El maestro Fernando Botero.
Conversó con la revista BOCAS sobre las distintas etapas de su vida y su nueva exposición en china.
Las esculturas de Fernando Botero sufren un constante e incesante acoso sexual. En Nueva York, Medellín o en Cartagena. El pene de su Adán, en el Time Warner Center, está desgastado y agotado. Los pezones de su exuberante doncella de Cartagena están condenados a soportar las caricias de todos los turistas que llegan a la ciudad. En Medellín –como escribió Ana Piedad Jaramillo, directora del Museo de Antioquia– su Soldado romano “es objeto de una extraña devoción… los turistas se toman fotos tocando el minúsculo falo para encontrar el amor eterno o para aumentar la virilidad”. Y los ejemplos se pueden repetir en todos los lugares donde hay una escultura suya. Porque la obra de Botero invita a las caricias y a las miradas.
Sus exposiciones producen récords absolutos: 300.000 personas en el Palacio de Bellas Artes en México; 155.000 en el Museo de Bellas Artes de Bilbao; a la de Estocolmo, una ciudad de un millón de habitantes, asistieron 100.000 personas. Y ahora que sus obras viajan a Shanghái y Beijing es posible que rompan algún tipo de récord universal. Botero es, sin duda, el artista pop más grande de los últimos tiempos. Fue pop antes que Warhol: en 1959 pintó un cuadro del ciclista Ramón Hoyos y Teresita la descuartizada, un cuadro inspirado en una crónica roja. Botero se ríe con la mención, hace cuentas con las fechas de sus cuadros y la explosión del pop art y concluye que, efectivamente, fue primero que Warhol y Roy Lichtenstein.
–Esos cuadros que hice en esa época eran pop, nadie utilizaba temas de esa categoría y a nadie se le había ocurrido coger un ciclista y pintarlo y hacer de eso una obra de arte. También pinté al doctor Matallana, el doctor Mata, y a Teresita la descuartizada, eran temas que venían en los periódicos. Los pinté en el año 58 o 59 y el pop empezó en el año 63, o en el 64.
Uno de sus galeristas, Luis Fernando Pradilla, me dice que probablemente Picasso, Miró y Botero sean los artistas con más falsificaciones en el planeta. Pero no solo lo copian para venderlo en una subasta, lo copian los artesanos de Cartagena y de Medellín. En una isla griega encontró unos delantales con sus figuras. “Me han enviado fotos en Vietnam de una fábrica de Boteros al óleo; otro día me mandaron un catálogo de la China donde todas las figuras tenían los ojos así”, dice Botero, con los ojos entrecerrados.
En su libro, El arte de Fernando Botero, su hijo Juan Carlos publica una serie de estadísticas incuestionables. Entre otras cosas, su papá, según una lista hecha por la revista Art Review, ocupaba en 2003 el quinto lugar de la lista de los diez artistas vivos más vendidos.
“Me duele la garganta, me ha hecho hablar mucho, ¡me va a dar gripa por su culpa!”, me dice Botero en su apartamento en Park Avenue, a solo unas cuantas cuadras del Museo Metropolitano de Arte. El artista colombiano más grande de todos los tiempos es parco con las palabras. “Voy por agua, ¿no está cansado de hablar?”. Los que no lo conocen, me dicen, pueden creer que es un tipo hosco, sin embargo, insisten, su generosidad es desbordada y exagerada. Desde hace más de 25 años reúne a toda su familia en Pietrasanta durante el verano. Ha donado más de 700 obras –amén de sus donaciones al Museo de Antioquia y al Banco de la República en Bogotá– y se ha encargado, en silencio, de dar becas para música, artes plásticas y literatura. Me dice que no tiene amigos, pero se sabe que para cada uno de sus grandes momentos –Florencia, París, Nueva York, Ciudad de México, China– se encarga de que las personas que más aprecia estén a su lado.
Uno de sus nietos, Felipe Botero, me cuenta que se aseguró de que ninguno de ellos le dijera abuelo, sino “Fer”, porque no quería sentirse viejo. Cuando eran niños, lo invitaba a él y a sus primos a pintar la parte de abajo de sus cuadros porque en teoría él no podía agacharse. Todos ellos crecieron con la ilusión de que también eran autores de sus obras. Botero, simplemente, levantaba con la polea el lienzo y con la paciencia de un abuelo reparaba los trazos maestros de sus nietos.
Porque Botero nunca se agacha. Tiene la teoría de que cada trazo debe estar a la altura de los ojos y por eso ideó un sistema de poleas para pintar a su gusto y para que ningún detalle se escape de su mirada enmarcada en unas gafas redondas que se han sostenido en su cara desde hace décadas. Su barba redonda y sus anteojos redondos parecen estar en su cara desde siempre. “Tengo el mismo modelo desde que me pusieron anteojos –para leer y para pintar, no para ver de lejos–. Tal vez son redondos –y los toma entre las manos, se agarra de su esposa y se ríe– porque mis cuadros están llenos de cosas redondas”. En su estudio también hay un espejo como el que usaban los artistas del Renacimiento. Y en algún lugar también hay una silla que recogió en la calle en los años cincuenta, cuando recién se instaló en la Gran Manzana con doscientos dólares en el bolsillo. Esa silla y un catre, me cuenta su hijo Juan Carlos, fueron sus únicos muebles durante un buen tiempo. Muchos años después, un amigo cubano reapareció con la silla y desde ese entonces no se ha separado de ella. Es un símbolo de su trabajo.
Finalmente, el trabajo y su familia son lo más importante en su vida. Y solo se mezclaron de una manera dolorosa hace más de 40 años. Su hijo, Pedrito, de 4 años, murió en un accidente de tránsito en España en 1974. Botero por poco pierde su mano derecha, de hecho perdió una falange –un detalle que no deja escapar Ruven Afanador en estas fotos–, y su única terapia posible fue encerrarse a pintar a su hijo y dejar una de sus obras más dolorosas y representativas: un cuadro que hoy se encuentra en el Museo de Antioquia en el que su hijo está montado en un caballo de juguete y que –con los años– derivó en la sala pedagógica del museo. “El día que la conoció estaba feliz y se quedó con los niños que visitaban el museo un buen rato”, recuerda su directora.
Botero es una máquina imparable. Tiene 83 años, pero podría decir que tiene 60. Nunca ha hecho ejercicio, no sabe qué es trotar por Central Park ni qué es empuñar una raqueta de tenis. ¿Para qué? Más de ocho horas diarias, de domingo a domingo, con sus pinturas y sus esculturas son más que suficientes para mantenerse en forma. En algún momento de nuestra conversación, además de quejarse de su garganta, me dice que se le reventó un tendón y que no puede levantar mucho su brazo derecho. “Tengo que trabajar con la mano pegada al cuerpo”. Los médicos, me explica, le dijeron que solo podía trabajar en una mesa.
–¿Apenas puede hacer dibujos?
–¡No! ¡Cómo se le ocurre! ¡Acabo de terminar 17 cuadros como ese! –y me señala un cuadro de una santa de más de un metro con cincuenta de altura.
Hasta hace poco, Botero dividía su temporada de trabajo entre México, París, Montecarlo, Pietrasanta, Nueva York, Medellín y varios puertos del Mediterráneo, donde tenía su yate, pero el yate se lo regaló a sus hijos y ellos luego lo vendieron, “¡no sabían lo caro que era mantenerlo!”. México, donde hacía más de cien dibujos en el invierno, y la Ciudad Luz salieron de su itinerario. “Todo el mundo sabía dónde vivía en París y tenía que recibir muchas visitas”, me dice uno de sus amigos y, ahora, lo más importante para él es hacer lo que siempre ha hecho: pintar, dibujar y hacer esculturas sin mayores interrupciones.
Ya no va a toros porque se cansa demasiado, pero lee todas las revistas taurinas que puede y ve las grandes faenas en YouTube. El matador Enrique Ponce tiene dos óleos suyos. No ha podido ver a José Tomás porque torea muy poco. Ha sido amigo de Dominguín, Castella y de Espartaco y todavía recuerda el ambiente electrizante que generaba Manolete en una plaza de toros.
–Lo que hacía Manolete no se puede describir con palabras. Era un fenómeno. Fue uno de los grandes genios de la tauromaquia. Abría la capa y se producía un silencio eléctrico –éxtasis– en la plaza –recuerda.
No les hace mayor seguimiento a sus obras. Ocasionalmente le cuentan que sus cuadros están en la casa de Jack Nicholson o de Sylvester Stallone, pero el “Señor Brown” y la “Señora Smith” –o como se llamen todos los coleccionistas que no conoce– le dicen poco. Se sorprende de la cantidad de obras suyas que están en colecciones asiáticas, en Singapur o en Corea, y prefiere no pensar en los precios de sus obras en las subastas: “Mi oficio en la vida es pintar, no seguir las subastas”.
Entre sus lugares favoritos para comer se encuentran los restaurantes de Harry Cipriani en Nueva York y Venecia; el Quai des Artistes en Mónaco, donde almuerza todos los días cuando está allá; su casa en Grecia, donde la chef es Ketty, y el Restaurante Lomo de Res, en El Retiro, Antioquia. Desayuna, almuerza y come con su esposa, Sophia Vari. “Siempre me asombro de todo lo que hablan: 38 años de casados y cada salida es como si fuera una cita”, dice su hijo. Pero Botero prefiere no hablar de su esposa ni de sus mujeres. “Eso lo dejamos para otra entrevista”, me dice.
Hay una imagen bastante fuerte en su vida. Usted tenía cuatro años, su papá trabajaba como vendedor viajero y el último día que lo vio le dio un regalo…
Mi padre llegó a la casa con un paquete y dijo: “¿Se imaginan qué es esto? ¿Qué hay aquí?”. Volteó el paquete y cayó un perrito blanco. Mi papá era partidario de los republicanos españoles y nos dijo que le pusiéramos Miaja, en honor del famoso general José Miaja. El perrito se quedó Miaja y mi padre murió una hora más tarde.
Y a su mamá le tocó encargarse de tres hijos. Hay un dibujo suyo de ella muy bonito en el Museo del Banco de la República que, creo, habla de esos años.
Mi mamá tenía una gran sensibilidad artística. Ella misma hacía sus vestidos y cuando faltó mi papá le tocó trabajar haciendo vestidos para nosotros y para los otros. Se ganaba la vida cosiendo, por eso la dibujé con su máquina de coser. Fue un momento muy difícil, no solo porque quedó viuda, que ya era grave en esos tiempos, sino porque fueron los años de la crisis mundial. La crisis comenzó en el año 1929 y se prolongó diez años más. La gente perdió el trabajo, perdió todo, y en mi casa no hubo holgura económica. Tres hijos y la mamá viuda, pues difícil.
Usted fue bastante precoz: publicaba artículos en El Colombiano cuando todavía estaba en el colegio.
Escribía un poquito, ¡pero ya se me olvidó! Escribí dos artículos y era además el ilustrador del suplemento literario. Escribí un artículo sobre surrealismo y otro sobre Picasso. Tenía 18 o 19 años cuando hice estos articulitos.
¿Y cómo entró a El Colombiano como ilustrador?
Yo estaba con unos amigos en el café Regina, que era un café muy famoso en esa época, y vimos en el periódico que iban a publicar un suplemento literario. Con toda la frescura del caso dije: “Yo voy a ser el ilustrador de este periódico”. Me levanté de la mesa, me fui a El Colombiano, me presenté con el director del suplemento, que era José Mejía y Mejía, un periodista muy famoso y muy godo, y le dije: “Mire, yo soy pintor, y quiero ser ilustrador del suplemento”. El tipo me miró con incredulidad, tenía un poema de Ciro Mendía y me le dio. Lo ilustré como pude, se lo llevé, me dijo: “Me gusta”, y me siguió dando poemas. Fue una audacia presentarme así. Tenía 18 o 19 años, pero ya era pintor. Ya había participado en exposiciones de grupo con los profesionales.
En una de sus entrevistas dice que en Medellín había una pasión inmensa por la acuarela. ¿Cómo fueron esos inicios? ¿En qué consistía esa pasión?
El que introdujo la pasión por la acuarela en Medellín fue Pedro Nel Gómez. Él era fresquista y para hacer los bocetos de los frescos, lo que más se parece al fresco es la acuarela. Él hacía sus acuarelas preparativas para el fresco y otras que no eran para el fresco, y despertó esa pasión. Débora Arango era la prócer de esa escuela, Carlos Correa, Jesusita de Mora Vásquez, Rafael Sáenz. Yo también entré a la acuarela, pero no tratando de ser como ellos, porque ellos hacían una acuarela muy “cezanniana”, como la de Pedro Nel. Por otra parte había un elemento bastante importante en ese momento: lo único que era barato para pintar era la acuarela. No se necesitaba sino una hoja de papel y una cajita de poquitos colores y listo, ¡ya podía pintar! En cambio el óleo significa pinceles, colores más costosos, tela o cartón…
¿Cómo entró en ese mundo?
Yo tenía dos amigos que eran de la Escuela de Bellas Artes y ellos salían a pintar paisajes los domingos. Vivían en la misma cuadra que yo, uno era Luis Hernández, “Viruta”, y el otro se llamaba Luis Vieco y eran acuarelistas. Salían de Medellín para pintar, yo fui con ellos por la caminada: uno salía a caminar, se iba fuera de la ciudad para ver Medellín desde lejos y pintarlo. Yo fui un par de veces sin papeles ni nada y dije: “Voy a hacer lo mismo”. Conseguí mis papeles, mis acuarelas y salí a pintar. No volví a saber de ellos. Nos mudamos de casa y no supe qué fue de sus vidas.
Pero definitivamente no era una ciudad de artistas, usted siempre habla de cafés, ¿cómo era la dinámica intelectual de esos años?
El café Regina, el café Miami y el café La Bastilla, eran los tres cafés de los intelectuales. Sobre todo La Bastilla, era el lugar donde se reunían artistas, periodistas, escritores. Yo iba por una atracción natural hacia ese mundo y una vez que uno estaba ahí encontraba gente que hablaba cosas que le interesaban a uno, y seguía yendo porque era muy difícil encontrar un ambiente artístico en la ciudad. Hoy en día hay museos, galerías, pero en esa época era cero, no había sino ese pequeño grupo. Era un refugio para poder mantener la llama de la pasión por la pintura. Había que arrimarse ahí al café a oír hablar de Picasso o del que fuera. En Bogotá pasaba lo mismo, en el café Automático estaban León de Greiff, Jorge Zalamea, Arturo Camacho Ramírez, Jorge Rojas; era un grupo de los pesados de la cultura en ese momento e iban todos los días ahí. Estaban todo el día en una tertulia permanente y si uno era afortunado lo recibían en el grupo y lo dejaban sentarse a oírlos hablar. Yo tuve la suerte de que le caí muy bien a Jorge Zalamea y después a León de Greiff y podía sentarme con ellos. En Medellín estaban Carlos Correa, Rafael Sáenz y otros artistas menos conocidos, era un ambientico minúsculo, pero el ambientico que había en ese café era un refugio. Y fue mi refugio hasta que me fui a Bogotá con una maletica a una pensión.
Usted habla muy bien de Rafael Sáenz en otras entrevistas y dice que fue su único maestro.
Bueno, sí y no. La verdad es que en cierta forma él era pariente mío, porque era tío de unos primos hermanos. Un día, efectivamente, fui a verlo y le llevé unas acuarelas, él me dio indicaciones y hablamos, pero fue solo una conversación, él era profesor de la Escuela de Bellas Artes y yo nunca fui a la Escuela de Bellas Artes en Medellín. Cuando estuve en Europa estuve en la Escuela de Bellas Artes, pero nunca vi un profesor. Siempre he dicho que soy autodidacta, porque nunca vi un profesor, ni en Florencia ni en Madrid, y con Rafael Sáenz tuve una conversación, eso fue todo. Yo todo lo he hecho por intuición, por trabajo, por lecturas, por ver arte en muchas partes. Por pura pasión.
Hay una cosa que leí que me llamó mucho la atención. Usted dice que en la escuela había unos cuadernos que atrás tenían a Rafael y a Tiziano.
Es cierto. En los libros de la escuela, en el cuaderno de los niños, en la contraportada decía “grandes artistas” y decía Rafael y Tiziano y abajo había un párrafo, más o menos largo, que contaba las biografías de Rafael y de Tiziano. Era la primera vez que uno oía que había pintores.
¿Y en qué momento decidió ser pintor?
Eso fue gradual. Empecé a pintar con los amigos ahí las acuarelas y después, por mi pasión por los toros, empecé haciendo copias de cuadros de un cartelista llamado Carlos Ruano Llopis. Era tal la pasión que yo copiaba esos cuadros en acuarela, eran óleos y yo los copiaba a la acuarela. A mis amigos no los vi más porque me cambié de casa, me pasé a otro barrio, y ya en la otra casa empecé a pintar yo solo ahí en mi cuarto, empecé a pintar muy en serio. Pintaba cosas muy trágicas, muy como José Clemente Orozco, unas cosas muy dramáticas, pero pensando muy en serio en ser pintor. Y empecé a participar en exposiciones de grupo en Medellín, y en Bogotá también, ya cuando tenía unos 17 años. Y a los 19 ya hice mi primera exposición individual en Bogotá, en el año 51.
Claro, con Leo Matiz.
Le decían galería, pero era la sala de espera de Leo Matiz. Él era un fotógrafo con mucho éxito y tenía un estudio en un sótano en la avenida Jiménez, exactamente frente al Automático, y había una sala de espera bastante grande y era ahí donde se colgaban los cuadros.
¿Qué expuso?
Hice muchas acuarelas y apenas un óleo: lo pinté dos o tres días antes de la exposición y todavía estaba más o menos fresco cuando lo colgamos, pero fue el primer óleo que hice a propósito. “¡Imposible que no haya un óleo aquí!”. Hice una mujer patas arriba. No sé cómo hice para pensar en esa composición: la cabeza abajo y las piernas arriba, no sé por qué. Hoy sería como un Baselitz, el hoy famoso pintor alemán que pinta todo de cabeza, que pinta al revés. Pero bueno: lo mío fue pintado al derecho.
La plata que ganó la usó para irse a Tolú a pintar.
Me habían dicho que era muy barato. Yo necesitaba unos meses de tranquilidad para poder hacer una segunda exposición y dedicarme a pintar sin pensar en la plata. Efectivamente, Tolú era regalado. Vivía con un maestro de escuela, Paquito Trocones, y con un pescador, Amadorcito García, que salía todos los días a las cuatro de la mañana a pescar. El otro tenía una fiebre reumática, tenía las piernas y los pies torcidos y caminaba rarísimo. Era un pueblo donde todos eran negros y los únicos blancos del pueblo eran ellos dos. Isolina García –la dueña de la pensión que quedó con varios frescos míos en forma de pago– también era blanca, pero la mayor parte de la población era negra. El cuarto era una choza de paja, con piso de tierra y hamacas, uno dormía en hamaca y listo. Estuve nueve meses con tres chiros y mis pinturas. Yo me instalaba desde temprano debajo de una ramada, en un patio de tierra pisada y pintaba. En esos días vi una escena terrible. Yo me estaba bañando en el mar y de pronto vi que venían por la playa un par de policías con un tipo amarrado como si fuera una fiera. Lo traían colgado de un palo. El tipo aullaba. Estaba colgado de los pies y de las manos, como cuando cazan un tigre. Fue una impresión muy grande. Pinté ese cuadro –un cuadro dramático bastante grande: Frente al mar– y me gané el premio nacional de pintura. Siempre he dicho que me lo gané yo, porque el primer premio fue para una sobrina del presidente Laureano Gómez, por unas flores que mandó. Me robaron el premio, pero bueno, con el segundo puesto me gané siete mil dólares, que era una fortuna enorme y con esa plata me fui a Europa. La última noticia que tuve del cuadro es que estaba en una colección mexicana.
¿Cómo fue su partida a Europa?
Fui a Madrid, me quedé un invierno ahí, después fui unos meses a París y después seguí para Italia y me quedé dos años en Florencia. Me fui en barco de Colombia. Los barcos no paraban en Cartagena, sino que venían del sur, de Chile, eran barcos italianos que subían por todo el litoral, llegaban a Buenaventura, recogían pasajeros, pasaban el canal de Panamá, iban a Curazao, después iban a Las Palmas en las islas Canarias, después paraban en Barcelona y después seguían hacia Italia. Yo me bajé en Barcelona, después de un mes de viaje. Había muchos estudiantes pobres colombianos que iban a estudiar Derecho, Medicina, eran 15 o 20 muchachos, yo era el único pintor, pero en esencia éramos 15 muchachos pobres en tercera clase. Era divertido, porque en esos barcos el vino era gratis, un vino ordinario que estaba servido en botellones, nunca en la vida había tomado vino, porque en Medellín no se tomaba sino el Día de la Madre. Y había todo el vino que uno quisiera y también bastante comida, íbamos en una tertulia permanente, no recuerdo que el viaje se me hiciera largo, tal vez como tres semanas, no fue desagradable, con todo el entusiasmo que uno tenía por llegar y haber logrado ir a Europa. Estaba ilusionadísimo.
Y en Madrid se instaló en el Museo del Prado a hacer copias.
Hice varias copias en el Prado. Tenía un amigo que era copista profesional y me dio consejos de técnica. No recuerdo cómo se llamaba, era un pintor malogrado que se ganaba la vida como copista, pero el tipo era muy hábil, porque adelantaba la copia en la casa y llegaba con el cuadro casi terminado al Prado, porque ahí le dan a uno un número de días para hacer la copia, él aprovechaba bien esos días. Hacía tan bien esas copias que las vendía al público que pasaba, vivía de eso. Yo vendí una de mis copias, la primera que hice, una de Tiziano. Es increíble, cuando uno está parado frente a un cuadro famoso, todo el mundo pasa por ahí; si uno se queda diez años frente a la Mona Lisa puede saludar a la humanidad entera. En el Prado pasaba gente de Medellín y Bogotá, sobre todo de Medellín, y me decían: “Pero ¿qué estás haciendo aquí?”. “Estoy pintando”, les decía. “¿Cómo así?”. “Yo soy pintor”, les respondía. En Colombia no había museos y no había pinturas famosas, había pintura local, y de pronto estar frente a Las Meninas o frente a todas maravillas que hay en el Prado, es aterrador, causa una impresión tremenda. Yo tuve la suerte de conseguir una pensión al frente del Prado, siempre cuento cómo era de barato: pagaba un dólar al día por el cuarto de la pensión y tres comidas, increíble, ¡no se puede imaginar! ¡Un dólar!
Y usted tenía siete mil dólares.
¡Era riquísimo! Todo era regalado, y era a diez metros del Prado, en la pura Castellana.
¿Y de quién era fanático, de Goya, del Greco, del Bosco o de Velázquez?
El pintor que más impresiona obviamente es Velázquez. Es el pintor más grande de España y uno de los más grandes del mundo. Lo que pasa es que cada sitio tiene su genio: si uno va a Madrid le lavan a uno el cerebro de que el más grande pintor del mundo es Velázquez, pero si uno va a Ámsterdam le lavan el cerebro que el mejor pintor del mundo es Rembrandt, en Alemania dicen que es Durero, y uno va a Toledo y le dicen el más grande es El Greco. En cada sitio hay uno más grande. Rafael obviamente es el de Roma. En cada sitio le hablan a uno con tal entusiasmo y tal pasión de la obra de ese artista que es imposible no creer que es el más grande.
Hoy, después de haber visto tanto arte, ¿cuáles son sus cinco obras indispensables?
Los embajadores, de Holbein, en la Galería Nacional de Londres; El encuentro de la reina de Saba y el rey Salomón, de Piero della Francesca, en Arezzo; Las meninas, de Velázquez, en el Prado; los frescos de Giotto, en Assisi, y Las bodas de Caná, de Veronese, en el Louvre.
¿Quién era su ídolo en su primera época en Europa? Supongo que usted decía: “Yo voy a ser Picasso”.
Mi ídolo sí era Picasso. Obviamente Picasso es un monstruo, pero lo que más me interesó cuando fui a París fue el arte egipcio y el arte asirio. Vi los picassos, pero me gustaron menos que el arte egipcio. El conocimiento que había era muy limitado, sobre todo del arte antiguo; uno sabía más o menos del arte moderno, de los impresionistas, de Picasso, de Braque, pero de los pintores del Quattrocento italiano, ¡ni idea! Uno había oído el nombre, pero no conocía la obra, era una ignorancia total; cuando llegué a Europa acababa de cumplir 20 años, era muy joven y no tenía tanta información, sobre todo viniendo de un país donde no había ni museos ni librerías…, los libros de arte eran en blanco y negro. Lo que fue increíble es que de pronto me encontré con una cantidad de gente que tenía las mismas preocupaciones y el mismo amor por algo. En Colombia vivía en un ambiente en el que todo era negativo, en el sentido en que no había arte ni interés por el arte, y era muy difícil mantener la pasión y el entusiasmo. En cambio, llegar a Madrid, en donde había 500 estudiantes de todas partes del mundo, en donde todo el mundo pensaba que el arte era lo más importante del mundo, como los toreros que no piensan sino en toros, que es lo único que existe en el mundo, pues ahí los pintores también, no se hablaba sino de pinturas, de arte. Igualmente en Italia. Vivir en un ambiente en el que uno está rodeado de gente que tiene la misma pasión es fantástico, y eso no lo hubiera vivido en Colombia, donde uno tenía que irse al Automático a oír hablar un poquito de cultura.
¿Cuándo decidió hacer el viaje definitivo a Florencia?
Yo estaba una noche paseándome por Madrid y pasé por una librería y había en la vitrina un libro de Leonel Aventura con una reproducción de Piero della Francesca. Yo vi ese fresco y quedé absolutamente asombrado de la belleza de esta obra, y al día siguiente pasé y compré el libro, y me leí todo sobre Piero della Francesca y sobre el arte italiano y desarrollé un interés muy grande. Y dije: “Me paso para París, pero yo quiero es estar en Italia, cerca de esta pintura que me parece mucho más importante y mucho más compleja que todo lo que me han mostrado a mí de la escuela de París”. Y efectivamente debo decir que fue una decisión sabia porque eso me puso frente a la pintura como un problema mucho más serio y complejo que el juego que se hace en el arte moderno o contemporáneo, de que todo el mundo es genial y todo el mundo hace cosas geniales. En cambio, en el Renacimiento la gente no jugaba a ser genio, sino que eran genios, una diferencia muy grande.
Y se fue de París en una moto para Italia, ¿cómo fue el viaje?
Fui con un amigo de Popayán que era estudiante de cine y que murió hace poco, Ricardo Iragorri. Compramos una Vespa entre los dos y nos fuimos de París a Roma en la moto, con una tolda para dormir y con ollas para cocinar. Parábamos en cualquier potrero por ahí y comprábamos salchichas, lo que fuera. Fue un viaje con varias caídas y sin casco. Fue una verdadera odisea llegar a Roma, pero llegamos a Roma después de diez días directo a ver la Capilla Sixtina. Después yo me fui a Florencia y Ricardo se quedó en Roma. Fue un viaje azaroso, por esa época era por la Ruta Nacional, no había autopistas, era larguísimo. El primer día hicimos París-Lyon, al otro día hicimos Lyon–Marsella y después nos fuimos por toda la costa a Niza hasta llegar a Italia. Fue muy emocionante llegar a Roma. Recuerdo estar frente a los frescos de Miguel Ángel. Es impresionante, es una cosa inolvidable, fue un viaje bellísimo. Después yo me quedé con la moto y fui a ver todos los frescos importantes del norte de Italia. Hacía excursiones a ver los frescos, yo sabía que en cierta pequeña ciudad había un fresco, entonces yo iba y lo miraba; a veces escogía tres o cuatro ciudades porque los artistas hacían sus obras en cierta parte de Italia. Por toda la parte oriental estaba Piero della Francesca, después en el norte de Italia estaba Giotto, en Padua. Luego estuve viendo los mosaicos de Rávena. Cada fin de semana cogía la Vespa y me iba y hacía unos viajes de horas y horas para llegar a ver estas cosas. No me importaba dormir en los parques o en donde fuera, no tenía ni cinco, a duras penas tenía para la gasolina, pero era feliz viendo arte por todas partes. Eso fue importante, cuando uno está joven absorbe mucho más que cuando se le cierran los poros por los años, en cambio, a los veinte años, uno absorbe todo.
¿Cuánto tiempo se demoró en aprender el italiano?
Aprendí hablando con la gente, nunca he sido dotado para los idiomas, hablo italiano de restaurante, o bueno… Tal vez no lo hablo tan mal porque hace poquito di una conferencia en un teatro en Milán, ¡hablé una hora en italiano!
¿Se acuerda de algún compañero de esa época?
En la Escuela había colombianos, muchos latinoamericanos, el más famoso es islandés, hoy en día firma como Erró; de Pakistán había otro; todo el mundo iba a comer a la mesa universitaria y era muy simpática la cosa.
¿Y por qué decidió volver a Colombia?
Primero que todo porque se me acabó la plata, y segundo porque quería volver y mostrar lo que había aprendido. Pero básicamente porque se me acabó la plata.
¿Se graduó?
No, allá no daban grados, o a lo mejor sí daban, pero al que se quedaba cuatro o cinco años. Yo estuve dos años estudiando la pintura en fresco, y en Madrid estuve un año como asistente en la Academia de San Fernando, pero el grado académico no tiene sentido en la pintura. ¿Qué significa un grado? Ser buen pintor es el único grado que uno puede tener. Siento que todos esos viajes de estudio viendo frescos en la Vespa fueron mucho más enriquecedores que lo que podían dar en la escuela.
¿Qué pasó en Colombia? ¿Ya estaba Marta Traba?
Marta Traba vino mucho después. Yo pasé solamente unos meses en Colombia, seis meses. Hice una exposición que no tuvo buena acogida y después me fui a vivir a México. Cuando estaba en Europa todos soñábamos con esa gran cultura indígena mexicana, quería encontrar la esencia de lo latinoamericano. Se decía mucho que el arte debía ser latinoamericano y pensaba que en México estaba ese tipo de esencia. Me gustaron el arte popular y el arte precolombino, y me desilusionó el muralismo, porque venía de ver los verdaderos murales. En el fondo, el arte mexicano viene del Quattrocento italiano. Diego Rivera se paseó por toda Italia antes de ir a México, y lo que hizo fue volver a pintar a México con los ojos del Renacimiento. Cuando uno ve los grandes frescos en Italia, obviamente sabe de dónde viene el arte mexicano muralista. A mí lo que más me impresiona y lo que más admiro del arte mexicano es que hayan descubierto a Latinoamérica como tema, eso fue muy importante, antes los pintores pintaban como nostálgicos de París. En cambio, los mexicanos dijeron: “Acá tenemos un continente maravilloso, pintemos esto, lo que está ahí”. A nadie se le había ocurrido y se les ocurrió a ellos. Duré un año en México, después me fui a Nueva York, después volví a Colombia un par de años y en 1960 me instalé en Nueva York y me quedé ahí 14 años. Después me fui a París y duré cuarenta años en París. Y ahora vivo en Mónaco.
Hay una foto generacional increíble de Hernán Díaz en la que están usted, Grau, Obregón, Guillermo Wiedemann, Ramírez Villamizar y Armando Villegas.
Ese era el grupo de favoritos de Marta Traba. Estoy hablando de 1958. Cuando volví a Colombia, en 1958 o 1959, ahí empecé a tener éxito. Yo era parte del grupo que tenía el apoyo de Marta. Ella tenía mucha fuerza y puso de moda tener pintura: la gente joven compraba cuadros y los mayores también. Creó unas polémicas terribles y la gente de pronto comenzó a interesarse en el arte y aparecieron coleccionistas como Guillermo Bermúdez y Fernando Martínez Sanabria. Era una persona muy ilustrada, sabía muchísimo, muy seria, no se distinguía por divertida. Tenía una forma categórica de decir las cosas y a lo que decía ella le paraban muchas bolas. Le hizo bien a la pintura porque despertó un interés en el arte en Colombia que no había. Ella habló siempre bien de mi trabajo. En alguna parte escribió que yo era el artista más grande que había producido Colombia.
¿Quiénes eran sus amigos?
Amigo, amigo, no sé, porque cada uno tiene su elección, pero bueno… Nos veíamos con Obregón, con Grau, con Ramírez Villamizar. El único que no conocí ni de vista fue a Negret, ¡no sé por qué!, ¡nunca! Marta Traba era el aglutinante de esta cosa, uno se encontraba en su casa con ellos, en una casa en el norte de Bogotá, no recuerdo la dirección, pero había muchas reuniones en su casa, y donde Fernando Martínez Sanabria, que era también una especie de aglutinante de ese grupo. Se tomaba mucho vino y se hablaba solo de arte.
Por cierto, ¿quiénes han sido sus grandes amigos en la vida?
No he tenido grandes amigos porque he vivido moviéndome tanto que no ha habido forma de desarrollar o cultivar una amistad profunda con nadie, uno tenía sus amigos cuando estaba en Medellín porque estaba allá, y después cuando estuve en Italia dos años también tuve mis amigos, pero los perdí de vista. Es que vivo una vida de gitano, y vivo tan dedicado a mi trabajo que no he tenido tiempo de cultivar más las amistades. Total, que siempre han sido, sobre todo, relaciones que tienen que ver con mi trabajo... Por ejemplo veo mucho la gente que me representa o a los directores de museos, trabajo como con catorce marchantes de todo el mundo, vienen de Singapur, de Alemania y se quedan dos, tres días. Siempre hay un contacto, pero es muy convencional, y siempre pienso, bueno, ¿qué tal si ya no hiciera negocios con este?, ¿lo vería? Siempre me queda la duda, porque uno se divierte con ellos y está contento de verlos, y los veo con placer, y salimos a cenar y hablamos, pero siempre con una cosa que es una mezcla, ¿qué tal que aquí no hubiera más negocios o proyectos?, por ejemplo, cuando hice los decorados para la ópera de Montecarlo estuve tres meses trabajando y me hice íntimo de todos, pero después pasó la ópera y no los volví a ver nunca.
En 1960 usted ilustró un cuento de García Márquez, “La siesta del martes”, para el periódico El Tiempo.
Sí, la verdad fue que me llamó García Márquez y me dijo que le ilustrara ese cuento. Debo decir que yo lo ilustré de una forma… con gran imaginación. El relato de él era mucho más naturalista que mi ilustración, que era mucho más… loca, digamos. Él estaba bajo la influencia de Hemingway y de su descripción muy naturalista, bellísimo cuento, pero yo hice una ilustración loquísima, y a él le gustó mucho, y a El Tiempo también le gustó.
¿Fue la única colaboración entre los dos?
Después hubo otra con la revista Vanity Fair [en 1983]. Me llamó el director de la revista a pedirme que ilustrara Crónica de una muerte anunciada.
Y hay una edición de Cien años de soledad también con portada suya.
Eso es pirata, a mí me piratean mis obras cada rato, nunca me preguntaron, ni sabía que existía.
Existe, y es de una editorial conocida además: Cátedra.
Bueno, pues me deben plata entonces. Hay que mandar abogado.
Hace poco dijo que García Márquez no le caía bien…
No, dije que no era simpático; un gran escritor, pero simpático no era.
¿En qué se le notaba que no era simpático?
En todo. No era simpático. A lo mejor era simpático con otros, pero conmigo no fue simpático nunca, total que yo lo evité lo más que pude, porque ¡por qué me iba a mamar a ese tipo!
En México empezó a vender bien…
Con la galería Antonio Souza. Fue la primera vez que tuve lo que se llama “una galería”. Era la galería número uno de México, la que representaba a Tamayo, que era una especie de dios del arte en ese momento. Conocí a Carlos Fuentes, a varios intelectuales de México, y Souza era muy amigo de ese grupo de Carlos Fuentes, un día vino a mi estudio y le gustó lo que yo estaba haciendo y me propuso una exposición e hicimos dos exposiciones con él. Era un dealer muy importante en ese momento en México y también traía artistas franceses abstractos, que en ese momento eran de vanguardia: ser abstracto y francés en México era lo máximo. Yo hice mis exposiciones ahí y se vendió algo... o mucho, no recuerdo, pero fue la primera vez que yo tuve una galería-galería.
Y todo rastro de estrechez económica desapareció.
Bueno, en Colombia vendía bastante bien, pero luego pasé de estar bien a estar mal otra vez, porque me fui a Nueva York.
¿Y por qué Nueva York?
Nueva York era el sitio donde se estaba haciendo el arte más de vanguardia, más creativo. El sitio donde había más actividad artística, y como ya había estado en Europa, el sitio para estar era Nueva York.
¿Adónde llegó?
Tuve un estudio en la calle Macdougal, a una cuadra abajo del Washington Square. Era la calle principal del Village, que era el sitio en ese momento, y mi estudio quedaba una cuadra abajo, en la calle 4 y Macdougal... en toda la esquina era mi estudio. Y ahí duré más de tres años. Después viví en otro sitio en Nueva York, y luego me fui a vivir a Europa. En esa época un paquete de mollejas valía doce centavos y un italiano me dijo –en este momento no me acuerdo quién– que si uno echa en una olla agua, las mollejas, sal, ajo y cebolla y pone a hervir eso varias horas, eso producía una sopa superalimenticia y deliciosa. A mis hijos, para divertirlos, les hacía sopas Campbell con ojos de juguetes.
La anécdota más conocida sobre su llegada al volumen en su obra tiene que ver con la historia de la mandolina que quedó con un hueco demasiado pequeño, pero hay más, sin duda, en el libro de Christian Padilla se habla de la influencia de las artesanías de Ráquira, de las cabezas olmecas, ¿cómo se mezcló todo eso con el Quattrocento italiano?
Hay acuarelas por ahí mías de 1949, en que se ve ya elegantísimo el uso de esas formas exageradas. Yo lo hacía casi intuitivamente, no sé por qué lo hacía, o a lo mejor había visto algo que se pareciera al precolombino, uno qué va a saber. Yo tenía esa inclinación natural. Después, claro, cuando descubrí a Picasso hice una cosa que casi fue opuesta durante unos pocos meses, que era un poco estilizada. Y después, cuando llegué a Europa, volví a sentir la pasión del volumen, porque el arte italiano es volumétrico, ellos son los que descubrieron la idea del volumen en una superficie plana. Entonces fue, por una parte el choque en Europa y por otra parte mi inclinación natural hacia eso, que lo había demostrado en esas acuarelas que hice al principio y que eran intuitivas. A uno lo atrae la pintura de Masaccio, de Miguel Ángel, de Piero della Francesca, y uno se da cuenta de que todos esos pintores no le muestran a uno solo el espacio, sino el volumen. Estaban los góticos, claro, que son planos, pero yo me sentía atraído por los volumétricos. Entonces uno empieza a descubrirse a sí mismo a través de las cosas que uno ama, lentamente uno va sabiendo quién es uno por las cosas que le toca escoger, o las cosas escogen por uno. Uno va encontrando su dirección a través de los amores que tiene.
Usted decía en alguna parte que el expresionismo abstracto le dio mucha fluidez a la pintura, y esa era la tendencia en Nueva York, ¿cómo lo influyó?
Llegué a Nueva York y el expresionismo era un movimiento muy atractivo porque era muy libre y muy sensual, en el sentido de que la aplicación de la pintura era muy vigorosa, muy masculina, era muy atractiva, había una abundancia, una energía. Y durante unos meses utilicé una pincelada expresionista que se derivaba del impacto que me produjo, pero sin abandonar la figuración nunca. Después pensé que era más coherente con lo que estaba haciendo, que era que la pincelada quedara incorporada a la forma. Antes era como dejando ver la pincelada a propósito. Bueno, digamos que en la historia del arte el 99 % de la pintura está hecha con la pincelada incorporada. Lo que llamamos los grandes maestros con excepción de Rembrandt, de Frans Hals, de Velázquez un poco, es una pintura que es lisa… También todos los flamencos, Durero, toda esa pintura es incorporada. Y hay otra pintura que es como la de Van Gogh.
¿Cómo llegó su primer cuadro al MoMA?
En el año 61, en Nueva York, Dorothy Miller estaba visitando a un artista en el mismo piso donde yo estaba, en Macdougal, y el artista americano le dijo: “Mire, hay un pintor colombiano que está trabajando ahí, por qué no lo visita”. Y entonces me tocó a la puerta Dorothy Miller y estaba el cuadro de la Mona Lisa en frente de la puerta. Apenas lo vio dijo: “Quiero este cuadro para el Museo de Arte Moderno”, ella era la subdirectora. Y efectivamente, al día siguiente vinieron por el cuadro y lo expusieron permanentemente durante cuatro, cinco años. Lo mismo pasó con el cuadro que está expuesto ahora: estuvo en la colección permanente durante años. Pero cuando murió Alfred Barr, que fue el creador del museo, el nuevo director llegó y quitó el 30 % de la colección que había tenido Alfred Barr, puso su selección y lo mío salió. Durante treinta años mis cuadros estuvieron en el sótano del Museo de Arte Moderno. Ahora sacaron La familia presidencial y ahí está expuesta.
¿Ha ido a verla en estos días?
Fui a verla porque llevaba treinta años sin verla. Fui y le eché una mirada. En este caso porque quería ver cómo se veía este cuadro después de treinta años. Y se ve muy bien, debo decir que el cuadro se ve muy bien, desde todo punto de vista: se ve con una frescura y una técnica impecable, una frescura de espíritu muy grande; total que es un cuadro que sigue vivo. Eso es muy importante decirlo de un cuadro que fue pintado en 1962.
¿Cuándo pasó a la escultura?
Primero que todo, como mi pintura era volumétrica, era casi naturalmente escultórica. Yo había querido hacer escultura mucho tiempo, pero no había tenido la oportunidad porque estaba muy metido en la pintura, hasta que un día, en 1974, dije “lo voy a hacer, porque si sigo toda la vida pensando que voy a hacerlo, no lo haré nunca”. Paré de pintar durante todo un año para dedicarme a la escultura, aprender el oficio de escultor, que es distinto al de pintor, me puse a hacer cosas muy tímidas, pequeñas. Fui adquiriendo cierta audacia y empecé a hacer cosas más ambiciosas y acabé, en el año 92, por tener 32 esculturas monumentales en los Campos Elíseos.
¿Fue a alguna parte?
No me fui a ninguna parte. Estaba en París y empecé en mi estudio. Dejé de pintar y conseguí barro, una base de escultor, todas las herramientas que necesitara la escultura y empecé a hacerlo. Le dije a Pedro Moreno, un amigo mío: “¿Usted ha hecho escultura?”, y me dijo: “¿Sí, por qué?”. “¿Por qué no me hace un retrato y yo veo cómo hace, cómo coge el barro, cómo coge las herramientas?”. Pedro entró al estudio y empezó el retrato y yo no veía la hora de que terminara, yo aprendí en cinco minutos. Estaba desesperado, porque entendí que yo ya sabía. Me hizo el retrato y supe inmediatamente cómo se hacía una escultura, y empecé a hacer una cabeza, fue la primera escultura que hice en bronce. La lección que tuve fue de dos horas.
¿Y cuál fue la primera escultura que lo emocionó? La escultura con la que supo que iba por buen camino.
En el momento en que empecé a hacer escultura yo iba al Louvre con mucha frecuencia para ver arte griego, los artes primitivos. Me metí a mirar y a mirar el arte egipcio de nuevo, el arte asirio que me había fascinado, miraba todo el tiempo. La mano que hay en Bogotá, a la entrada del Museo Botero, me la inspiró el fragmento de una mano de la Victoria de Samotracia, fue la segunda escultura que hice, la hice en pequeño y después la hice en grande.
Y todo este proceso terminó en la exposición de los Campos Elíseos.
Fue a diecinueve ciudades, estuvo en Park Avenue; en Michigan Avenue, en Chicago… Las tuvieron que colocar en helicóptero porque no podían entrar con camión. Entre los edificios, bajaban las esculturas. Luego en Berlín, en Japón, en Singapur, en Estocolmo. ¡Diecinueve ciudades!
¿Fue uno de los momentos más felices en la vida?
Eso no lo ha logrado nadie. El único que logró exponer en los Campos Elíseos fui yo. El primero que lo hizo en Park Avenue fui yo, luego se puso de moda, pero el primero fui yo. Fui el primero en muchos sitios: en Berlín frente a la catedral, fui un pionero de eso. Porque antes ni Henry Moore ni ninguno de los escultores tuvieron el chance de hacer ese tipo de exposiciones. Cuando Henry Moore hacía una exposición lo mandaban a un parque muy bonito que queda en las afueras de París, pero a mí me ponían en el centro de la ciudad, siempre. Yo inicié algo que nadie había hecho.
¿Cuántas veces recorrió los Campos Elíseos y Park Avenue cuando tenían sus esculturas?
La verdad es que los recorrí solo una vez, cuando las estaban instalando.
¿Está emocionado con llegar a China?
Lo de China va a ser importante. Es que con los chinos es muy difícil. Desde la época de los Campos Elíseos vino alguien de la Embajada de China a verme y me dijo que querían llevar la exposición a China. Pero primero tenía que haber un comité, siempre un comité, ¡no sé por qué tienen tantos comités en China! Y al fin no se hizo. Años después una delegación china que quería que yo hiciera un monumento en China, pero querían que yo fuera a hacerlo a China, y les dije que yo no trabajo en China, yo trabajo aquí y aquí se puede hacer la escultura. Después que una exposición en Shanghái, tampoco, y ahora finalmente se hizo. Casi un milagro, porque con los chinos, con tantos comités y tanta cosa es muy difícil concretar algo. La exposición en el museo de Seúl es básicamente la misma que va a ir a China. Ellos vieron las imágenes y hubo un contacto mucho más serio. Fernando, mi hijo, viajó y habló con ellos. Yo no puedo viajar tanto, me canso muchísimo.
¿Cómo reaccionó con el proceso 8.000, en el cual estuvo involucrado su hijo?
Fue una experiencia terrible. No me gusta hablar de ese tema, pero sí: eso me alejó de Fernando, fueron varios años en los que no nos vimos ni nos hablamos. Pero después... él es mi hijo. Volvimos a encontrarnos y siguió la relación y hoy en día tenemos una relación muy buena. Él fue a China a representarme, porque yo ya me canso mucho en ese tipo de cosas, prefiero estar en mi casa y pintar.
¿Cuántas obras van a tener en China?
Son noventa y seis cuadros. Iban a ser cien, pero dijeron que preferían que no pusiéramos cuadros religiosos y suprimí cuatro cuadros religiosos. Y después viene la exposición de Shanghái, mucho más grande, porque quieren esculturas monumentales, más dibujos, la exposición se vuelve como de ciento treinta obras.
Maestro, ¿y dónde están todas las esculturas gigantes, las tiene guardadas?
Las tengo en un depósito en Pietrasanta.
¿Tiene en la cabeza alguno de sus cuadros de la violencia en Colombia?
Yo doné todo al Museo, pero conservé uno para mí porque lo hice después: el de la heladería. Hay un reloj en el suelo que marca las ocho de la noche, la hora en que estalló la bomba. Es un cuadro que va a estar ahora exhibido en China, lo hice unos años después de la tragedia. Me había quedado el recuerdo de esa masacre al igual que el de la masacre de Mejor Esquina, porque era una fiesta, y viene el contrasentido de que eran personas felices, que estaban bailando y que llegaron de pronto unos tipos con ametralladoras y los matan a todos. Y en la heladería pues había gente comiéndose su heladito y llegan y le ponen una bomba, son cosas que impresionan, porque que maten a alguien en el campo de batalla… pues el campo de batalla es para matar, pero si una persona está comiéndose un heladito y estalla una bomba, pues eso impresiona.
Tenía que preguntarle por las serpientes en sus cuadros, porque tiene varias en sus cuadros.
Viene de la tradición cristiana de presentar la serpiente como el demonio, no solamente en la pintura colonial sino en la renacentista, la serpiente como el mal y el demonio.
¿Y las pieles de zorro que llevan sus primeras damas y todas sus mujeres de sociedad?
¡Jajajaja! Mi mamá tenía una piel de zorro y me llamaba la atención que tuviera la cabeza del animal, con sus ojitos abiertos. Y me quedó esa impresión de niño.
¿Cuál es su juguete favorito?
El juguete más caro que he comprado en mi vida es un Rolls-Royce de 1962 que todavía tengo. Un Rolls-Royce antiquísimo, bellísimo, que uso todos los días. Es un Phantom V de ocho pasajeros, es enorme, es igual al de la reina Isabel, pero el de la reina Isabel tiene el cielo raso del techo más alto. El mío es un Phantom V, con diseño John Brown que es el famoso diseñador de Rolls-Royce de esa época.
¿Y cuál es el mejor regalo que le han dado?
Un tarrito que alguien me regaló y en el que mezclo mis aceites. Todo lo que tenga que ver con el trabajo es lo más apreciado.
FERNANDO GÓMEZ ECHEVERRI
Fuente
http://www.eltiempo.com
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