Sobre el gusto y el arte
La esencia del arte es la sensibilidad humana. De ahí que el fondo del arte hoy y en los prístinos días de la historia del hombre sea el mismo. Coja una poesía de hace veintitrés siglos -tiempo de los griegos- y una publicada este año y verá como los temas tratados por los vates de entonces son los mismos que por los de ahora: el miedo a la muerte, el amor no correspondido, la necesidad de la aceptación de los coetáneos, etc. El arte siempre enfrenta al hombre con sus miedos y pasiones, y éstos no han cambiado desde que el hombre es hombre. Lo único que ha cambiado son detalles coyunturales que nimban los hechos y los centran en este o aquel desarrollo cultural.
En una primera instancia podría parecer que el arte es una forma de conocer el mundo que nos rodea; sin embargo, lo que en el fondo se esconde es una puerta al conocimiento propio. Pues la conciencia, al igual que el ojo, nunca sería capaz de verse y conocerse a sí misma si no es a través del reflejo de la realidad exterior que se proyecta sobre nosotros.
Desde el punto de vista del creador, la realización de la obra es más importante que la obra en sí misma terminada. Así lo vemos en los bonzos, monjes tibetanos que durante semanas construyen los alambicados tapices de arenas de colores sobre el suelo, dédalos con miles de intrincadas lacerías y mosaicos. Una perfección milimétrica que es destruida en pocos segundos una vez terminada la obra, demostrando que la voluntad de creación es mucho más importante que el trabajo terminado. Pues el arte por definición es algo siempre incompleto. También lo vemos en ese viejo maestro alfarero que deja paso al núbil aprendiz en una ceremonia donde rompe su mejor vasija en una miríada de pequeños pedazos para que el epígono pueda mezclarlos con su propia arcilla y continuar con el sempiterno proceso de creación de nuevas obras.
Desde el punto de vista del espectador el disfrute del arte es algo personal. Privado. Es la proyección de la cosa observada, escuchada, sentida, en uno mismo. De ahí que no exista el arte bueno o malo, pues al igual que con las personas, existe aquella que nos gusta más o
menos. E intentar hablar de valoraciones y ponernos a adjetivar siempre llevará a la obra a un mundo comparativo dependiente de una segunda, tercera, enésima obra, y por supuesto del gusto y las experiencias del individuo. Georges Braque -pintor cubista francés- decía que lo único que de verdad importa de aquello que nos gusta es justo lo que no somos capaces de llegar a expresar. Y es ese «no sé qué» lo que de verdad importa. Montesquieu a su vez decía que la belleza proporcionada y simétrica sorprende una sola vez, mientras que las cosas con alma se van mostrando poco a poco, y es en ese fluir de lo inesperado donde la persona queda atrapada ante la realidad que va adquiriendo poco a poco razón de existir dentro de nosotros mismos.
De ahí que para disfrutar del arte no solo no es necesario -sino contraproducente en muchos casos- conocer la historia que lo rodea. La obra es resultado, y es ese resultado al que nosotros accedemos. Poco importa lo que el autor quiso expresar frente a lo que el espectador siente. Pobre del libro que necesita un prólogo para ser entendido, pobre del cuadro que necesita un guía para ser disfrutado, pobre de la canción que necesita un crítico para ser sentida.
Cicerones, guías y doctos libros explicando el contexto de lo observado no son sino actos de onanismo para el embaulador de arte. Y claro, uno se va dando cuenta de que no es necesario conocer la historia de un cuadro, una canción y mucho menos de una persona, para llegar a disfrutarla. Y claro que no, no compensa visitar las mejores obras de arte navegando a través de bataholas de turistas. Tráfagos de petimetres que son pertinazmente estibados en grupos, hordas, recuas. Taifas que enarbolando cámaras apuntan aquí y allá, pues lo que importa es inmortalizar el yo estuve, no lo que yo sentí o lo que yo fui en ese momento. La preponderancia del estar sobre el ser.
Pero no olvidemos que el arte viene especialmente en los malos momentos al rescate del hombre. Pues como decía Sabina «el hombre que es feliz con su chica está en la cama con ella y no haciendo canciones». Porque el que es feliz lo es de una sola manera mientras que el que sufre lo hace a su modo, pues no hay nada más ínsito a cada persona que las cuitas que ésta sufre. Y ahí es donde un cuadro, un libro o una canción vienen a nuestro rescate y nos distraen por un momento del irremediable destino del ser.
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