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martes, 21 de enero de 2014

Biografía Mariano Fortuny




                                                   
                  Mariano Fortuny hacia 1870, cuando ya gozaba de un gran prestigio como pintor.

                                                                    Biografía

                   

                                                                         

Mariano José María Bernardo Fortuny Marsal nació en la localidad tarraconense de Reus el 11 de julio de 1838, en el seno de una modesta familia que tuvo tres hijos más. Su padre, Mariano Fortuny Blay, era propietario de un pequeño taller de carpintería especializado en tallas y altares, mientras que su esposa, Teresa Marsal Serra, se dedicaba a cuidar de la familia. La epidemia de cólera que asoló Cataluña en la década de 1840 le dejó huérfano de madre con tan sólo once años de edad. Tras emigrar el padre a Barcelona, el joven Mariano fue recogido por su abuelo, ebanista de profesión que poseía un teatrillo con el que se ganaba la vida por los pueblos de la comarca. El abuelo del futuro artista era un hábil modelador de figuras en cera que mostraba al público y que su nieto le ayudó a colorear, demostrando una precoz atracción por el arte. La relación entre abuelo y nieto fue siempre muy estrecha. De hecho la personalidad del mayor fue en sus comienzos artísticos un gran estímulo para el aprendiz de artista.

De niño, Mariano Fortuny no fue un buen estudiante; desde los primeros momentos sintió gran afición por el dibujo y la pintura, dos artes que ejecutaba con asombrosa facilidad y presteza pese a su temprana edad. Por ello, a los nueve años comenzó a frecuentar la Escuela de Dibujo de Reus. Mariano alternaba de esa manera el estudio de las primeras letras en la escuela de don Simón Fort con la enseñanza artística. Poco después, su abuelo, entusiasmado con los dibujos que realizaba su nieto, consideró que el joven debía completar su formación artística, por lo que lo envió al taller del pintor Domingo Soberano, también de Reus, quien le enseñó el manejo del óleo y la acuarela, dos de las técnicas que más utilizó Mariano posteriormente. Soberano, director de una academia en la que también se formaron los pintores Josep Tapiro y Baldomer Galofre, fue pues el primer maestro de Fortuny. Las obras que realizó en aquel momento fueron trabajos menores, influenciados por el maestro, que en ningún caso prefiguran al gran artista en el que se convirtió años más tarde. En aquel período Mariano también se formó en el oficio de la orfebrería junto a un platero miniaturista llamado Antonio Bassa, con quien trabajó en un amplio número de exvotos y de quien aprendió la minuciosidad que caracterizó años más tarde su pintura. Desgraciadamente el período de formación de Fortuny en Reus no ha sido estudiado como se merece.

Entre 1849 y 1850, coincidiendo con la muerte de su padre, el abuelo tomó conciencia de que la formación del pequeño Mariano había tocado techo en Reus, en aquel entonces una localidad provinciana donde no abundaban los grandes encargos artísticos. En cambio, en Barcelona el joven artista podría recibir una educación artística más completa; sin dudarlo, los dos emprendieron el viaje. Los pocos recursos económicos con los que contaban en aquella época de privaciones les obligó a realizar el trayecto a pie, posiblemente ganándose la vida como titiriteros con los muñecos y los platillos. En el mes de septiembre de 1852 abuelo y nieto llegaron a la Ciudad Condal, ya por entonces un centro industrialmente muy activo.

Fortuny, pese a breves estancias en Berga y Reus, no dejó Barcelona definitivamente hasta 1858. En esta ciudad fue protegido por el escultor Domingo Talarn, a quien conoció gracias a la mediación del escultor Joan Roig Solé, de Reus. Con Talarn, Fortuny colaboró en la ejecución de obras religiosas, familiarizándose con el dibujo y el empleo del óleo. Una de las obras ejecutadas por el joven artista en aquel momento es la decoración del altar mayor de la iglesia de San Agustín con motivo de las fiestas de proclamación del dogma de la Inmaculada Concepción en 1855. Ese mismo año el artista participó en la exposición anual de la Asociación de Amigos de las Bellas Artes con dos cuadros.

En Barcelona, Mariano Fortuny pudo completar su formación en la Academia de Bellas Artes de La Llotja, centro en el que se inscribió en 1853. Durante su estancia allí el aprendiz de artista recibió diversas menciones honoríficas en las disciplinas de dibujo antiguo, dibujo natural, anatomía pictórica y teoría e historia. Sus maestros allí fueron Pau Milá i Fontanals -quien profetizó su futura gloria como artista-, Lluís Rigalt y Claudio Lorenzale, miembros del llamado nazarenismo catalán, movimiento pictórico que tenía puesta la mirada en la historia de Cataluña y en el Quattrocento italiano. Mariano, además, acudió al estudio particular de Lorenzale, el maestro que más marcó e influenció al joven artista en su manera de pintar y componer.

Las obras de Fortuny realizadas durante este período muestran una fuerte influencia de esta escuela nazarenista, pues en ellas el pintor mostró su gusto medievalista y un fervor nacionalista que acabó abandonando durante su primera estancia en Roma. Los trabajos de este primer período están dedicados a la temática histórica, sagrada o mitológica, tal y como es de esperar de un artista cuya formación se encontraba rígidamente marcada por las pautas y convenciones de la academia.

Durante los cinco cursos que Mariano permaneció en esta escuela aprendió un riguroso dibujo, una soberbia ejecución compositiva y todas las cuestiones relacionadas con el oficio. El reusense trabajó incesantemente, realizando croquis, caricaturas, dibujos; se ayudaba económicamente con la elaboración de xilografías y litografías devocionales, así como con la ilustración de algunas novelas, entre ellas El mendigo hipócrita de Dumas y el Quijote de Cervantes. Para aumentar algo sus recursos, Mariano también iluminó fotografías, que ya empezaban a estar de moda entonces, y dibujó para joyeros y arquitectos. Trabajó tanto que cayó enfermo y su abuelo tuvo que llevarlo a Berga para que se recuperara. En esta localidad catalana dibujó la estampa de la iglesia rural del Remedio y la estampa del Santuario de Queralt que le encargaron sus devotos. De momento el artista sólo trazó el dibujo, pero unos cuantos años más tarde realizó el grabado.

El cuadro titulado Ramón Eerenguer III clavando la bandera en la torre del castillo de Foix, que elaboró en la Llotja entre 1856 y 1857, supone un punto de inflexión en la tra-

yectoria artística del pintor. Con esta pintura Fortuny consiguió ganar el concurso de la Academia de Bellas Artes de la Diputación de Barcelona, que tenía como premio la obtención de una plaza de pintor pensionado en Roma. Fortuny tuvo que competir con cuatro aspirantes más, entre los que se encontraba su amigo de infancia Josep Tapiro. Después de las pruebas teóricas, llegó el momento del ejercicio práctico en el que Fortuny realizó esta pintura, típicamente nazarenista tanto por colorido como por dibujo. Con esta pensión, Mariano obtuvo 8.000 reales anuales para completar su formación artística durante un período de dos años, teniendo que enviar a cambio algunos trabajos para mostrar sus progresos a la entidad. Finalizada la oposición, el tribunal, en el que se encontraba Claudio Lorenzale, decidió exponer públicamente las obras presentadas por los aspirantes finalistas. Aquel mismo año Mariano viajó a Reus donde consiguió que Andreu Bofarull, uno de sus protectores, le pagase la cuota de exención del servicio militar. Así pues, el joven quedó libre para marchar como pensionado a Italia.

El 19 de marzo de 1858 Mariano Fortuny llegó a la Ciudad Eterna; su primera impresión fue absolutamente negativa. El artista, con sus propias palabras, describió Roma a su abuelo como un vasto cementerio visitado por extranjeros. En la ciudad del Tíber Mariano trabajó infatigablemente, estudiando del natural, dibujando, elaborando acuarelas. El joven acudió habitualmente a las clases nocturnas de la Academia Gigi, emplazada en la Via Margutta, donde realizó dibujos del natural; allí coincidió con otros pintores compatriotas como Eduardo Rosales y Dióscoro de la Puebla, por lo que su estado anímico mejoró. Los tres, que se encontraban frecuentemente en el Café Greco de la romana Piazza di Spagna, se dedicaron a conocer la ciudad en profundidad, con sus iglesias, palacios y museos donde entraron en contacto directo con la obra de los pintores renacentistas. En la Academia Francesa de Villa Medici, por otra parte, se dedicó a copiar la estatuaria clásica.

Fortuny experimentó a partir de ese momento una especial admiración hacia la pintura de Rafael, especialmente por sus frescos en el Vaticano. Así se lo explicó a su maestro Lorenzale, también gran admirador de Rafael, en una carta que le envió el 3 de mayo. Y es que hasta su llegada a Roma, el único contacto que el pintor había tenido con el arte clásico había sido a través de estampas o de algunos yesos que se conservaban en la academia barcelonesa. Las pinturas de carácter mitológico que había realizado en la capital catalana tenían un tratamiento absolutamente superficial, eran poco verosímiles; ese aspecto cambió por completo en Italia.

Pero el joven Fortuny no quedó seducido únicamente por los clásicos sino que también se interesó por las novedades que ofrecían los macchiaioli florentinos, pintores interesados por la pintura al aire libre que rechazaban los temas académicos, y por los paisajistas napolitanos. Pronto, algunos de sus trabajos empezaron a ser considerados en el ambiente romano y vendió varias obras con bastante facilidad; huelga decir que periódicamente debía enviar algunos trabajos a la Diputación que le pensionaba. La mayoría de las obras que realizó durante este período se conservan en la Real Academia de Bellas Artes de Sant Jordi, de Barcelona, y en el Museo de Arte e Historia de Reus. En ellas se aprecia un cambio cualitativo en su pintura, con un trazo más firme, un mayor conocimiento de la anatomía humana y una mejor distribución de las luces y las sombras. Desde Roma el artista envió un San Mariano a su querido abuelo, que murió el 19 de marzo de 1859.
Meses más tarde, en octubre de ese año, estalló la guerra hispanomarroquí. En los desiertos africanos uno de los principales protagonistas militares fue el general Prim, oriundo también de Reus, que estaba obteniendo importantes éxitos al mando de los voluntarios catalanes. La Diputación de Barcelona, por sugerencia de Manuel Duran y Bas, encargó a Fortuny una serie de cuadros que glorificasen las hazañas de aquel batallón, sufragado por la misma institución, así como de
su general. Su destino sería la decoración del Salón del Consejo de la entidad. Los gastos de la expedición, tanto de Fortuny como de su ayudante, Jaume Escriu, fueron cubiertos por la Diputación. Mariano era el artista más adecuado para llevar a cabo aquella misión de fines meramente propagandísticos. Era joven y podía soportar los rigores de la campaña, poseía una gran capacidad para el dibujo del natural y sobre todo estaba familiarizado con la temática épica y bélica.
A Mariano le entusiasmó el trabajo de cronista, y en pocos días hizo los preparativos necesarios para emprender el viaje. El 2 de febrero partió de Barcelona a bordo del Vasco Núñez de Balboa y llegó a Tetuán diez días más tarde, sin oportunidad de presenciar las batallas de Castillejos y Tetuán. En cambio, llegó a tiempo para contemplar la batalla de Wad-Ras, de la cual tomó un buen número de apuntes, bocetos y notas con el objetivo de ejecutar una serie de grandes lienzos en los que dejar constancia de las victorias españolas. De la serie de pinturas encargadas sólo se llegó a materializar un grandioso cuadro dedicado a la batalla de Tetuán -que quedó inacabado en el taller hasta su muerte- y un óleo de pequeñas dimensiones en el que representó la batalla de Wad-Ras. En ambas pinturas el pintor plasmó el momento culminante de cada combate.
                                                                        

Al margen de las circunstancias bélicas y del encargo de la Diputación, los tres meses pasados en Tetuán permitieron a Fortuny descubrir el mundo islámico y el paisaje norafricano, con sus intensos contrastes lumínicos y cromáticos. África, sus ambientes, sus luces y sus personajes supusieron un nuevo aire para el artista. En Marruecos, interesado vivamente por la vida cotidiana de sus gentes y por las escenas pintorescas que se le presentaban en las calles, realizó numerosos dibujos y acuarelas costumbristas, que marcaron posteriormente su estilo, caracterizado por el preciosismo y la luminosidad. La influencia de este continente repercutió no sólo en su producción, que a partir de ese momento se basó especialmente en la temática orientalista, sino también en su estilo. La luz del Magreb repercutió en su estilo, que hasta aquel momento era aún bastante académico; supuso el punto de partida del luminismo que caracterizó su obra. En África, Fortuny, tal como le había sucedido años antes a Delacroix, se liberó de convenciones y academicismos y se sintió intensamente atraído por su exótica cultura y sociedad.
En 1860, tras firmarse la paz entre España y Marruecos, Fortuny volvió a Barcelona pasando por Madrid, donde visitó por primera vez el Museo del Prado. Allí, Fortuny tuvo la oportunidad de copiar algunas de las grandes obras de la pintura española, estudiando en directo la manera de trabajar de los grandes genios. Se interesó especialmente por la obra de los grandes pintores españoles, como los barrocos Velázquez y Ribera, y Francisco de Goya, muerto diez años antes del nacimiento del pintor catalán. A su regreso a la Ciudad Condal el artista presentó los más de doscientos trabajos realizados durante su estancia en Marruecos. Su exhibición pública resultó ser un éxito insospechado. Así pues, se le concedió con una pensión para que pudiera viajar por Europa y estudiar las obras de los más insignes pintores de batallas. Fortuny se trasladó a París donde contempló las obras de los museos del Louvre, Versalles y Luxemburgo, interesándose por los cuadros de Horace Vernet, Eugéne Fromentin, Alexandre-Gabriel Decamps y especialmente Eugéne Delacroix. Además de ampliar sus conocimientos, el artista reusense fue abriendo un nuevo período en su pintura: evolucionando hacia un estilo más personal e interesándose cada vez más por la luz y el color.
Atrás quedó el período de formación. Desde principios de la década de los sesenta Mariano empezó a abrirse camino en los circuitos comerciales europeos, aumentando rápidamente su prestigio. En 1861 el pintor se instaló de nuevo en Roma, en su taller de la Via Ripetta, donde empezó a cosechar un importante triunfo con acuarelas y cuadros al óleo de pequeño formato, relacionándose con los macchiaioli y trabajando en la gran Batalla de Tietuán por encargo de la Diputación.
En otoño de 1862, siguiendo indicaciones de la Diputación de Barcelona, Fortuny volvió de nuevo a Marruecos para realizar notas y apuntes que le permitiesen enriquecer el encargo pictórico sobre la batalla de Tetuán. Aquello le sirvió de excusa para viajar a dicha ciudad y de allí a Tánger, donde pudo dibujar detalladamente los escenarios de los acontecimientos bélicos posteriores a la batalla en cuestión. Esta segunda estancia en Marruecos, sin la violencia de la guerra, le permitió adentrarse tranquila y libremente por aquellos espacios y ambientes tan sugerentes. Permaneció en tierras africanas dos meses, vistiéndose como un árabe y aprendiendo la lengua para poder desenvolverse mejor en la zona. La ciudad de Tánger significó para el catalán un nuevo descubrimiento, igual que lo había sido para Delacroix y Blanchard. La atracción que por ella sintió hizo que la mayoría de sus cuadros a partir de ese momento se sitúan en su medina. Los comercios de esa medina sirvieron de base para obras tan memorables como El vendedor de tapices, donde el artista plasmó un tema muy frecuente en la pintura orientalista. Además de retratar todo tipo de acontecimientos de la vida cotidiana de los marroquíes, Fortuny tomó muchas notas de los camellos, animales que llegaban a la ciudad cargados de mercancías. Los dibujó desde diversos puntos de vista y realizó numerosos estudios de su anatomía y movimiento.
En marzo de 1863 Mariano volvió a Roma, ya que la Diputación de Barcelona decidió prolongarle la pensión de 8.000 reales por dos años; a cambio se le exigía tan sólo el envío del cuadro La Batalla de Tetuán, obra que Fortuny ya tenía muy avanzada en su taller. En verano pasó unos días en Nápoles junto con su discípulo Attilio Simonetti; allí conoció al pintor Domenico Morelli, cuya obra había podido ver dos años antes en Florencia. Durante esos dos años Fortuny mantuvo diariamente contacto en Roma con los artistas españoles que formaban su tertulia en el Café Greco, como Agrassot, Moragas, Tapiro y Valles, entre otros. En 1865, finalmente, se terminó la pensión de la Diputación, aunque el
duque de Riánsares, esposo de la reina María Cristina, continuó pagándosela por su cuenta hasta 1867. De este momento son algunos de los retratos de la reina española. Sus lienzos empezaron a proporcionarle ganancias envidiables. Al margen de la pintura, cultivó distintas técnicas artísticas, realizando tallas en madera, restauración de muebles antiguos y cerámica árabe.
                                                                     
El año 1866 fue muy importante en la biografía de Fortuny, pues se produjeron dos hechos que tendrían influencia tanto su vida familiar como en su trayectoria artística. En otoño el artista partió hacia París donde, gracias a la mediación de su amigo el pintor Eduardo Zamacois, conoció al marchante de arte Adolphe Goupil. Éste le adquirió un grupo de obras y le abrió un crédito de 24.000 francos anuales. Uno de los requisitos que debía cumplir cualquier artista para formar parte de la Casa Goupil era, además de demostrar una calidad excelente, cultivar la pintura de género. Fue sin duda El coleccionista de estampas, ambientada en la época rococó, la pintura que provocó que Goupil se fijara en Mariano Fortuny y se diera cuenta de su maestría. A partir de ese momento el pintor catalán fue acaparado por el famoso marchante francés, quien le exigió mucho pero al mismo tiempo le dio mucho más espacio de tiempo para realizar sus pinturas, consciente del minucioso trabajo de preparación y documentación que Fortuny necesitaba para ello. En invierno Mariano volvió a Madrid, donde al cabo de poco tiempo fue introducido en el círculo familiar del pintor Federico Madrazo, en aquel momento director del Museo del Prado y una de las personalidades más influyentes de la España de aquel entonces. La relación entre Madrazo y Fortuny se consolidó más adelante, cuando el joven artista se comprometió con la hija del gran retratista, Cecilia.

Entre finales de 1866 y principios de 1867 Fortuny permaneció en Roma, donde continuó trabajando en las pinturas llamadas de casacón que tanta fama y dinero empezaban a darle, así como en las de tema orienta-

lista. Ejemplo de ello son la segunda versión de Fantasía árabe y la tercera versión de El coleccionista de estampas. Fortuny en esos momentos ya gozaba de cierto renombre en determinados círculos artísticos de la Ciudad Eterna y era valorado en Cataluña como uno de los mejores pintores del momento, junto con Benet Mercadé. De vuelta a Madrid, en junio de 1867, expuso unas cuantas de sus pinturas en el estudio de Madrazo y frecuentó el Museo del Prado, donde copió obras de Velázquez, Ribera y Goya. Este último fue sin duda el pintor que más le impresionó, especialmente por su actividad gráfica.

Mariano y Cecilia Madrazo contrajeron matrimonio en la madrileña iglesia de San Sebastián, el 27 de noviembre de 1867, a las ocho de la mañana. Las frecuentes visitas a dicho templo le sirvieron al pintor de inspiración para realizar La vicaría, una de sus obras maestras. El viaje de novios le llevó a Granada, donde Fortuny se sintió hechizado por la luz y el ambiente musulmán de la ciudad. Se instalaron allí, pero pronto tuvieron que abandonar esta ciudad debido al estallido de la Revolución contra la reina Isabel II. Después de este viaje, y de una visita a Sevilla donde pintó numerosas obras de temática taurina y orientalista, regresó a Roma con su mujer. Les acompañó Ricardo de Madrazo, hermano pequeño de Cecilia, que a partir de aquel momento vivió con el matrimonio.

El 2 de junio los Fortuny ya se encontraban en la ciudad del Tíber. Además de una gran cantidad de acuarelas y dibujos, llevaban consigo algunos objetos que habían adquirido para su colección privada de antigüedades, animados por la moda de la época. En Roma, Mariano abrió un estudio al que acudían muchos artistas y coleccionistas romanos y extranjeros, mientras él pintaba incansablemente cuadros y acuarelas que se vendían con suma facilidad e iba aumentando su fortuna. En el estudio, Fortuny fue acumulando armas, tapices, cerámicas, vidrios y mil caprichosos objetos que además de satisfacer sus deseos de coleccionista le sirvieron como modelos para sus pinturas.
                                                                        
El 8 de septiembre de 1868 nació María Luisa, la primera hija fruto de la unión de Mariano con Cecilia. Durante este período el pintor estaba centrado especialmente en pintar La vicaría. A finales de año recibió la visita de su marchante de arte, Goupil, que venía con el objetivo de contemplar aquélla pintura y asegurarse su exclusividad. Aunque el marchante no había visto la obra en cuestión sabía de antemano, por informaciones que le habían llegado, que se trataba de una creación extraordinaria. Goupil confirmó a Fortuny que sus obras gozaban de gran prestigio en París y le propuso trasladarse a vivir allí. En una carta dirigida a Federico de Madrazo, Mariano explicó que Goupil, con quien se había comprometido a venderle toda su obra, le había ofrecido montarle un taller en la capital francesa.

En 1869 Fortuny recibió la visita en su taller de William Hood Stewart, un millonario de Filadelfia, coleccionista de arte, establecido en París desde 1865. Dos años antes, el americano había adquirido a Goupil su primera obra de Fortuny. Stewart le regaló una pequeña pintura de Meissonier, perteneciente a su colección privada, una armadura japonesa y dos bronces. Mariano, a su vez, le obsequió con la acuarela Calle de Tánger y se comprometió a venderle La elección de la modelo, obra que el catalán ya había empezado a pintar.

Mariano finalmente aceptó el reto de Goupil y se trasladó con su familia a París en agosto de 1869. Permanecieron allí cerca de un año. Se instalaron provisionalmente en el apartamento de Goupil, en la rué Chaptal. Para trabajar, Fortuny utilizó el taller del pintor Géróme -yerno del marchante de arte- y el de su cuñado, Raimundo de Madrazo. En noviembre, el pintor estableció su taller en un piso de la Maison Vallin, en el número 69 de la avenida de los Campos Elíseos. En los meses siguientes, el catalán se relacionó especialmente con los artistas españoles que vivían en París, como Martín Rico o Zamacois. Fue éste último quien a principios de septiembre invitó a Ernest Meissonier, pintor que gozaba en aquellos momentos de un gran prestigio y que Fortuny admiraba, a visitar al pintor de Reus. Meissonier, que había puesto de moda en Francia las pinturas de inspiración dieciochesca, vio La vicaría y se ofreció para hacer de modelo en ella.

El 14 de marzo de 1870 Mariano entregó finalmente La vicaría a Goupil, quien la expuso en su galería a principios de abril. La acabó comprando la coleccionista Adéle Bassin, por la asombrosa cantidad de 70.000 francos, un elevadísimo precio para su época y su pequeño formato. Con esta obra Fortuny alcanzó finalmente la fama y la fortuna social y económica, proporcionando un elevado beneficio económico a Goupil. El mes siguiente la obra fue expuesta en la Galería Goupil, en la Place de l'Opéra de París, junto a otras como El encantador de serpientes o El vendedor de tapices\ la exposición tuvo un gran éxito y convirtió a Fortuny en uno de los pintores más valorados por el público y más deseado por los coleccionistas. El escritor romántico Théophile Gautier le dedicó un artículo en el Journal Offidel que fue reproducido en diversas revistas, suponiendo la consagración definitiva del pintor. Estos elogios, además de inaugurar la gran fortuna crítica del pintor, no hicieron más que incrementar su fama como el gran maestro de la pintura del momento.

En la Ciudad de la Luz todos los literatos, artistas y aristócratas se disputaban su amistad; conocer y tratar a Fortuny, uno de los pintores mejor pagados del momento, se convirtió en asunto de moda. Su éxito, sin precedentes en la pintura española del momento, le abría las puertas de los mejores coleccionistas europeos y le auguraba un futuro brillante. En aquel momento nada hacía presagiar que en muy pocos años la pintura de género inspirada en temas del pasado experimentaría un fuerte declive, a favor de otra con una visión más naturalista de la realidad.

En mayo de 1870 la Diputación de Barcelona recibió la noticia de que Fortuny, al no poder enviar La Batalla de Tetuán, estaba dispuesto a restituir el dinero recibido como adelanto por ese encargo. Así pues la obra quedó inacabada en su taller hasta que en 1875, después de su muerte, la institución acabó adquiriéndola por 50.000 pesetas. A mediados de junio la situación política en París, a las puertas de la guerra francoprusiana, así como una dura epidemia de viruela, motivó que la familia Fortuny dejase la ciudad y emprendiera el regreso a España. Después de pasar por Madrid y Sevilla -ciudad en las que el pintor admiró las pinturas de Valdés Leal en el Hospital de la Caridad-, los Fortuny acabaron instalándose en Granada a principios de julio. La intención era quedarse hasta el mes de septiembre, pero la estancia acabó prolongándose más de dos años. Fue en Granada donde nació Mariano, su segundo hijo, en mayo de 1871, futuro artista (pintor, grabador, fotógrafo, escenógrafo y destacado diseñador textil). Durante aquellos dos años de residencia en Granada, Fortuny, catapultado a la fama, se sintió tremendamente feliz, admirando la luz y el color andaluz. Allí no sólo continuó pintando sino que se dedicó a adquirir piezas para su colección de antigüedades. Compró un magnífico vaso hispanomorisco que hoy en día se conserva en el Museo del Ermitage. Al mismo tiempo restauró las piezas adquiridas y llegó incluso a realizar trabajos de forja y de esmaltado con reflejos metálicos. Y es que Granada en aquel entonces era una ciudad que despertaba pasiones entre todos aquellos que la visitaban. Era considerada, con su extraordinario patrimonio arquitectónico, un reducto del mundo oriental en Occidente.
                                                                       
Durante esos momentos se manifestó por primera vez el debate artístico que definió sus últimos años. Fortuny se encontraba metido en un increíble negocio que le restaba mucha libertad creativa, ciñéndolo a un determinado tipo de pintura sin problemas y de éxito fácil. El artista deseaba salir de aquel círculo vicioso, pero el nivel de vida alcanzado le impedía romper con el estilo que tanta fama le aportaba. Fortuny deseaba abrir nuevos caminos con su pintura, pero los encargos que le hacían eran obras de casacón y él necesitaba dinero para vivir. En Granada, su lenguaje artístico, entonces ya consolidado y adscrito a la pintura de género, inició una vertiginosa transformación. Pese a todas las circunstancias, alejado de los núcleos artísticos de París y Roma, Fortuny acabó abandonando, aunque no definitivamente, la pintura preciosista que lo había hecho famoso internacional-mente. Ante las posibilidades del nuevo lenguaje pictórico que descubrió en Granada, desatendió las obligaciones que el éxito parecía haberle impuesto y se dejó llevar por las ansias de experimentación.

En otoño de 1871, meses después de ser nominado académico de mérito de la Academia de San Lúea de Roma, Fortuny realizó un viaje a Tánger acompañado de sus amigos Josep Tapiro y Bernardo Ferrándiz. Esta estancia en tierras africanas fue más breve que las anteriores y se realizó en unas condiciones diferentes, ya que en esta ocasión era ya un pintor consagrado y no tenía el lastre del encargo de la Diputación de Barcelona. Se trataba de un viaje lúdico en el que tomó algunos apuntes y notas. Tánger en aquel momento se encontraba en los inicios de una profunda transformación que llegaría a convertirla a finales de siglo en una ciudad multicultural y cosmopolita. El resultado del viaje fueron unas cuantas pinturas, como El afilador de sables, en las que una vez más se mostró como el mejor cultivador de la temática orientalista, plasmando como nadie los ambientes de aquel mundo situado más allá del estrecho de Gibraltar. La estancia de Fortuny en Granada resultó extraordinariamente fecunda, aunque dejó un considerable número de obras sin acabar. Eso explica que en la subasta de su taller, efectuada después de su muerte, figurasen bastantes obras del período granadino sin completar pero igualmente magníficas, como Patio de los Arrayanesy Patio de la Alhambra. Con todo, la obra que mejor resume el lenguaje adquirido por el pintor durante su estancia en Granada, y que profetiza el estilo de sus últimos días, es Comida en la Alhambra cuyo escenario es el jardín de la casa familiar en Realejo Bajo, convertida en vivienda y ta-

ller desde noviembre de 1871. Cuando acabó esta obra, en septiembre de 1872, la estancia en la ciudad andaluza estaba a punto de finalizar.

Efectivamente, el mes de octubre de aquel año la familia Fortuny dio por finalizada su estancia en Granada. Después de unas semanas pasadas en Madrid, donde Mariano exhibió algunas de sus pinturas a los amigos de su suegro y los suyos propios, el pintor, junto a su esposa e hijos, se instaló de nuevo en la Ciudad Eterna, en aquel momento ya capital de la Italia unificada. Allí Fortuny se encontró a disgusto, pues sentía nostalgia de la libertad perdida. Su intención era acabar las obras empezadas en Granada, venderlas y regresar a España, concretamente a Andalucía donde, según sus palabras, la vida era tan agradable. Por una serie de motivos, tanto personales como profesionales, pospuso esa vuelta a casa, que, finalmente, nunca llegó a realizarse.
                                                                        
En busca de la tranquilidad que necesitaba para trabajar y vivir, Mariano Fortuny dejó su residencia de la via Gregoriana, y en noviembre de 1873 se instaló en la espléndida Villa Martinori, lejos del ajetreo de la ciudad y contigua a su taller de trabajo, donde conservaba su importante colección de antigüedades. Pese a su lejanía, su estudio se convirtió en centro de reunión de artistas y admiradores que lo adulaban y deseaban aprender del maestro. De nuevo encerrado para finalizar los encargos que tenía pendientes, el pintor se vio obligado a cultivar otra vez un estilo pictórico que en Granada había dado por superado. Además, aún estaba vinculado al marchante Goupil, hecho que le hastiaba, ya que tenía diversos coleccionistas interesados en su obras a los que podría vender las pinturas directamente. Fortuny fue cayendo progresivamente en un abismo de tristeza del que sólo salía pintando. No estaba contento consigo mismo y en más de una ocasión, durante los últimos meses que le quedaban de vida, expresó su voluntad de realizar una pintura mucho más personal, libre de las imposiciones y los gustos del momento.

En los primeros días de mayo de 1874 Mariano y Cecilia partieron hacia París, en el que sería su último viaje a la capital francesa. El pintor llevaba consigo algunas pinturas que se había comprometido a entregar a dos de sus amigos y mejores coleccionistas, Stewart y Errazu. En aquel momento el mercado del arte en la ciudad del Sena estaba pasando momentos de crisis, pero ésta no afectó a la cotización de Fortuny, que continuaba siendo una de las más altas. Mariano vendió a Goupil su obra El jardín de los poetas por la cantidad de 75.000 francos; ésta fue la última obra de Fortuny que compró el marchante en vida del artista.

Después de unos cuantos días pasados en Londres en compañía del Barón Davillier, el matrimonio Fortuny volvió a Roma, donde sólo pasó dos semanas. A principios de julio partieron todos para Nápoles, instalándose en la localidad de Portici, a los pies del Vesubio, un lugar animado por su paisaje marino y la luz mediterránea. Allí alquilaron la Villa Arata, frente al mar, donde permanecieron hasta noviembre. Durante su estancia en Portici, Mariano ejercitó el género paisajístico y recibió la visita de amigos y admiradores, entre los que se encontraban diversos artistas napolitanos. Los trabajos elaborados en esos meses volvieron a llenarse de alegría, como había pasado en Granada, enlazando muy directamente con la manera de hacer impresionista. En noviembre la familia Fortuny regresó a Roma, donde el pintor, de nuevo, se sintió a disgusto. El día 14 de aquel mes, Mariano cayó enfermo; falleció una semana más tarde, víctima posiblemente de la malaria, complicada con una dolencia gástrica. Su entierro, una verdadera manifestación de dolor, se convirtió en uno de los acontecimientos más concurridos del año. En el cortejo fúnebre pudo verse a una multitud de artistas y personalidades, como los directores de las Academias de Francia y Nápoles y el embajador de España. El cuerpo sin vida del pintor fue sepultado en el cementerio romano de San Lorenzo Extramuros, con su paleta, sus pinceles y su último dibujo. La prensa italiana, francesa y española le dedicó amplias necrológicas. A finales de abril de 1875 las pinturas, algunas inacabadas, junto a los tesoros que Fortuny había reunido con el tiempo, fueron expuestos y vendidos en pública subasta en el Hotel Drouot de París, alcanzando todos ellos precios muy elevados. Era el reconocimiento póstumo de un genio que, si no hubiera sido por su temprana muerte, podría haber revolucionado la pintura española y europea.


1872.
Características: 87,5 x 107 cm.

Como si de un fotógrafo se tratara, Fortuny nos muestra en este lienzo una escena cotidiana en la tarde granadina. En la zona de la derecha una joven escucha embelesada la música que toca su acompañante mientras en el centro de la composición hallamos a tres hombres jugando a las cartas mientras un cuarto flirtea con la dama del abanico, sentada en el banco de piedra. Las figuras se recortan ante una pared blanca donde se encaraman dos niños - posiblemente los hijos del pintor - apreciándose tras ellos la frondosidad de un jardín andaluz, permitiendo ver entre las parras el azulado cielo. La escena está cargada de vitalidad y naturalismo, interesándose el maestro por la luz de un momento determinado como harán Monet y Renoir, aunque los tipos que Fortuny muestra están alejados de los maestros impresionistas. El estilo minucioso y detallista del pintor catalán alcanza cotas sublimes a pesar de su pincelada rápida, apreciándose todo tipo de detalles en rostros, texturas o calidades, sin abandonar una elevada admiración hacia el color, creando admirables contrastes que otorgan más fuerza a la composición. La obra fue subastada en Nueva York durante el año 1946, siendo adquirida por un coleccionista particular en 5.500 dólares.


1852-1856
Pluma y sepia, 20,5 x 20,9 cm Barcelona, Museu Nacional d'Art de Catalunya

Fortuny no cultivó el género paisajístico con asiduidad, pese a su gran producción. No obstante, durante su primera época de formación, este tipo de producciones ocuparon un lugar importante en su vida. Los primeros años de su trayectoria artística transcurrieron entre la Llotja, la Escuela de Bellas Artes de Barcelona donde se formó bajo las normas académicas del momento, y a partir del contacto directo con determinados espacios naturales. Éstos serían la causa del nacimiento de un cierto naturalismo en su obra.

Este Paisaje debe mucho al pintor Lluís Rigalt, una de las personalidades más importantes de la escuela paisajista catalana, que había sido profesor de la Academia de Bellas Artes de la Ciudad Condal. Pese a todo, en él se observa ya una de las cualidades de la pintura de Fortuny: el carácter espontáneo y el trazo libre de su pluma. Este simple ejercicio, mediante el cual el joven pintor consiguió plasmar eficazmente las formas arbóreas y montañosas, es una de las primeras grandes creaciones donde se puede observar el genio del catalán. Se barajan diferentes posibilidades por lo que se refiere a la datación de esta obra, entre los años 1852 y 1856.


1861
Oleo sobre cartón,
56,9 x 81 cm.

Barcelona, Museu Nacional d'Art de Catalunya

Durante el tiempo que estuvo en Roma como pensionado, Mariano Fortuny se vio obligado a realizar una serie de obras que debía enviar a la Diputación Provincial de Barcelona. Estas composiciones tenían que ser básicamente estudios anatómicos, la copia de un cuadro de un autor clásico y una composición al óleo nacida en la imaginación del artista sobre un hecho de la historia general de Cataluña. Sin embargo, esta pintura fechada en 1861 fue la primera obra que Fortuny mandó a la Diputación.

La temática de este magnífico óleo responde al primer viaje del pintor a Marruecos, efectuado para realizar una serie de cuadros de batallas donde se exaltaran los éxitos del general Prim y los soldados de Cataluña en la Guerra de África. Odalisca es una de sus primeras incursiones en la temática orientalista, aunque adaptó un lenguaje muy convencional y enfocado a la visión europea que se tenía sobre estos asuntos. Fortuny mostró una imagen muy típica del mundo oriental, tratada con anterioridad por otros muchos artistas europeos, como Ingres o Delacroix.

La odalisca, esclava dedicada al servicio del harén del Gran Turco, aparece tendida sobre un paño de seda labrada, sin hacer nada, disfrutando de los placeres de la vida mientras escucha la música que toca un eunuco retirado en la oscuridad de la sala. Al fondo apreciamos diversos objetos de clara inspiración árabe como un arcón de madera labrada con decoración geométrica, una bandeja de plata o una pipa de agua junto a una pequeña taza de té.

Mediante la voluptuosidad de las formas desnudas del cuerpo de la odalisca, el pintor transmitió gran sensualidad y hedonismo. Por lo que se refiere a la técnica, cabe destacar cómo el pintor consiguió con gran maestría recrear los efectos de la luz sobre las carnes de la odalisca. Pese a la disconformidad de una parte de la crítica, el éxito de esta pieza entre el público fue notable.
Fantasía árabe
1866
Oleo sobre lienzo, 50, 8 x 62,2 cm.
Colección particular
De esta obra, también conocida como Fantasía árabe en Tánger, Fortuny realizó dos versiones. La primera, que comentamos aquí, fue comprada por un coleccionista suizo que vivía en Roma y que era amigo del pintor. Las dos pinturas son bastante similares aunque se observan algunas claras diferencias como la sustitución de una ternera por un león o el cambio de alguno de los personajes que contemplan el espectáculo.
En ésta, Fortuny representó una escena típicamente marroquí ambientada en la ciudad de Tánger: un grupo de cabileños bailando casi extasiados al son de sus propios fusiles disparados al suelo. Resulta sumamente interesante el detalle con que Fortuny describió a todos los personajes presentes en este singular baile: los caudillos árabes que sujetan la cornamenta de una ternera, un judío que sostiene una copa o un europeo a la izquierda del conjunto.
Según cuentan numerosas fuentes, el pintor de Reus encontró la inspiración para esta obra en su segundo viaje al país norteafricano. Así pues, habría pintado el escenario del natural mientras que lo sucedido allí sería la recreación de un acontecimiento visto en otra parte.
En esta composición ya se aprecia al Fortuny plenamente formado, con su estilo característico logrado a partir de las pequeñas manchas cromáticas, casi impresionistas, que se fusionan en la retina del espectador dando como resultado unas figuras de gran realismo y absolutamente detallistas. El estilo utilizado en esta pintura está absolutamente basado en el dibujo minucioso; el color, por su parte, es aplicado con una pincelada rápida y certera, mostrando con él todo tipo de detalles en las vestimentas o en las propias figuras. A pesar de la limitación cromática, el pintor consiguió una amplia variedad tonal gracias a la luz, que de hecho es la verdadera protagonista de la escena.
                               Fraile mendicando

Hacia 1867
Acuarela, 26, 8 x 15,5 cm
Madrid, Museo Nacional del Prado
Durante su estancia en Italia, Fortuny tomó numerosos apuntes del natural que aportaron a sus composiciones una atmósfera de cotidianidad, como se puede observar en esta acuarela. La obra presenta un fraile pidiendo limosna, un tipo popular y muy frecuente en las calles italianas de aquel entonces, con su particular hábito de franciscano. El pintor plasmó su gesto y actitud, aunque lo que más le interesaba era simplemente retratar lo que veía y cómo lo veía.
En esta pequeña acuarela vuelve a ponerse de manifiesto la atracción que Fortuny sentía hacia la luz y el color, sea cual sea, captando con suma habilidad la figura solitaria del hombre que aparece recortado sobre un fondo neutro, casi esbozado.
El pintor se detuvo en mostrar con esmero la calidad y textura del tejido del hábito, realizando los detalles con dinámicos toques del pincel. El dibujo preciso y el toque de color de esta acuarela vienen dados con una gran rapidez, aspecto característico del estilo de Fortuny, presente en toda su trayectoria artística.

El coleccionista de estampas


El coleccionista de estampas

1867
Óleo sobre madera, 53 x71 cm
Moscú, Museo Pushkin
El tema representado en esta pintura sigue la tradición iniciada en Europa occidental en el siglo XVII y muy cultivada por pintores holandeses y flamencos. Fortuny pintó tres versiones de este tema en el espacio de unos cuatro años; afortunadamente se conservan algunos bocetos preparativos. En las tres versiones aparecen los mismos personajes en un mismo escenario: una lujosa sala decorada con un magnífico tapiz, una caja veneciana y un hogar. En el recargado interior, un coleccionista contempla las estampas que le muestra un marchante, mientras al fondo otro hombre espera con un cartapacio en la mano. El artista varió en cada uno de los tres cuadros los elementos decorativos, otorgando a cada lienzo su propia personalidad. Algunos de estos objetos representados se han reconocido en fotografías del estudio del catalán. En el caso de la obra conservada en Moscú, la tercera versión cronológicamente hablando, destaca en el fondo de la sala una gran escultura de mármol que representa al dios Apolo.
Lo más significativo de esta obra es la minuciosa ejecución con que el pintor aportó todo tipo de detalles y calidades de los objetos, compaginando un toque suelto de pincel que no renuncia a los detalles con un acertado y firme dibujo.
Esta pintura fue realizada por encargo de Adolphe Goupil, el marchante de Fortuny, quien más tarde la vendería por 9.000 francos, tres veces más de lo que había pagado al catalán. Fue adquirida por un coleccionista de Londres; más tarde pasó a otro de nacionalidad rusa y de allí fue a parar a los fondos del Museo Puschkin. Este grupo de óleos supone la primera incursión de Fortuny en la pintura de género del siglo XVIII que desde hacía unos años gozaba de gran éxito en Europa, conocida como pintura de ca-sacón por aparecer sus protagonistas vestidos a la moda dieciochesca, con largas casacas.

El muecín


               El muecín
1862-1867
Acuarela, 16,5 x 12,6 cm.
Madrid, Biblioteca Nacional
Los temas orientales fueron fundamentales en la producción de Fortuny, mostrando siempre aspectos cotidianos de la vida marroquí. Ésta es, sin lugar a dudas, una de las obras más características realizadas por el pintor durante sus viajes a Marruecos. Además de la maestría que muestra con la técnica de la acuarela, una de las más difíciles del arte pictórico, el cuadro resulta extraordinario por el lirismo, por la poesía que desprende, que es fruto de su simplicidad compositiva.
En esta pequeña obra todas las formas se reducen a manchas de color, que adquieren entidad vistas desde una cierta distancia pero que contempladas desde cerca son un cúmulo de pigmentos sin ningún concierto aparente.
El personaje representado -un muecín llamando a la oración-se fusiona magistralmente con la naturaleza que le rodea y que no es otra que una playa. Los efectos lumínicos que el pintor consiguió a través del blanco del soporte resultan especialmente espectaculares: la luz y las tonalidades azules y blancas tienen un papel primordial en la composición. Por otra parte, cabe destacar el color aplicado de manera rápida y contundente, olvidando la minuciosidad; aquí el pintor se interesó por captar el ambiente y la atmósfera.
La Biblioteca Nacional de Madrid conserva algunas acuarelas de Fortuny de tema marroquí. En todas ellas se aprecia, como en la que nos ocupa, una gran libertad de trazo y una falta de interés en detalles superfinos sin intención narrativa. Fortuny aparece así como uno de los artistas más vanguardistas de su tiempo, precediendo en muchos aspectos las obras que ejecutarán posteriormente los impresionistas franceses.

Lagartijo en la capilla

1867
Acuarela, lavado al bistre y trazos con lápiz negro, 39x36,5 cm.
Castres, Musée Goya
La obra maestra de Mariano Fortuny es, sin lugar a dudas, La vicaría, pintura para la cual realizó numerosos bocetos y estudios preparatorios. La acuarela Lagartijo en la capilla puede relacionarse con aquella otra obra por la similar disposición de las figuras que aparecen representadas. En ella está presente el famoso torero Lagartijo, según se desprende de una anotación manuscrita en el reverso, uno de los principales protagonistas de la composición antes citada. Rafael Molina, llamado Lagartijo, fue uno de los toreros más importantes de su época por la elegancia en el dominio de su capa. Pese a todo, los rasgos fisonómicos del personaje no responden a las fotografías que de él se conservan, en las que se ve a un hombre de facciones finas. Tampoco corresponden a las del torero que aparece en La vicaría, ya que para esa obra posó un modelo habitual de Fortuny que consta documentado.
Por lo que se refiere a la técnica, este estudio es de rápida factura; el color es aplicado en amplias manchas aunque el artista se detuvo en elementos importantes como la lámpara y la figura del matador, donde se aprecia un soberbio dibujo. Y es que, aunque sus trabajos están muy estudiados y elaborados, la rapidez en la ejecución es una de las facetas más significativas del maestro catalán. Cabe destacar las transparencias de color que el pintor utilizó para representar los elementos que aparecen en el fondo de la composición.
Esta acuarela estuvo en posesión de la familia Fortuny hasta 1950. La nuera del pintor, Henriette Negrin, esposa de Fortuny y Madrazo, la donó al museo donde se conserva en la actualidad.
La linterna mágica


1867-1868
Aguada y tinta sepia, 23,2x30,6 cm.
Madrid, Biblioteca Nacional
Son muchos los apuntes y bocetos que se conservan de la mano de Fortuny y que permiten observar detenidamente cómo el artista entendía la pintura y su ejecución. Entre los apuntes que se conservan realizados en diferentes representaciones cabe destacar, tanto por su técnica como por las influencias que reciben, los titulados Linterna mágica. Aunque este tipo de obras no son más que bocetos, su calidad artística las convierte en pinturas de arte de primera categoría.
Como puede observarse a partir de esta obra en concreto, debía de tratarse de representaciones de carácter familiar y con poco público. Pero lo más interesante en este tipo de obra es constatar cómo el artista resolvía los efectos de luz. Destaca el enorme contraste que se produce entre la oscuridad de la sala, en la que se vislumbra el público asistente mediante un tono de color mucho más oscuro, y el brillo de la pantalla. La luz que se desprende de ésta es la que da forma a la gente que, sentada en sus asientos, observa con atención 'o que acontece ante sí. Mediante las manchas y la degradación de los colores oscuros, la obra de Fortuny logra evocar en la mente del espectador todo tipo de objetos.
Salida de una procesión, en día lluvioso,
1868
Óleo sobre lienzo, 62,5 x 102 cm.
Buenos Aires, Museo Nacional de Bellas Artes
Las procesiones y episodios vinculados al mundo religioso fueron algunos de los temas más tratados por los pintores costumbristas madrileños, tomando la pintura de Goya como punto de partida. En este lienzo Fortuny parece seguir esa línea. La escena que se representa probablemente fue presenciada por Mariano Fortuny durante su estancia en Madrid. De hecho, el artista pintó dos versiones de la misma obra. Los monaguillos, curas y feligreses asistentes a una procesión religiosa salen en busca de un refugio ante la lluvia que se acaba de desatar, frente a la entrada de la iglesia.
El pintor supo plasmar en el lienzo todo este episodio de una manera casi goyesca. De hecho, en esta pintura, Fortuny nos muestra toda su genialidad, no sólo por su pincelada rápida y nerviosa y por la brillantez de los colores, sino también por el modo en que logró representar los efectos de la lluvia en la atmósfera, la luz y el suelo de la calle. La manera en que las siluetas de las personas se reflejan en el pavimento es verdaderamente asombrosa, enfatizan do la sensación de movimiento. Los rápidos toques de pincel apenas reparan en detalles superfluos, aunque algunas figuras estén tratadas con mayor preciosismo, igual que los carteles que decoran una pared adyacente a la iglesia dejando algunas partes sin cubrir.
Fortuny conservó éste óleo consigo y tras su muerte formó parte de la venta de su taller de París en 1875. En dicha subasta fue adquirido por 20.000 francos, hecho que demuestra lo mucho que su obra llegó a cotizarse en su momento y años después de su muerte en todo el mundo. En 1907 la pintura ingresó en el Museo de Bellas Artes de Buenos Aires.

Viejo desnudo al sol

Hacia 1870
Óleo sobre lienzo, 75 x 59 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado
Cuando Fortuny visitó por primera vez el Museo del Prado sintió una profunda admiración por los grandes pintores españoles del Siglo de Oro, Velázquez y Ribera; este último fue el que más influyó en esta atractiva imagen que comentamos a continuación. Fortuny, una vez más, retrató una figura avejentada, como demuestran el rostro arrugado, la piel marchita y los músculos que han perdido su tonicidad, igual que hacía con sus santos el maestro dejativa. Este motivo tuvo mucho éxito y el artista de Reus lo ejecutaría en más de una ocasión.
El anciano de esta acuarela, como es habitual en otras muy parecidas, se ubica en primer plano y su figura se recorta ante un fondo oscuro. De esta manera el pintor acentuó los contrastes cromáticos y lumínicos, ya que el cuerpo es bañado por un potente foco de luz solar que hace sentir feliz al hombre y disfrutar del momento, tal como se aprecia en su expresivo rostro. En el torso y los brazos Fortuny consiguió plasmar la edad avanzada del protagonista, acentuando además el naturalismo de la figura.
Por lo que se refiere a la técnica, las pinceladas empleadas por el artista son rápidas y seguras, sin renunciar a algunos detalles, especialmente en el rostro, donde consigue transmitir el estado interior del anciano como si de un retrato se tratara.

Tribunal de la Alhambra


               Tribunal de la Alhambra
1871
Óleo sobre lienzo, 75,2 x 59 cm.
Figueres, Fundado Gala-Salvador Dalí
Conocida también como Tribunal de un caíd, El cepo o Los supliciados, el asunto de esta excepcional pintura se desarrolla en la Alhambra. Es la única obra orientalista del pintor situada en este palacio granadino que fue acabada, y en ella consiguió unir magistralmente el tema moruno con la plasmación de los efectos lumínicos que tanto le interesó durante su estancia en Granada. El pintor trasladó a la tela un recinto arquitectónico centrado por una pila redonda en el suelo y en el que se abre una sucesión de arcos decorados con yeserías que conducen a unos ambientes sombríos recubiertos por cerámicas de colores. En último término se abre la sala donde se encuentran los cadíes, encargados de administrar justicia, iluminada por una ventana geminada a través de la cual se puede ver la vegetación de la zona. En primer plano se sitúan los acusados, tumbados y con los pies sujetos por un amplio cepo de madera.
Uno de los aspectos más interesantes de esta composición es la perfecta sensación de perspectiva creada a través de la sucesión de arcos en profundidad, utilizando como punto de fuga de estas pronunciadas líneas la ventana del fondo. Asimismo, resulta igual de interesante el efecto compositivo producido por el contraste lumínico entre la zona de primer plano y el fondo; Fortuny utilizó una luz de gran potencia que crea acentuadas diferencias entre las diversas zonas.
En esta pintura, Fortuny empleó una pincelada suelta, pequeña y rápida, interesándose por todos los detalles posibles pero sin caer en la copia exacta, buscando sólo la insinuación, una de las más espectaculares virtudes de del artista. En la perfecta conjunción de color y luz, esta obra delata ecos del impresionismo francés.

Cueva de gitanos


                       Cueva de gitanos
Hacia 1871
Óleo sobre madera, 19,5 x 12,7 cm.
Washington, The Corcoran Gallery of Art, Colección William A. Clark
Durante el tiempo que Fortuny pasó en Granada acudió con asiduidad al Albaicín, antiguo barrio árabe ocupado por gitanos que habitaban en cuevas. Allí el artista tomó diferentes apuntes e imágenes del natural como muestra esta obra, un estudio preliminar para otra obra cuyo paradero se desconoce actualmente pero que se sabe que había pertenecido a Alfonso XII. Otros estudiosos sitúan este estudio en Guadix, población cercana a Granada.
En esta tabla el pintor catalán se interesó por captar el habitat gitano a plena luz del sol, que emerge como principal protagonista de la escena -por encima de la joven gitana-, enlazando así con los aspectos más importantes de la manera de hacer impresionista. Aquello representado es simplemente anecdótico, pues lo más importante es representar los efectos de la luz en el espacio, un aspecto que se convertirá en elemento clave de su lenguaje artístico.
Fortuny captó el ambiente atmosférico de aquel humilde rincón granadino mediante el potente foco de luz solar que impacta en la entrada de la cueva. El artista diluyó los contornos de la niña que se apoya en la pared, resaltando sus tonalidades y creando un profundo contraste de claroscuro con el que concedió una mayor profundidad espacial y un gran dinamismo visual y compositivo. Asimismo, la pincelada destaca por su fluidez, apreciándose claramente los toques de color en el soporte, que relega el dibujo a un segundo plano.
Paisaje de Portici

1874 
Óleo sobre lienzo, 30 x 50 cm.
Barcelona, Museu Nacional d'Art de Catalunya
En 1874, Fortuny, acompañado de su familia, pasó el verano en la localidad napolitana de Portici, a los pies del volcán Vesubio, durante un momento crucial de su trayectoria. El pintor quería dejar a su marchante para, como él mismo decía, pintar a su gusto y lo que le diera la gana.
Entre la abundante producción pictórica de Mariano Fortuny el género paisajístico ocupa un lugar bastante secundario. Fue especialmente durante el período de formación en su ciudad natal, Reus, y en Roma, cuando ejecutó los principales paisajes. Una vez instalado en la Ciudad Eterna, lugar donde comenzó su trayectoria artística, Fortuny no cultivó dicho género excepto en bocetos preparatorios o como escenario de sus composiciones. No obstante, a partir de su estancia en Granada, el pintor catalán mostró un interés cada vez mayor en representar escenas al aire libre; le interesaba especialmente plasmar en ellas los efectos lumínicos y los cielos. A pesar de todo, en estas pinturas acabó añadiendo alguna escena narrativa que finalmente adquirió más protagonismo que el fondo donde acontece.
En Portici, Fortuny elaboró algunas obras, como ésta que comentamos, en las que el paisaje es el máximo protagonista. El artista captó lo que veía ante sí, sin ningún tipo de deformación o modificación en busca de lugares bellos. Fortuny no quiso recrear sino investigar; le interesaban el color, la luz, las atmósferas reales de cada sitio mucho más que la belleza plástica que pudiera evocar. En esta acuarela, el pintor utilizó una pincelada mucho más gruesa y pastosa que en otras obras con la misma técnica, consiguiendo transmitir la dureza y sequedad del paisaje que le rodeaba.

Desnudo en la playa de Portici


1874
Óleo sobre madera, 14 x 20 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado
Esta pintura fue adquirida por Ramón de Errazu, amigo personal y coleccionista de algunas de las mejores obras de Fortuny, en la subasta celebrada en París en 1875 después de la muerte del artista. La cantidad pagada por este magnífico óleo fue de 6.900 francos, suma que ilustra el interés de esta pequeña obra. Sin lugar a dudas, Desnudo en la playa de Portici es una de las pinturas de género más rompedoras de Fortuny. A pesar de tratarse solamente de un estudio, esta bella obra es hoy en día un ejemplo del nuevo lenguaje artístico que iba elaborando Fortuny y que, desgraciadamente, no pudo desarrollar en su totalidad debido a la inmediatez de su muerte.
Sobre un fondo de azul cobalto, donde se aprecia la pincelada viva y dinámica del artista, descansa la figura nacarada de un niño, seguramente su hijo Mariano, tumbado en la playa de Portici. Mediante un mínimo de elementos el pintor consiguió plasmar la intensa luz del sol que se refleja en el niño y que, al mismo tiempo, emana de él. La minuciosidad de la imagen, que tiene el tamaño de una postal, demuestra la altísima calidad del artista, poseedor de un excelente dibujo y de una pincelada minuciosa y precisa.
Esta pintura, con todo, es de una innovación absoluta en el campo de las artes convirtiéndose en uno de los primeros manifiestos del mediterraneismo en el que destacarán años más tarde pintores como Joaquín Sorolla.

Los hijos del pintor en un salón japonés


Mariano Fortuny


Óleo sobre lienzo, 44 x 93 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado
El gusto por lo japonés se había impuesto poco a poco en la sociedad europea de finales del siglo XIX, sobre todo en Francia. Los burgueses decoraban algunas partes de sus residencias al modo oriental, mientras que los pintores, por su parte, buscaban en las estampas japonesas su fuente de inspiración. Fortuny también se sintió atraído por la temática oriental desde el punto de vista decorativo. Buena muestra de ello es esta espléndida pintura realizada durante el verano de 1874, una de las obras más importantes que el artista catalán ejecutó durante su estancia en Portici. Los hijos del pintor en un salón japonés es sin duda el cuadro que mejor proclama la intención del pintor de dejar el lenguaje artístico que le había llevado a la fama internacional, a una vida acomodada y sin ningún tipo de preocupación.
Su afición por lo cotidiano le hizo representar la escena como si el espectador estuviera presente. Si bien en otras obras de Fortuny los elementos decorativos de influencia japonesa tenían una función puramente secundaria, de telón de fondo, en esta ocasión se puede decir que se convierten en los protagonistas de la composición, mucho más que los hijos del artista, Mariano y María Luisa. Se trata de una pintura en la que el pintor quiso realizar un ejercicio compositivo y cromático, sin ningún tipo de concesión al argumento. Hay quien incluso especula a partir de esta obra con el tipo de pintura que Fortuny habría realizado en caso de haber vivido más años.
Corrida de toros
Hacia 1867-1868
Óleo sobre lienzo, 30 x 46 cm.
Madrid, Museo Nacional del Prado
Algunos estudiosos piensan que Fortuny no conoció directamente la fiesta de los toros hasta su estancia en Madrid entre junio de 1867 y marzo de 1868. Aunque en algunas partes de Barcelona se celebraba este espectáculo típicamente español, no parece que el pintor se sintiera atraído por él. Pese a todo, en Madrid, Sevilla y Granada asistió a algunas corridas, esbozando en sus cuadernos de notas las impresiones visuales que recibía. Tomaba apuntes de figuras de toreros, picadores, caballos y detalles del público asistente.
Las obras taurinas de Fortuny no tienen mucho que ver con las pinturas que del mismo género habían empezado a realizar algunos pintores franceses, influenciados por los relatos de viajeros románticos que recorrían la península en busca de sus tópicos folclóricos. Fortuny estaba muy interesado en mostrar en los lienzos el contraste entre luces y sombras, el dinamismo de toreros y picadores, y la espontaneidad del público. Al catalán le interesaban más los efectos lumínicos y cromáticos que los puramente dramáticos. Se piensa que en Madrid habría podido estudiar los grabados de la Tauromaquia de Goya.
En este óleo del Museo de Prado Fortuny muestra una gran panorámica de una plaza de toros, seguramente la de Madrid. Además del contraste entre la parte soleada y la sombría, cabe destacar la manera en que resolvió la gente de las graderías, a partir de múltiples manchas y pequeñas pinceladas ocres. En esta pintura se aprecia la inexistencia del dibujo, cómo la forma no existe para el pintor. Todo se consigue a través de la mancha cromática y la pincelada. El resultado es una obra absolutamente vibrante, moderna, más cercana a un boceto preparatorio que a una pintura definitiva.
               
 

                













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