The 100 years show”,  dirigido por Alison Klayman, que se estrena por primera vez en salas el 11 de enero, en el Film Forum de Manhattan.
Pero sus grandes pinturas y esculturas abstractas, que prefiguran el desarrollo del minimalismo por casi una década, no  fueron bien acogidas a su regreso en 1954 a Nueva York, donde el mundo del arte era dominado por el expresionismo  abstracto, y masculino.
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La gran galería londinense Lisson, que posee una sucursal en Chelsea, comenzó a representarla hace una década.
Herrera vendió su primera obra en 2004. Desde entonces, sus pinturas ingresaron al Museo de Arte Moderno (MoMA), el  Hirshhorn Museum, la Tate Modern o el Whitney.
Sus cuadros se venden hoy en cientos de miles de dólares, de todos modos un valor muy inferior a Frank Stella, Ellsworth  Kelly o su amigo Barnett Newman, que ganaron un gran reconocimiento en los años ’50 y ’60.
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Finalmente puede pagar a un asistente que la ayuda en su trabajo, a alguien que limpia la casa, a un fisioterapeuta. A los casi 100 años decidió hacerse vegetariana, y cada mediodía se toma un whisky.
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