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miércoles, 29 de marzo de 2017

Exposición en París de Picasso y el arte negro


Fotomontaje de Jean Harold enviado a Picasso por Jean Cocteau. JEAN HAROLD


Máscaras africanas, tikis polinesios, tambores del Congo y fetiches de Oceanía se enfrentan a la obra del artista en la exposición 'Picasso primitivo' del Museo del Quai Branly de París, donde permanecerá abierta hasta el 23 de julio para viajar después a Estados Unidos.


«¿El arte negro? No lo conozco», decía Picasso, provocador. En su estudio del Bateau-Lavoir de Montmartre sus telas se rodeaban de esculturas Kanak de Nueva Caledonia, de tambores del Congo o de delicadas arpas de la tribu Kele. Y durante toda su vida llevaría siempre consigo ciertos objetos, desde tikis polinesios hasta estatuillas íberas (a su muerte había reunido más de 80: dioses y guerreros en bronce del siglo III a.C.). En las máscaras africanas, pero también en los rostros de las vírgenes románicas, ya late un protocubismo que Picasso reinterpretará para cambiar el rumbo del arte moderno.
«No hubo un periodo negro en Picasso, duró toda su vida», señala Yves Le Fur, director de colecciones del Museo del Quai Branly, que descubre esos objetos que causaron un profundo impacto estético -y espiritual- en Picasso, máscaras y estatuas que abrieron la puerta al cubismo, a la abstracción. Picasso primitivo, que se inauguró ayer y permanecerá en el Quai Branly hasta el 23 de julio para viajar después a Estados Unidos y Canadá, enfrenta al artista a unos arcaísmos universales: de los íberos al románico catalán, de los fetiches africanos a las pinturas de los aborígenes australianos. Picasso cuerpo a cuerpo, ante unos modos de representación desnudos, que van más allá de la realidad directa, que buscan una esencia primaria.



Una máscara Fang de Gabón, sin apenas rostro, un óvalo vertical con dos profundos agujeros como ojos y un corte horizontal como boca. La simplificación más pura. En otoño de 1906, un Picasso de 25 años vio esa máscara en el taller de André Dérain, que se la había comprado por 50 francos a Maurice de Vlaminck, uno de los introductores del arte negro en el París de la vanguardia (y que en el caso de Vlaminck tornaría su pincelada más fauvista, más salvaje). A Picasso le acompañaba su colega/rival Henri Matisse. A partir de ese descubrimiento en el taller de Dérain, tanto Matisse como Picasso se lanzarían a coleccionar objetos africanos y de las islas más remotas. Matisse compró una estatuilla nkisi de madera, con dos ojos ovalados de cerámica blanca. Y al verla Picasso quedó fuertemente impresionado por esos «ojos mágicos», tal fue su expresión, que le recordaron a los de la virgen de Gósol de Lérida. Hacía tan sólo unos meses, en primavera, Picasso se había ido a pasar unas vacaciones al Pirineo. Y su paleta adoptó el color de los frescos románicos. En su cuaderno comenzó a simplificar los rasgos, a reducirlos al trazo más elemental.
Al volver de Gósol, Picasso terminó el retrato de Gertrude Stein, que había posado más de 20 veces para él y que había rehecho hasta en 80 ocasiones. Y lo acabó con un hieratismo puramente románico (por cierto, a Stein no le acabó de gustar: «No me parezco en nada», se quejó). En los estudios y bocetos previos de esa primavera ya se intuyen las formas de Les demoiselles d'Avignon, que pintaría un año después. Sus demoiselles miran con ojos románicos, sus rostros vienen de la máscara y el trazo sintético, primario, casi animista, que reduce y descompone el cuerpo. «Picasso hace un salto de escala radical, tanto conceptual como intelectual», apunta Le Fur. Y los paralelismos, las insinuaciones, los diálogos mudos entre ese arte negro, bárbaro y salvaje en el París de principios de siglo, se establecen en el Quai Branly a tan sólo unos metros -el Sena mediante- del antiguo Museo de Etnología del Trocadero (hoy, Museo del Hombre), que Picasso recorrió fascinado en una época en que los objetos coloniales se amontonaban en pasillos polvorientos, cual bazar de momias y esculturas.
«El arte negro se refería a cualquier objeto exótico, ya fuera de África, Oceanía o Asia. En la exposición se establecen las resonancias entre Picasso y el arte negro, no se trata de establecer comparaciones ni de rehacer la exposición de 1984 del Primitivismo en el arte moderno del MoMA. No es un duelo, no es un Picasso versus Matisse», explica Le Fur. En Picasso primitivo el artista ya se ha desprendido de su época azul, turbulenta y abismal, en la que tanto influyó el suicidio de su íntimo amigo Carles Casagemas, con quien vino a París por primera vez.



A los 20 años, en medio de un restaurante parisino, Casagemas se pegó un tiro en la sien, tras disparar antes contra su amante Germaine, que salió ilesa. Y su fantasma, sumergido en azul, aparece una y otra vez en los cuadros de Picasso. Pero con el arte negro Picasso crea su propia cosmogonía a partir de arquetipos arcaicos, atávicos, que siempre estuvieron ahí. «La naturaleza sólo es traducible en pintura mediante signos. Pero los signos no se inventan», explicó Picasso a Brassaï.
Una galería de dibujos de Picasso para su Desnudo de pie frente a tablas pintadas de Nueva Guinea, su Joven chico de perfil (1906) rodeado de estatuas asiáticas, las Tres figuras bajo un árbol (1907-1908) junto a una máscara de Gabón, las pulsiones sexuales de su Minotauro flanqueadas por estatuillas fálicas... Diseccionados, ojos y bocas aparecen como frontera entre el interior y el exterior, incluso como órganos de devoración.
Los juegos de espejo se suceden en Picasso primitivo hasta llegar a un final inorgánico. En la última sala, a oscuras, una luz ilumina tenuemente una masa informe, un bloque de bronce. Apenas se distingue si es un Picasso o un objeto tribal. Es una Mujer (1948) de Picasso, que ha llegado a la descomposición máxima. «La presencia humana ya no es materia, es barro. La cabeza ya no tiene rasgos, es una forma atravesada de llenos y vacíos», apunta Le Fur. En esa no-forma late la pulsión de vida y muerte, el eros y el thanatos, las fuerzas primordiales... Conceptos que las tribus de África y Asia atraparon en sus máscaras y estatuas. Hay en el cubismo un retorno al origen, al principio del dibujo, del color, de la composición, una búsqueda de la pureza desligada de las convenciones occidentales, de la perspectiva, de la proporción.
En noviembre de 2016, el Museo Picasso de París, que coproduce Picasso primitivo ya envió 40 obras al Museo Nacional de Arte de Cataluña para descubrir al Picasso románico en lo que fue una de las mejores exposiciones de la temporada. En aquella ocasión, integrar a Picasso en las salas del románico, entre arcos y frescos del XIII, cambiaba la realidad del propio Románico. Ahora, el Quai Branly da un paso más en esa dirección y profundiza en los mecanismos de creación de ese Picasso negro.
Fuente
http://www.elmundo.es

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