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miércoles, 8 de mayo de 2019

Muere Eduardo Arroyo, el último león de la figuración

El pintor Eduardo Arroyo, en un retrato tomado a finales del año pasado. Sergio Enriquez-Nistal


El pintor y escultor fallece en su casa de Madrid a los 81 años un mes después de inaugurar su última exposición en el Torreón de Lozoya, en Segovia
A Eduardo Arroyo la pintura le ofreció todo, pero no calmó su apetito. A pintar sumó la escritura. Y a escribir sumó decir las cosas de otro modo. Arroyo fue uno de esos artistas que hacen de su actitud en la vida una estética para el cuadro, para la escultura, para la escenografía. Aunque antes del arte estuvo el periodismo. Y con el periodismo, las noches, la observación, el desquicie sanador del oficio.
Eduardo Arroyo ha fallecido este domingo en Madrid, a los 81 años, después de tres años aquejado de un cáncer. Pero nada le impidió pintar, escribir, y continuar rugiendo con esa fuerza de palabra con la que disfrutaba poniendo patas arriba el tingladillo del arte. Lo que él llamaba "la gran mentira de los tenderos". El velatorio será en el tanatorio madrileño de la M-30.
La figuración 'visceral' fue su territorio. La neofiguración y lo narrativo, su escuela. El color, la ironía, la relectura de un pop de grecas hispánicas. Todo esto lo descubrió y lo practicó en París, con los pinceles que le dejaba otro exiliado, el pintor Pepe Díaz. O, mejor, todo lo confirmó en París cuando decidió autoexiliarse en 1957 porque la España de Franco se había convertido para él en un país insoportable.
Aquel joven de veintipocos años, promesa del periodismo deportivo y con el afán primero de hacerse escritor, puso la punta de la nariz en dirección a La Junquera, camino de Francia. Tenía la amortiguación de una familia bien del barrio de Alonso Martínez, hijo de farmacéutico, huérfano prematuro y apasionado del boxeo. Lo dejó todo en un solo día. Aprendió a hacer los primeros cuadros en galpones de mala muerte, despachaba las madrugadas en los cafés del Bulevard Saint Germaine y otros tugurios de la intelectualidad, y algunas noches se veía con Giacometti, que era como quedar con un gato de callejón. Por entonces, Arroyo ejercía un dadaísmo de caricatura y grafismo, aliñado con una puesta en escena osada y escenográfica.
También en París (entre París y Roma se fue haciendo la voz de Arroyo) militó con ímpetu en la izquierda antifranquista. También en París se 'bautizó' como un airado martillo de herejes vanguardistas. También en París consumó el 'parricidio' de uno de los padres del arte posmoderno. Fue en la muestra titulada La figuración narrativa en el arte contemporáneo, donde presentó con Gilles Aillaud y Recalcati el políptico Vivir y dejar morir o el fin trágico de Marcel Duchamp, hoy conservado en el Museo Reina Sofia, constituye el manifiesto de este movimiento.


En París aprendió que la libertad del artista es, sobre todo, pintar contra aquello que considera desechable. De la política hasta el folclore. El primer impacto de su pintura llegó con el político Los cuatro dictadores, que presentó en la III Bienal de París (1963) y por la que la diplomacia española protestó. Un año después inauguró en la mítica galería Biosca de Madrid, pero la policía fue a echarle el lazo y tuvo que huir de nuevo. La exposición fue censurada.
Para entonces Arroyo ya empezaba a vivir con cierta holgura gracias a sus coleccionistas italianos. Entonces llegó el cartelismo, que desarrolló en los alrededores de Mayo del 68. Ridiculiza los tópicos españoles, como hace en el cuadro Caballero español (1970, colección Centro Pompidou). Hasta 1976 no recobró el pasaporte. Y aún tardó varios años en instalarse de nuevo en Madrid para volver a marchar pronto.
Desde los años 60 hasta hoy estableció un discurso lúdico, febril, autónomo y potencial donde asume el arte como un acontecimiento urticante, un espejo ácido, una mirada de zotal ante un presente que repite sus vicios y sus malformaciones. La obra de Arroyo -el Reina Sofía le dedicó una amplia exposición en 1998, comisariada por Miguel Zugaza- deja ver dos aspectos esenciales para entender y reconocer a este artista en su singular poética: la sobriedad y la crueldad.
La sobriedad del trazo --de la técnica pictórica, desnuda y eficaz-- y la crueldad, que lo emparenta con una tradición hispánica de ecos barrocos que se ha despojado de solemnidad para decir su daño desde el fondo de una intimidad macabra y desafiante, inequívoca. Esa senda de Pantoja de la Cruz, de Alonso Cano, de Zurbarán, de Zuloaga, de Gutiérrez Solana... Esta manera 'intimidatoria' de expresar el mundo es la que marca la intensidad de ciertos momentos de la obra de Arroyo, esencialmente la que se prolonga desde los últimos años 60 y los 70 a la década de los 80.


Y no sólo en la pintura/pintura, sino desencadenando su realidad en todas direcciones: cartel, escenografía (cuando comenzó a trabajar a finales de los años 70 con el director Klaus Grüber y en los 80 con José Luis Gómez), artefactos, literatura, estampación... La singular aventura de Arroyo en el arte refleja el voraz apetito de quien considera la pintura también un altavoz, una megafonía que viene a hilar un momento de voces rotas de la historia (reciente) sin otro sacramento posible que el desacuerdo, la distancia, el rechazo incluso. Diríamos que es éste un pintor que viaja en solitario. Un hombre que ha encontrado en la pintura y el dibujo la mejor inclemencia posible para decir en alto las cosas. El lanzallamas de mayor precisión.
Pero también en la escritura. La obra literaria de Arroyo no es un complemento de su aventura de artista, sino un espacio con entidad propia, con fuerza intransferible, con gracia sobrada. Le gustaba citar esta frase del escritor húngaro Imre Kertész: "Atención, no escribas nada objetivo, nada tiene valor fuera de tus propias ideas falsas". Así dio forma a títulos como Panama Al BrownAl pie del cañónBambalinasMinuta de un testamentoEl trío calaveras... Algo más que recuerdos o memorias de pintor: una prosa ágil, desacralizadora, movida por la pura libertad de quien ve en las palabras una forma de reír, de jugar.
En el último Hay Festival de Segovia, el pasado mes de septiembre, Arroyopresentó la que ya es su última exposición en vida. Un despliegue de obras audaz e irónico en el Torreón de Lozoya. Pintura, dibujo y escultura. Estaba frágil. Cansado. Delgado, casi con los huesos por fuera. Pero trabajó todos los días de montaje atento a cada una de las piezas, a su disposición en las salas, al diálogo entre ellas. De ahí marchó al hospital de nuevo. Aquel que fue su propio Robinson Crusoe en los años 60 era ya el picador agotado de El regreso de las cruzadas. Un cuadro de gran formato que presentó hace un año en el Museo de Bellas Artes de Bilbao, homenaje a Zuloaga. En él, un jinete cansado vuelve a casa. O ya marcha a ninguna parte.
Fuente
https://www.elmundo.es

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