'Ababol' propone un itinerario por el segundo museo más visitado del mundo para descubrir algunas de sus joyas mejor guardadas
El mismo año en el que Benjamin Franklin inventaba el pararrayos para descubrir que la electricidad puede magnetizar objetos, a este lado del mundo comenzaba a construirse el canal de Castilla, mientras Londres veía nacer el que se ha convertido en uno de los museos más importantes de Europa, más antiguo incluso que la fundación de los Estados Unidos. Fue el naturalista británico Sir Hans Sloane -el mismo que, curiosamente, inventó el chocolate con leche- el fundador del British Museum, tras donar al Estado al fallecer en 1753 su colección de más de 80.000 artículos. Tesoros entre los que, además de antigüedades de Grecia, Roma, Egipto, Oriente y América, se encontraban valiosos manuscritos y cuadros de pintores como Durero.
El 'British' abrió sus puertas por primera vez el 15 de enero de 1759 en la casa Montagu, que dado el notable incremento de las colecciones pronto comenzó a quedarse pequeña. Fue demolida en 1845 y desde entonces las instalaciones lucen el aspecto del actual edificio, de corte neoclásico, construido por el arquitecto Robert Smirke y con espacio suficiente para albergar colecciones como la de Sir William Hamilton, embajador británico en Nápoles, los controvertidos frisos del Partenón -donados por el Conde de Elgin- y la Biblioteca del Rey, que se refiere a Jorge IV. Más de seis millones de personas recorren cada año unos pasillos poblados de tesoros monumentales y diversos, tantos que hacen falta días enteros para contemplarlos. Al menos para observarlos con atención. Por eso 'Ababol' propone una ruta por este fantástico observatorio del mundo y sus culturas a través de siete preciadas 'maravillas', objetos ineludibles en un recorrido repleto de curiosidades e incluso de piezas polémicas.
El museo recibe al visitante con una enorme cúpula de cristal que, firmada por el arquitecto británico Norman Foster, conforma las fronteras celestiales del Gran Atrio de Isabel II, una de las 'plazas' cubiertas más grandes de Europa. Es una obra de ingeniería curiosa, curvatura asimétrica y espectacular, que se inauguró en el año 2000 y en la que ninguno de los más de tres mil paneles de cristal -cuya limpieza supone dos semanas de trabajo- es igual a otro. Nubes de acero y vidrio que conducen, entre diferentes itinerarios, a una sala de lectura antaño consultada por personalidades tan dispares como Gandhi, Lenin, Oscar Wilde, Virginia Woolf, Orwell o Karl Marx. La antigua Biblioteca Británica albergó desde manuscritos firmados por Byron y Austen hasta el cuaderno de Da Vinci o la Biblia de Gutenberg y partituras de Mozart.
Siete millones de piezas
El segundo museo más visitado del mundo alberga más de siete millones de piezas -de las cuales se exponen alrededor de 50.000-, entre las que destacan la Piedra Rosetta y los frisos del Partenón. La primera, la joya del 'British' por ser también una de las más visitadas, ha servido para descifrar la antigua escritura después de que uno de los soldados de Napoleón, que encontró en la antigua ciudad de Rosetta este enorme fragmento de oscuro basalto, no reconociera los jeroglíficos egipcios en la parte superior, ni la escritura demótica del centro, pero sí el griego antiguo de la parte inferior. Supone el nacimiento de la egiptología.
De los frisos del Partenón, la historia es bien conocida. Los londinenses gozan de la presencia y potestad de algo más del 37% del templo dedicado a Atenea, al que le falta la mitad de su decoración, constituida por 75 metros de friso, 17 esculturas y 15 paneles de las metopas. Hay quien dice que Lord Elgin, embajador británico en el Imperio Otomano, se adueñó de todo lo que pudo al ver que la residencia de la diosa estaba siendo utilizada como fábrica de pólvora, y hay quien defiende que las obras fueron 'expoliadas' de mala manera «y con pocos miramientos».
El caso es que en 1816 el noble británico vendió a su Gobierno toda esta colección por 35.000 libras creando así una sala muy especial que viene sembrando la discordia con las autoridades griegas, que desde años reclaman la devolución de sus relieves. Al menos, los ingleses consiguieron salvarlos de la Segunda Guerra Mundial: fueron previsores y semanas antes de que estallara el conflicto, escondieron los mármoles -además de vasijas, libros y otras esculturas- bajo la estación de metro de Aldwych. Cayeron hasta seis bombas en el museo.
Otra de las piezas clave que descansa entre estas pobladas galerías es una de las siete maravillas del mundo antiguo: los restos del Mausoleo de Halicarnaso, erigido para Mausolo como un templo que contaba con un conjunto de 36 columnas jónicas y medía unos 45 metros de altura. Pero en términos de grandiosidad el ganador es sin duda el busto de Ramsés II, que llegó a tierra inglesa en 1816 como una de las primeras piezas provenientes de Egipto. Dada su estructura incluso hizo dudar a los entendidos en la materia sobre si, realmente, una obra de tal perfección venía de Grecia y su estilo clásico o había sido creada a orillas del Nilo. Quizás esa fascinación por Egipto contribuyó a crear una detallada sala de momias -algunas con más de 4.000 años de antigüedad- entre las que destaca la de Artemidorus, especial porque a pesar de formar parte de los antiguos ritos de enterramiento, conserva una pintura de la cara del difunto al más puro estilo griego.
Controversia
Más controvertido que esta momia -1.400 años más longeva que la Gioconda- es el moái 'Hoa Hakananai'a', que llegó a Gran Bretaña desde la Isla de Pascua en 1869 a bordo de un barco inglés. Son escasas las figuras provenientes de esta porción del fin del mundo que han abandonado su hábitat natural, tanto que incluso los foráneos recogen firmas para recuperarlo. La reina Victoria, su destinataria, lo cedió al museo, tal vez por tratarse de una figura -esculpida en roca volcánica, de 2,5 metros de altura y cuatro toneladas de peso- demasiado grande para su salón. Quizás hubiera encajado mejor entre su decoración el Estandarte de Ur, un objeto curioso que pasa a veces inadvertido a pesar de que -dicen algunos- fue precursor del cine por constituir la primera escena de carros de guerra en movimiento. En él se observan diferentes aspectos de la vida y costumbres de la sociedad mesopotámica: tal vez por eso resulta clave, si uno entiende que los museos, que consiguen despertar todo tipo de sensaciones, no hacen otra cosa que contar la historia a través de sus objetos.
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