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martes, 13 de marzo de 2018

El arte moderno, ¿es arte?. 8. El posimpresionismo

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Por José María Arévalo
( Bañistas en Asnieres. 1884. Óleo de Georges Pierre Seurat, en la National Gallery de Londres. 200x300 cm) (*)
Veíamos, de la mano de Will Gompertz y su “¿Qué estás mirando? 150 años de arte moderno en un abrir y cerrar de ojos”, que da pie a esta serie, aquel 15 de abril de 1874 en que se inauguraba la primera exposición de los impresionistas, en la que exponían Monet, Renoir, Pissarro, Sisley, Berthe Morisot, Cézanne y Degás, y las razones por las que Manet no lo hacía. Sin embargo Cézanne se suele incluir tanto entre los impresionistas como entre los postimpresionistas, o posimpresionistas como los llama Gompertz, que explica ahora cómo nació este apelativo, en el capítulo 4 de su libro, “Posimpresionismo. Ramificaciones, 1880-1906” (curiosamente, y no explica por qué, solapa fechas en el título de su capítulo anterior, “Impresionismo, Los pintores de la vida moderna. 1870-1890”), con la exposición de Roger Fry en 1910, en las Grafton Galleries de Londres, a lo que añade apartados para Van Gogh, Gauguin y Georges Seurat (1859-1891), el tercero de los cuatro posimpresionistas que trata -y nosotros veremos ahora-, con capítulo aparte para Cézanne. Por nuestra parte vamos a destacar también a Van Gogh y Gauguin con artículos aparte, los próximos días.
También figuraba Cézanne en las dos exposiciones madrileñas de Mapfre con las obras del Musée d’Orsay, aprovechando las obras de remodelación en éste, “Los impresionistas clásicos, en Madrid”, e “Impresionistas, postimpresionistas y el nacimiento del arte moderno. Obras Maestras del Musée d’Orsay” ( de las que dimos cuenta en este blog en nuestros artículos “Los impresionistas clásicos, en Madrid”, de 13.03.10, y el 21.04.13 “Impresionismo y postimpresionismo”). Sobre el posimpresionismo vimos esos mismos años otras buenas exposiciones: en el Thyssen “Impresionismo y aire libre. De Corot a Van Gogh”, “Gauguin y el viaje a lo exótico” (que comentamos, ambas el 07.04.13 y el 26.01.13) y “Site/Non-site” (con nuestro artículo de 23.03.14 “Paul Cézanne, precursor del cubismo, en el Thyssen”); y en la propia sala de Recoletos de Mapfre “Luces de bohemia” (a la que dedicamos otro artículo el 28.04.13). Pero vamos con el relato novelado de Will Gompertz, que incluye muy interesantes observaciones sobre la teoría del color en el apartado sobre Seurat.
Ya hemos visto en nuestro artículo anterior sobre la “Teoría del impresionismo”, la importancia que da Gombrich a los estudios de Roger Fry sobre la representación pictórica, que han hecho época. Ahora vemos su protagonismo en el devenir del arte moderno también como marchante, y algo más de su azarosa vida.
“Las razones académicas de Fry –explica Gompertz sobre la preparación de su exposición de 1910- a la hora de aunar a Van Gogh, Gauguin, Seurat y Cézanne bajo la rúbrica de «posimpresionistas» estaban vinculadas con el hecho de que los cuatro representaban una evolución a partir del impresionismo, el movimiento artístico del que Manet había sido inspirador y alma. Los cuatro habían comenzado sus carreras con una adhesión a los principios impresionistas, de modo que el centro de atención recaía en el «pos», los que venían después de los impresionistas. Por decirlo de otro modo, un tanto trillado, eran como los carteros: cada uno de ellos recogió el impresionismo y lo llevó a un destino diferente”.
“El problema al que se enfrentó Roger Fry era que carecía de un común denominador que sirviera para describir a los cuatro artistas: cosa que suele suceder muy a menudo. Él se daba perfecta cuenta de que representaban cuatro cimientos sobre los que se construirían los movimientos artísticos del siglo XX y sabía que tanto Seurat como Van Gogh habían sido calificados como «neoimpresionistas», que Cézanne había sido impresionista en algún momento y que Gauguin había sido incluido en la nómina del movimiento simbolista (cuyos cuadros estaban llenos de referencias simbólicas). Sin embargo, con el paso del tiempo, sus estilos artísticos habían dejado de tener nada en común. Además, Fry había decidido incluir a Manet en la exposición por razones que aunaban lo artístico y lo comercial. El mundo artístico londinense no conocía a la mayor parte de los artistas que él incluía en la muestra, pero sí había oído hablar del padrino del impresionismo, y Fry esperaba que tuviera el suficiente empuje como para que los aficionados salieran de sus casas en un día de invierno realmente frío. Él tenía la intención de presentarlos como algo más que un grupo de pintores modernos que, cada uno de una manera, habían desarrollado y llevado más lejos las ideas de Manet. Por tanto, «Manet» tenía que estar en el título, aunque no necesariamente los demás nombres. «Impresionismo» también, por el gran tirón que tenía entre el público. «Manet» e «impresionismo» parecían funcionar bien, pero no resultaba muy preciso. ¿Qué podía hacer? La solución, para Fry, pasaba por añadir un prefijo y eso fue lo que hizo. La exposición se tituló Manet y los posimpresionistas.
¿Qué nos cuenta la historia? El título funcionó, pero la exposición fue un fracaso. El término posimpresionista continúa en vigor, pero la exposición de Fry recibió críticas atroces, acompañadas de las consabidas pullas. Poco después de la inauguración de la exposición, Fry escribió una carta a su padre en la que afirmaba que «se había abatido sobre él, desde todas direcciones, un huracán de violencia periodística». Como muestra, un botón: el Morning Post sugería que la fecha escogida, la Bonfire Night ( “La noche de las hogueras” es una conmemoración de la Conspiración de la Pólvora que se celebra cada 5 de noviembre en Gran Bretaña; en esa misma fecha en 1605, un grupo de conspiradores católicos encabezado por Guy Fawkes intentó volar el Parlamento inglés con el rey Jaime I dentro; el complot fracasó y los conspiradores fueron descubiertos y ejecutados), resultaba siniestramente simbólica: «No podían haber elegido una fecha más apropiada que el 5 de noviembre para dar a conocer la existencia de un plan orquestado para destruir la historia de la pintura europea». Los ataques servidos en la prensa se asemejaban a los que habían recibido años antes los impresionistas y, años después, seguirían recayendo sobre otros movimientos artísticos del porvenir.
«¿Y a esto lo llaman arte? » era, por lo general, el tono peyorativo de las críticas. A Fry le acusaron de ser un excéntrico y un embustero, pero no todo el mundo pensaba así. Los artistas Duncan Grant (1885-1978) y Vanessa Bell (1879-1961), así como la hermana de Vanessa, Virginia Woolf, consideraban que Fry era muy válido y lo invitaron a formar parte de ese grupo de intelectuales bohemios que años después sería conocido como el Grupo de Bloomsbury.
Hay quien dice que cuando Virginia Woolf escribió «En torno a diciembre de 1910 cambió el carácter humano» en su célebre ensayo de 1923 “Mr. Bennett and Mrs. Brown”, estaba aludiendo a la exposición de Fry de- 1910. La vida, realmente, sí había cambiado para él. Había organizado la exposición de las Grafton Galleries tras haber sido despedido como conservador del Metropolitan de Nueva York después de una discusión con el entonces director, el financiero John Pierpont Morgan (conocido como J. P. Morgan), que era quien le había contratado. Hasta ese momento, la relación profesional había sido mutuamente beneficiosa: el ojo de Fry y el dinero de Morgan iban de la mano. Fue entonces cuando Fry descubrió la vanguardia parisina, lo que le cambió no solo a él, sino también su manera de entender el arte. Dejó su labor como conservador del arte del pasado y centró sus esfuerzos en el arte del presente. En 1909 publicó su “Essay on Aesthetics”, en el que describe el posimpresionismo como «el descubrimiento del lenguaje visual de la imaginación».
Ahora, en el orden general de las cosas, esta afirmación carece de sentido, dado que la mayor parte del arte anterior al impresionismo era también invención. ¿Se puede decir que el techo de la Capilla Sixtina que pintó Miguel Ángel no es «el lenguaje visual de la imaginación»? Sin embargo, en el contexto de un movimiento artístico que se había desarrollado a partir de la adherencia estricta del impresionismo a la objetividad y a la cotidianidad, sí tiene sentido. A su manera, cada uno de los cuatro posimpresionistas (Fry incluyó a Matisse y a Picasso en su exposición de 1910, pero bajo las categorías, al menos temporalmente, del fauvismo y el cubismo) descubrió una poderosa poción artística cuando combinaron lo fundamental de los principios del impresionismo con el «lenguaje visual de la imaginación».
EL PUNTILLISMO DE SEURAT
Hoy en día la palabra «genio» pasa de mano en mano como un porro en un festival de rock de los años setenta. Se califica de «genial» un vídeo colgado en YouTube en el que se ve a un niño mordiéndole un dedo a su hermano, al igual que al ganador de Factor X o la última aplicación para móvil. No sé muy bien qué es lo que se califica de tal manera, pero sí que estoy seguro de que Jonathan Ive lo es. Es el hombre que ha aportado orden y belleza a la era de la informática en su labor como diseñador jefe de Apple Inc. Es el responsable del iMac, el iPod, el iPhone y el iPad. Y todo ello hace que considere al diseñador británico como un genio. Ha logrado que los productos menos sexys del planeta -ordenadores y discos duros- pasen a ser objetos de deseo. Es toda una hazaña, y ¿cómo ha conseguido ese detalle mágico en la tecnología del siglo XXI? Con sencillez.
Esa sencillez no es simplicidad ni facilidad. La clase de sencillez que Jonathan Ive ha incorporado a los productos Apple requiere un disco duro cerebral de varios billones de gigas y la testarudez de un maniaco. Como la brevedad que caracteriza las frases de Hemingway o la claridad de una suite de violonchelo de Bach, su sencillez es el resultado de horas de trabajo, de días enteros dedicados a pensar y de una vida entera de experiencia. Ha logrado, como los genios del pasado, alcanzar la grandeza mediante un proceso de simplificación de algo más complejo, dando sentido al desorden ya la dificultad inherentes a su ámbito de trabajo y unificándolos en un diseño en el que la forma y la función combinan en armonía estética.
Es la clase de sencillez que los artistas del siglo XX han perseguido con sus desvelos. Como veremos más adelante, las retículas horizontales y verticales del movimiento De Stijl de Piet Mondrian (1917-1931) y el minimalismo de Donald Judd durante la década de 1960, con sus estructuras rectangulares, ejemplifican esa preocupación tan compartida por todos los movimientos de vanguardia: ¿cómo crear orden y solidez en el mundo a través de algo tan ambiguo como el arte?

( Composición en rojo, amarillo, azul y negro. 1921. Óleo de Piet Mondrian) (*)
Es el problema que también sacó de quicio a Georges Seurat (1859-1891), el tercero de los cuatro posimpresionistas que vamos a tratar aquí. Era un hombre tan serio como Van Gogh, pero menos emotivo, y totalmente opuesto a Gauguin, el exaltado vividor. Sin embargo, a pesar de las diferencias de personalidad y origen, los tres estaban unidos por su determinación de sacar al arte de lo que entendían como las limitaciones del impresionismo. Causa una profunda lástima que la característica común compartida por los tres fuera su propensión a morir jóvenes, justo cuando estaban en la cima de su obra. Gauguin fue el más longevo y murió con cincuenta y cinco años. Le siguió Van Gogh, cuyo suicidio a los treinta y siete años dejó a Seurat devastado. Seurat, por su parte, falleció un año más tarde. Con solo treinta y un años, sucumbió a una presunta meningitis que se llevó a su hijo pequeño quince días después y a su padre algo más tarde. Su gran amigo y compañero en el puntillismo, Paul Signac (1863-1935), aportó otro diagnóstico: «Nuestro pobre amigo se mató de tanto trabajar».

( El puerto de Saint-Tropez. 1907. Óleo de Paul Signac en el Museo Folkwang, Essen) (*)
Seurat trabajaba duro. Era un artista que se tomaba la vida y el arte muy en serio. Su padre fue un hombre bastante peculiar que llevaba una vida secreta y separada de su familia, que residía en París. No era un hombre sociable y es posible que Georges heredara alguna de las rarezas de su padre, que era muy celoso de su intimidad y prefería estar, solo, al margen del ajetreo de la vida urbana. En el caso de Georges, sin embargo, esto obedecía a su deseo de estar continuamente en su estudio. Ese era su ámbito creativo auténtico, no pintar fuera, en “plein air”. Hacía varios dibujos preparatorios (los llamaba croutons) en “plein air”, «delante del motivo», pero la labor importante la desarrollaba en su estudio.
Seurat no tenía nada que ver con la noción de andar dando saltos al aire libre y acabar un cuadro en una exhalación, antes de pedir la primera ronda de absentas de la noche. A diferencia de Monet, tenía muy poco interés en captar la inmediatez; por el contrario, su intención era captar la intemporalidad. Quería incorporar todo lo que el movimiento impresionista le había enseñado (una paleta brillante y colorida, temas cotidianos, la evocación de ambientes) y dar estructura y solidez a esas ideas. Para Seurat, los impresionistas pintaban cuadros que parecían un amasijo de telas tiradas por el suelo sin orden ni concierto, y él creía que había que doblarlas y ordenadas en montones. Su intención fue infundir el orden y la disciplina en el impresionismo: adoptar sus innovaciones en el campo del color y codificadas, darle una mayor rotundidad a las formas y desarrollar una metodología científica para plasmar esa idea de objetividad.




“Bañistas en Asnieres ” (1884) fue su primera obra de calado. Digamos que salpicó con fuerza. No por su tamaño monumental, dos metros por tres, ni por la edad que tenía por aquel entonces Seurat, veinticuatro años. Ambientada en un templado día de verano, la pintura, muy atmosférica, muestra a un grupo de trabajadores y de jóvenes, todos ellos de perfil, descansando en la ribera del Sena. Dos muchachos están metidos en el agua hasta la cintura, refrescándose, y el que está más cerca del espectador lleva un gorro de baño de un rojo brillante. Uno mayor está sentado en la orilla, observando, con los pies colgando. Detrás de este, un hombre con bombín está recostado de lado y, más atrás, se ve a otro inspeccionando el río, con la cabeza y los ojos bajo la sombra que le proporciona un sombrero panamá de ala ancha. En la distancia, aparecen unas embarcaciones que navegan por el agua y, a lo lejos, se alzan columnas de humo que emergen de las fábricas del París industrial que se distingue en el horizonte. La escena, plácida y suburbana, se refleja en la serenidad de la pintura de Seurat.
Pintó el cuadro en un estilo figurativo claro, sin ninguna de las neblinosas ambigüedades que tan a menudo aparecen en las obras de los impresionistas. En el paisaje de Seurat, despoblado, el río y las orillas se convierten en formas geométricas bien definidas. Los colores que emplea -rojos, verdes, azules y blancos- son tan vibrantes como los de Renoir o Monet, pero los ha aplicado con una precisión mecánica. Durand-Ruel se llevó el cuadro a Estados Unidos como parte de su exitosa exposición de 1886: Obras en óleo y pastel de los impresionistas de París. Sin embargo, no fue de las pinturas más celebradas. El New York Times describió «El baño» [sic] «como uno de los cuadros más inquietantes de la muestra [...] los resplandecientes colores resultan especialmente ofensivos». Otro crítico estadounidense consideró que era una obra «vulgar, ordinaria y producto de una mente banal». Se trata de una descripción bastante severa.
Para alguien tan joven, el hecho de que una obra suya estuviera entre las de los impresionistas, reverenciados y tan de moda por entonces, era un logro importante. y también lo era la propia “Bañistas en Asnieres”. Representa el comienzo del periplo artístico que Seurat estaba iniciando y que terminaría en su célebre puntillismo (también conocido como divisionismo), es decir, pinturas hechas a partir de la aplicación en el lienzo de innumerables puntos de pigmento puro. Por la época de Bañistas en Asnieres aún no había llegado a su técnica de separación del color, pero ya se estaba encaminando hacia ella. Las camisas blancas, las velas y los edificios están todos al servicio de la composición, y están ahí como contrapunto para hacer vibrar los verdes, azules y rojos. Está empezando a desarrollar la idea de que cuanto más separa los colores, mayor es la sensación de brillo que irradian. De ahí el tamaño del lienzo, que da más aire para que los colores «respiren».




La ciencia estaba cambiando la vida de los parisinos desde los años ochenta del siglo XVIII, con la extraordinaria torre de hierro de Gustave Eiffel, que simbolizaba la completa transformación de una ciudad que pasaba de los arrabales dickensianos a una obra maestra de la modernidad construida con precisión matemática. A Seurat le agradaba ese clima; también creía que todo se podía explicar de manera científica, incluso el arte. Era fan de Delacroix y compartía el interés del artista romántico por la teoría del color. Ahora bien, mientras que Delacroix experimentaba con un método de ensayo-error, el método de Seurat era más afín al de un director de cásting. Deseaba conocer el carácter concreto de cada color, a fin de que le permitiera comprender cómo funcionaban unos junto a otros en la superficie del lienzo. Tenía a mano numerosos análisis de expertos en la materia.
La obra “Óptica” (1704) de Isaac Newton fue -y sigue siendo- el punto de partida estándar para cualquiera que estudie la teoría del color. En ella, el gran científico explica cómo la luz blanca que pasa por un prisma y se dispersa, se separa en un espectro de siete colores. Unos cien años más tarde, el sabio alemán Johann Wolfgang van Goethe publicó un libro llamado “Teoría de los colores” (1810). En 1839, un químico francés llamado Eugene Chevreul escribió “Sobre la ley del contraste simultáneo de los colores”. Seurat estudió a los tres, además de a muchos otros.
Lo que el arte moderno necesitaba, pensaba, era combinar la precisión de los maestros antiguos con el cromatismo de los impresionistas y su análisis de la vida moderna. Degas (que había apodado «el Notario» a Seurat por su indumentaria conservadora) compartía la idea, pero, como sabemos, aportó una solución diferente. La respuesta de Seurat fue reemplazar las improvisadas pinceladas de los impresionistas con una serie de puntos de color aplicados meticulosamente, que elegía en ambos lados del espectro cromático (ver Ilustración 8) para incrementar la viveza de los dos colores.
Por José María Arévalo

( Espectro cromático. Ilustración 8 del libro de Gompertz.) (*)
Era un truco que había aprendido de los libros de teoría del color. Significaba que, aunque el rojo y el verde ocupen lugares opuestos en el círculo de colores, cuando se los coloca juntos en el lienzo, se vuelven complementarios, de modo que el rojo parece más rojo y el verde más verde y ambos se muestran en toda su intensidad. Manet, Monet, Pissarro y Delacroix ya lo sabían, y por ello nunca mezclaban colores opuestos en sus paletas, sino que los aplicaban directamente sobre la tela para que pudieran juntarse sin mezclarse.
Seurat tenía su propia teoría. Había descubierto que los pares de colores complementarios (rojo-verde, azul-amarillo, etcétera) podían resultar más brillantes si apenas se separaban. La idea es que, cuando miramos un punto rojo, verde o azul, no vemos solo la marca física, sino la aureola que la rodea. La ilusión óptica aumenta cuando un punto de color está sobre un fondo blanco que refleja la luz sin absorberla. Como suele suceder en cuestiones pictóricas, Leonardo da Vinci fue el primero. Cuando hace quinientos años pintaba sus obras maestras, comenzaba dando a la superficie una imprimación blanca sobre la que añadía gradual mente leves capas de pintura. Cuando se contempla la obra terminada, el cuadro parece poseer una asombrosa luminosidad interior, fruto del brillo que emite la imprimación blanca de la superficie.

( Tarde de domingo en la isla Grande Jatte.1884-1886. Óleo de Georges Pierre Seurat en el Instituto de Arte de Chicago. 207,6cm × 308) (*)
Seurat se afincó en este método de pintar mediante puntos. Sus pequeños toques de color no se superponían ni se mezclaban entre sí: esa es la labor que llevan a cabo los ojos del espectador. Imprimaba sus lienzos con una pintura blanca brillante que servía para incrementar la luminosidad de los pigmentos puros de color dispersos y dotar a sus cuadros de una superficie titilante y vibran te. Además de esto, hay otro procedimiento más: la complejidad del método obligaba a una gran simplificación en las formas que pintaba, de modo que el efecto final es deslumbrante. “Tarde de domingo en la isla Grande Jatte” (1884-1886) es una de las pinturas más célebres de la historia. Mues tra al francés de ojos pequeños y brillantes en la cima del punti llismo, aunque apenas estaba a la mitad de su tercera década de vida. De nuevo es un gran lienzo, de dos metros por tres aproximadamente, en el que los puntos meticulosamente aplicados laten en todo su esplendor cromático. Es una escena bastante más agitada que la de los Bañistas en Asnieres (Asnieres es un suburbio parisino que está al otro lado del Sena, enfrente de la Grande Jatte). Aparecen unos cincuenta personajes, ocho barcos, tres perros, varios árboles e incluso un mono. Los hombres, mujeres y niños muestran un variado catálogo de poses, aunque la mayoría de ellos estén de perfil mirando el río. Una mujer que lleva un vestido largo y naranja y un gran sombrero de paja está de pie junto a la orilla. Tiene la mano izquierda apoyada en la cadera mientras que en la derecha sujeta una modesta caña de pescar. Hay unas cuantas parejas sentadas e inmersas en sus conversaciones; una niña pequeña baila, un perrito salta y una sofisticada madre y su hija, de buenos modales, caminan ausentes ante el espectador. Casi todos ellos se protegen del sol con sombreros, parasoles o ambos. Es una escena cautivadora, fascinante, pero no ajena a complicaciones.

El resultado del puntillismo de Seurat, en este punto, resulta interesante e inesperado. La imagen burbujea ante nuestros ojos como una copa de champán, a la vez que los puntos de pigmento puro, contrastados, brillan ante nuestros ojos. Pero todos esos parisinos, paseando en un domingo soleado, bien vestidos, a quienes Seurat ha pintado punto por punto, no resplandecen tanto. Tienen un aspecto tan rígido y carente de vida que parecen recortes de cartón. La obra maestra de Seurat provoca una impresión tan surrealista y desazonadora que haría sonreír al cineasta David Lynch.


Tarde de domingo en la isla Grande Jatte se exhibió en la octava exposición impresionista, la última, celebrada en 1886, señal de lo mucho que había cambiado el movimiento. Es ya una pintura posimpresionista. No tiene nada de la momentánea fugacidad impresionista, sino que parece un juego de estatuas musicales, en el que, cuando la música se detiene, los personajes quedan congelados y mantienen su postura fija. Es cierto que nos encontramos con el uso impresionista de una paleta de colores primarios, que Seurat ha armonizado a la perfección para dotar a la composición de ese ambiente de cálida serenidad, pero la puesta en escena no tiene nada de impresionista: no resulta ni real ni objetiva. Esa clase de parques parisinos son muy ruidosos, la gente no se sienta o está de pie de un modo tan ordenado, con esa pareja aislada que rompe filas al caminar hacia delante.


A pesar de que representa una escena arquetípica de la vida modcrna de finales del siglo XIX, la armonía de la composición, la sencillez repetitiva de las formas geométricas y los bloques de sombra nos remiten al Renacimiento. Las figuras estatuarias se remontan incluso más allá: a la Antigüedad clásica o a los frisos egipcios, cuando las escenas mitológicas se labraban en piedra y se disponían en torno a una construcción o alrededor de una sala. No obstante, hay algo muy «de ahora» en una imagen tan estilizada: los puntos anuncian los píxeles de nuestro mundo contemporáneo y la armonía geométrica parece hablamos del diseño de producción moderno. Hay algo de Jonathan Ive en el arte de Seurat”.

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