En 2016 el nuevo Metropolitan de Nueva York presentó Unfinished
En 2016 el nuevo Metropolitan de Nueva York presentó Unfinished, exposición de piezas de arte inacabadas. Los curadores se inspiraron en la novela breve de Balzac, La obra maestra desconocida, donde tres personajes discuten sobre el sentido del arte. El aprendiz Poussin visita el estudio del pintor Porbus en compañía de un anciano intenso y melancólico, Frenhofer. Ahí contemplan un retrato de María Egipcíaca. El parecido con la santa es perfecto; Poussin muestra un minucioso dominio de la técnica; sin embargo, en opinión de Frenhofer, algo falta: el arte no puede limitarse a copiar la vida; debe reinventarla. “La belleza es severa y difícil”, afirma: no calca el mundo, le agrega algo novedoso.
El tema de fondo de la novela es el de la mímesis: la pintura no debe ser un espejo de lo real del mismo modo en que la literatura no debe ser una taquigrafía del habla.
El desenlace del relato ocurre en el estudio del propio Frenhofer, autor de la “obra maestra desconocida”. En rigor, no estamos ante un cuadro, sino ante la posibilidad de un cuadro, una masa de colores que sólo cobra forma en la esquina donde destaca un pie de insólita belleza, inquietante, vivo. La personalidad del artista ha encarnado ahí; el resto de la pintura es confuso. Esa obra está destinada a ser “desconocida” no porque nadie la vea, sino porque la época es incapaz de reconocerla.
En su vasta selección de piezas, Unfinished confirmó que la modernidad entiende el arte a la manera de Frenhofer. Ciertos pintores incorporan lo inacabado a su estética. Es el caso de Lucian Freud, que retrata su rostro y deja el resto del cuerpo a la imaginación, o el de Andy Warhol, que traza un patrón para “pintar por números”, esperando que el espectador lo coloree mentalmente. Dejar el cuadro voluntariamente incompleto es un gesto histórico reciente. Pintores más antiguos, como Rubens o Turner, desecharon varios lienzos inconclusos que la mirada contemporánea disfruta como obras terminadas de ese modo. El arte parece “completo” por la forma en que lo percibimos y esto cambia con el tiempo. Los vacíos, los fragmentos, los bosquejos que antes representaban una simple tentativa ahora son un punto de llegada.
En su legendario taller de cuento, Augusto Monterroso comentaba ante una página que parecía perfecta: “Sólo le hace falta un defecto para mejorarla”. Pertenecemos a una especie dedicada a cometer errores y ciertas impurezas hacen que una historia sea más convincente. Lo decisivo y misterioso consiste en lograr que las fallas refuercen la obra en vez de destruirla.
Bob Dylan ha ejercido con lucidez el sentido imperfecto y áspero del arte. Su voz no parecía destinada al canto. Una vez que sus canciones se impusieron como clásicos, las cantó de manera irreconocible. No calcó la realidad ni se calcó a sí mismo.
Durante la pasada entrega del Premio Nobel, Patti Smith interpretó A Hard Rain’s A-Gonna Fall. Según relata en un texto escrito para el New Yorker, el clima de Estocolmo rindió homenaje a la canción: primero llovía, luego nevaba. Ensayó la pieza sin problemas, pero en la ceremonia fue incapaz de cantarla con fluidez, no porque la hubiera olvidado, sino porque sucumbió a las emociones que se condensaban en ese momento y al sentido mismo de una pieza que comienza con la frase “tropecé a lo largo de 12 brumosas montañas” y termina con esta línea desafiante: “y conoceré mi canción mucho antes de empezar a cantarla”. Vencida por el nerviosismo, se interrumpió y retomó la melodía con vibrante fuerza.
El impacto de Patti Smith hubiera sido menor en caso de no haberse equivocado. Pidió disculpas al interrumpirse y pidió disculpas en el banquete posterior. Pero había honrado de la mejor manera a Dylan. El arte nunca es “impecable”. Lo “bonito” sirve para hacer un regalo; la auténtica belleza conmueve y abre una fisura. Encarna en el pie vivo de Frenhofer, la tormenta verbal de Dylan y la interpretación herida de Patti Smith.
Fuente
http://www.criteriohidalgo.com
El tema de fondo de la novela es el de la mímesis: la pintura no debe ser un espejo de lo real del mismo modo en que la literatura no debe ser una taquigrafía del habla.
El desenlace del relato ocurre en el estudio del propio Frenhofer, autor de la “obra maestra desconocida”. En rigor, no estamos ante un cuadro, sino ante la posibilidad de un cuadro, una masa de colores que sólo cobra forma en la esquina donde destaca un pie de insólita belleza, inquietante, vivo. La personalidad del artista ha encarnado ahí; el resto de la pintura es confuso. Esa obra está destinada a ser “desconocida” no porque nadie la vea, sino porque la época es incapaz de reconocerla.
En su vasta selección de piezas, Unfinished confirmó que la modernidad entiende el arte a la manera de Frenhofer. Ciertos pintores incorporan lo inacabado a su estética. Es el caso de Lucian Freud, que retrata su rostro y deja el resto del cuerpo a la imaginación, o el de Andy Warhol, que traza un patrón para “pintar por números”, esperando que el espectador lo coloree mentalmente. Dejar el cuadro voluntariamente incompleto es un gesto histórico reciente. Pintores más antiguos, como Rubens o Turner, desecharon varios lienzos inconclusos que la mirada contemporánea disfruta como obras terminadas de ese modo. El arte parece “completo” por la forma en que lo percibimos y esto cambia con el tiempo. Los vacíos, los fragmentos, los bosquejos que antes representaban una simple tentativa ahora son un punto de llegada.
En su legendario taller de cuento, Augusto Monterroso comentaba ante una página que parecía perfecta: “Sólo le hace falta un defecto para mejorarla”. Pertenecemos a una especie dedicada a cometer errores y ciertas impurezas hacen que una historia sea más convincente. Lo decisivo y misterioso consiste en lograr que las fallas refuercen la obra en vez de destruirla.
Bob Dylan ha ejercido con lucidez el sentido imperfecto y áspero del arte. Su voz no parecía destinada al canto. Una vez que sus canciones se impusieron como clásicos, las cantó de manera irreconocible. No calcó la realidad ni se calcó a sí mismo.
Durante la pasada entrega del Premio Nobel, Patti Smith interpretó A Hard Rain’s A-Gonna Fall. Según relata en un texto escrito para el New Yorker, el clima de Estocolmo rindió homenaje a la canción: primero llovía, luego nevaba. Ensayó la pieza sin problemas, pero en la ceremonia fue incapaz de cantarla con fluidez, no porque la hubiera olvidado, sino porque sucumbió a las emociones que se condensaban en ese momento y al sentido mismo de una pieza que comienza con la frase “tropecé a lo largo de 12 brumosas montañas” y termina con esta línea desafiante: “y conoceré mi canción mucho antes de empezar a cantarla”. Vencida por el nerviosismo, se interrumpió y retomó la melodía con vibrante fuerza.
El impacto de Patti Smith hubiera sido menor en caso de no haberse equivocado. Pidió disculpas al interrumpirse y pidió disculpas en el banquete posterior. Pero había honrado de la mejor manera a Dylan. El arte nunca es “impecable”. Lo “bonito” sirve para hacer un regalo; la auténtica belleza conmueve y abre una fisura. Encarna en el pie vivo de Frenhofer, la tormenta verbal de Dylan y la interpretación herida de Patti Smith.
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