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domingo, 31 de diciembre de 2017

El arte de coleccionar arte

Eduardo Costantini, Mauro Herlitzka, Aníbal Jozami y Julio Crivelli –cuatro de los coleccionistas de arte más destacados de nuestro país– muestran por primera vez sus colecciones privadas. ¿Qué los impulsa a comprar arte? ¿Cómo y de qué manera lo hacen? ¿Qué obras ostentan y qué les gustaría conseguir y todavía no han podido? El arte del coleccionismo, por dentro.


Foto:Gza Malba
Walter Benjamin viajó a Moscú en diciembre de 1926 y estuvo en la capital del comunismo durante dos meses. Diario de Moscú es el relato minucioso de esa experiencia que tuvo, al menos, tres motivaciones: un reencuentro amoroso con Asja Racis, “una revolucionaria rusa de Riga, una de las mujeres más extraordinarias que he conocido”, con quien se había encontrado en Berlín unos años antes, conocer de primera mano el socialismo soviético y decidir o no su adhesión al Partido Comunista alemán.

Cuenta al detalle sus paseos, el frío, las dificultades económicas, los desencuentros con esta mujer. La enfermedad de ella, las sensaciones muy ambiguas y la despedida final de esa ciudad y de ese amor. En ese contexto bastante adverso, un pasaje es llamativo. Frente a una vidriera, ve unos juguetes antiguos y los quiere comprar. Como un niño, como un desesperado, su alrededor desaparece y sólo desea eso para su colección.

Si bien el filósofo ha descripto perfectamente y pensado una teoría para el coleccionismo y el coleccionista, por ejemplo con fervor en Desempaco mi biblioteca. Una teoría del coleccionismo, también con rigurosidad en Historia y coleccionismo. Eduard Fuchs y con poesía y belleza en el Libro de los pasajes, en el Diario esto parece ser más sentimental.

El carácter íntimo de ese género, esa escritura del yo, pone de manifiesto lo visceral de esa práctica. Confirma aquello que escribió en el Libro de los pasajes, la obra que es contemporánea del Diario en su inicio pero sigue hasta su muerte, en 1940: “El conjuro que intenta el coleccionista busca encerrar en un círculo mágico lo que es el objeto individual, uno que se congela en tanto que un final escalofrío (el de ser adquirido) lo recorre”.

De ese cúmulo de impulsos, de pasiones altas y bajas, de diferentes formas de coleccionar en las artes visuales, Eduardo Costantini, Julio Crivelli, Mauro Herlitzka y Aníbal Jozami saben mucho. Ellos son cuatro de los más importantes coleccionistas de arte que reflexionan sobre ese delirio que tienen en común.

Mientras que Costantini y Jozami se piensan a sí mismos más como coleccionistas de arte que como coleccionistas a secas, Mauro Herlitzka remonta su práctica a la niñez: “Juntaba frascos, figuritas, monedas. De hecho, tuve mi primera colección a los 11 años y a los 18 comencé a coleccionar arte. Era europeo”. Por su parte, Julio Crivelli devino coleccionista, algo que “no aspiraba a ser”. Se dio cuenta de que tenía una colección un tiempo después de haberla formado. En el caso de Eduardo Costantini, puede distinguir una primera etapa en la que compraba arte, hasta que en los años 80, el encuentro con Ricardo Esteves fue crucial para adquirir obras de peso significativo. “Museables”, dice él que empezaron a ser, y de hecho se convirtieron en Malba. Pero para esto faltaba un poco.

La historia de Aníbal Jozami es un tanto azarosa. En 1974 se había quedado sin trabajo y pasó frente a una galería que estaba en San Isidro. Entró a Atelier, de Raquel Silva, y ella le dijo: “Te veo pasar, ¿por qué no te llevás algo?”. Que no tenía un mango, era desocupado, le explicó. “Llevalo y me la vas pagando cuando puedas”. Se fue con su primer cuadro, uno de Jorge Ludueña, un pintor de la década del 60, lo pagó y después compró muchos. Todas las deudas con las galerías las anota en una libretita y las va tachando a medida que las salda.

La anécdota de Jozami pondría en suspenso el vínculo de coleccionismo y riqueza por un momento. Solo por un momento. Los cuatro, por su parte, admiten que existe tal relación. Sin embargo, lo hacen a su modo. “No se compra porque se tiene dinero pero siempre debe existir esa relación entre la obra y el dinero. Soy cada vez más crítico de usar el término coleccionista para cualquiera que canjea obras o que especula económicamente con lo que compra”, enfatiza Jozami. “Mi criterio no es económico”, advierte Crivelli. “Hay gente que compra para vender, para especular con el precio. No puedo saber, ni quiero, cuánto cuesta mi colección”. Costantini admite que si se sabe comprar se puede hacer negocio pero “no es mi caso: no vendo ninguna obra ni la voy a vender, por lo tanto no forman parte de mi patrimonio”.

Mauro Hertlizka vendió una suya completa: “Vender esas obras europeas de los siglos XVI, XVII y XVIII que comencé a coleccionar de muy joven fue cerrar una etapa. Y después abrir otra”. Le permitió comprar mucha obra de artistas argentinos contemporáneos y, también (aunque en menor grado), de artistas internacionales.

Julio Crivelli sabe lidiar con sus errores: “A fines de los años 80 tuve muchos arrepentimientos. Me equivoqué con algunas obras que compre y la indiferencia fue el parámetro. También me arrepentí de los arrepentimientos. Vendí una obra de Carlos Alonso y hoy estoy arrepentido”. En cambio, Jozami nunca se arrepintió de nada que hubo adquirido. Ni siquiera de un cuadro que salió a la subasta, él estaba lejos y mandó a su secretaria a comprar. En el mismo lote había dos del mismo apellido pero distinto nombre: “Ella compró el otro”.

Un poco más sobre el dinero y aparece un interrogante: ¿Por qué tan pocas coleccionistas mujeres? Sí, Amalia Lacroze de Fortabat y Nelly Blaquier aparecen en una contrarrespuesta poco convencida por parte de alguno de ellos. Peggy Guggenheim hay una sola. La coleccionista y mecenas es una rara avis en un mundo eminentemente masculino. El acuerdo es unánime, aunque en diferido, sobre que la mujer estuvo separada de la posesión del dinero propio por mucho tiempo. “Eso va a cambiar; está cambiando”, afirma Hertlizka, que es, además, director de la galería Henrique Faria y está, como se dice, del otro lado del mostrador.

“Poseer es muy primitivo y animal”, resume Crivelli. “Soy compulsivo y obsesivo y, a diferencia de la droga, coleccionar no me hace mal a la salud. Sí a la economía”, se asume Jozami. Más moderado, Costantini señala: “Existe la compulsión y la contengo disciplinadamente. Excepto cuando aparece una obra superlativa, que en general la quiero. Muy pocas veces el valor se fue de los límites racionales”. Como Baile de Tehuantepec, que la estuvo esperando 18 años hasta que la consiguió, quizá, fuera de esos límites.

“La fascinación más intensa para el coleccionista está en encerrar los objetos individuales en un círculo mágico en el cual quedan congelados una vez que la última emoción, la emoción de su adquisición, pasa sobre ellos. Cada cosa recordada y pensada, todo lo consciente, se convierte en el pedestal, en el marco, la base, el candado de sus propiedades”, reflexiona Benjamin. Querer algo, buscarlo, esperarlo, desear lo ajeno, obsesionarse, en definitiva. Wedding Cake, de Antonio Berni, y El mirón, de Rómulo Macció, concentran lo que Julio Crivelli resume con gracia como “di más de lo que pude”. Eduardo Costantini, que parece tenerlo todo, quiere Civilización occidental y cristiana, de León Ferrari. “Conseguí que me vendiera El cuadro escrito. Ese fue un gran logro. Pero quiero el otro también”. “Es un poco enfermizo: salir corriendo a una subasta, si sabés que hay algo que te interesa u ofrecer comprarle un cuadro a alguien durante años”, reflexiona Jozami, que desea un cuadro de un partido de Cándido Portinari y se puso muy contento cuando pudo comprar Los tres rostros del teatro, de Libero Badii.

Lo contrario, en todo caso, pasar de esa sala (salas) tapizada de obras –“he tenido que clausurar ventanas para colgar cuadros”, recuerda Crivelli– al afuera. El museo, la fundación, la gestión pública, la educación. En cada caso de estos cuatro hombres se tacha un casillero. Costantini con Malba (“Cuando se inauguró Malba y vi las grandes obras todas juntas, Berni, Frida, los Xul Solar, sentí que había hecho algo importante”); Jozami, rector de la Universidad de Tres de Febrero y director de la Bienal Sur (“Mis obras las he prestado siempre que me las pidieron. Las considero públicas y que me las he apropiado temporalmente); Herlitzka, presidente de Fundación Espigas (“Esto es lo que vincula el pensar el arte desde una colección hacia la gestión cultural”) y Crivelli, presidente de la Asociación de Amigos del Museo Bellas Artes, desde donde acciona una tarea de educación y difusión de las artes visuales.

Para retomar las palabras de Jacques Derrida y adaptarlas, el coleccionismo como un mal en analogía con el mal de archivo que describe en su notable texto: “Con Freud, sin Freud, a veces contra él, Mal de archivo recuerda sin duda a un síntoma, un sufrimiento, una pasión: el archivo del mal. También aquello que arruina, deporta o arrastra incluso el principio de archivo, a saber, el mal radical. Se alza entonces infinita, fuera de proporción, siempre pendiente, pudiéndole el (mal de) archivo, la espera sin horizonte de espera, la impaciencia absoluta de un deseo de memoria”.

Laura Isola
Fuente

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