El Pompidou le dedica una antología imprescindible
Seguramente os hayáis dado cuenta de que las pinturas surrealistas cuentan historias, que en ellas no encontramos solo sucesiones de encuentros azarosos de objetos, personas, u objetos y personas que no habríamos esperado hallar juntos. Esa es la razón por la que, para muchos artistas surrealistas – y esa tendencia se acentuó en Bélgica -, un comentario filosófico, una idea tomada de la literatura o una teoría del arte podían ser más importantes para la elaboración de una pintura que su mera ejecución pictórica.
Así pensaba René Magritte, seguramente uno de los surrealistas más intelectuales, más reflexivos. Absorbió las propuestas de losready-mades de Duchamp y quiso trasladarlas a sus lienzos, pero en ellos no le preocupó tanto componer escenas surrealistas como construir enigmas con componentes de la realidad más o menos cotidianos como materia prima, y subrayando además lo absurdo del proceso.
Sus rompecabezas pictóricos son populares y encantadores, pero eso no les resta un ápice de dificultad: nos encontramos ante juegos de pensamiento que cuestionan la realidad de forma radical y que, aparte de invocar lo inconsciente, desconciertan intencionadamente al espectador y desafían sus mecanismos de percepción habituales al enfrentarlo a elementos a priori dispares e incompatibles entre sí. Al hacer salir una locomotora de una chimenea, no nos sitúa ante un cuento infantil: pretende que nos detengamos a pensar sobre la naturaleza de lo real y sobre nuestras suposiciones tácitas respecto a ella, sobre el papel del arte y la posibilidad de adoptar otras formas de contemplarlo.
Magritte admiraba profundamente a De Chirico, casi un ídolo para él, según él mismo dijo, por la superioridad en su obra de la poesía sobre la pintura y por la diversidad de estilos que cultivó. Le fascinó sobre todo su inquietante Canto de amor, y, siguiendo su estela, el mecanismo estético que el belga empleó para provocar transmutaciones mágicas y poéticas de lo cotidiano que sacasen al espectador de su autocomplacencia, o de su apatía, fue la sorpresa.
En sus primeras pinturas criminalistas decidió dar la vuelta a situaciones familiares: en El asesino amenazado, el verdugo es la víctima; en La diversión, una chica devora a un pájaro y en El sonámbulo, el hombre que camina dormido pasea por una habitación que no se nos presenta a oscuras sino iluminada por un farol.
La concepción de Magritte de una interacción entre pintura y poesía, entre objeto e idea, o entre magia y reflexión se aprecia claramente en las obras en las que se niega, a través de la palabra, la identidad, en principio evidente, del objeto reproducido. Y sí, hablamos, por ejemplo, de Esto no es una pipa. Magritte repitió el tema nada menos que cuatro décadas después, poco antes de morir, pero entonces el cuadro de la pipa con su título negativo y desafiante estaba colocado dentro de un caballete, formando parte de un cuadro mayor que contenía una pipa de mayor tamaño flotando en un espacio vacío. ¿Estáis pensando en la caverna platónica?
El título, irónico, de esta última obra era Los dos misterios y, como en la inicial, Magritte venía a indicarnos que una pipa representada no es una pipa real. La pipa flotante en la pintura más tardía alude de nuevo a ese hecho, pero no es más real o tangible que la pipa original, solo una reproducción bidimensional de la misma.
Parecidas líneas de pensamiento se manifiestan en otros de sus cuadros dentro del cuadro, como el de un levantador de pesas cuya calva parece idéntica a una de esas pesas, o en La condición humana, en la que la vista “real” que se aprecia a través de una ventana se mezcla con un fragmento pintado de la misma vista colocada en un caballete delante del vano.
Ese efecto de cuadro dentro del cuadro corresponde a un mecanismo ambiguo y mordaz que se remonta al Romanticismo, el del teatro dentro del teatro, en el que el asunto de las barreras entre realidad e ilusión se plantea con idéntica fuerza y resonancias filosóficas.
Y si la realidad no devora vuestras ilusiones, es posible que algunos de vosotros podáis acercaros al Centre Pompidou de París antes del 23 de enero de 2017. Esa es la fecha en que se cerrará “La trahison des images”, que reúne tanto las obras emblemáticas de Magritte como otras menos conocidas, cedidas por colecciones públicas y privadas: en total se exhiben un centenar de pinturas, dibujos y documentos de archivo.
Esta gran monográfica sigue la estela de las que el Pompidou ha dedicado a otras grandes figuras del arte del s XX, como Munch, Matisse y Marcel Duchamp, y precisamente se centra en el interés del surrealista belga por la filosofía, patente en una publicación muy recomendable para acompañar la visita a esta muestra: Ceci n’est pas une pipe, de Michael Foucault, que se publicó en 1973 y que ayuda a entender el cuestionamiento de la representación formulado por Magritte (es más fácil de encontrar en bibliotecas que en librerías).
Una de las obras fundamentales expuestas en París es Las afinidades selectivas (1932), que según el propio Magritte explicó en una conferencia cuatro años después, supuso un punto de inflexión en su carrera. A partir de este huevo encerrado en una jaula, dejó a un lado los encuentros azarosos –él diría arbitrarios- entre máquinas de coser y paraguas sobre mesas de disección para centrarse en la resolución de lo que llamó “problemas” a partir de métodos lógicos, en definitiva, en la puesta en cuestión de los principios de la representación y del acto creativo en sí. La razón había entrado en su arte, aunque el reto filosófico de diferenciar realidad y representación lo hubiese hecho antes y precisamente esa relación de su obra con la historia del pensamiento –desde Platón hasta el citado Foucault, con quien mantuvo una fructífera correspondencia, pasando por Plinio el Viejo y Hegel- motiva que estas pinturas sean atemporales: siempre están abiertas a nuevas lecturas, como ha subrayado Didier Ottinger, comisario de esta antología.
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