La Fundación MAPFRE confronta su obra en su sede barcelonesa
Compartieron generación (solo dos años los separan), raíces hispanas y, más allá de sus diferencias estéticas y formales, una voluntad constante de desafiar convenciones en el ámbito de la pintura. Picasso y Picabia no son, del todo, las figuras antagónicas que podríamos considerarlos; tuvieron vínculos reales y otros que podemos suponer, mantuvieron una relación muy estrecha con la ciudad de Barcelona e incluso, en vida de ambos y cuando aún no habían alcanzado gran reconocimiento, hubo quien los confundió por la similitud de sus apellidos.
La Fundación MAPFRE presenta hasta enero, en la Casa Garriga Nogués de Barcelona, una selección de pinturas, dibujos, grabados y material de archivo de ambos en el marco de una muestra que forma parte del programa Picasso-Mediterráneo (como la que actualmente podemos visitar en sus salas de Recoletos) y que, a la vez que examina sus conexiones y distancias, también nos permite rastrear cómo fueron aquellos años convulsos de comienzos del siglo XX desde la irrupción de las vanguardias hasta el inicio de la abstracción. Así, asistiremos a los comienzos cubistas de Picasso, a la derivación órfica del movimiento que interesó a Picabia y luego al nacimiento del dadaísmo, del que el francés sería figura fundamental. También al posterior gusto de ambos, ya en la segunda mitad de los años veinte, por las formas distorsionadas evocadoras de monstruos o seres mitológicos y a los caminos dispares que escogieron tomar al final de sus carreras (naturales porque Picabia murió veinte años antes que el español): si Picasso pintó una y otra vez la figura humana, él eligió dedicarse a las sutiles monocromías salpicadas de puntos
La exhibición se estructura en nueve secciones temáticas que coinciden con cierto desarrollo cronológico en la evolución de la pintura de ambos. Nos recuerda que, en 1904, los dos compartían galería en París, aunque no por eso mantuvieran trato cercano, y mientras Picasso comenzaba a dar a sus planos un tratamiento cubista, el segundo no se alejaba aún de los paisajes de aire postimpresionista. No mucho después, el malagueño seguiría los pasos de Cézanne representando, con volúmenes geométricos, los paisajes de La Rue-des-Bois y algo más tarde, hacia 1912, el francés seguiría los de los cubistas, a cierta distancia, realizando composiciones de aire primitivo y volúmenes facetados. Lo vemos en Bailarina estrella en un trasatlántico, donde dio primacía al color y el movimiento en línea con el orfismo, bautizado así por Apollinaire. Este poeta, en sus Meditaciones estéticas. Los pintores cubistas, manifestó interés tanto en Picasso como en Picabia, y si las referencias al primero están presentes a lo largo de toda la obra, al segundo le dedica un capítulo en concreto, precisamente para hablar de su producción órfica.
Ambos caminaron, en los años venideros de la década de los diez, hacia la pintura-objeto, si bien desde distintos enfoques: Picasso, en la estela de Braque, a partir de ensamblajes y papiers collés, adoptando la premisa de que era posible pintar con cualquier cosa y de que el objeto real podía integrarse en el cuadro, y Picabia (que reunió varias obras picassianas y de Braque y luego las vendió a Stieglitz) optando por utilizar objetos encontrados, en la línea de los ready-mades, que progresivamente sustituirían los motivos reales de sus trabajos. Lo dijo bien claro Louis Aragon en la revista 391 que el propio Picabia fundó: Para Picabia una lámpara eléctrica se convierte en una chica.
Cuando el periodo cubista del español fue tocando progresivamente a su fin, su también paulatina adopción del clasicismo no llegó sin sobresalto: su retrato de Max Jacob sorprendió a los críticos por sus ecos de Ingres. Pero no conviene olvidar que en aquella personal “vuelta al orden” no dejó el artista de lado sus avances anteriores. A ese icónico retrato, Picabia respondió a su manera: con un pastiche, publicado en 1917 también en 391, en el que reproducía una fotografía de la cabeza de su secretario de redacción silueteado, sin mucho cuidado, a pluma. Era un ataque, contundente pese a la ironía, hacia esa decisión picassiana de aproximarse, contra pronóstico, al neoclasicismo. No obstante, en esta etapa Picabia también cultivó el dibujo lineal, junto a retratos en los que el modelo es sustituido por objetos industriales, equiparando así máquina y ser humano.
El movimiento dadá se nutrió en París de ese rechazo de Picabia a la representación mimética y de sus retratos mecánicos. Picasso no se acercó a esa corriente, pero sí acudió a algunas de sus reuniones, incluida la Cena de Nochevieja cacodílica en casa de Marthe Chenal. Fuera por ese interés o por el prestigio de ambos, entre ellos sí se dio una relación de respeto entonces, tanto que el provocador y algo individualista Picabia envió al español sus poemas, le pidió un retrato de su amigo Massot y le pidió que acogiera a un artista conocido suyo en París, Serge Charchoune.
La querencia por lo subversivo los uniría en los veinte. Si Picabia desarrolló su Baile de San Vito con cordeles tensados y papeles que acentúan el vacío de la obra, la Guitarra picassiana presente en la exposición, aunque permita distinguir el objeto como tal, llama la atención por la humildad de sus materiales: cuerdas, tela, clavos, escarpias… Y si a Picasso los frutos del desarrollo de sus bodegones cubistas le llevaron a no abandonar después el género de la naturaleza muerta, experimentando, ahora sí, con distintos materiales y con líneas horizontales y verticales para organizar composiciones, Picabia, cerrada su etapa dadá, profundizó en las posibilidades de lo ornamental desde un punto de vista abstracto antes de retomar, ya desde 1923, géneros pictóricos tradicionales. Ya los había abordado en sus inicios, pero esta vez quiso subvertirlos, de manera más intensa incluso que en su fase dadaísta: llevó a cabo naturalezas muertas, paisajes, retratos derivados de collages… Como nunca quiso dejar de provocar, también retomó el uso de laca Ripolin, que se arruga y se fija al secarse y que por sus implicaciones industriales rechazaban las Academias de Bellas Artes. Picasso también la empleó y elogió a veces.
El francés terminó instalándose en la Costa Azul en 1924 y allí trabajó en series de monstruos basados en postales en las que modelos representaban, grotescamente, a falsos enamorados. En la misma época, el Picasso postcubista se movió entre un decorativismo que lo unió a Picabia y un clasicismo que debía mucho al mencionado Ingres, y también coqueteó con la monumentalidad de los mediterraneístas. Sabemos que, en sus veranos en Juan-les-Pin junto a Olga Kokhlova, tuvo contacto con Picabia; pudo ser por eso que también el malagueño trazó algunos enamorados-monstruos y que los dos se preocuparan por el carácter intercambiable de los signos plásticos y la expresividad de la deformación, un rasgo que podríamos asociar al ambiente surrealista de este momento aunque ninguno de los dos se sumara al movimiento.
Los caminos pictóricos de uno y otro quedaron definitivamente abiertos en los treinta y los cuarenta. Picabia alternó figuración y abstracción, realismo y expresiones descarnadas, posiblemente por la influencia de la estética de la Nueva Visión y de sus propias emociones ante la explosión de la II Guerra Mundial, mientras Picasso, igualmente afectado por la Guerra Civil española, simplificaba la factura de sus retratos hasta el extremo y transmitía, en muchos de los que realizó de Dora Maar, cualidades humanas a objetos.
Por último, si la obra final de Picabia está representada en esta exposición con pinturas dominadas por la ausencia de figuración, los puntos y la geometría, la de Picasso lo está por otras cuyo centro continúa siendo la figura humana multiforme (niños, mujeres, ancianos) que hablan de su actitud irónica y experimentada ante el paso del tiempo y que para muchos componen, en conjunto, una especie de autorretrato de un Picasso que tuvo siempre muchas caras.
“Picasso-Picabia. La pintura en cuestión”
c/ Diputació, 250
Barcelona
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