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Decir que a uno no le gustan las “artes” performáticas parece ser algo así como un pecado o, incluso, un delito. Ya van varias veces que mercenarios –con más ínfulas que talento- adheridos al siempre hermético, vanidoso y exclusivista mundillo del arte me tildan de ignorante, conservador y hasta retrógrado por mis palabras que, lejos de ser sentencias provocadoras, se agotan en simples cuestiones de gusto.
No tengo valoraciones estéticas a propósito de lo performático: no me parece ni bello ni feo. Tampoco tengo estimaciones éticas para aducir que está bien o mal practicarlo o seguirlo. Como toda performance lo hace yo también hago uso irrestricto y legítimo de mi “sacrosanta” subjetividad para comentar que “algo” -como una cosa cualquiera- simplemente no me gusta y/o no me interesa. Las razones son básicas: todo lo performático me parece pretencioso y aburrido, al punto de que si no me arrastra al bostezo descontrolado, me lega una tentación de irresistible risa. Cada vez me convenzo más de que los performers son los nuevos comediantes del arte contemporáneo, porque ellos, enarbolando sus desteñidas banderas de fundamentalismo artístico, han sufrido la falta de verdaderas sustancias creativas, viéndose en la esforzada tarea de apuntar –ejecutiva y reflexivamente- a la mediocridad de las medianías sensibleras de un mundo acaparado y gobernado por la publicidad y el consumo.
Resulta cierto, además de chabacano, que alguien diga que en la actualidad hay muchos poetas y poca poesía, pero, además de escandaloso, es prácticamente inadmisible decir lo mismo de la performance en general, ya que la execrable burbuja de estatismo expresivo en la que viven los perfomers, parece estar bendecida por el sobrevalorado y ficticio ideal de que todxs podemos ser iguales ante el malogrado sistema que nos administra, a diestra y siniestra, con el falso discurso de la democratización del arte, que antes de incluir, privatiza, elevando al status de rutas fundamentales de navegación de la cultura los narcicismos más aciagos y los onanismos más retorcidos.
Y es que si alguien que se autodenomina artista o se le considera como tal dice o sugiere a propósito de cualquier cosa “es que para mí es así” aborta toda discusión generando así en los interlocutores la aparición del más nefasto y ninguneador de los valores democráticos: la tolerancia. Pero ojo, si hay algo en lo que sobresalen las artes performáticas es en su capacidad de generar estrafalarios argumentos que agarran vuelos estratosféricos y que, lejos de poner puntos finales o por lo menos seguidos, han hecho de los puntos suspensivos su trofeo más elemental: cualquiera, hasta el performer en sí mismo, puede pensar lo que quiera y como quiera ¡no importa! puesto que la subjetividad –piedra angular de todo lo performático-, hoy por hoy, es un velo que oculta la frustración general del mundo occidental y que se resume, en la innegable realidad de que nunca antes en la historia estuvimos tan segmentados y divididos en fantasmagóricas otredades o en exiliados yoes. De esta manera, ya no es relevante el origen ni la ideología del artista-performer, ya que sin importar de donde provenga bien sea el sujeto o sus juicios, ambos están abocados a reproducir los eternos afanes de diferenciación social, racial, sexual, etc., exponiéndolos por medio de las imposibilidades generales de la civilización –mutadas en cuerpos tan roídos como intocables o en infinitas epistemologías de la desnudez o en vagas metafísicas de la memoria colectiva o, incluso, en inenarrables circunstancias tan artificiosas como reales- completamente incapaces de despuntar la representación de un espectáculo enfermizo que, como sucede en internet constantemente, reclama complacencias y reconocimientos donde no los hay.
Ahora bien, la performance parece ser una manifestación sociológica del individualismo exacerbado más que una vertiente verdaderamente artística: siempre pone en juego las trilladas relaciones entre lo público y lo privado, lo sagrado y lo mundano, lo diestro y lo zurdo o lo permitido y lo no permitido, como principales modelos de significación de lo hegemónico y lo contracultural, pero al no encontrar posibilidades de superación crítica de sus propios trabajos, la obra performática se agota en la introspección subjetiva en donde nada puede ser más estupendo, glorioso y mediático que el “artista”. Al estilo de Justin Bieber, Jay Z, Mayweather o Selena Gómez, el performer busca agenciar su fama utilizando los medios de comunicación -y el mercado en general- como principal vía de consagración y así, como pequeñas estrellitas y tutelados por la supremacía del trasnochado cliché, oscilan entre lo superficialmente radical y lo ordinariamente místico.
Para defender o atacar las “artes” performáticas no hace falta hablar de arte, sino más bien de marcas o publicidad. Acceder a una señora que espera sentada y exánime la visita de la gente durante 730 horas en uno de los muesos más importantes del mundo resulta, paradójicamente, aún más inaccesible para el público en general de lo que se cree, puesto que no se trata de ver la obra o a quien la forja, sino más bien de verse a uno mismo aguardando por ser aguzado por la mirada de quien orquesta el asunto en su rol de impecabilidad o tragedia, que a su vez representa el consumo de un producto X multiplicado por millones de veces como sucedió con las reproducciones mecánicas de muchas de las obras de Warhol. Es inaccesible porque inventa más y más elementos analíticos y discursivos que además de no permitir establecer, enaltecer o reprobar la dichosa obra, la vedettiza con curiosos esnobismos atiborrados de lugares comunes hasta el punto de la banalización.
La performance es un producto “mainstream” del consumo, ojo, no del capitalismo, porque el primero es un adalid de la abaleada subjetividad, mientras el segundo, se extingue en un individualismo zombie: el producto performático es una variante de reality show, cuyo sentido está en que el performer hace lo que nadie quiere hacer, no porque no se pueda hacer, sino porque a nadie se le ocurre hacerlo, y este es quizá el instante fundamental en el que se evangeliza su figura “artística”, altamente mediatizada por la tiranía del concepto y la abstracción. Así las cosas, el arte ya no se agrupa ni se imagina en obras, sino en conceptos y es con esta frivolidad teórica que cada objeto, situación, intervención o cosa performática expuesta o llevada a cabo es tan efímera y obsoleta como lo es un estado de Facebook.
Para nadie es un secreto que hay un predominio de la performance en el mundo del arte contemporáneo, pero es, como lo señalé anteriormente, un predominio mediático que genera más murallas sociales que las que derriba. Para cuando escribo esta nota pongo en Google Marina Abramovic y me aparecen cerca de 2.170.000 resultados en 0,34 segundos, después pongo Marcel Duchamp y me salen cerca de 1.390.000 resultados en 0,35 segundos. Los datos hablan por sí solos. Ahora bien, convengamos que los ready-mades de Duchamp, que surgieron como una desobediencia hacia ese arte estrictamente visual que se aprende desde la mente, son una genialidad de su época que ha trascendido generaciones justamente por la ruptura que significó, pero, lo catastrófico de su obra, radica en que generó escuela, es decir, que no se quedó en el status de desviación que siempre es más provechoso para sencillamente aprender o, inclusive, para superar, como sí pasara con obras o personalidades tan inmortales como las de Richard Wagner, Antonin Artaud o el mismo Shakespeare, cuyas originalidades residen, justamente, en que se legaron a sí mismas a modo de influencia libre sin la presunción de convertirse en establecimientos dogmáticos que sólo después de ser academizados, son aceptados y así, reventados. Es como empezar un poema escribiendo: cae la tarde… yo pregunto ¿las tardes caen? A la primera persona que se le ocurrió esto sin duda ostentó una sensibilidad generosa o por lo menos estaba inspirada, pero de ahí en adelante escribir “cae la tarde” no puede ser otra cosa más que, nuevamente, un cliché o un lugar común. El dichoso mingitorio de Duchamp emocionó, causó admiración y hasta conmovió en su momento como fórmula vanguardista para cuestionar el arte desde el arte en sí mismo, encarando público, obra y crítica a tres tiempos iguales; el tema ahora radica en que todo el mundo parece querer ser o hacer, algo parecido a lo que fue o hizo Duchamp, y si hablamos de Abramovic, ahí sí es que nos vamos para donde ya sabemos a repetirnos –no a reinventarnos- hasta el hastío.
Si bien es cierto que el arte contemporáneo prevalece sobre la generalidad pastoril del “arte como expresión” y que además se agota en una suerte de “arte como significación” en donde es más relevante el concepto y la reflexión sobre el mismo, también resulta evidente que la “impresión” que engendra es meramente intelectual, despojando a la obra de su belleza y/o sensibilidad.
Como todos sabemos, la performance se opone a la pintura o la escultura, ya que no es el objeto sino el sujeto el elemento constitutivo de la obra artística el que se transforma en vanidad pura y dura no exigiendo abrir la mente a nuevos estilos o paradigmas, sino más bien llenarla de referentes y teorías auspiciadas por liosas comprensiones y difíciles explicaciones, que a su vez desembocan en ensayos críticos exclusivos para intelectuales que usan los museos y los espacios de exposición –públicos y privados- más como ventanas para mirar el mundo y no como puertas para entrar en él. Nadie sabe qué es la performance y lxs que deberían dar respuesta puntual y sin adornos a este asunto, parecen esconderse, con jactanciosa y arrogante vacilación, tras la humilde confidencia de San Agustín cuando se pregunta qué es el tiempo: “Si no me lo preguntan, lo sé; si me lo preguntan, lo ignoro”. Igual, después de esto, extrañísimo sería que no cayeran cerca de 1.860.000.000 definiciones en menos de 0,20 segundos. Porque sí funciona.
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